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Desde el otro lado

Martes, 14 de febrero de 2017
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nietzscheFriedrich Nietzsche

Gabriel Mª Otalora
Bilbao (Vizcaya).

ECLESALIA, 20/01/17.- En 1910, Pío X no veía bien la educación escolar marianista empeñada en formar a una élite de católicos democráticos que “acepten nuestro tiempo tal cual es y simpaticen con la búsqueda sincera de la verdad, sea cual sea la doctrina de la que proceda” para ser alternativa a la disyuntiva de entonces entre ciencia y religión. En Francia, acababan de suprimir las asociaciones religiosas obligando a la dispersión; uno de los lugares en los que recalaron fue San Sebastián. En su colegio donostiarra recibió la primera educación el gran teólogo Xabier Zubiri.

Si algo resulta esencial en la educación, los marianistas en Donosti lo bordaron con sus pupilos: darles a conocer a fondo el terreno del adversario para fundamentar las propias afirmaciones, en lugar de descalificarlo. Cuando lo que arreciaba en el ambiente era un cristianismo incompatible con la ciencia, el progreso o la razón, que no formaba espíritus hechos para pensar, ellos vieron que no era la modernidad sino en la fragilidad católica frente a las ideologías imperantes antirreligiosas las que hacían el mensaje poco creíble. Por tanto, se pusieron manos a la obra ofreciendo una sólida formación religiosa impregnada de humildad junto al conocimiento de dichas ideologías y pensadores no cristianos para consolidar una fe madura alejada de las conciencias infantiles que tantas desafecciones produjeron… y producen.

Mi admiración a aquellos marianistas. Ellos fueron pioneros en quitarle el miedo a las razones del adversario. En este contexto, comparto una breve reflexión con los lectores desde el otro lado, en este caso al calor de Nietzsche, el creador de la máxima: “¡Dios ha muerto, viva el superhombre!”.

Nuestro tiempo es parecido a aquél en lo que a ciencia, razón y religión se refiere, excepto por la irrupción de la indiferencia actual. Creo que el filósofo alemán puede ayudarnos en la fe desde sus propios argumentos ateos. Me explico. Él fue el mayor ateo de todos, el más honesto por llevar su ateísmo hasta el final al fustigar al Dios cristiano como “la peor mentira de seducción que ha habido en la historia” porque no permite ser felices a los humanos. Tal fue su coherencia en su obsesión que predicó la inversión de todos los valores porque entendía lo moral como una construcción ideológica para dominar a los demás.

Pero si Dios no existe, entonces todo está permitido; no tiene sentido la moral ni los deberes éticos: la prohibición de robar o de matar tiene un soporte moral, y si Dios no existe -Nietzsche siempre se refiere al Dios cristiano- nada impide al “superhombre” ser amoral y despojarse del sentido de la existencia. La muerte de Dios es la victoria de la autonomía moral absoluta, el mensaje del deber desaparece, y todo puede ser relativizado hasta el punto de podernos preguntar: ¿Y si lo malo tiene un valor superior a lo bueno?

Dos conclusiones: la primera es que está probado que sus teorías influyeron directamente en el nazismo y en otros totalitarismos europeos del siglo XX. La segunda, que si llevamos su pensamiento hasta las últimas consecuencias, es difícil la existencia de un ateísmo radical y sin fisuras como fruto de la verdadera naturaleza humana: en primer lugar, en todas las épocas, incluidas las más monstruosas, no cabe la existencia de un malo perfecto y de por vida, natural al ser humano. Porque en el caso de que el amor resulta imposible manifestarse en algunas personas, sus patologías psiquiátricas dan razón del desequilibrio humano que padecen, no las razones supuestamente antropológicas del superhombre nietzschiano. Existen varios libros publicados por especialistas que lo atestiguan.

La tendencia universal muestra que, cuanta más bondad, mayor humanidad y desarrollo de las mejores potencialidades humanas; y a medida que crezca la maldad, en paralelo se producirá el desequilibrio. La maldad “total”, en fin, tiene más de enfermedad que de maldad. Si Dios es la pura y total bondad e inteligencia, esto tiene sentido, y el procurar ser buenas personas parece que es cosa de inteligentes. Nos vendrá bien tenerlo en cuenta ante lo que nos depare este año plagado de “superhombres” dirigiendo el mundo.

(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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“Espiritualidad sin templo”, por Antonio Gil de Zúñiga

Lunes, 18 de agosto de 2014
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aaapart_20Antonio Gil de Zúñiga, pofesor de IES, poeta y filósofo, se estrena como autor en ATRIO, pero no es un desconocido aquí. Su libro sobre Blas de Otero ya fue recensionado en ATRIO por Juan José Tamayo: Blas de Otero, poeta vasco y místico laico.

