“El papa, el sínodo y los maricones”, por Bruno Bimbi
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Seamos sinceros, por favor. ¿Ustedes realmente se creyeron que la reunión de tías solteronas del Vaticano iba a terminar con papá Francisco cantando “I Will Survive”?
Me mata tanta ingenuidad.
Una semana entera nos tuvieron a la espera, bombardeados por titulares de diarios e informes en los noticieros que contaban, orgullosos por ese argentino que consiguió sentarse en el trono de la última monarquía absolutista de Europa, que ahora la Iglesia católica, apostólica y romana iba a reconciliarse con los maricones. Que habría una “apertura” y una “acogida” (¡ay, señor traductor!) y no dirían más que somos sodomitas, pervertidos, desviados, antinaturales, pecadores, en fin, una manga de tragasables que irán al infierno por putos.
Dijeron que era histórico. Revolucionario. Una tormenta. Un cambio de época. No esperaron siquiera a ver el documento final, porque las ganas de confirmar que Francisco no es más Bergoglio y la Iglesia católica no es más apostólica ni romana tienen obnubilada a la prensa de casi todo el mundo, sobre todo a la argentina. Tienen una ganas bárbaras de creerle.
La primera versión del documento que pretendía resumir lo discutido en el “sínodo” por los obispos, vestidos con sus largas polleras negras y sus solideos y cinturones rosados, se titulaba Relatio post disceptationem —en latín clásico, esa lengua que solo ellas siguen hablando— y, para alegría de los más papistas que el papa, traía tres párrafos hablando de los omosessuali —en italiano, porque no había en latín una palabra para eso— y, curiosamente, el término no venía acompañado por las ofensas de siempre. ¡Extra, extra!
Los admiradores de Francisco estaban eufóricos, contándonos lo innovador y super-recontra-moderno que era ese texto que no nos insultaba más. Decía, presten atención, que los omosessuali tenemos “dones y talentos” y que podemos ofrecérselos a ellos, la comunità cristiana — y sólo a ellos, claro. Y se preguntaba —sí, se preguntaba, no afirmaba— si ellos serían capaces de “acogernos” y “evaluar” nuestra orientación sexual, pero siempre senza compromettere la dottrina cattolica su famiglia e matrimonio, por supuesto. No vaya a ser cosa que, de tanto evaluarnos y acogernos, alguien pueda pensar que la doctrina católica sobre la familia y el matrimonio se movió medio milímetro del lugar donde Dios la puso, representado en el acto de ponerla por otras tías solteronas que se reunieron en el siglo XVI, con las mismas polleras negras, pero —según muestran las pinturas de la época del Concilio de Trento— sin nada rosado, salvo las de mayor jerarquía. Divas, ellas.
El texto también recordaba, por si quedaban dudas, que “las uniones entre personas del mismo sexo no pueden equipararse con el matrimonio entre el hombre y la mujer” y reclamaba al mundo que “tampoco es aceptable que se quiera ejercer presión sobre la actitud de los pastores o que los organismos internacionales condicionen la ayuda financiera a la introducción de una legislación inspirada en la ideología de género” (la Iglesia le dice “ideología de género” a los estudios de género).
Benedicto manda saludos.
Por último, en el tercer párrafo, los obispos recordaban que la Iglesia tiene “problemas morales” con las parejas del mismo sexo, pero “reconoce” que “en algunos casos”, el apoyo mútuo “para el sacrificio” (WTF?) puede ser valioso, y hacían una confusa referencia a los niños con dos papás o dos mamás (aunque, obviamente, no usaban esas palabras), sin que quedase claro qué querían decir.
Y eso es todo.
Tenemos algunos dones y talentos. Pueden acogernos. Deven evaluarnos. Nuestras parejas siguen siendo un problema moral. La doctrina no se toca. Re-que-te-con-tra-mo-der-no. Pero apenas eso, para buena parte de los medios de comunicación de todo el mundo, era histórico. Revolucionario. Una tormenta. Un cambio de época. ¡Imaginate! La iglesia reconoce que tenemos algunos dones y talentos. ¡Guau!
Hagamos de cuenta, por un instante, que el sínodo hubiese terminado ahí y que ese texto fuese el documento final. Y hagamos de cuenta, por un instante, que no fuese un documento sobre los homosexuales, sino sobre los judíos. O sobre los negros. Y que dijese, con palabras parecidas, que tienen algunas cosas buenas, una que otra virtud, por lo cual estaría bueno acogerlos y evaluarlos, sin que eso comprometa la doctrina de la Iglesia sobre la judeidad y la negritud, que, como sabemos, es bien clarita. Me imagino que los negros y los judíos estarían contentísimos con semejante demostración de cariño y admiración.
—Pero vos sos un denso, querés demasiado, no reconocés que es un gran avance.
—¿Cuál es el avance? A ver, explicame…
—Dicen que tienen dones, talentos. Antes decían que eran unos putos de mierda que se iban a ir al infierno. Es un avance, che, no seas tan exigente…
Pero no. Ni siquiera eso.
