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¡Que te estás retrasando!

Sábado, 25 de octubre de 2014
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For Lawrence 4

1. “Parece, Señor mío, que descansa mi alma considerando el gozo que tendrá, si por vuestra misericordia le fuere concedido gozar de Vos. Mas querría primero serviros, pues ha de gozar de lo que Vos, sirviéndola a ella, le ganasteis. ¿Qué haré, Señor mío? ¿Qué haré, mi Dios? ¡Oh, qué tarde se han encendido mis deseos y qué temprano andabais Vos. Señor, granjeando y llamando para que toda me emplease en Vos! ¿Por ventura, Señor, desamparasteis al miserable, o apartasteis al pobre mendigo cuando se quiere llegar a Vos? ¿Por ventura Señor, tienen término vuestras grandezas o vuestras magnificas obras? ¡Oh Dios mío y misericordia mía!, ¡y cómo las podréis mostrar ahora en vuestra sierva! Poderoso sois, gran Dios. Ahora se podrá entender si mi alma se entiende a sí mirando el tiempo que ha perdido y cómo en un punto podéis Vos, Señor que le torne a ganar. Paréceme que desatino, pues el tiempo perdido suelen decir que no se puede tornar a cobrar. ¡Bendito sea mi Dios!

2. ¡Oh Señor!, confieso vuestro gran poder. Si sois poderoso, como lo sois, ¿qué hay imposible al que todo lo puede? Quered Vos, Señor mío, quered, que aunque soy miserable, firmemente creo que podéis lo que queréis, y mientras mayores maravillas oigo vuestras y considero que podéis hacer más, más se fortalece mi fe y con mayor determinación creo que lo haréis Vos. ¿Y qué hay que maravillar de lo que hace el Todopoderoso? Bien sabéis Vos, mi Dios, que entre todas mis miserias nunca dejé de conocer vuestro gran poder y misericordia. Válgame, Señor, esto en que no os he ofendido.

Recuperad, Dios mío, el tiempo perdido con darme gracia en el presente y porvenir, para que parezca delante de Vos con vestiduras de bodas, pues si queréis podéis.”

*

Santa Teresa de Jesús

(Exclamaciones, 4)

***

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“Otro centenario ¿para qué?”, por Gema Juan OCD

Miércoles, 15 de octubre de 2014
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15092890487_4d0a00d5c3_mLeído en su blog Juntos Andemos:

Está a punto de empezar el V Centenario del nacimiento de Teresa de Jesús –el día 15 de Octubre de 2014–. Actos de todo tipo, celebraciones, encuentros, congresos… Resulta casi inevitable preguntarse para qué se hace todo eso.

Con este nuevo centenario, la grande y variada familia teresiana bucea en la figura de la Madre, de la hermana mayor y de la inspiración penúltima de un modo de ser, con diferentes formas de estar, en el mundo. Penúltima, porque toda la familia, como la misma Teresa, tiene una única raíz: Jesucristo.

La familia se sumerge, no por afición deportiva –aunque también– sino porque sabe que tiene un tesoro que no le pertenece y quiere compartirlo. Por eso tiene sentido otro centenario, el quinto ya, y con la certeza de que no se toca el fondo del océano. Porque, como decía Teresa, se trata de «de un fin que no tiene fin».

Pluma en mano, Teresa lega a la humanidad unos «cuadernillos» que se han convertido en obras maestras de la literatura. Conocerla es aprender y disfrutar. Pero también ir a lo profundo de todo porque en lo que escribe –se lea con ojos religiosos o no– se percibe una toma de postura clara, un modo de haberse y enfrentarse al mundo. Su escritura refleja, como bien se ha dicho, «su inconformismo existencial como mujer, como escritora y como mística».

Teresa anduvo por los caminos, para abrir «casitas» donde dar forma a la llamada que había recibido. A pie, en mula o sobre la carreta se puso en marcha. La dureza de semejante experiencia contrasta con el humor y la templanza que derrama, pero es acorde, en intensidad, a la pasión que la habitaba. Esas casitas siguen abiertas, se han multiplicado y la vida no deja de transmitirse.

Recorrer su historia puede iluminar el futuro. El Centenario revive la ruta teresiana, siempre inacabada, y con ello lanza un mensaje claro: lo verdadero no se cierra sobre sí ni caduca, mantiene abiertas sus venas para alumbrar y abrir nuevas vías.

El siglo XXI que acoge este V Centenario, todavía tiene necesidad de palabras como estas: «Veo los tiempos de manera que no es razón desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres». La sospecha y el desprecio, la violencia en las formas más variadas, se siguen cerniendo sobre muchas mujeres. Teresa de Jesús vivió hondamente su dignidad de mujer y trabajó por ella. Se sintió reconocida por Jesús, el hombre que desvelaba a Dios, y creyó que esa suerte debían correr todas las mujeres: la de ser reconocidas como seres humanos plenos e iguales en dignidad.

Celebrar y recordar a Teresa es mantener despierta la conciencia de la igualdad que debe reinar entre los seres humanos, sin distinción de ninguna clase. Y esa conciencia debe llevar –como la llevó a ella– a hacer opciones y elegir coordenadas muy concretas desde las que vivir.

Queda algo más por lo que importa celebrar este Centenario, algo que deja abierta la idea de que siempre habrá necesidad de centenarios y homenajes cuando se trata de recordar testigos, como es el caso de Teresa. Ella es testigo de que Dios vive, está presente y actúa. De que su presencia es amorosa y su forma de actuar es la bondad. Y es testigo, también, de que lo que glorifica a Dios es el amor compartido.

Dios no es una antigüedad inerte, no es un asunto del pasado. Está presente, aquí y ahora. Su esencia es infundir vida, por eso Teresa le llamaba «Vida de todas las vidas», y de Él decía que «nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias».

No se trata de que una mujer tuviera experiencias profundas y preciosas. Se trata de que Dios, hoy, actúa: «Para hacer grandes mercedes a quien de veras le sirve, siempre es tiempo». Eso es lo que dice Teresa: siempre es tiempo. Dios tiene tiempo para todos y no hay época en la que se dedique al retiro. Para Él, todo tiempo es bueno y siempre «está aguardando… que le miremos» para poder mostrar su rostro.

