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J. Moltmann (1926-2024): Dios crucificado, Vida de la vida humana.

Miércoles, 19 de junio de 2024

IMG_5304Del blog de Xabier Pikaza:

Presenté ayer (RD y FB) una visión de conjunto de la teología de J. Moltmann. Completo hoy el tema con una nota sobre Cruz de Dios y Pascua cristiana.

Hace 52 años (junio 1972) defendí en la Universidad de Santo Tomás de Roma mi tesis doctoral en Filosofía sobre Bultmann y Cullmann. La tesis recibió nota, fu publicada el mismo año en Madrid (imagen 1), con dos ediciones posteriores en Clie/Terrasa.

En la “sobremesa”, el Prof. Abelardo Lobato, Decano de la Facultad, me pidió (de un modo personal, no institucional) que siguiera comparando a Bultmann con J. Moltmann, que era a su juicio la nueva cabeza pensante de la filosofía religiosa de Alemania. Tenía ya preparado el trabajo, lo rehíce y se lo mandé como apéndice de la tesis y lo incluyó entre los “documentos oficiales” para el doctorado (imagen  1 y 3: Portada e índice).

Ese texto de comparación quedó así (puede consultarse en Estudios 8 (1972)159-227), pues no he tenido ocasión de recrearlo. He preparado, sin embargo, una visión de conjunto de su pensamiento, que quizá ofreceré de manera más razonada en un trabajo de conjunto. Así lo presento aquí, como recuerdo de elaboración de 1972 y de la presencia constante de Moltann en mi pensamiento.

Jesús no subió a Jerusalén para derribar físicamente el templo (ése habría sido un tema superficial, pues derribado un templo se construye otro), sino para declararlo perverso y caduco, porque era cueva de bandidos, y no casa de oración universal: cf. Mc 11, 15‒17) y porque él quería “construir” un nuevo templo, casa de oración para todos los pueblos. Éste es, a mi juicio, el pensamiento central de la teología de J. Moltmann a partir de su libro El Dios crucificado (1972),  que Moltmann estaba ultimando cuando yo presente cuando yo presenté ese mismo año una visión de conjunto de de su teología anterior, quizá la primera que se presentó en lengua castellana.

  • Condenado por el templo. Sin sepultura en el pueblo

Por imperativo de ley, como espacio sagrado (hieron),el templo era banco donde se cambiaba y pagaba dinero por las ofrendas o tributos religiosos, mercado‒mataderodonde se vendían y compraban animales para sacrificios, y plaza donde llegaba y se juntaba todo tipo de gente con cosas de ofrendas (animales y leña, encendedores de fuego, cántaros con agua, limpiadores, policías paramilitares, sacerdotes engalonados… y fuera, sin poder entrar, los cojos y mancos, los ciego, enfermos y locos etc.). Era una empresa económica (la mayor de Jerusalén, como recuerda Jn 2, 16 cuando afirma que los sacerdotes lo habían convertido en “casa de emporio o negocios”: oikon emporiou). En ese fondo se entiende el gesto citado de Jesús, como profecía de destrucción y promesa universal de vida:

Profecía de destrucción, contra el templo y lo que él significa (Mc 11, 15‒17 par). Jesús no purifica el templo para condenar sus excesos y dejarlo de nuevo limpio (como querían los esenios de Qumrán y muchos judíos reformistas, contrarios al orden dominante, en la línea de Dan 7‒12 y de 1‒2 Mac). Tampoco quiere (profetiza) su destrucción, para construir uno mejor, en la línea antigua (judía o cristiana), sino que quiere que el arquetipo‒templo acabe, es decir, que su función termine, de manera que nunca pueda comer nadie de sus frutos (cf. Mc 11, 14), pues, a su juicio, las instituciones sagradas de Israel, representadas y condensadas en el templo, han invertido su función y deben terminar. El mismo templo ha sido contrario a la más honda voluntad de Dios, como dice Esteban en Hech 7, con un mensaje cercano al de Jesús, para quien el verdadera templo es el cuerpo/comunidad de los creyentes (cf. Jn 2, 21).

