“Vende lo que tienes y sígueme”. Domingo 13 de octubre de 2024. Domingo 28º ordinario
De Koinonia:
Sabiduría 7, 7-11: En comparación de la sabiduría, tuve en nada la riqueza.
Salmo responsorial: 89Sácianos de tu misericordia, Señor. Y toda nuestra vida será alegría.
Hebreos 4, 12-13: La palabra de Dios juzga los deseos e intenciones del corazón.
Marcos 10, 17 – 30: Vende lo que tienes y sígueme.
La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, expresa la preferencia de la Sabiduría frente a todos los bienes de la tierra. El sabio pone en la plegaria de Salomón la superioridad de los valores espirituales sobre los materiales, supeditándolos todos al don de la sabiduría y la prudencia para el gobierno de su pueblo.
En el texto de la carta a los hebreos, el autor, al describir la fuerza transformadora de la Palabra de Dios, se hace eco de hondas raíces veterotestamentarias. En efecto, ya Isaías 42,9 había comparado la Palabra de Dios con la espada, y Jeremías la había presentado como una realidad operante por sí misma ( Jer 23,29).
La íntima acción salvadora de la Palabra en la persona oyente es descrita en el texto diciendo que es “penetrante… hasta el punto donde se dividen alma y espíritu”. Allí, en el santuario de la intimidad del corazón de la persona, de la comunidad oyente activa de esa voz salvadora que le muestra caminos de liberación, allí, donde reside la voluntad y la decisión de aceptarla o de rechazarla, donde anida lo más denso del ser humano: sus intereses, sus afectos, su libertad, es hasta donde la Palabra llega cuestionante, incisiva, liberadora, transformante. Por eso, el autor de la carta coloca intencionadamente las palabras “corazón, deseos, intenciones”, como abarcando en estas categorías la integralidad humana. Dios y su Palabra, “más íntimo que yo mismo” en expresión de San Agustín, conoce hasta los secretos más recónditos del corazón. El más absoluto misterio humano está patente ante sus ojos. Por eso, la Palabra es juez densamente imparcial, que conoce amando lo que ocurre en la conducta humana y en el corazón de hombres y mujeres.
La imagen del camino es central en el evangelio de Marcos (cf Mc 10, 17). Estamos ante el tema del seguimiento de Jesús. En ese sentido va la pregunta de aquel que únicamente Mateo llama “el joven rico” (19, 22); para Marcos (y Lucas) parece tratarse más bien de una persona mayor que pregunta: ¿cómo heredar la vida? (cf Mc 10,17). Jesús comienza por remitir a Dios; su bondad está al inicio de todo. Esto equivale a resumir la primera tabla de los mandamientos. En seguida enuncia explícitamente los correspondientes a la segunda tabla, con un añadido importante (que sólo se encuentra en Marcos): “no seas injusto” (v. 19). La frase es algo así como un sumario del listado que se recuerda. Se trata de la condición mínima que se plantea al creyente. Con sencillez el rico dice que todo eso lo ha observado (cf v. 20), no hay nada de arrogante en esta afirmación. Ésa era la convicción de los sabios de la época: la ley puede ser cumplida plenamente.
Pero seguir a Jesús es algo más exigente. Con afecto lo invita Jesús a ser uno de los suyos. No sólo debe abandonar la riqueza, hay que entregarla a los pobres, a los necesitados. Esto lo pondrá en condiciones de seguirlo (cf v. 21). No basta respetar la justicia en nuestras actitudes personales, hay que ir a la raíz del mal, al fundamento de la injusticia: el ansia de acumular riqueza. Pero, dejar sus posesiones, le resultó una exigencia muy dura al preguntante; como muchos de nosotros prefirió una vida creyente resignada a una cómoda mediocridad (cf v. 22). «Creer sí, pero no tanto». Profesar la fe en Dios, aunque negándonos a poner en práctica su voluntad. Jesús aprovecha la ocasión para poner las cosas en claro con sus discípulos: el apego al dinero y al poder que él otorga es una dificultad mayor para entrar en el Reino (cf v. 23). La comparación que sigue es severa; algunos han querido suavizarla, pretendiendo -por ejemplo- que había en la ciudad unas puertas pequeñas llamadas “agujas”… y que bastaba entonces al camello agacharse para poder entrar por ese ojo de aguja…
Los discípulos, en cambio, entendieron bien el mensaje. El asunto se les presenta poco menos que imposible. Pasar por el ojo de una aguja significa poner su confianza en Dios y no en las riquezas. No es fácil ni personalmente ni como Iglesia aceptar este planteamiento, siguiendo a los discípulos nos preguntamos -con pretendido realismo-: “entonces, ¿quién se podrá salvar?” (cf v. 26). El dinero da seguridad, nos permite ser eficaces, decimos. El Señor recuerda que nuestra capacidad de creer solamente en Dios es una gracia (cf v. 27).