En el libro de Fundaciones, Teresa escribió: «Muchas veces me parecía como quien tiene un gran tesoro guardado y desea que todos gocen de él, y le atan las manos para distribuirle». Y, cuando acababa el de las Moradas, apuntó: «Su Majestad sabe que mi intento es que no estén ocultas sus misericordias, para que más sea alabado y glorificado su nombre».

Diseminado su trabajo por todo el mundo, en notas sueltas, formando pequeños coros o magníficas orquestas, cada centenario desata un poco las manos y los labios de Teresa y le ayuda a cumplir su deseo: cantar las misericordias del Señor.

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La cara feminista de Santa Teresa

Miércoles, 15 de octubre de 2014
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poster-mediano-11El V Centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús muestra la imagen más revolucionaria de la fundadora de las carmelitas descalzas.

“El mundo nos tiene accoraldas”, escribió Santa Teresa de Jesús refiriéndose a las mujeres

Ana Flotats

Santa Teresa de Jesús fue probablemente la primera mujer feminista de la Iglesia Católica. En pleno siglo XVI, la fundadora de las carmelitas descalzas se despachó en diversos libros contra la desigualdad que observaba en las decisiones de la jerarquía eclesiástica. “El mundo nos tiene acorraladas”, “aunque las mujeres no somos buenas para consejo, alguna vez acertamos” o “no son tiempos de desechar ánimos fuertes, aunque sean de mujeres” son algunas de las afirmaciones que esta religiosa, doctora de la Iglesia Católica, dejó escritas en un momento en que las mujeres eran prácticamente invisibles, tanto en esta religión como en la sociedad civil.

Santa Teresa fue una mujer libre, independiente y con una fuerte determinación para emprender grandes reformas. Pero esa no es la imagen que se tiene de ella. Ni siquiera la serie que protagonizó Concha Velasco en los ochenta mostró, según los expertos, la verdadera cara de Teresa de Ávila. El V Centenario del nacimiento de Santa Teresa Jesús, que se conmemora a partir del año que viene, busca precisamente actualizar su figura. “Teresa apostó por la mujer en su condición de dignidad, para ser oída y no sólo oyente“, explica a Público Máximo Herraiz, ex vicario general, doctor en Teología y uno de los mayores expertos en el estudio de Teresa como mujer y escritora.

De hecho, precisamente para que su voz fuera escuchada, en el libro Camino de perfección la religiosa critica a los inquisidores por prohibir libros y, a su vez, a los sacerdotes que lo toleran, a quienes llama “falsos profetas” y “medios letrados”. En este texto dedicado a 12 mujeres que inician la fundación del nuevo Carmelo —llevado a cabo por Teresa—, la religiosa escribe: “No son tiempos de creer a todos, sino a los que viereis van conforme a la vida de Cristo” (…)”. Y exhorta a sus hermanas: “No hagan caso de la opinión del vulgo [el gremio sacerdotal].

Santa Teresa no quiere que ningún hombre ejerza de superior en los conventos. “Desea que las monjas sean independientes, autónomas, y de hecho, acaban eligiendo a sus superioras cada tres años, lo que supone una auténtica revolución“, insiste Herraiz. Después de la primera asamblea electiva y legislativa de los carmelitas, en marzo de 1581, Teresa insta a sus comunidades de carmelitas a que envíen su opinión sobre las constituciones que quieren y ella escribe: En nuestras cosas no hay que dar parte a los frailes”.

santa-teresa-avilaSanta Teresa quiere que sus monjas intervengan activamente en la elaboración de sus leyes. La clausura, explica Herraiz, “no es para que no puedan salir, sino para que nadie entre a gobernarlas”. “Esto es lo que temen mis monjas: que han de venir prelados pesados que las abrumen mucho”, escribe. La religiosa acusa a los sacerdotes de “malos cristianos” y “negros devotos” que “destruyen los conventos femeninos” por prohibir libros a las mujeres.

De hecho, sus obras fueron ampliamente censuradas y en 1559, cuando se publica el Índice de libros prohibidos del inquisidor Fernando de Valdés, los inquisidores —siguiendo sus instrucciones— desvalijan la pequeña biblioteca que Santa Teresa tenía en el monasterio de la Encarnación. La Inquisición mandó requisar su obra El libro de la Vida, pero Santa Teresa se quedó con una copia del manuscrito. “No se paró ni ante la Inquisición”, remarca Herraiz, “y se enfrentó también al arzobispo de Toledo y al de Burgos“.

Como dice el director del Centro Internacional de Estudios Teresianos de Ávila y vicepresidente de la Fundación V Centenario, Javier Sancho, “la fe cristiana ayudó a Santa Teresa a ser más mujer”. La religiosa, que creó 17 convenios en España y dos colegios para la formación de las niñas, defendió siempre su dignidad como mujer. Herraiz recuerda una anécdota: “Un día que Teresa fue a visitar las obras del primer monasterio, en Ávila, un albañil dijo a un compañero al ver pasar a Teresa: “¡Qué lástima, una mujer tan guapa y que sea monja!“. Teresa lo oyó, volvió sobre sus pasos y le dijo al piropeador: “A ti te da igual porque nunca me hubiera casado contigo”.

Parte de los pensamientos de Teresa de Jesús, además, pueden leerse ahora en el libro Estudios Teresianos. Autógrafos de Santa Teresa de Jesús en Europa y América, que supone una fotografía global de la existencia de las 500 cartas recuperadas en España, Italia, Portugal y América Latina. Sus autores, Tomás Álvarez y Rafael Pascual, han tardado cinco años en publicar esta obra, dadas las dificultades por encontrar a los depositarios de las cartas.

Fuente Público

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“El bando del Crucificado”, por Gema Juan OCD

Domingo, 14 de septiembre de 2014
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14910431410_7583182df7_mLeido en su blog Juntos Andemos:

En cierta ocasión, Teresa de Jesús escribía a un hermano carmelita: «No ha de faltar cruz en esta vida, aunque más hagamos, si somos del bando del Crucificado».

No es que ella no supiera que la vida trae cruces, dolores y dificultades para todos. Lo sabía bien, pero hablaba de otra cosa. De hecho, muy poco después de escribir esta carta, dirá en Moradas: «No penséis que está la cosa en si se muere mi padre o hermano, conformarme tanto con la voluntad de Dios que no lo sienta; y si hay trabajos y enfermedades, sufrirlos con contento. Bueno es, y a las veces consiste en discreción, porque no podemos más, y hacemos de la necesidad virtud».

