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“Acompañar a Jesús (I)”, por Gema Juan OCD

Domingo, 13 de abril de 2014
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13365843333_feaa2ec4ec_mDe su blog Juntos Andemos:

Dedicado a los hermanos carmelitas descalzos de la República Centroafricana:

A ellos, a cuantos acompañan a Jesús en tierras que sufren conflictos violentos, y a todos los refugiados. Con la esperanza de que entre todos logremos la paz.

Como un grito desde lo profundo, la voz de Teresa de Jesús se abre en algunos de sus escritos. Salen de sus entrañas palabras que queman. Quiere llegar a Dios, sin duda, pero desde su intimidad abierta está hablando también a las gentes, buscando incendiar a otros para no andar sola su camino de vida.

«¡Oh cristianos!». Cuántas veces, mientras escribe, sale de su pluma esa palabra rasgando el silencio, llamando para despertar las conciencias. Y cada vez que la repite en voz alta, parece resonar la palabra de Jesús: «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?».

Teresa se duele en ocasiones, cuando percibe que los «amigos de Dios» no saben responder a la pregunta de Jesús, y escribe: «¡Oh Señor, cómo os desconocemos los cristianos!». Sabe cuánto importa que quienes dicen ser cristianos, lo sean en verdad. Y no se cansa de insistir: «¡Oh cristianos, cristianos!, mirad la hermandad que tenéis con este gran Dios; conocedle».

Para ayudar a conocerle, Teresa tiene una infinidad de palabras vivas. Sobre todo, invita a ponerse «junto a la fuente». Como sea, dice, «como pudiere». Con palabras o sin ellas, apoyándose en meditaciones o recogiéndose en lo profundo. Pensar en Él y en su vida para «conocer la bondad del Señor por experiencia» y experimentar su amistad.

Dirá: «se esté allí con Él, acallado el entendimiento. Si pudiere, ocuparle en que mire que le mira, y le acompañe y hable y pida y se humille y regale con Él», porque así se va conociendo a Dios en verdad, «y de esta compañía tan continua nace un amor ternísimo con Su Majestad y unos deseos… de entregarse toda a su servicio».

Cuando Teresa habla de estar con Él, de «acompañarle», sabe que, a veces, es difícil. Y recordemos, una vez más, que Teresa no divide la amistad con Jesús en dos partes: el tiempo que se pasa con Él y el tiempo que se está con los demás. Basta recordar cómo explica la vida de quien está unido a Él: «nunca dejan de obrar casi juntas Marta y María». No se confunden Marta y María, pero tampoco se separan ni turnan.

Teresa sugiere, con frecuencia, meditar la vida de Jesús y, especialmente, su Pasión. No lo hace con dolorismo ni por afán de sufrimiento. Dos cosas la mueven: reconocer el increíble amor que se muestra ahí y, a la vez, la necesidad de actualizar esa Pasión, de hacer que signifique algo realmente, en cada presente, para los seguidores de Jesús.

Por eso, va a decir que, aunque «a los principios no os hallareis bien», o se dé algún «apretamiento de corazón y congoja» –sorprendente realismo de Teresa a la hora de acompañar a Cristo– «aquí probará el Señor lo que le queréis. Acordaos que hay pocas almas que le acompañen y le sigan en los trabajos… y acordaos también qué de personas habrá que no solo quieran no estar con Él, sino que con descomedimiento le echen de sí».

Es imposible no recordar, leyendo este texto, a quienes no echan de sí a Cristo, sino que lo acogen en los hermanos necesitados. Estos tales han comprendido «en qué está el amar de veras a Dios» y saben qué es acompañar a Jesús.

Acompañarle es fiarse de Él, que «nunca falta», dejar la vida en sus manos y ocuparse de sus cosas. Sabiendo que esas cosas no son otras sino las que dan vida a los seres humanos. Por eso, dirá: «¡Oh Jesús mío, quién pudiese dar a entender la ganancia que hay de arrojarnos en los brazos de este Señor nuestro y hacer un concierto con Su Majestad, que mire yo a mi Amado y mi Amado a mí; y que mire Él por mis cosas, y yo por las suyas!».