Sostiene Antonio Machado que la poesía es palabra esencial en el tiempo; otro tanto hay que decir de la espiritualidad, en cuanto actitud radical y relacional del ser humano con el Ser trascendente. Se puede decir que la espiritualidad es ante todo palabra, diálogo óntico de un ser que se siente profundamente religado con un Tú trascendente. Para X. Zubiri Dios no es una “realidad-objeto”, sino una “realidad-fundamento”, a la que el hombre ha de estar re-ligado, ya que “el hombre encuentra a Dios en la plenitud de su ser”.

 Pablo de Tarso expresa con vehemencia la religación en su discurso filosófico a los atenienses; en Dios “vivimos y nos movemos y existimos”(Hchos. 17,28). Este diálogo o palabra esencial implica una vivencia pletórica en el interior de la persona, que viene a ser el músculo cardíaco de la existencia. Pero creo que es importante añadir un tercer elemento que configura la espiritualidad humana y no es otro que la mirada; una mirada altiva de encarar de frente la historia; las “circunstancias” orteguianas que posibilitan el desarrollo y profundidad del yo. Escribe Laín Entralgo que ontológicamente el “ser de mi realidad individual se halla constitutivamente referido al ser de los otros”.

Estos son los ejes cartesianos de una espiritualidad sin templo; es decir, una espiritualidad laica. Jesús de Nazaret fue un judío laico, que vivió y murió como un judío laico. Llama poderosamente la atención que este dato nuclear en los evangelios apenas se enfatiza en la teología, en los tratados de espiritualidad o en los estudios sobre el Jesús histórico. John P. Meier en su voluminosa obra sobre el Jesús histórico apenas dedica unas líneas a Jesús como judío laico, centrándose, en cambio, en que es un judío marginal.

Ahora bien, Jesús, un judío laico, piadoso y cumplidor de la Torá, no necesita del templo para llevar a cabo su relación con el Tú trascendente; es más, tiene al templo en su punto de mira, porque para él su ideal como judío no es habitar en el templo, como recogen con frecuencia los poetas bíblicos: “Una cosa pido al Señor, y sólo eso es lo que busco: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida” (Sal. 27,4). Ese ideal no es otro que compartir la suerte y el privilegio del sacerdote: habitar en el recinto sacro. Su proyecto, sin embargo, es más radical: “la destrucción del templo”, como se evidencia en el diálogo intenso con la samaritana, en el que Jesús ante la interpelación de la samaritana revela una verdad profundamente laica: “pero se acerca la hora, dice Jesús, o mejor dicho, ha llegado” (Jn. 4,23) en que ni en aquel monte próximo a la ciudad samaritana de Sicar ni en Jerusalén se adorará a Dios; o lo que es lo mismo, no son lugares exclusivos para relacionarse con Dios.

Si ahondamos en esta actitud de animadversión hacia el templo, podemos descubrir varias razones: a) del templo sale la ley (Is. 2,3). Una ley opresora, que se materializa en un laberinto de normas y ritos, como se pone de manifiesto en la “ley del sábado”. La ley emanada del templo pretende la alienación y el sometimiento y no la liberación integral del hombre y de la mujer. Jesús propone y realiza la desobediencia civil con su “ellos os dicen, pero yo os digo”. Para Jesús de Nazaret el templo no ha de ser un lugar de sacrificios, sino de la misericordia, y ésta es su “nueva ley”; b) el templo se ha pervertido, hasta el punto de que se ha convertido en “cueva de ladrones”. Ya no es un lugar de oración, sino de intercambios y trapicheos comerciales, donde impera, pues, la cultura del dinero, que tanto se rechaza en los textos evangélicos; c) es la “vivienda del sacerdote”, un hombre que con su status social vive ajeno a las necesidades y penurias de los demás: “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de unos ladrones. Le quitaron la ropa, lo golpearon y se fueron, dejándolo medio muerto. Resulta que viajaba por el mismo camino un sacerdote quien, al verlo, se desvió y siguió de largo” (Lc. 10,30-31).

La espiritualidad de Jesús ahonda sus raíces fuera del templo, en un territorio, etimológicamente, profano; es, pues, una espiritualidad laica. Jesús de Nazaret se retira al desierto a orar y a otros lugares no oficiales, y no es miembro de la comunidad de los esenios. Siente profundamente su religación con el Padre, dialoga con él, se alimenta interiormente de esa relación íntima, pero vuelve al mundo, a la historia en la que se ha encarnado.