El realismo de Teresa parece no tener límites, como no los tiene su conciencia de que lo que Jesús propone es algo diferente; cuenta con esa actitud sabia pero, además, invita a otra cosa. Ella entendió que seguir a un hombre que fue crucificado, significaba algo más que hacer de la necesidad virtud o resignarse, de la mejor manera, ante situaciones inevitables.

Puede sorprender que una mujer del s. XVI, imbuida de las ideas espirituales del momento, entendiera, tan de raíz, el sentido de la cruz de Cristo. Aunque, según propias palabras, no era muy letrada, es conocido su afán como lectora y que buscó la luz cuanto le fue posible para entender su fe y poder vivirla sinceramente. Pero lo que entendió sobre el Crucificado no lo aprendió en ningún libro, sino creyendo y orando, y llevando a la vida lo que iba intuyendo.

La teología actual sabe –mejor que la del tiempo de Teresa– que la cruz de Cristo alude, más aún que al dolor físico –sin duda, desmesurado– a la humillación que suponía la crucifixión: era una muerte vergonzosa y denigrante. Una muerte con la que Cristo cedió todos sus derechos y se degradó voluntariamente.

Teresa lo comprendió, y por eso hablaba de la cruz que puede aparecer en la vida por el hecho de elegir estar en el «bando del Crucificado». Por decidir seguirle y vivir tras su estela.

Solo desde ahí se puede entender –o mejor, vivir– ese ir «procurando perder de nuestro derecho», del que habla Teresa. Algo que a la mentalidad actual le resulta prácticamente inadmisible. Sin duda, hay gentes admirables, anónimas para muchos, que viven cediendo, es decir, renunciando de un modo u otro a sus legítimos derechos, en pro de los demás. Pero a nadie se le oculta lo difícil que resulta encajar esta idea en el pensamiento de hoy.

De hecho, a la gran comunidad de seguidores de Jesús se le hace muy difícil no encontrar argumentos y razones –¿excusas?– de todo tipo, para no perder o ceder sus derechos. Mientras que, desde la Encarnación hasta la cruz, el camino de Cristo es el de la desposesión de sí más absoluta en favor de los demás.

Tal vez por eso, Teresa decía con tanta fuerza: «Poned los ojos en el Crucificado y haráseos todo poco… ¿Pensáis que es poco un tal amigo al lado?». Teresa sabe que ese Cristo se hace compañero de vida, cuando se acoge su presencia: «No os faltará para siempre; ayudaros ha en todos vuestros trabajos; tenerle heis en todas partes».

El Crucificado va por delante. Por eso, es posible responder a su invitación –«Venid conmigo»– y decidirse a vivir como Él. Sin duda, supone un riesgo porque implica una profunda desinstalación. Lo intuyeron pronto los primeros discípulos, tambaleándose y queriendo convencer a Jesús de que no cediera su dignidad. Y lo intuye quien mira al Cristo vivo en sus palabras, en su interior y en quienes le siguen de verdad.

Para Teresa, ser del «bando del Crucificado» es ir entendiendo la vida de Jesús, asumir su estilo bienaventurado, que busca parecerse al Padre todo bueno, que pone su dignidad en el amor, hasta el punto de decir: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos».

Cuando Teresa pensaba en esa forma de dar la vida, animaba a cada una de sus hermanas a «ser la menor de todas… mirando cómo o por dónde las podéis hacer placer y servir». Por eso le molestaba tanto que se hiciera «caso de unas cositas que llaman agravios» y las cosas de «honra», la búsqueda de reconocimiento o ventajas. Porque, en definitiva –como había advertido san Pablo a los Corintios– era vaciar la cruz de Cristo, desfigurarla.

La comunidad de los que siguen a Jesús está llamada a ceder derechos y dignidades, a renunciar a sus ventajas, a no ofenderse cuando no es tratada con reverencia. Está llamada a reconocer, nuevamente, la cruz de Jesús. Será necesario recordar que Él pidió ser «cautos como serpientes e ingenuos como palomas», pero también que avisó de que un discípulo no es más que su maestro, si de verdad es discípulo. Y al Maestro, su vida le llevó a desposeerse y no salvarse a sí mismo, le llevó a la cruz.

A toda la comunidad que sigue a Jesús y a cada miembro de ella, se dirige Teresa: «Abrazaos con la cruz que vuestro Esposo llevó sobre sí y entended que esta ha de ser vuestra empresa; la que más pudiere padecer, que padezca más por El, y será la mejor librada». Padecer es servir como Cristo, no significa afligirse o castigarse sin razón. Es seguir al que dijo, cuando iba camino de Jerusalén: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve».

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“Reinicie el equipo”, por Gema Juan OCD

Lunes, 1 de septiembre de 2014
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14813670769_05acb2750f_mNo hay como Teresa para indicarnos el camino de vuelta… Comenzamos el curso y nada mejor que leer este exclente artículo que hemos leído en su blog Juntos Andemos:

«Reinicie el equipo» es un mensaje que aparece en muchas ocasiones en la pantalla del ordenador. Hay que cerrar los programas y esperar un poco para que todo funcione de nuevo y poder retomar el trabajo.

Teresa de Jesús decía que es bueno «tomar recreación aun para tornar a la oración más fuertes». De modo que, después de «dejar descansar el alma con su descanso», también ella pide reiniciar, «tornar a comenzar». Y, como siempre, se preocupa de ayudar en lo que propone.

Reiniciar es dejarse recuperar, cayendo en la cuenta del «grande amor con que anda granjeando tornarnos [Dios] a sí» y de que anda «mirando y remirando por dónde» puede retomar la relación con cada ser humano. Eso hace posible recomenzar cuantas veces sea necesario, porque Él «nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias»; lo único necesario es que «no nos cansemos nosotros de recibir». El equipo se reinicia recibiendo.

Y para que todos puedan hacerlo, Dios sabe «aguardar a que sanemos, y procurarlo con mil maneras de medios y remedios». Teresa no se cansa de decir que Dios sabe esperar y está atento porque «no está deseando otra cosa, sino tener a quien dar».