Promesa universal. En lugar de este templo, cueva de bandidos, debe surgir la Casa de Oración para todas las naciones (Mc 11, 17; cf. Is 56, 7; Jer 7, 11). Jesús no ha condenado el templo para negar la promesa de Israel sino, al contrario, para ratificarla y expandirla de manera universal. El templo verdadero ha de ser el mundo entero “casa de vida y encuentro”, donde pueden vincularse todos, como indican las multiplicaciones de Jesús, con su oración de alabanza (cf. Mc 6, 41; 8, 6) y la promesa de la peregrinación final de las naciones (Mt 7, 11-12). En su propia equivocación, el templo era un signo del “cuerpo mesiánico” de aquellos que resucitan en y por Jesús, formando así la nueva humanidad resucitada[1].

Vino a Jerusalén acompañado por los Doce, representantes del nuevo Israel, pero uno de ellos le traicionó y los restantes se sintieron desconcertados o tuvieron miedo y huyeron. Por eso, murió solo, con dos “bandidos”, acompañado de lejos por unas mujeres (cf. Mc 15). Todo nos permite suponer quelos soldados romanos (o los representantes de los sacerdotes judíos), a fin de que la presencia de los tres cadáveres, colgados a las puertas de Jerusalén, no impidiera celebrar la pascua, pues eran impuros para los judíos (cf. Jn 19, 31), sepultarona los tres, en una fosa común, sin que parientes ni amigos pudieran despedirles con los ritos sagrados que sirven para honrar y recordar en paz a los difuntos, de manera que la historia de violencia pudiera repetirse.

No tuvo un entierro honroso de manera que su fracaso fue completo: ¡No le ungieron, ni lloraron su cadáver, ni le dieron buena sepultura! (ése parece el sentido de Mc 12, 8). Sólo las «discípulas-amigas» que contemplaron de lejos su cruz quisieron venir ir tras el sábado de fiesta hasta su sepultura para urgir su cuerpo, pero no lo hicieron, porque no pudieron encontrar el cuerpo, o porque la tumba había sido “profanada” y abierta. Pues bien, en ese momento, ellas descubrieron que el lugar de la presencia de Jesús no era una tumba, sino su mensaje y la vida y transformación de sus seguidores (es decir, su resurrección).

No podemos precisar mejor lo que pasó; pero años después, para expresar simbólicamente la experiencia pascual (y quizá para impedir que los creyentes alzaran un monumento en el sepulcro de Jesús, a pesar de su mensaje: cf. Mt 23, 29-32), ciertos cristianos crearon un bello relato diciendo que unos poderosos amigos ocultos, con influjo ante el Sanedrín y el Procurador romano, habrían enterrado a Jesús en una cueva sepulcral muy limpia, con muchos perfumes, una oquedad de piedra que después quedó vacío (cf. Mc 15, 42-47 par), pues Jesús habría resucitado corporalmente.

No crearon ese relato para sacralizar su tumba (como la de San Pedro de Roma), sino, al contrario, para afirmar que está vacía y que su cuerpo (su mensaje y vida) se ha encarnado (ha resucitado) en sus discípulos, desde «Galilea», para retomar así su movimiento (cf. Mc 16, 1-8). Éste es el fondo y sentido de la historia, que San Pablo ha recogido y narrado pocos años después, en 1 Cor 15, 3-4 cuando dice que Jesús: «murió y fue sepultado». No pudieron honrar su cadáver, pero algunas mujeres como Magdalena que habían intentado hacerlo supieron que se hallaba vivo, pues vivía en ellas y en los demás discípulos, y así lo anunciaron a los, retomando y recreando su movimiento mesiánico. Esa experiencia de la vida de Jesús en sus discípulos fue el principio de la iglesia.

Habían matado a Jesús, murió fracasado, pero su misma muerte creó un recuerdo y presencia más alta y vino a expresarse como mutación suprema de la vida humana, entendida en forma de resurrección. En esa línea, su entierro frustrado fue comienzo de una nueva experiencia religiosa.Jesús fue enterrado, pero su tumba no pudo convertirse en signo y principio de una nueva revelación religiosa, en la línea de las anteriores, sino que “quedó vacía”, pero no vacía de cadáver material, sino de sentido religioso.

Sus discípulos no pudieron ir a la tumba para allí recordarle, pero “descubrieron” algo que él estaba vivo en su mensaje y su proyecto de Reino, es decir, que él había resucitado. No dejó una iglesia instituida para siempre (como Atenea, armada y adulta, saliendo del cuerpo de su padre). No fundó una organización sacral, ni dotó con fondos una empresa, ni fijó una jerarquía estructurada, pero creó (suscitó) una herencia superior de humanidad, grupo de amigos resucitados:

La primera creación (simbolizada por Eva‒Adán) surgió por mutación biológico‒mental, en el contexto de la gran evolución de la vida En ese campo de evolución y mutación cósmica, dentro de las generaciones de los hombres se encarnó (=vivió) Jesús, retomando y recreando con su mensaje y su muerte el camino de la humanidad, anunciando y preparando la llegada de la nueva humanidad, como Reino de Dios (no del César ni de un tipo de sacerdotes).