Sin embargo, esa espiritualidad laica ha sido secuestrada por el cenobio, por el “templo”, hasta el punto de que, cuando se habla de alguien que siente y vive la espiritualidad, se piensa automáticamente en que se trata de una persona que vive monacalmente o es miembro de alguna comunidad religiosa institucional. El monacato se impone de manera desmedida al proclamarse como paradigma único y excluyente de la espiritualidad y de la vida cristiana misma. Y así la vida del cristiano, toda entera, debe seguir las sendas monacales, incluida la sexualidad. El texto de san Anselmo lo ilustra por sí mismo: “La virginidad es oro, la continencia plata, el matrimonio cobre; la virginidad es opulencia, la continencia medicina, el matrimonio pobreza; la virginidad es paz, la continencia rescate, el matrimonio cautiverio…” El monacato, pues, ha impuesto sus reglas y sus ritos, en ocasiones asfixiantes para el espíritu; y como advertía H. Bergson ha desarrollado considerablemente la “mecánica”, pero no “la mística”, puesto que la espiritualidad viene a ser la mediación vehicular del hombre y de la mujer para ponerse en contacto con el Misterio.

Una espiritualidad basada en la “huida del mundo” no se puede considerar modélica para el cristiano (no ya para cualquier hombre y mujer). El diálogo con el Ser trascendente, que nos ha manifestado Jesús de Nazaret, empuja necesariamente a echar una mirada alrededor y una mirada compasiva y misericordiosa, como la del samaritano de la parábola. El diálogo trascendente, la fe, finaliza irremediablemente en la ética liberadora y compasiva. M. Fraijó, recordando que I. Ellacuría habla de la espiritualidad de hacerse cargo misericordiosamente de la realidad, nos deja este corolario: la mirada compasiva y misericordiosa es “un imperativo de la espiritualidad laica”.

Fuente Atrio

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“¿Existe ‘Dios’? ¿Qué ‘Dios’?”, por José Arregi.

Martes, 11 de marzo de 2014
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dios-existe_thumbLeído en su blog:

¿Tiene sentido hablar de Dios a la vista de tanto dolor, de tanto drama en la Tierra, del Congo a Mali, de Sudán a Ceuta y Melilla, de Siria a Afganistán y Pakistán, de Venezuela a Méjico, de la especulación al hambre, de la corrupción al paro, de la angustia al suicidio? Todo depende de lo que entendamos por “Dios”.

Me asombra que, hoy todavía, sesudos teólogos, filósofos y científicos sigan discutiendo acaloradamente sobre si existe o no existe “Dios” –unos lo defienden, otros lo refutan– sin antes decirnos qué entienden por “Dios”. Pero, a decir verdad, comprendo mejor a los ateos que niegan al “dios” que imaginan que a muchos teólogos que parecen sostener al “dios” que niegan los ateos.

Los ateos niegan la existencia de un dios separado del universo y necesario para explicarlo, un dios que existiría “desde antes” del universo y “fuera” de él, un dios que poseyera o que fuera la explicación –misteriosa, incognoscible– de que el mundo sea como es, con sus enigmas y dolores, un dios causa y motor primero de la realidad existente, fundamento y garante exterior del orden físico y del orden ético, un dios sin el que la bondad y la justicia carecerían de sentido, un dios omnipotente que pudiendo intervenir no interviene o que no interviene porque no puede, que actúa en el mundo cuando quiere o que no actúa para “respetar la autonomía del mundo”, un dios que habla cuando lo desea o que calla por alguna razón que ignoramos, un dios que no pudo crear sino este mundo tal como es con su inmenso dolor o bien porque no pudo crear sino un mundo finito y por lo tanto sufriente o bien porque quiso respetar la libertad humana, capaz de hacer tanto bien pero también tanto daño… Un dios ente, el Ente Supremo, Algo o Alguien anterior y exterior al mundo.

Tal es el dios que niegan los ateos. Y hacen bien en negarlo, pues no existe. Tiene razón R. Dawkins al negar a un dios diseñador y creador que habría determinado de antemano toda la evolución del cosmos y de la vida, con el ser humano como centro y cima; efectivamente, un dios así es un constructo humano, un “espejismo”. Tiene razón D. Dennet al negar a un dios causa necesaria del espíritu o de la conciencia o de la “libertad” humana, un dios causa distinta y separable de la realidad que llamamos materia; Dios y la realidad infinitamente abierta e infinitamente fecunda que es la materia-energía no son dos realidades que se puedan contraponer o añadir la una a la otra; la “materia” es siempre (¿“eternamente”?) más que lo que entendemos por “solo materia”, y Dios no puede ser concebido como algo o alguien separable de ella.