Se trata de volver a intuir «las maneras y modos con que Su Majestad se nos comunica y nos muestra el amor que nos tiene». Dios actúa, funciona y hace funcionar «el equipo». De Él, dirá Teresa, que está «ganoso de hacer mucho por nosotros», de renovar todo.

Para ello es necesario volver a encender, avivar el amor, la fe y la memoria, para «sacar fuerzas de nuevo para servir». Reiniciar también es recordar: «Parece algunas veces tenemos olvidadas sus misericordias». Esa memoria renueva la confianza y da la fuerza necesaria para «tornar a caminar».

Reanudar no siempre es fácil. Teresa explica que «tenemos tan acostumbrada nuestra alma y pensamiento a andar a su placer o pesar, por mejor decir que la triste alma no se entiende; que para que torne a tomar amor a estar en su casa, es menester mucho artificio». De modo que hay que recuperar lo mejor: el amor a la propia casa, el lugar donde habita Dios y «esforzarse a servir y a mejorar en todo su vida».

Volver a casa es «tornar a Él» y para eso es necesario despertar: «Despertar muchas veces la voluntad para que ame más a Dios… y para andar con diligencia a contentar este Señor». Reactivar el ánimo, no tener «ánimo de mosca» sino creer «que favorece el Señor mucho a quien bien se determina», porque es muy amigo de «ánimos animosos» y «de quitarnos de trabajo… y no es amigo de que nos quebremos las cabezas». Reiniciar es ir entendiendo que Dios es un facilitador, que es amigo de simplificar y ayudar en todo.

Es posible reiniciar cuantas veces sea necesario. Y Teresa sabe que es necesario descubrir la presencia de Jesús, que permanece, precisamente «para despertarnos, y no una vez sino cada día». La conciencia de esa presencia continua, entregada sin límites, le hará exclamar: «¡Oh mortales, volved, volved en vosotros!… Mirad, cristianos, considerémoslo bien, y jamás podremos acabar de entender las magnificencias de sus misericordias».

«Tornar a su amistad» es reanudar la confianza, fiarse de la bondad de Dios y «andar alegres sirviendo» en lo que en cada momento trae la vida. Así se puede «comenzar de nuevo». Teresa cree que es posible hacerlo, «trabajando nosotros poco a poco lo que es en nosotros» y dejando «hacer a Su Majestad».

Reiniciar es imprescindible si se quiere avanzar. Lo es frente a las máquinas, en cualquier campo de la vida y también en el camino espiritual. Teresa dirá que «no hay estado de oración tan subido, que muchas veces no sea necesario tornar al principio».

Ser capaz de volver a empezar, «tornar a ser niño… dejarse guiar». Reiniciar para mantener una actitud de apertura y seguir aprendiendo. Para quitar «resabios», recuperar sencillez y ver que «comienza de nuevo amor vivo de Dios».

Una vez más, la idea de Teresa es comunicar que es posible y merece la pena. Porque «una vez mostradas a gozar de este castillo, en todas las cosas hallaréis descanso, aunque sean de mucho trabajo, con esperanza de tornar a él, y que no os lo puede quitar nadie». No es el eterno retorno, es saber que cada vez que se «torna», que se reinicia, se halla descanso en todo y se vive mejor. Por eso, escribirá a modo de lema de vida: «Ahora comenzamos y procuren ir comenzando siempre de bien en mejor».

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“Hacer historia”, por Gema Juan OCD

Domingo, 24 de agosto de 2014
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14999916485_ce0790189e_mComo  la de Teresa, esta comunidad ha nacido para “hacer historia“, para vivir nuestra libertad como oportunidad para ser mejores, para hacer brecha, para abrir un nuevo cauce para las aguas que Dios ha hecho emerger y que forman parte de ese inmenso Océano, diverso y fecundo que es la Iglesia… Por so, formamos comunidad, no estamos ni aislados ni desconectados, no queremos guardarnos nuestras “riquezas“, sino que queremos compatirlas porque creemos que nadie sobra y que odemos enriquecer a quien con nosotros quiera caminar.

Leído en su blog Juntos Andemos:

La historia de la humanidad es la historia de una superación incesante, de continuos hallazgos, de generosidades, anónimas y conocidas, pequeñas e inmensas. La historia es un río que no se detiene, fecunda y arrolla pero también permite ser parte para aumentar el caudal e incluso, redefinir el curso del agua.

El valor de muchos hombres y mujeres para dar pasos y desafiar principios obsoletos, y su humildad para hacer ensayos y enfrentar errores ha creado historia y sigue haciéndolo. Y cada vez que un ser humano vive su libertad –como decía Camus– como una oportunidad para ser mejor, hace una brecha, abre un nuevo cauce para las aguas.

Teresa de Jesús hizo algo de esto, aunque no a solas. Es cierto que tenía «duende», ese genio encantador y misterioso de su personalidad que la hacía amable y querida, aguda y sencilla a la vez. Ella y su profunda experiencia espiritual habrían sido un regalo para la historia pero, en realidad, han sido mucho más que eso.

Un 24 de agosto, tomaba cuerpo una idea madurada a lo largo del tiempo. Un sinfín de conversaciones, de experiencias compartidas, de búsquedas y discernimientos, a veces difíciles, habían dado a luz algo precioso: una nueva forma de vida.

Nacía en medio de grandes zozobras. Lo cuenta Teresa: «Las grandes contradicciones y persecuciones que hubo» y «los grandes trabajos y tentaciones» que pasó. Ella misma se tambaleaba: «Por una parte, me parecía imposible, por otra, no lo podía dudar». Pero tenía tanta fuerza la experiencia de haber encontrado los tesoros del amor y era tan grande el «deseo de repartirlos con otros», que se lanzó.

Ahí está el germen de algo mayor. Teresa podía haber sido un precioso arroyo de agua fresca, pero se convirtió en un benéfico aluvión porque no se aisló ni desconectó, no se guardó lo que tenía.

Explicaba J. A. Marina que cuando una inteligencia –en cualquier campo que se dé– no se aísla, es capaz de generar valores comunitarios y de crear nuevas formas de vida. Así sucede con Teresa. Hace historia compartiendo porque, de ese modo, crea una nueva «manera de vivir y tratar».

