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“Orar en tiempos difíciles”, por Gabriel Mª Otalora

Miércoles, 9 de enero de 2019
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Manos_Oracion_JillCC-BY-SA-2_0_Flickr_120315-300x167ECLESALIA, 12/11/18.- Hablar -o escribir- del hecho de rezar no está de moda ni entre los propios católicos, al menos en del Primer Mundo. El problema es que la oración se ha convertido en algo secundario a lo que dedicamos poco tiempo al cabo del día y de manera superficial. Nos gustaría rezar más pero nos justificamos con el ritmo de vida que reduce el tiempo para parcelas tan importantes como la familia, los amigos y el mismo Dios.

Por otra parte, algunas oraciones que conocemos nos dicen poco. La propia Misa, cuando asistimos, tampoco nos comunica demasiado al vivirla como una manifestación rutinaria, triste y poco participativa, en la que no vamos con actitud de vivir una celebración. Nos da vergüenza hablar de nuestra oración como si esto fuera cosa de otro siglo. Dios mismo se ha vuelto un poco prescindible. Para colmo, entre los mayores valedores de la oración se significan sectores conservadores de la Iglesia con fórmulas y propuestas más formales que ejemplares.

A pesar de todo, sentimos la necesidad de Dios más allá de los momentos de zozobra por un clericalismo para nada dispuesto a perder su poder y la presión del materialismo que nos envuelve, provocando una indiferencia religiosa de la que es difícil escapar. Dios sigue llamando sin descanso y sentimos su anhelo, la necesidad íntima existencial de comunicarnos con Él y abrirnos a su presencia sanadora.

¿Por qué atravesamos por tiempos difíciles? No es la pregunta que debemos hacernos, ya que no tiene respuesta. En estos casos, no debemos centrarnos en el “porqué”, que no tiene explicación (No hemos venido a entender, sino a amar, Alexis Carrel dixit), sino en la actitud para superarlos sacando lo mejor de nosotros. Dios se sirve de todo, incluso de lo negativo y doloroso que acaece, para que lleguemos a ser lo mejor de uno mismo.

Dios nos acompaña convirtiendo la noche en crecimiento personal renovado que señala al hermano como el sujeto del amor de Dios y a Dios. En todo camino, la oración se hace alimento indispensable para avanzar por la vida con los ojos de la fe, la esperanza y el amor. La oración en los tiempos difíciles impide caer en la tentación del desánimo, la desesperación, el abandono, la cobardía o el peligroso autoengaño. Nunca estamos solos.

En este contexto, la mejor definición breve de oración es abrirse a la escucha de Dios. Todo proceso de relación con el Otro supone una tarea ardua porque está sujeta a múltiples condicionantes del exterior y del interior: sentimientos, anhelos, imprevistos, condicionantes… pero también actitudes que no trabajamos lo suficiente, empezando por la humildad, la escucha activa y la confianza, necesarias porque nos predisponen para discernir la voluntad de Dios y experimentar su amor inmenso y cercano, inmanente.

Una experiencia de fe que como tal está sustentada en el saber más que en el sentir. Si solo nos refugiamos en el sentir a Dios perdemos muchos puntos referenciales de su presencia activa. Saber no implica sentir, aunque nos encantaría. Los místicos tienen honda experiencia de esto, como lo canta san Juan de la Cruz: “¡Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche!”. Su voz es anhelo aunque el origen y finalidad están más allá de toda palabra. Abrirse a la dimensión exterior nos entronca con nuestro interior más genuino haciéndonos crecer como personas.

Decía anteriormente que orar es abrirse a la escucha de Dios. En realidad no es un acto concreto sino un proceso que dura toda la vida, con sus vaivenes y recaídas. Es un camino de transformación en la medida que escuchamos y actuamos en función de lo escuchado. Dios es quien toma la iniciativa pero requiere de una predisposición concreta de nuestra parte que deje espacio para su Presencia.

Eso sí, caben muy diferentes intensidades y niveles en la relación oracional, como ocurre entre las personas, en la medida que vamos dejando espacio a Dios en nuestra vida: humildad, confianza, aceptación (no resignación), apertura… Orar es dejarse amar por Dios. Lo que significa, al menos para mí, que el verdadero poder de la oración es que nos enseña a amar mejor si rezamos bien. No es suficiente la oración comunitaria a pesar de la importancia clave litúrgica pues puede ocurrir que sus registros no se ajusten las a nuestra situación personal, anímica o moral.