Después de una semana de discusiones, intrigas, trascendidos, aclaraciones, desmentidas, enojos y una incomprensible expectativa de casi todos los diarios del mundo, la reunión de tías solteronas decidió que no tenemos dones ni virtudes. O sea, para que quede claro: estuvieron una semana discutiendo sobre ese documento, porque no se ponían de acuerdo; votaron y decidieron, por mayoría, que no tenemos ningún don y ninguna virtud.
Ni una solita.
Ni siquiera eso fueron capaces de decir, aunque no fuese tan sincero, para disimular un poco.
El documento final, titulado en latín Relatio Synodi y divulgado este sábado, ya no trae más el subtítulo que hablaba de “acoger” a los omosessuali: ahora dice que hay que dar atención pastoral a sus familias. No dice más, repito, que los gays tengamos dones, ni virtudes, ni nada bueno. Dice, en cambio, que algunas familias viven la “experiencia” de tener dentro una persona con orientamento omosessuale. A esas familias, la Iglesia católica —que, por si quedaban dudas, sigue siendo apostólica y romana— debe darles atención pastoral para que entiendan que “no hay fundamento alguno para asimilar o establecer la más remota analogía entre las uniones del mismo sexo y el plan de Dios para el matrimonio y la familia”. Ni-la-más-re-mo-ta. Lo dicen estos señores de edad avanzada, desempleados y económicamente inactivos, que hablan en latín, usan polleras negras y solideos y cinturones rosados y son expertos internacionales en familia y matrimonio, pese a ser oficialmente castos, vírgenes, solteros y sin hijos. El plan de Dios, al que ellos tuvieron acceso através de la Wikileaks divina, no incluye a los omosessuali.
¿Entendieron, manga de putos?
Sin embargo, continúa el documento, los hombres y mujeres con orientamento omosessuale deben ser acogidos (y vuelve esa palabrita) “con respeto y sensibilidad”, evitándose todo tipo de “discriminación injusta”.
El respeto se nota mucho y se agradece inmensamente.
Lo más gracioso (por decirlo de alguna forma) es que la parte que habla de no discriminarnos injustamente es una cita, entre comillas, de un viejo documento escrito por Joseph Ratzinger en 2003, antes de ser papa (durante el reinado de Wojtila), titulado “Considerazioni circa i progetti di riconoscimento legale delle unioni tra persone omosessuali”. El objetivo del documento era, justamente, exigir a los gobiernos del mundo que discriminaran injustamente a las parejas homosexuales, negándoles el derecho al matrimonio civil. El documento de Ratzinger afirmaba, entre otras cosas, que “los actos homosexuales contrastan con la ley natural” y “cierran el acto sexual al don de la vida”, por lo que “no son el resultado de una verdadera complementariedad afectiva y sexual” y “en ningún caso pueden recibir aprobación”. Las muestras de respeto, sensibilidad y no discriminación continúan: “los actos homosexuales están condenados como graves depravaciones” y aunque no pueda decirse que los que “padecen esta anomalía” sean personalmente responsables por ella, cometen actos “intrínsecamente desordenados”. Para ser precisos, la parte citada por los obispos, que dice que los omosessuali deben ser acogidos con “respeto, compasión y delicadeza” y no sufrir “discriminación injusta” (ahí está: la que ellos nos imponen es justa, obvio), ordena que vivamos castos (como supuestamente ellos viven) y dice que “la inclinación homosexual es objetivamente desordenada y las prácticas homosexuales son pecados gravemente contrarios a la castidad”.
Todo muy bonito.
El texto de Ratzinger, resucitado desde las catacumbas de la Inquisición por el sínodo franciscano y agregado a último momento en el documento (también agregaron, al final, una condena más explícita a los países que aprueban el matrimonio igualitario), era tan repulsivo que el escritor peruano Mario Vargas Llosa, premio Nobel de literatura, escribió una durísima crítica en la que afirmaba que
“con argumentos así, aderezados con la presencia sulfúrica del demonio, la Iglesia mandó a millares de católicos y de infieles a la hoguera en la Edad Media y contribuyó decisivamente a que, hasta nuestros días, el alto porcentaje de seres humanos de vocación homosexual viviera en la catacumba de la vergüenza y el oprobio, fuera discriminado y ridiculizado y se impusiera en la sociedad y en la cultura el machismo, con sus degenerantes consecuencias: la postergación y humillación sistemática de la mujer, la entronización de la viril brutalidad como valor supremo y las peores distorsiones y represiones de la vida sexual en nombre de una supuesta normalidad representada por el heterosexualismo. Parece increíble que después de Freud y de todo lo que la ciencia ha ido revelando al mundo en materia de sexualidad en el último siglo la Iglesia Católica —casi al mismo tiempo que la Iglesia Anglicana elegía al primer obispo abiertamente gay de su historia— se empecine en una doctrina homofóbica tan anacrónica como la expuesta en las doce páginas redactadas por el cardenal Joseph Ratzinger”.
Once años después, la Iglesia católica, que sigue siendo apostólica y romana, bajo el reinado de Francisco, que sigue siendo Bergoglio, continúa empecinada en la misma doctrina homofóbica anacrónica, aunque su departamento de marketing y relaciones públicas ahora funcione mucho mejor y algunos crean que ha cambiado algo.
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Fuente BlogsTodoNoticias
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