Desafió los diques de su tiempo, consciente de que su condición de mujer, monja y sin abolengo la tenía «sujeta, sin solo un maravedí, ni quien con nada me favoreciese». Pero encontró el modo de hacer pasar el agua. Después, cuando pensaba en lo que había hecho, decía: «Hallé lo bueno haberlo el Señor hecho todo de su parte».

No le bastaba haber descubierto la fuente de agua viva de la que mana todo; «querría bebiesen los otros», decía. Tenía conciencia de que por su medio «quería el Señor hacer bien a muchas personas», así que quería aumentar el caudal de la historia y abrir un nuevo cauce.

Úrsula de los Santos, María de S. José, Antonia del Espíritu Santo y María de la Cruz son cuatro mujeres prácticamente desconocidas, pero que hicieron posible el paso que Teresa de Jesús daba en la historia. Son las primeras descalzas. Atrevidas y enamoradas, como ella, canalizaron unas fuerzas vivas que significaban un cambio real en el panorama humano y religioso de su tiempo.

Unas mujeres capaces de decidir lo que querían hacer con sus vidas, que eligieron la libertad del servicio. Iniciaron una vida de soledad, máximamente sencilla y silenciosa, centrada en la persona de Jesús. Y donde la amistad, la búsqueda del bien común, informaba todo. De ellas, impresionaba a Teresa su «gran valor… y el ánimo que Dios las daba para padecer y servirle».

De necesidad había de alterarse el curso del agua, en un tiempo que acumulaba ruidos vacíos de linajes e intereses, y que mantenía retirada de todo a la mujer.

En 1562, Teresa y sus compañeras cambiaban el rumbo de la historia. Iniciaban un «modo y manera de vivir» que no iba a quedar encerrado en los muros de su casita. Su forma de vida tenía las compuertas abiertas.

Los linajes, los intereses y la discriminación siguen levantando diques. Por eso, sigue siendo necesario el valor y la humildad para dar pasos y, como decía Teresa, para «ser parte para que algún alma se llegase más a Dios» que, para ella significaba decir ser parte en mejorar la vida de los demás.

Decía algo que parece contradictorio, pero no lo es: que «querría huir de las gentes y… se querría meter en mitad del mundo, por ver si pudiese ser parte para que un alma alabase más a Dios». En el fondo, esos deseos dicen que la «manera de vivir» que propone no tiene un único molde, porque el agua no puede tenerlo.

Y Teresa no pretendió otra cosa que aumentar el caudal, sabiendo que Dios está en la historia del mundo y que esa historia no es previsible, pero está llena de nombres grandes y pequeños que eligen «hacer historia». Hombres y mujeres que al poner en común lo que tienen en sí –como aquellas cuatro descalzas– hacen posible dar un paso adelante.

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“Aquel escándalo”, por Gema Juan OCD

Jueves, 21 de agosto de 2014
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14230145004_9ac1d4a840_mDe su blog Juntos Andemos:

En el evangelio de Marcos, Jesús cuenta una parábola inquietante. Tanto que, siglos después de haber sido escrita, Teresa de Jesús se vio bajo sospecha por vivirla en sí misma.

Contaba Jesús que con el Reino de Dios pasaba lo mismo que con una semilla que se echaba en tierra. El sembrador veía crecer la semilla, pero no sabía cómo. La tierra daba fruto por sí misma. Jesús estaba diciendo que el Reino de Dios, Dios mismo, venía sin que nadie influyera en ello.

Por entonces, esta idea arañaba las concepciones de zelotas y fariseos. Que Dios viniera por sí mismo, sin provocación humana… por pura gracia. Ni por la fuerza o por reivindicaciones, ni por cumplir exquisitamente programas religiosos. A Dios, nada de eso le mueve.

Teresa, con poco espíritu zelota, decía que «no se negocia bien con Dios a fuerza de brazos» y que, «sin saber cómo… sin entender cómo», Él se abre paso: para dar libertad, encender el corazón, iluminar la inteligencia… Que «no está deseando otra cosa, sino tener a quien dar».

Aseguraba que una semilla había crecido en ella, y que no habría prosperado «si el Señor tan misericordiosamente no lo hiciera todo de su parte». De hecho, dirá que «hasta que por su bondad lo puso todo», no maduró ni dio fruto. No había sido por su buena conducta –reconocía–, y provocarlo hubiera sido imposible. Tampoco tenía alma de buen fariseo.

El fruto que había dado era algo maravilloso: «Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva. La de hasta aquí era mía; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración, es que vivía Dios en mí».

Teresa tuvo la paciencia de la que habla la parábola. Una paciencia hecha de confianza en Dios y desconfianza en sí. No desconfianza de lo bueno propio, ni de las grandes posibilidades humanas, sino la sinceridad de reconocerse bendecido. Y la honestidad que Jesús reclamaba a los maestros de la ley: dejar la autoafirmación que hace que todo redunde en el propio honor.

Pero, hombres rectos y sabios –como debían de ser muchos zelotas y fariseos–, le decían que eso no podía ser. La semilla del Reino solo crece con trabajo y sacrificio y cumpliendo con todo el deber. Dios se regala –decía a Teresa el sacerdote Gaspar Daza– a personas muy mortificadas. Él y Francisco de Salcedo, el «caballero santo… de vida tan ejemplar y virtuosa», le dijeron que tenía «mal espíritu», que lo suyo «era demonio».

De Jesús, habían dicho que actuaba con el poder del demonio, que estaba endemoniado. El evangelista Juan dice que Jesús replicó: «Estáis desconcertados». Porque no podían asimilar que Dios hiciera el bien fuera de los parámetros establecidos, rompiendo la lógica de merecimientos. Daza y Salcedo también estaban desconcertados: Dios se salía del canon.

La gratuidad de Dios es un escándalo. Lo era para fariseos y zelotas. Lo era, también, para muchos letrados del siglo XVI y las autoridades eclesiásticas. Y lo sigue siendo. Porque la gratuidad produce un vértigo importante: el de no poder controlar. No se puede controlar a Dios, que deja de ser previsible y comprable. No se puede manejar a quien vive bajo esa experiencia, porque su tierra da fruto por sí misma. Y tampoco se puede saber qué dirección va a tomar la propia vida. La gratuidad asusta a la lógica gestora.