El Dios de los cristianos es un Dios con necesidad, que quiere concertarse con todos. «Nos da licencia para que pensemos que Él tiene necesidad de nosotros», dice Teresa. Y en seguida, añadirá: «Pues de aquí adelante Señor, quiérome olvidar de mí y mirar solo en qué os puedo servir y no tener voluntad sino la vuestra». Y su voluntad está siempre ligada a la «ganancia de los prójimos», es decir, al bien de todos.

Acompañar a Jesús es «estarse con Él» y «salir a aprovechar a otros». Es, sencillamente, como dijera de sus hermanas, y podría seguir diciendo hoy: vivir «ocupadas en su amor».

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“Teresa de Jesús y la Biblia (II): Las tentaciones”, por Gema Juan, OCD.

Martes, 18 de marzo de 2014
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Santa Teresa de Jesus dibujo bibliaDe su blog Juntos Andemos:

La narración de las tentaciones aparece en los tres evangelios sinópticos: Mateo, Marcos y Lucas. A lo largo de los escritos de Teresa se puede ver cómo ha comprendido este importante pasaje evangélico, que viene a ser un resumen, a la vez que un programa de la vida de Jesús.

Hay referencias explícitas al texto bíblico pero, sobre todo, una larga resonancia. Teresa mira a Jesús, su respuesta a la tentación, su opción de amor y fidelidad. Y pide «poner los ojos… en el verdadero camino», en el que hizo Jesús, para descubrir quién es Él y seguirle.

Avisa de la necesidad de considerar «el camino que Su Majestad tuvo en esta vida». «Declara algunas tentaciones», da remedios para ellas… Dirá: «Vivimos en vida tan incierta y entre tantas tentaciones y peligros, [que] dice bien su Majestad enseñándonos que pidamos y él lo pide para sí: «mas líbranos de mal, amén». Por eso, insistirá en que «mirando Su vida» se descubre cómo responder a la propia.

Muy brevemente, pues hay sobrados estudios sobre este pasaje evangélico, las tres tentaciones vienen a decir lo siguiente:

12822836025_328781de5c_m– Si eres Hijo de Dios… la tentación de usar a Dios, de utilizarle en propio beneficio. Un Dios que es casi un amuleto y ofrece ventajas a sus servidores.

– Si eres Hijo de Dios… la tentación de poner condiciones a Dios, de exigirle. De buscarle y hacerle presente a través de lo espectacular y grandioso. La tentación del prestigio.

– Si te postras y me adoras… la tentación del poder. Que puede ser pactar con la fuerza o con los fuertes del mundo. La tentación del uso del poder para lograr el objetivo del Reino.

Habría un denominador común: la obediencia de Jesús a la palabra de Dios. Una idea que recorre la vida de Jesús de principio a fin y que le lleva a su gran decisión de asumir voluntariamente la subida a Jerusalén y la pasión. Y una lección fundamental que recoge continuamente el Nuevo Testamento: que el camino de la vida es camino de muerte.

Teresa dirá a sus hermanas –y en ellas a todo creyente–: «O somos esposas de tan gran rey, o no». O somos seguidores, o no. Y seguir a Jesús es entrar en el camino de la pasión, de la entrega que genera vida. Eso significa «padecer con Él», en boca de ella. No es autoinmolarse o buscar heroicidades imposibles, es entrar, desde la confianza, en la obediencia.

Es poner «los ojos en el Crucificado», porque eso conduce a descubrir su presencia real en el mundo y lleva a buscar el bien de los demás, a entregarse «mirando cómo o por dónde [les] podéis hacer placer y servir». Quienes entran en la obediencia de la fe «aman muy diferentemente… no aman sino verdades», concluye.