El amor verdadero es siempre un movimiento hacia Dios. Nada que ver con rezar como si Dios nos debiera algo. La oración, en fin, si está llena de amor, es lo contrario del temor ¿En qué hemos convertido la Eucaristía, que no puede ser otra cosa que una alabanza entusiasta y hermanada basada en la admiración agradecida a aquél que ha realizado maravillas increíbles? Falta dejarnos sorprender por un Dios que nos sigue amando incondicionalmente hasta en nuestras peores flaquezas.

¿Te resulta difícil rezar? Conozco a muy poca gente que le resulte fácil: las distracciones, el ambiente arreligioso, las preocupaciones, la falta de tiempo, nuestra propia manera de ser, el desaliento por no sentirnos escuchados, la sequedad interior o todas a la vez. Y encima tenemos que lidiar con la duda, la pereza y las tentaciones. Pero lo cierto es que Dios confía en nosotros más que nosotros mismos.

Como en cualquier otra relación, la oración fluida no aparece como por arte de magia. Las relaciones de amistad necesitan tiempo para desarrollarse y esfuerzo para mantenerse a medida que dejamos sitio para su gracia y aceptamos sus tiempos con humildad a la escucha. ¿Qué pensaríamos de una conversación entre dos personas, en la que una de ellas sólo pidiera y pidiera sin actitud de escuchar, no dejando al otro expresarse?

La perseverancia es fundamental en la oración. Orad para ser fuertes y no caer en la tentación, les dijo Jesús a sus amigos en la terrible noche de Getsemaní. La frecuencia señalada insistentemente en el evangelio, no lo es tanto en forma de obligación como por su necesidad: necesitamos de la oración como un alimento básico, que busca lo que Dios quiera, no lo que yo quiero. Teresa de Calcuta tiene una reflexión que me parece inmejorable: “El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio”. Los efectos ocurrirán de una manera imprevisible, única, gratuita y salvadora, de un Dios Padre que cumple sus promesas aunque no coincidan con nuestros deseos.

El cardenal Manning llegó a decir que todas las experiencias humanas, en el fondo, no son otra cosa que vivencias teológicas. Pero esa experiencia de Dios Amor nos invita al compromiso de ser gracia para otros. Lo que recibimos gratis, debemos compartirlo igualmente gratis; cuánto más el don gratuito de la fe y la experiencia de un Dios Padre-Madre. La oración con Dios debe ser un Tú-yo que debe confluir en un Tú-nosotros: Venga a nosotros tu Reino, danos el pan nuestro de cada día… Si reconoces a Dios en tu corazón, entonces, lo reconoces también en tus semejantes y todo lo que te rodea. El resultado es que la experiencia del amor verdadero genera más amor.

Los frutos de la oración no suelen verse a corto plazo, como ocurre con casi todo lo que merece la pena en esta vida: la gestación de la vida, los ríos y las montañas, los cultivos, los árboles, la madurez humana… todo lo importante requiere de tiempo, igual que ocurre con los mejores frutos de la oración sincera, paciente, sentida, frecuente. O lo que es lo mismo, el fruto principal de la oración es ser mejor persona de manera sostenida, a pesar de las dificultades de la vida, con todo lo que esto supone en el día a día. Y su evidencia es la alegría. Estad alegres, nos reitera san Pablo; las personas realmente alegres manifiestan la presencia de Dios, son un signo de madurez y armonía interior. Me refiero aquí a esa alegría íntima y completa, emparentada con el verdadero sentido del humor.

La oración, en fin, no está hecha para cambiar a Dios sino para cambiarnos a nosotros. Recomiendo la lectura del pasaje lucano (Lc 10, 38-42) donde se narra la aparente inacción de María y la actividad frenética de Marta. La dicotomía entre la contemplación y la acción no existe. La primera ilumina a la segunda, por eso podemos ser contemplativos -místicos- “entre los pucheros” (Santa Teresa), en la acción.

Jesús actuó sin pausa pero reservaba tiempos largos de oración a solas con el Padre. Somos las manos de Dios y la oración, en definitiva, es la que nos llevará a dar frutos en la acción. O lo que es lo mismo, sin el Espíritu no podemos nada.

(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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