Despojarse del “yo” es lo más necesario y lo más difícil que nos exige el Evangelio. Por eso también es lo más necesario y lo más difícil para que la Iglesia pueda cumplir su misión en el mundo. Si no asumimos y hacemos nuestra, como tarea fundamental, el despojo del “yo”, no podremos entender el Evangelio. Y mucho menos, vivirlo y hacerlo presente en nuestra vida y en nuestro mundo.
Pero ¿qué quiere decir eso de el “despojo del yo”. Y, sobre todo, ¿por qué semejante “despojo” es tan importante? El Evangelio habla con frecuencia y a fondo del “seguimiento de Jesús”. Los apóstoles tuvieron que “dejarlo todo”: familia, casa, dinero… Todo, hasta quedarse sin nada, como dijo expresamente Jesús (Mt 8, 18-22; Lc 9, 57-62). Y como el mismo Jesús le exigió al joven rico (Mc 10, 17-31; Mt 19, 16-29; Lc 18, 18-30). ¿Qué más se podía pedir?
Muchas veces, he tenido que plantearme yo mismo esta pregunta, que no se me ocurrió a mí. La encontré en un teólogo bien conocido: E. Drewermann, que presenta esta cuestión tan complicada como exigente. Es más, tan importante como necesaria.
Un día, el apóstol Pedro le dijo a Jesús: “Nosotros ya lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19, 27 par.). Sin embargo, si se lee el Evangelio, con el firme deseo de llegar hasta el fondo, pronto se comprende que, ni Pedro ni los demás apóstoles, “lo habían dejado todo”. No. Efectivamente, ¿aquellos hombres lo habían abandonado todo? Sin duda todo, “menos el yo”.
Pero ¿qué quiere decir esto? Y, sobre todo, ¿cómo lo sabemos? Jesús predijo tres veces el trágico final que iba a tener en Jerusalén (Mt 16. 21-28 par; 17, 22-23 par; 20, 17-19). Los apóstoles, que lo “habían dejado todo”, en realidad demostraron – con su conducta – que eso no era verdad. Les quedaba el “yo”. De eso, no se habían despojado.
¿Qué es esto? ¿Cómo se demuestra? Y, sobre todo, ¿qué significa?
Si se leen los evangelios con atención, cualquiera se da cuenta de que, desde el momento en que Jesús predijo, por primera vez, el final trágico que le esperaba en Jerusalén, los apóstoles – “seguidores” de Jesús – se pusieron a discutir cuál de ellos era el “más importante”, el “primero”, el que tenía que “ocupar el primer puesto” (Mt 18, 1-5; Mc 9, 33-37. 42-48; Lc 9, 46-48; 17, 1-2), hasta el extremo de llevar a su propia madre (de los Zebedeos, Santiago y Juan), para que ocuparan los cargos más altos (Mt 20, 21 par). Lo que provocó la indignación de los demás (Mt 20, 24 par). Y con esto, se pone evidencia que allí todos querían estar en lo más alto posible, ser importantes y mandar.
Sin duda alguna, aquellos hombres – los más cercanos a Jesús – se habían despojado de sus casas, sus familias, sus bienes…, de todo, menos de su “yo”. Es el “yo” que sabe, que tiene, que puede, que quiere o no quiere, que se impone y decide siempre lo que más le interesa o piensa que es lo que más le conviene. Por todo esto, se comprende que aquellos “seguidores” de Jesús, cuando llegó la situación más difícil y de más peligro, el “seguimiento” quedó destrozado. Judas vendió a Jesús, Pedro lo negó, cuando Jesús oraba en la agonía, sus “seguidores” dormían. Todos huyeron y lo abandonaron. Aquellos hombres, ¿habían seguido a Jesús?, “Sí”. ¿Se habían despojado del yo?, “No”.
Y lo peor de todo es que el “despojo del yo” sigue tan frecuente, incluso tan violento y tan canalla, como la violenta cobardía que exhibieron los apóstoles de Jesús, en la oscuridad de aquella noche.
Han pasado veinte siglos de lo que ocurrió la noche aquella. Y sin duda alguna, en estos veinte siglos, son incontables las mujeres y los hombres que se han despojado de su propio yo, para salvar la vida o remediar el sufrimiento de los que más sufren en este mundo. Pero desgraciadamente somos una inmensa mayoría los que anteponemos el “propio yo” a lo que piensen, digan o hagan los que lo contradicen o se oponen a él.
Por eso la Iglesia está como está. Si en ella somos legión los que no nos despojamos del “yo”, la bondad y el cariño, que nos debería unir y distinguir (cf. Jn 13, 34-35), se reduce a mera palabrería, que engaña a los ingenuos.
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