Teresa resalta la respuesta que Jesús dio a las tentaciones, cuando dice: «¿Qué fue toda su vida sino una continua muerte?». Entiende que Él no se enfrentó cuarenta días, en el desierto, a la tentación y la dejó allí, resuelta para el resto de su vida. Por eso, advierte al comienzo de las Moradas: «Mirad que en pocas moradas de este castillo dejan de combatir los demonios».

El demonio, dirá, es «un gran pintor». Pinta un Dios manejable y un superhombre, dibuja una vida fácil para quien se pliega a la mentira e inventa la mayor falacia, la de una felicidad apoyada en la infelicidad ajena. Por eso, añade: «Es amigo de mentiras y la misma mentira».

Teresa ha bebido en el evangelio, por eso descubre la tentación en la vida. Dirá que hay quienes parece que «quieran seguridad de algún interés», como si Dios debiera cubrir y asegurar. Como si Él tuviera que ocupar el lugar de la persona y ocuparse de lo que le corresponde a ella. Y responde tajante a la tentación: «No pensemos que está todo hecho… echemos mano del obrar mucho y de las virtudes, que son las que nos han de hacer al caso».

Advierte: «Hay algunas personas que por justicia parece quieren pedir a Dios regalos». Quieren que Dios haga lo que desean, en vez de buscar «toda palabra que sale de la boca de Dios». Le exigen, en definitiva, un modo de portarse para estar con Él. Les queda ante Dios «un no sé qué de parecer se merece algo por lo servido». Creen que «merecen» y reclaman a Dios.

Teresa ha visto que Dios no tiene en cuenta la «sangre ilustre», que su bondad no llega por cauces humanos de «señoríos, riquezas, honras». Cauces de poder, en definitiva. «Por donde pensáis acrecentar, perderéis», avisa. Por ahí va la tentación.

Hablará de los «extraños reveses [que tienen] estos señores que todo lo pueden». De la «desventura y ceguedad» que lleva postrarse ante la mentira y mentira, decía ella, es «llamar señores a… esclavos de mil cosas» y es todo «lo que yo no veo va guiado al servicio de Dios».

«¡Qué espantados nos traen estos demonios, porque nos queremos nosotros espantar con otros asimientos de honras y haciendas y deleites!, que entonces, juntos ellos con nosotros mismos que nos somos contrarios amando y queriendo lo que hemos de aborrecer, mucho daño nos harán». Este es el resultado de vivir como no-hijos, de no fiarse, de no vivir de cara a la «vida de todas las vidas». Jesús hizo lo contrario: fiarse y obedecer, asumiendo hasta el fondo la condición de hijo, de modo que «no retuvo el ser igual a Dios… y se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres».

Para seguir a Aquel que se revela como verdadero Dios y como verdadero hombre, vuelto al Padre y a los hombres por solo amor, Teresa marca un camino claro y lleno de veredas: «Quien muy de veras ama a Dios», no puede «amar vanidades… ni riquezas, ni cosas del mundo, de deleites, ni honras; ni tiene contiendas ni envidias. Todo porque no pretende otra cosa sino contentar al Amado». Esos, dice Teresa «van por el camino del amor como han de ir, por solo servir a su Cristo crucificado».

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“Teresa de Jesús y la Biblia (I)”, por Gema Juan, OCD

Lunes, 10 de marzo de 2014
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Santa Teresa de Jesus dibujo bibliaDe su blog Juntos Andemos:

Durante siglos, el acceso a la Biblia no ha sido fácil. En el siglo XVI, tras la publicación del Índice de libros prohibidos del inquisidor Fernando de Valdés, fue prácticamente imposible. Y, no obstante, la Biblia es el libro que más ha influido en Teresa de Jesús.