Con Jesús se inicia, según los cristianos, la segunda creación, y ella acontece por mutación personal, como inmersión en la conciencia crística, pascual, de Dios, como ha destacado la tradición cristiana, formulada por Pablo en 1 Cor 15 y Rom 5. Esta nueva y más alta mutación sigue vinculada a la generación antigua, pero no se define por el primer nacimiento, sino por el re‒renacimiento o resurrección, allí donde unos hombres y mujeres regalan su vida hasta la muerte, para que otros vivan (viviendo así en ellos).

La generación biológica se expresa en el nacimiento de cada ser humano como persona, responsable de sí, capaz de abrirse a los demás en amor, pero también de asesinar a los demás, en una historia que, según los arquetipos de la Biblia, comenzó en Caín y Abel (Gen 4) y ha desembocado en la muerte de Jesús, que lógicamente debería haber conducido a la ruptura de su grupo, con el abandono de toda esperanza mesiánica.

Pues bien, allí donde los discípulos de Jesús deberían haber afirmado el fin de todo, proclamando la muerte final (como en el valle de los huesos de Ez 37, donde fue arrojado el Mesías de Dios), comenzó la nueva creación mesiánica, y los discípulos de Jesús proclamaron la llegada de la nueva creación, diciendo que Dios había invertido la maldición de la muerte, pues Jesús no había sido un muerto más, sino el principio de la resurrección, iniciando un camino de comunión (=comunicación) transpersonal, como siembra de vida, semilla de humanidad divina (si el grano de trigo no muere: Jn 12, 24; 1 Cor 15, 35‒49). Al dar su vida por el Reino, Jesús ha resucitado en la vida de aquellos que acogen su mensaje, iniciando un nuevo estado de humanidad, en la línea de resurrección. Éste es el tema clave de Moltmann, el Dios Crucificado.

  • Mutación. Nuevo comienzo

A partir de aquí se entiende la mutación de Jesús, como perdón y re‒nacimiento, comunicación y comunión universal, y así ha de recrearse en un momento como el actual (año 2021) en que muchos afirman que las iglesias cristianas deberían quedar mudas, pues la humanidad en su conjunto parece condenada a muerte, ratificando así que la primera hominización (el primer nacimiento humano) había sido un ensayo fracasado, que terminará en su destrucción. Pues bien, en ese contexto podemos retomar las dos grandes imágenes de Ezequiel:

 ‒ Dios tiene que abandonar su templo antiguo, con su sistema de sacralidad hecha de sacrificios, de poder y de dinero (Ez 1-3. 10), para habitar con los desterrados, es decir, con los fracasados y excluidos, los que habitan al descampado de la historia, como vio y proclamó Jesús en su gesto de “purificación” (destrucción) del templo de Jerusalén (Mc 11). Ésta es hoy nuestra experiencia más fuerte: Los templos de la sacralidad antigua se están vaciando, es como si Dios abandonara sus iglesias, afirmando así que la humanidad actual, en sí misma, es inviable, está condenada a la muerte personal y social, ecológica y religiosa, a no ser que cambiemos de raíz.

Resurrección en el valle de los huesos calcinados (Ex 37). Ha muerto (está muriendo) a pasos agigantados un sistema de vida representado por los imperios e iglesias centradas en su poder socio‒religioso. Está llegando el momento en que los auténticos creyentes han de retomar y reiniciar la travesía de la muerte y resurrección de Jesús, desde los marginados de la historia actual, que son  sus“amigos”, no para que ellos tomen el poder (y menos en su nombre), sino para descubrir juntos a Dios Padre, que revela su gloria en el amor de aquellos que mueren dando vida a los demás.

Tras haber recorrido como vencedores triunfales la travesía constantiniana (con esquemas platónicos y sistemas imperiales y/o feudales), para ser fieles al evangelio y retomar el principio de Jesús, los cristianos deben volver a su tumba Jesús, subiendo como Ezequiel al Carro de Dios que les lleva al exilio (fuera de los campos de poder, al valle de los huesos muertos), para ser testigos del Dios de la gracia, presente en los pobres y exilados (cf. Mc 16, 1-8; Mt 28, 16-20).