Teresa entró en la lógica de Dios, primero confundida y desbordada, después con inmensa alegría. Como si su más profundo deseo hubiera encontrado el cauce por el que discurrir. Tal vez por eso, al hablar de la unión íntima con Dios, decía que era «como si un arroyico pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse».

Entrar en esa lógica fue, para ella, poder decir: «Si Él quiere que crezcan estas plantas y flores a unos con dar agua que saquen de este pozo, a otros sin ella, ¿qué se me da mí? Haced vos, Señor, lo que quisiereis». Era releer la vida, al paso que la vivía, sintiendo que en «todo parece obra el Señor».

Intuyó, entonces, una gratuidad compartida en aquel «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». El silencio con Él se convirtió, para ella, en la paciencia del sembrador. Sencillamente, «estarse con su Señor a solas».

También así, la gratuidad humana se convierte en un grano de mostaza, «la más pequeña de todas las semillas», que crece misteriosamente y «echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden anidar en ellas». Unas ramas que pueden acoger todo lo humano.

Quien ha bebido siquiera unas gotas de ese vino único sabe que la pasividad que produce entrañarse con Dios, redunda en todo y da el ciento por uno. Nadie que viva en la experiencia de la gratuidad quedará quieto… ni querrá moverse de esa bodega.

Teresa no es más que un testigo de Jesús y del Reino, del Dios que siempre está llegando. Por eso, dirá que aquel escándalo que supone el superávit de bondad de Dios invita, también, al descanso: «Entonces, alma mía, entrarás en tu descanso cuando te entrañares con este sumo bien, y entendieres lo que entiende, y amares lo que ama, y gozares lo que goza».

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“Trascendencia en clave menor: El humor (III)”, por Gema Juan OCD

Martes, 19 de agosto de 2014
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14655653442_33f77496cc_mLeído en su blog Juntos Andemos:

Cuando se observa lo que hacía reír a Teresa, se descubre una manera extraordinaria de vivir, de enfrentarse a las dificultades, de encajar los reveses. La risa desvela en ella una madurez espléndida. Porque para reparar en lo cómico es necesario no estar a la defensiva, quitarse el tono importancioso de encima y estar abierto a que las circunstancias descoloquen lo que parece ya fijado.

La percepción de lo cómico que puede haber en una situación desdramatiza y rompe el miedo. Es una idea que aparece, con frecuencia, en Fundaciones. El humor desmitifica, aleja de pensar que se posee toda la verdad en cualquier asunto, es decir, es un buen bastón para la humildad y, puede ser, como hemos visto, un gran liberador. Todo esto tiene mucho que ver con la espiritualidad que promueve Teresa.

No era amiga de «santos encapotados» y explicaba que «hay algunas personas que parece se les ha de ir la devoción si se descuidan un poco», o sea, que tienen que tener todo muy medido y compuesto para que «no se les vaya un poquito de gusto y devoción». También, con cierta sorna, escribía a Gracián que hay quien «pensará, si ha estrujado algunas lágrimas, que aquello es la oración».

La vida espiritual y la oración no son cosas para encerrarse en uno mismo, más bien justo al revés. El ceño fruncido, el gesto serio, la afectación, la poca alegría, el no poder burlarse de uno mismo, en el doble sentido de la palabra, reírse sanamente y así escapar del propio enjaulamiento… Todo eso no pertenece a una espiritualidad sana.

Para Teresa, el sentido del humor y la capacidad de reír están ligados a la santidad. Lo expresa muy claramente en un momento en el que se enfrenta a algo muy desagradable. Se han propagado calumnias contra el P. Gracián, a cuenta de su trato con algunas carmelitas. Primero dirá a María de San José que «son disparates; que lo mejor es reírse de ellos, y dejarlos decir».

Pero irá más lejos. Le disgusta que Gracián caiga en defenderse absurdamente, y escribirá: «Hacer caso de esos desatinos, ni ponerlos en plática; téngolo por mucha imperfección; sino reírse de ellos». Reírse es invertir el orden de las cosas. Cambiarlo, de modo que resulta un orden más liberador.

No deja de sorprender su humor ante graves dificultades. Cuando escribe al Rey, tras el secuestro de Juan de la Cruz y por causa de los malos modos que usa con las monjas, se referirá al fraile que anda tramando todo, diciendo: «Dicen le han hecho vicario provincial, y debe ser porque tiene más partes para hacer mártires que otros».

Y del nuncio Sega, que tantas y tan serias trabas estaba poniendo a la familia descalza, que empezaba a echar a andar, dirá: «Para personas perfectas, no podíamos desear cosa más a propósito que al señor nuncio, porque nos ha hecho merecer a todos».

El humor es también una forma de mirar y percibir el mundo. Esa mirada le hace decir: «¡Qué al revés anda el mundo!», al hablar de «honras y mayorías», es decir, del modo de entender el estatus quienes creen ser espirituales. Y escribe con mucha ironía: «Cosa es para reír, o para llorar… que no manda la Orden que no tengamos humildad».

También logra reírse del falso aplauso que a veces se da entre las gentes. Sabe que es engañoso, algo hueco y vacío de verdad. Ella ha logrado, poco a poco, una nueva postura: «Solía afligirme mucho de ver tanta ceguedad en estas alabanzas y ya me río como si viese hablar un loco».

Volverá a usar la ironía para evidenciar situaciones que piden cambio. Así, muestra la incoherencia de quienes inventan penitencias y luego no saben vivir bien en la vida ordinaria, de quienes justifican sus costumbres y «querrían que otros las canonizasen», o comenta en sus cartas que «no parece bien estos mocitos, descalzos y en mulas con sus sillas». Para paliar una contradicción y encaminar hacia la verdadera espiritualidad, mejor un poco de humor que de desprecio.

Su ironía no se convierte en sarcasmo. No quiere ofender, pero tampoco puede evitar que haya quien se resienta. Por ejemplo, cuando dice a sus hermanas que, aunque la Inquisición prohíba libros espirituales, «no os quitarán el paternóster y el avemaría», el censor se molestó mucho, tachó lo escrito y apuntó: «Parece que reprende a los inquisidores, que prohíben libros de oración».

En última instancia, como recomendaba en las Constituciones, procuraba no ser enojosa sino que hasta en las burlas, mantenía la discreción. Aunque, por el ejemplo, en el famoso Vejamen –el pequeño certamen espiritual que organizó–, al responder humorísticamente a las participaciones espirituales, alguno de sus amigos encajara muy mal la ironía.