Su vida, su mentalidad, su experiencia creyente íntima y, después, sus escritos están traspasados por la Sagrada Escritura, como ella llamaba siempre a la Biblia. Y la seguridad creciente de que su vivencia es auténtica y no un engaño se apoya en «que vaya conforme a la Sagrada Escritura, y «como un tantico torciese de esto, mucha más firmeza sin comparación me parece tendría en que es demonio que ahora tengo de que es Dios».

Teresa no sabía latín, y menos aún griego o hebreo, y el acceso a versiones en castellano era muy difícil. Esto, antes de que, a sus 44 años, apareciera el tristemente famoso Índice. Pese a esto, conoció muchos pasajes bíblicos, desde la infancia. Es sabido que en el Flos Sanctorum –un libro que contenía vidas de santos, fragmentos evangélicos y comentarios de los misterios de Cristo y de María– leyó repetidamente los textos de la Pasión.

Igualmente, tuvo a su alcance otros libros espirituales, como la Vita Christi, del Cartujano, con textos de la Escritura, y comentarios bíblicos, como los Morales de san Gregorio. También leyó el Cantar de los cantares, que conoció en fragmentos, a través de los libros de rezo, o tal vez completo en alguna copia manuscrita —circulaba una de la mano de fray Luis de León.

De qué manera leyó los evangelios, aunque no manejara una versión castellana de los mismos, no se sabe pero, cualquiera que fuera el modo en que accedía a ellos, los prefería entre las demás lecturas: «Siempre yo he sido aficionada y me han recogido más las palabras de los Evangelios que libros muy concertados».

Escuchó una infinidad de sermones sobre la Palabra de Dios y comentó lo que intuía y entendía, también lo que no comprendía, con los letrados que la rodeaban, siempre buscando alcanzar mejor la viva voz que ella percibía en la Escritura, la voz divina. Y así, cuando se lamentaba profundamente de la pérdida que produciría el Índice, aquella Voz le dijo: «No tengas pena, que Yo te daré libro vivo».

Es decir, en la medida de lo posible Teresa había leído y escuchado la Sagrada Escritura. Ahora, además, se abre una inteligencia interior, desde la que aflora la Palabra de Dios que ha ido arraigando en ella. Al principio, dice, «no podía entender por qué se me había dicho esto». Después, va a ver que se trataba de descubrir la Palabra actuando en toda la vida, y la vida como revelación, como palabra de Él, «libro vivo».

Por eso, pronto añade: «Su Majestad ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades». Esas «verdades» son las que ha ido conociendo a través de la Sagrada Escritura: la presencia activa y amorosa de Dios, el acontecimiento único de Jesús, «verdadero amigo», el Espíritu que hace brotar la comunidad y la luz que proyecta esa presencia triple sobre la vida y el mundo.

Más allá de la literalidad de las palabras, la Palabra se abre paso en los libros de Teresa, tiene eco permanente y configura su propio camino y la palabra compartida. De modo que, como ha señalado Secundino Castro, los textos teresianos están llenos de resonancias y paralelismos bíblicos. Su experiencia, su pedagogía y su manera de hacer las cosas se iluminan ahí.

También, su éxodo personal y la formación de un grupito de mujeres que, al igual que los primeros discípulos, se juntan para estar con Él y para predicar. Al menos, como ella misma explicaba, con su punto de ironía: «todas hemos de procurar de ser predicadoras de obras».

A través de la Escritura, se ha abierto en Teresa un pozo de sabiduría. Es un regalo y un servicio que hace a quien se acerca a ella, lo haga desde una ladera u otra –creyente o atea–. Porque de ese pozo brota la humanidad y la trascendencia que ella aprendió junto al «libro vivo» y, a la vez, ofrece un brocal donde apoyarse para aprender.

Pero, además, para los creyentes, hay una llamada fuerte de esta maestra de espirituales a volver a lo esencial y a retornar a las fuentes: a leer y estudiar la Escritura. Porque tratando con la Palabra, recuerda Teresa, se halla «la verdad del buen espíritu». Y porque importa vivir desde esas «verdades» que se revelan para dar vida a los seres humanos.