Resulta conveniente (inevitable) que caiga o se abandone un templo de violencia sagrada (imposición legal), no para elevar en su lugar otro (que todo cambie para seguir siendo lo mismo), sino para transformar la vida, en comunicación transpersonal, humanidad resucitada. Las dificultades actuales no se solucionan con unos pequeños cambios de estructura, sino que los cristianos abandonar (transcender) la estructura sacral del templo, para descubrir a Dios como vida de su propia vida.

       La historia antigua ha culminado en la muerte de Jesús, que sus discípulos han interpretado como “desbordamiento de vida”, conforme al Arquetipo que había comenzado a expresarse en el Antiguo Testamento y que culmina en el Nuevo, en forma de revelación de Dios, plenitud y sentido (pervivencia) de la vida humana, en comunicación personal, pues el mismo Jesús muerto vive en aquellos que le acogen. Ésta es la gran transmutación, que podría estar simbolizada con algunas variantes en un tipo de “alquimia” superior que no se realiza ya en metales, sino en el mismo movimiento de la vida humana (cf. Hch 15, 28), en línea de elevación, pues sólo aquello (aquel) que muere puede re‒vivir (ser en los otros), mientras que aquel que quiera cerrarse en sí mismo acabará perdiendo aquello que es y tiene, pues “quien quiera salvar su vida la perderá”; sólo quien la pierda por los otros la encontrará en ellos (cf. Mt 10, 39; 16, 25 par.). En esa línea, el Ser‒en‒Sí‒Mismo de Dios (su En Sof) se expresa como Ser‒dándose, esto es, muriendo, para que sean los otros[2].

                   La muerte de Jesús no fue un castigo (sacrificio) impuesto por Dios, sino el don o regalo más hondo de su vida, la expansión de su conciencia, que consiste en morir para vivir en plenitud (resucitar) en los demás, en nueva creación (mutación), esto es, en comunicación personal abierta al futuro de la plenitud de Dios que será todo en todos (1 Cor 15, 28). Así releyeron y recrearon los cristianos el AT desde la experiencia pascual de Jesús. No condenaron y rechazaron la Biblia de Israel por violenta y contraria al amor universal (como hicieron muchos gnósticos), sino que la entendieron en clave de resurrección. No buscaron la coherencia entre el AT y NT en detalles secundarios, no ocultaron la intensísima violencia de muchos pasajes del AT, pero descubrieron en la trama a veces sinuosa y quebrada del pueblo de Israel un camino que desemboca en la vida y don del Dios que entrega su vida por los hombres.

Los cristianos entendieron esa muerte como “resurrección”, experiencia de vida trans‒personal, pero no en abstracto, ni como algo que viene después, tras la desaparición de su cadáver, sino en el mismo gesto de entrega total que es resurrección. Morir como Jesús es dar la vida, sin volverse atrás, como siembra del trigo de Dios (Jn 12, 20‒33), que fructifica en la experiencia pascual de los discípulos, cuando descubren que él (Jesús) vive en ellos, abriéndoles los ojos, de manera que puedan compartir y compartan en amor lo que son, regalándose la vida los unos a los otros. La historia de un hombre como Jesús no acaba en su tumba física, sino que se expresa de un modo radical tras/por ella, en su recuerdo, en su influjo y presencia en aquellos que le han conocido, y que siguen quizá recreando su figura y actualizando su obra. En ese sentido, la resurrección no es negación de la muerte, sino ratificación del sentido (semilla) de esa muerte, como dadora de vida.

  • Apariciones Comunión transpersonal

                   Según el NT, el testimonio clave de la resurrección de Jesús han sido sus apariciones, como expresión de una forma intensa de presencia trans‒personal (en línea de transcendimiento y culminación, no de negación de la persona), en clave de fe (de acogida y comunicación creadora), no de imposición física. Jesús ha entregado su vida por los demás, y lo ha hecho de tal forma que ha podido mostrarse ante ellos (en ellos) vivo tras la muerte, como presencia y poder de vida, iniciando en (por) ellos un tipo más alto de existencia humana (es decir, una mutación mesiánica). Las apariciones son signos de presencia de Jesús resucitado, una experiencia nueva de vida, en línea de comunicación transpersonal.

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