La «trascendencia en clave menor» deja muchas puertas abiertas y queda para pensar por qué una mujer tan espiritual, maestra y mística, imprime a sus obras este tono, esta mirada especial con tanto humor. Por qué intercala historietas, algunas muy cómicas, en el relato de sus Fundaciones, o bromas y comentarios irónicos en medio de la gran historia de amistad que cuenta en sus libros. Teresa dice algo con todo ello, algo de Dios y de los seres humanos.

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“Trascendencia en clave menor: El humor (II)”, por Gema Juan OCD

Martes, 12 de agosto de 2014
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14464939468_ac796bfc5f_mLeído en su blog Juntos Andemos:

Teresa de Jesús era una mujer de gran receptividad. Su vida, sus escritos y sus amistades lo muestran claramente. Tenía gran sensibilidad para comprender y hacerse cargo de los demás, también para percibir su entorno, las posibilidades y las carencias.

Esa es una de las razones por las que el humor era uno de sus grandes aliados. Porque, como decía Carlyle, «la esencia del humor es la sensibilidad; la cálida y tierna simpatía por todos los tipos de existencia». Teresa invita a vivir con sensibilidad y simpatía. Y, de hecho, ella siempre ha procurado «dar contento adondequiera que estuviese» y «sentir con pena las penas» de los demás.

Esa empatía le permite bromear con su hermana y amiga María de San José, diciéndole: «¡Oh, qué vana estará ella ahora con ser medio provinciala!», en una ocasión en que María debe asumir ciertas responsabilidades, o con su hermano Lorenzo: «Riéndome estoy cómo él me envía confites, regalos y dineros, y yo cilicios». Sintoniza con lo que viven ambos y, al mismo tiempo, les deja caer un pequeño mensaje.

Por otra parte, el humor es liberador, permite invertir el orden de las cosas y dar la vuelta a situaciones adversas. Teresa lo utiliza para transformar cosas muy serias y convierte lo que puede ser una amenaza, en un aliado. Así lo hace ante la Inquisición, con la que sabía que podía tener serias dificultades por su condición de mujer espiritual, sus experiencias y sus actividades.

Contaba que le decían, con mucho miedo, que eran tiempos difíciles, «recios», y que podían acusarla a la Inquisición. Ella dirá: «A mí me cayó esto en gracia y me hizo reír, porque en este caso jamás yo temí, que sabía bien de mí que en cosa de la fe contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese yo iba, por ella o por cualquier verdad de la Sagrada Escritura me pondría yo a morir mil muertes. Y dije que de eso no temiesen».

Erasmo de Rotterdam explicaba en su Elogio de la locura que, en ocasiones, una necedad que no se puede desmontar con muchos y buenos argumentos, viene a deshacerse, se «desbarata en un instante», sencillamente, con la risa. Teresa lo sabía y a la hora de enseñar y corregir se apoyó en ella. Una risa cargada de lucidez y bondad, «risa redentora» la llamó Peter Berger.

A su querida María Bautista le dirá: «Yo le digo que me hace reír, como dice que otro día dirá lo que le parece de algunas cosas. ¡A usadas que tiene consejos que dar!». Y valora mucho que las hermanas del convento de la Encarnación escriben versos graciosos para sobrellevar las muchas dificultades que tenían. Se los envía a Gracián, y le escribe: «Para que vuestra paternidad se ría un poco, le envío esas coplas que enviaron de La Encarnación, que más es para llorar cómo está aquella casa; pasan las pobres entreteniéndose».

Se ríe de la simpleza de Ambrosio Mariano, para prevenirle: «En gracia me ha caído el decir vuestra reverencia que en viéndola la conocerá. ¡No somos tan fáciles de conocer las mujeres!». Y con tanto humor como amor reprende a su querido Gracián, en un momento en que él está muy desanimado: «No ande profetizando tanto con sus pensamientos».

Para reír es cuando escribe a María de San José: «Al padre fray Antonio de Jesús y al padre Mariano dé mis encomiendas, y que ya quiero procurar la perfección que ellos tienen de no escribirme». O cuando le habla de su salud: «Para mí ha sido mucho consuelo saber que tienen salud. Yo estoy como suelo, el brazo harto ruin y la cabeza también; no sé qué se rezan».

Esa risa o humor benigno se vuelve ironía en muchas ocasiones. Con ella, señala a los amigos cosas que han de revisar, es como un dedo que apunta pero sin herir. Le sirve, también, para crear complicidad, porque alude a situaciones y dificultades compartidas, como veremos más adelante.

Dirá al P. Mariano que nada de llamarla «reverenda y señora… parece que vuestra reverencia o yo nos hemos tornado calzados». Y le llama «doctor fray Mariano… vuestra merced reverencia», para que reaccione. Más fuerte –porque mayor amistad tiene– escribe a Gracián, cuando andaba tan cabizbajo: «Si con tan buena vida tiene ese cerro (acritud y pesimismo), ¿qué hubiera hecho con la que ha tenido fray Juan?» [que salía entonces de la cárcel].

La usa igualmente con sus hermanas. Por ejemplo, cuando toca el tema de no atarse en exceso al cuidado del cuerpo, dirá: «Algunas monjas no parece que venimos a otra cosa al monasterio sino a procurar no morirnos; cada una lo procura como puede».

Y, con todo, en el humor, como en tantas cosas buenas, es necesario tener mesura y discernimiento. «Aun en lo bueno hemos menester tasa y medida», escribía Teresa. Y por eso, mientras celebraba el buen humor de sus hermanas sevillanas, les avisaba que tuvieran cuidado al escribir a cierto clérigo: «Harto me huelgo que sea de ese humor. Con todo anden recatadas, que es tan perfecto que quizá lo que pensamos le hace devoción le escandalizará».

Con ingenio, pondrá motes divertidos a sus allegados. «Maestra de las ceremonias» llama a la criada de su hermano Lorenzo, o «Padre eterno» al muy querido jesuita Pablo Hernández. Humor e ironía se mezclan ahí, como en tantas ocasiones, creando el clima de amistad y confianza que tan querido era para Teresa.