A Teresa le preocupaba que los buenos amigos de Dios se perdieran en cosas de poca importancia. En «devocioncitas… de lágrimas y otros sentimientos pequeños», en «ceremonias que yo no podía sufrir» o en miedos estériles, como decía a su amigo Domingo Báñez, que solo sirven para «perder tiempo».

Por eso, para cuidar lo más importante, «la justicia, la misericordia y la fe», anima a ir siempre a la fuente: «Llegados a verdades de la Sagrada Escritura, hacemos lo que debemos: de devociones a bobas nos libre Dios».

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Entrevista a Enrique Martínez Lozano, psicoterapeuta y teólogo: “El camino espiritual es reconocer quiénes somos y conectarnos a ello”, por Lala Franco

Domingo, 9 de febrero de 2014
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 Leído en Alandar:

Para Enrique Martínez Lozano la espiritualidad es un viaje a la plenitud.

Enrique Martínez Lozano es un autor y conferenciante de éxito. Psicoterapeuta y teólogo, se ha secularizado hace un año, lo que no ha cambiado un ápice la tarea a la que se dedica en exclusiva desde hace una década: el acompañamiento espiritual de grupos mediante el aprendizaje de la meditación en talleres y retiros por toda la geografía nacional. Autor de numerosos libros, escribe un comentario semanal del Evangelio en clave no-dual. La espiritualidad es, para él, un viaje a la plenitud de nosotros mismos que nos convertirá en personas unificadas y compasivas. La espiritualidad es su tema. El tiempo y el papel se quedan escasos para contener el río de su pensamiento y su experiencia.

Enrique, ¿qué es la espiritualidad?

Por decirlo de un modo sencillo, “espiritualidad” hace referencia directa a la dimensión profunda de lo real. Podría añadirse que lo “espiritual” es todo lo real, en su “doble cara”: lo visible y lo invisible, lo manifiesto y lo inmanifestado… pero no como dos realidades añadidas, sino como los dos rostros de lo único real.

¿Cuáles son, según tu experiencia, las aspiraciones del hombre de hoy en el terreno espiritual? ¿Hay sed de Dios?

Hay sed de interioridad, de profundidad, de silencio, de plenitud… Porque no se puede soportar demasiado tiempo la anemia. La búsqueda es expresión del hambre y de la sed de aquello que no puede ser satisfecho con ningún objeto. ¿”Dios”? Siempre que no lo confundamos con la misma palabra ni con ninguna de nuestras imágenes mentales. El maestro Eckhart decía, en el siglo XIII: “No tengas ningún dios pensado, porque cuando cambie tu pensamiento, ese dios caerá con él”. Y Charo Rodríguez, una poetisa amiga, escribe: “Solo el Dios encontrado,/ningún dios enseñado puede ser verdadero,/ningún dios enseñado./Solo el Dios encontrado puede ser verdadero”. Es comprensible que las personas vivan aferradas a imágenes de Dios con las que han convivido desde niños. Sin embargo, para que haya crecimiento espiritual, antes o después se hace imprescindible reconocer que son solo imágenes y dejar caer cualquier representación mental. Solo entonces, estamos disponibles para experimentar y saborear el misterio.

A Dios, dices, no lo podemos pensar, solo vivir. Pero, ¿cómo vivir a Dios?