Tiene C. Hitchens al negar a un dios fundamento externo del mundo, necesario para explicar su existencia, o al negar a un dios que interviniera en el mundo desde fuera de él. Tiene razón S. Harris al negar a un dios garantía o justificación de la ética o del humanismo, como si para ser buenos necesitáramos una razón, un por qué; no hay atrocidad que no se haya cometido en nombre de dios; es decir, la fe en dios nunca ha sido garantía de bondad; todo depende, pues, de lo que se entienda por fe y de lo que se entienda por “dios”.

Sin embargo, ¿no es demasiado burda la crítica de Dios de los autores mencionados? Ciertamente lo es. Pero debemos preguntarnos por qué gente tan inteligente sigue teniendo una imagen tan burda de Dios. Ciertamente, los ateos no dicen todo lo que se puede decir acerca del misterio indecible que llamamos Dios, pero los creyentes y los teólogos no deben empeñarse en afirmar al dios que niegan los ateos, sino al Dios del que no hablan. La afirmación de Dios ha de empezar allí donde termina la negación de los ateos.

Así lo han hecho los místicos de todas las religiones. También ellos, en virtud de su propia fe, se han visto conducidos a negar, desde dentro de la fe, al dios que niegan los ateos. Harían bien los teólogos en hacer como los místicos. Harían bien en partir del punto al que llegan los ateos y tratar de ir más allá, buscando y arriesgando nuevas palabras, imágines y horizontes. Más allá del ateísmo que niega al dios que no existe, pero más allá también del teísmo que afirma a un dios Ente Supremo, un ser consciente y libre otro o distinto del mundo.

Aventuremos palabras. “Dios” ni existe ni no-existe: es la Existencia. No está cerca ni lejos, ni presente ni ausente, ni está ni no-esta: es la Presencia. No es ni uno ni muchos. No es ni lo mismo ni distinto del mundo. No es menos que algo (nada), ni menos que persona (impersonal), pero no es Alguien, no es “otro” de nada y de nadie. Es el no otro de todos los seres. Es el Corazón latiente del mundo, de cada ser, de cada átomo, partícula y partículas de partícula si las hay.

Dios es el fondo de la realidad (Tillich), el poder de lo real (Zubiri), el silencio revelado como tal (Panikkar). Es Nada de cuanto es y decimos, es el Todo en todas las cosas, es el Vacío Pleno en todo lo que se manifiesta, más allá de inmanencia y trascendencia. Es la Presencia eterna en el instante.

Hoy se echan de menos teólogos a la altura de Nietzsche, antiteísta místico, profeta de los nuevos tiempos religiosos. Teólogos que aúnen la mirada mística con la visión científica de un universo o de un multiverso interrelacionado y dinámico, inacabado y evolutivo. Creyentes y teólogos que, más allá de creencia e increencia, pronuncien a Dios con su palabra y su vida como el misterio más hondo y real, como el Espíritu divino, como el aliento vital en el corazón de cuanto es. Que, al pronunciar a Dios lo hagan ser y recreen el mundo: “Hágase”. Dios es el Aliento que nos habita y nos hace ser y que hacemos ser cuando somos.

En este mundo con tantos enigmas, con tantos dolores, no es inútil tratar de decir palabras creadoras sobre la Compasión que nos habita y nos une, sobre la Gracia que nos mueve en lo más profundo a cambiar las lágrimas en consuelo, a poner paz donde hay odio, a llenar de pan las mesas vacías, a seguir a creando este mundo inacabado.

José Arregi

Para orar

El indescriptible Corazón es el espejo en el que el universo entero aparece.
Solo la Consciencia Única, el Espacio del mero Ser,
es lo Primordial y Supremo, el Silente pleno.
El Corazón, la Fuente, es el comienzo, el medio y el fin de todo.
El Corazón, el Supremo vacío, no es nunca una forma.
Él es la Luz de la Verdad.
La muerte de la mente sumergida en el Océano de la Auto-conciencia
es el eterno Silencio.
El “Yo” real es el Supremo Espacio del Corazón
que es el gran Océano de Felicidad.
Tu mente no puede conocer al Ser,
que es la perfecta experiencia indivisa y el Uno sin segundo.
Solo el Corazón, libre del pensamiento y que es el Ser mismo.
El que conoce ese Corazón nunca será arruinado;
Habiendo perdido el sentido de la esclavitud, Él devine lo Supremo.
Es libre de los pensamientos de dualidad
Y solo Él goza, sin engaño, de la Felicidad.

(Ramana Maharshi).

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