Como comunidad de discípulos, como Iglesia, debemos renunciar a la seguridad que da el dinero y el poder. Eso es tener el “espíritu de sabiduría” (Sab 7,7), aceptar que ella sea nuestra luz (cf v. 10). A la sabiduría nos lleva la palabra de Dios, cuyo filo corta nuestras ataduras a todo prestigio mundano. Ante ella nada queda oculto, todas nuestras complicidades aparecen con claridad (cf Hb 4,12-13). Como creyentes, como Iglesia, ¿seremos capaces de pasar por el ojo de una aguja?
Una lectura ecológica del evangelio de hoy
El mundo, la humanidad, se encuentra hoy, también, ante el desafío de tener pasar «por el ojo de una aguja» si quiere conseguir… no ya la vida eterna celestial, sino simplemente la supervivencia terrestre.
Es un «ojo de aguja» nuevo. Nunca nos habíamos visto en esta situación. Siempre, desde siempre –es decir, desde que el homo et mulier sapientes aparecimos sobre esta tierra–, el ser humano percibió la tierra como ilimitada, inagotable, cuasi infinita, capaz de absorber impasible nuestro proyecto de desarrollo continuo, infinito.
Pero hace sólo cinco siglos (Magallanes, 1522) se dio cuenta de que la tierra no era una superficie plana infinita, sino una superficie esférica, cerrada sobre sí misma, y por tanto, limitada. Y ha sido sólo al final del pasado siglo XX cuando ha descubierto que su proyecto humano de desarrollo podría topar con los límites de la Tierra. Así lo proclamó proféticamente, en solitario, el famoso libro del Club de Roma «Los límites del crecimiento», de 1972, que no fue escuchado. Pero su profecía fue confirmada y ratificada al filo del cambio del siglo (1992, «Más allá de los límites del crecimiento»), al denunciar que estábamos en peligro de sobrepasarnos («overshot») más allá de la capacidad del planeta para absorber y regenerar los recursos que consumimos. Ese peligro ya se hizo realidad oficialmente el 23 de septiembre de 2008: los científicos que siguen el estado del Planeta, especialmente la Global Foot Print Network han hablado del «Día del sobrepasamiento», el «Earth Overshoot Day», día en el que calculan que hemos sobrepasado en un 30% su capacidad de reposición de los recursos necesarios para las demandas humanas. En este momento estamos necesitando más de una Tierra para atender a nuestra subsistencia…
El Informe de Desarrollo Humano del PNUD 2007-2008 confirmó la denuncia, y, de otra manera y con otros datos, confirmó que si toda la humanidad adoptara un nivel de vida como el de EEUU o Europa, necesitaríamos 9 planetas (pág. 48 de la edición en español).
Despidámonos pues de la «vida eterna» para la Humanidad. El planeta seguirá, sí, pues ha pasado crisis semejantes, y aunque la vida terrestre sea diezmada, el planeta seguirá, pero seguirá… sin nosotros. Ésta en la que estamos ya hace tiempo es la «sexta extinción». La anterior, la quinta, hace 65 millones de años, por efecto de un meteorito según las actuales hipótesis, causó la desaparición de los dinosaurios. La sexta, la presente, actualmente en curso acelerado, está causada concretamente por una especie biológica que ha llegado a convertirse en fuerza geológica. Parece que va a ser una crisis profunda, que se llevará consigo a dos tercios de las especies actuales (entre ellas la causante). Nada de «vida eterna», pues, sino la condena a «una muerte anunciada», y con carácter de inminencia.
Pero… «sólo una cosa tienes que hacer si quieres todavía alcanzar»… una prolongación de la vida: abandona el «sistema» que te lleva a la muerte, centrado obsesivamente en el enriquecimiento material, ciego a los costes ecológicos, y pasa a adoptar un nuevo estilo de vida, un nuevo paradigma, una nueva forma de mirar al planeta, comprendiendo que eres Tierra y dependes de ella, y que en vez de vivir de espaldas a ella y en guerra contra ella, debes vivir en amistad y en relación cariñosa y simbiótica con ella.
Se ha dicho muy frecuentemente en los últimos tiempos que el cristianismo tenía, ha tenido un «punto ciego» en el aspecto ecológico, que todo nuestro patrimonio simbólico de los tres grandes monoteísmos está construido no sólo «de espaldas a la naturaleza» (nos consideramos no naturales sino sobrenaturales), sino en buena parte «contra la naturaleza», como sus dueños y dominadores, por derecho divino incluso… Afortunadamente, la encíclica del Papa Francisco, de este año, Laudato sii’, acaba de dar un buen paso en sentido contrario. No podemos borrar nuestra historia pasada, ni nuestra realidad actual, pero al menos acabamos de dar un primer signo de conversión desde la cúpula misma de la institución. Como dice la encíclica, no se trata sólo de cuidar la naturaleza, sino de toda otra forma de pensar, una nueva cultura, una revolución mental.
Y también una revolución teológica: la de dejar de pensar que la ecología no tiene que ver con la vida cristiana, ni con la vida espiritual… y pasar a pensar que respetar la vida, cultivarla, reverenciarla, sentirla como nuestra placenta, nuestro hogar, nuestra hermana madre Tierra… tiene que formar parte, por derecho propio, del hecho de ser cristiano, como forma parte del hecho de ser ser humano. Leer más…
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