Seamos o no conscientes de ello, Dios ya se está viviendo en todos nosotros, en todo lo que es. Un Dios “separado” es solo una proyección mental. Lo “dejamos vivir” sencillamente en la medida en que caemos en la cuenta de ello. Ahí mismo empezamos a percibir y vivir la no-dualidad. “Vivir a Dios” es exactamente igual a “vivir nuestra verdadera identidad”. Y eso requiere, lógicamente, des-identificarnos del “yo” que creíamos ser. Por eso, puede decirse que el camino espiritual consiste en la desapropiación del yo, no por ningún tipo de voluntarismo ético, sino porque hemos comprendido que nuestra identidad es otra. Y, en “lo que somos”, no hay ningún tipo de dualidad con “lo que es”. Eso es, por otro lado, lo que vivió Jesús, tal como lo expresa Jean Sulivan, en una de las frases que me parecen más hermosas sobre él: “Jesús es lo que acontece cuando Dios habla sin obstáculos en un hombre”. Eso es “vivir a Dios”.

¿No es el reconocimiento de la presencia algo común a las tradiciones religiosas?

Efectivamente, más allá de las palabras que usemos –presencia, consciencia, plenitud, vacío, Dios…-, las religiones surgen habitadas por un mismo anhelo: desvelar el misterio de la existencia, responder a las preguntas: “¿quién soy yo?” y “¿qué sentido tiene todo esto?”, apuntar hacia el misterio último –la mismidad- de lo que es… La pena es cuando se absolutizan y remiten a ellas mismas –contra esta tendencia autorreferencial de la religión está hablando mucho el papa Francisco- o se enredan en palabras o creencias, a las que atribuyen un (imposible) valor absoluto. Las religiones tienen tendencia a caer en una doble trampa: buscar el poder y confundir su creencia con la verdad. Justo lo opuesto a lo que enseñaba Jesús. Eso hace que aparezcan ante la gente con un aire de superioridad, que provoca cada vez más recelos, cuando no rechazo abierto. En un movimiento de autodefensa, la religión esgrime que su creencia no es aceptada debido al relativismo actual. Pero, con frecuencia, el condenado “relativismo” no es sino una etiqueta descalificadora que usa quien no puede o no sabe convivir fácilmente con el pluralismo.

Es decir, que religión y espiritualidad no son identificables…

No. Podemos considerar la religión como el “mapa” y la espiritualidad como el “territorio”; o, en otra imagen clásica, la religión es la “copa”, mientras la espiritualidad es el “vino”. Mientras se percibe así, no hay ningún problema. Religión y espiritualidad no están identificadas, pero tampoco tienen por qué estar reñidas. El problema llega cuando las religiones se olvidan de que son solo una construcción humana que busca “canalizar” el anhelo, un medio al servicio de lo que somos. Cuando eso ocurre, la religión, en lugar de unir, separa y excluye. La espiritualidad, por el contrario, es siempre inclusiva, por una razón muy simple: porque constituye nada menos que el territorio de nuestra “identidad compartida”, más allá de los “mapas” que utilicemos. Esto explica también que pueda existir legítimamente una “espiritualidad religiosa”, al lado de una “espiritualidad laica” (Marià Corbí) o una “espiritualidad atea” (André Comte-Sponville). En mi opinión, las religiones están llamadas a vivirse como “servidoras” de la vida de las personas y de la espiritualidad.

¿Qué hay en la tradición religiosa católica para saciar la sed espiritual de que hablábamos al inicio?

Una profunda riqueza: la persona de Jesús de Nazaret; la sabiduría de los textos fundantes; una tradición ininterrumpida de experiencia mística, aunque en ocasiones haya quedado “nublada” o velada por aspectos institucionales que parecían ocupar y controlar todo; una tradición secular de humanización y entrega, al lado, sin embargo, de actitudes y comportamientos fanáticos, autoritarios, violentos, culpabilizadores y represores. La historia cristiana me parece un espejo patente de lo que es la ambigüedad de lo humano; o, expresado de otra forma, de lo que es capaz de hacer el ego incluso con lo más sagrado.

Hay muchas prácticas cristianas que ayudan a una rica experiencia interior. ¿No tenemos ahí un tesoro por redescubrir?

Sin duda, la tradición cristiana es un tesoro por redescubrir y, en algunos casos, incluso por estrenar, si confrontamos nuestra vivencia –y la de la Iglesia- con lo que fue Jesús de Nazaret. En ese redescubrimiento, me parece que ha de ocupar un lugar esencial lo que fue el “camino” más característico de Jesús: la compasión hacia el ser humano en necesidad. Y, simultáneamente, toda la gran tradición contemplativa, que ha sido considerada habitualmente en la Iglesia como algo marginal.

Hablemos, pues, de meditación…

La meditación no es, en primer lugar, un método ni una práctica, sino un modo de vivir o un modo de ser, un estado de consciencia, caracterizado precisamente por la no-dualidad. Al estar habitualmente identificados con la mente, necesitamos “ejercitarnos” en superar esa inercia y, así, poder descorrer el velo que nos impide reconocer nuestra verdadera identidad. En este sentido, meditar consiste en estar en el presente, acallar la mente y atender a lo que está aconteciendo. Son tres modos de expresar lo mismo, ya que esas tres cosas no pueden darse sino simultáneamente.

Eso me lleva a preguntarte por el prestigio de lo oriental, de lo budista en concreto. ¿Cuál es la razón de ese prestigio?

Primero, que contiene mucha sabiduría y mucha experiencia. No hace mucho tiempo, un budista me comentaba: “Entre nosotros, damos prioridad a la experiencia que conduce a la sabiduría, al «despertar»; vosotros, en cambio, dais preferencia a las creencias y a la sumisión a la autoridad religiosa”. Por otro lado, aunque es cierto que el maestro Eckhart, Teresa de Jesús o Juan de la Cruz son exponentes sublimes de la experiencia mística, ellos, a diferencia de los maestros de Oriente, no dan una “pedagogía” para avanzar por ese camino contemplativo. Al mismo tiempo, nos hemos hecho conscientes, como decía antes, de que toda religión no es sino un “mapa” que intenta desvelar el misterio del existir o apuntar hacia el “territorio” anhelado que somos. Es importante acercarnos a todos ellos y a la sabiduría que aportan.

¿Cómo cultivar la espiritualidad, cuál es tu propuesta para avanzar en el camino espiritual?

La respuesta también es sencilla: creciendo en consciencia de quienes somos. Al final, todo se ventila en la respuesta adecuada a esta pregunta: “¿Quién soy yo?”. Mientras la respuesta sea inadecuada, permaneceremos en la ignorancia y el sufrimiento –aunque seamos personas muy “religiosas”-; por el contrario, la respuesta adecuada, liberándonos de ello, tiene sabor de plenitud. Lo que ocurre es que la respuesta no puede venir desde la mente (el modelo mental de conocer) porque, al ser una parte de lo que somos, su respuesta es inevitablemente reductora; nos hace creer que somos, apenas, una estructura psicofísica, un “yo individual”; es decir, reduce nuestra identidad al “yo-idea”. Cuando se trabaja a partir de esa creencia, todo –el mismo trabajo psicológico e, incluso, la propia vivencia religiosa- resulta empobrecido. La respuesta adecuada no puede ser resultado de un razonamiento o de una elaboración conceptual. Porque no podemos ser nada que podamos pensar, ya que todo lo pensado necesariamente es un objeto (mental).

Únicamente podemos conocer lo que somos… cuando lo somos. Y, para ello, necesitamos silenciar la mente y, así, acceder a una experiencia directa, inmediata y autoevidente de nuestra verdadera identidad. Aquí se da una hermosa y profunda paradoja: ni podemos pensar lo que somos, ni somos lo que podamos pensar. Una paradoja que encuentra un atractivo paralelismo en lo que nos dice la física cuántica: “lo que vemos no es real y lo real no podemos verlo”. El camino espiritual no es otra cosa que reconocer quiénes somos y vivirnos conectados a ello. A esto las tradiciones espirituales lo han llamado “despertar”, un estado de consciencia que se caracteriza por la sabiduría (comprensión) y la compasión.

Publicado en alandar nº304

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