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Edith Stein, cristiana judía, asesinada por “cristianos” (E. Castellano)

Sábado, 9 de agosto de 2014
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Saint_Edith_SteinCelebramos hoy la festividad  de Santa Edith Stein, mártir en Auschwitz, por lo que es un momento adecuado (No olvidemos Israel/Paestina, Irak, África…) para leer este buen artículo que hemos leído en el  blog de Xabier Pikaza:

Hoy recuerdan los amigos de la libertad y el pensamiento, judíos y cristianos, a Santa Edith Stein, Patrona de Europa, que profesó como carmelita cristiana en el convento de Colonia (Alemania), sin dejar de ser judía, siendo asesinada como judía por los nazis, en el campo de Auschwitz el 9 de de Agosto de 1942.

Es una fe las grandes figuras intelectuales, judías y cristianas, del siglo XX, una mujer que supo descubrir por Jesús, su Cristo, el camino que conduce a la Séptima Morada, siguiendo las huellas de Teresa de Jesús, su hermana, también judía de origen.

Pedí hace unos años a Emilia Castellano, pensadora y terapeuta, gran amiga, que trazara su semblanza para “nuestro” Diccionario de Pensadores cristianos. Ésta fue su colaboración, que hoy presento gozoso en el día de Edith (¿Ester?), en un momento en que el dolor judío y cristiano sigue encendiendo grandes alarmas, especialmente en el Cercano Oriente (Irak, Gaza).

La asesinaron unos poderes “cristianos” porque, a pesar de haberse hecho cristiana y de vivir como monja contemplativa, seguía siendo judía. En ella se encarna la gran paradoja del auténtico Israel, a quien sus hijos cristianos han perseguido por siglos… queriendo matar a su madre.

Muchos cristianos hemos considerado mala madrastra a nuestra buena madre judía. No hemos reconocido lo que somos. Humanamente hablando tenemos poco remedio… Alguien ha dicho que nos llamamos cristianos para así poder negar mejor a nuestro Cristo judío.

Por eso, en un tiempo como éste, es bueno recordar a Santa Edith, nueva Ester “invertida”, y con ella a los seis millones de santos judíos asesinados por cristianos.

Edith, querida, ruega por nosotros, judíos y cristianos (sin olvidarte de los musulmanes… ni de Irak, ni de Gaza…). También aquí en España juzgaron y mataron antaño los de la Santa Inquisición a muchos cristianos judíos como tú..

Gracias, Emilia, todo lo que sigue es tuyo. La imagen inicial de Edith aparece repetida en el Diccionario de Pensadores Cristianos, para el que me hiciste el honor de escribir esta entrada.

STEIN, EDITH (TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ) (1881-1942)(Emilia Castellano).

10380909_804692689549717_4336269902471815840_nReligiosa y filósofa católica, de origen judío. Nació en Breslau (hoy capital de Silesia en Polonia) el 12 de octubre de 1891. Cuando tiene dos años, muere su padre. En plena adolescencia toma la primera decisión importante y trascendental de su vida: dejar la escuela y el judaísmo porque, según nos cuenta, no encontraba en ellas sentido para la vida. Fue después filósofa y escritora espiritual. Para una mejor comprensión de su obra, podemos dividirla en (1) Escritos autobiográficos y cartas. (2) Escritos fenomenológicos. (3) Escritos de filosofía cristiana. (4) Escritos antropológicos y pedagógicos. (5) Escritos Espirituales.

Con 20 años ingresa en la Universidad de Breslau y estudia Historia y Germanística. Dos años después la encontramos en la Universidad de Gotinga donde había llegado atraída por la Fenomenología, una corriente filosófica que emergía en aquel momento y que enseñaba Husserl. Allí publica su tesis con el título Sobre el problema de la Empatía. Poco después escribirá Causalidad Sentiente e Individuo y Comunidad persiguiendo la idea de encontrar asiento para la nueva psicología que florece en Europa. A este periodo temprano pertenece también Una investigación sobre el Estado, con la que culmina la elaboración de una Antropología Fenomenológica, cuya pretensión es alcanzar a hablar del hombre y de la comunidad.

Siguiendo un orden cronológico, podemos citar las siguientes obras: Introducción a la Filosofía. Obra interesante y original, donde a través de un diálogo con (→ Kant) y Husserl establece la diferencia entre naturaleza y subjetividad mostrando conocimientos profundos de física, biología y filosofía. En la segunda parte de la obra formula algunas de sus ideas antropológicas a través del estudio de la libertad, la conciencia y la reflexión, como características del hombre. Finalmente esta obra se convertirá en el preámbulo de otra posterior La estructura de la persona humana, siendo el fruto de un curso impartido en el Instituto de Pedagogía Científica de Münster (1932-33).

En 1921 lee el Libro de la Vida de (→ Teresa de Jesús) y definitivamente orienta su vida hacia el cristianismo. En 1922 se bautiza y confirma. A partir de ese momento su pensamiento filosófico se abre a un conocimiento nuevo. Estudia las obras de (→ Tomás de Aquino) y (→ Duns Escoto). Apoyándose en la base de sus propias obras filosóficas de antropología escribe Potencia y Acto, obra de metafísica y ontología a través de la cual dialoga con el pensamiento de sus amigas fenomenólogas Gehrda Walter y Hedwing Conrad-Martius. Poco después escribirá Ser Finito y Ser Eterno, su gran obra, en la que desarrolla una metafísica inspirada en la filosofía de Santo Tomás y en la fenomenología de Husserl, convirtiéndose así en una de las tomistas más originales de la historia de la Filosofía. Mérito suyo es haber logrado generar en el ámbito de la antropología filosófica un pensamiento original, que no obstante sigue inédito y no suficientemente reconocido y estudiado. En 1932 dicta unas conferencias sobre La mujer y la Pedagogía. Seguidamente ingresa en el Carmelo Descalzo de Breslau con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz.

Tras la llegada de los nazis al poder se traslada al Carmelo de Colonia, y posteriormente (1938) al Carmelo de Echt en Holanda donde escribirá su última obra: La Ciencia de la Cruz, en un acto de obediencia a sus superiores. Es su obra más personal y autobiográfica. El 2 de agosto de 1942 es arrestada por la Gestapo. El primer destino: el Campo de concentración de Amersfoort, desde donde será trasladada el 9 de agosto a Auschwitz-Birkenau. Marcada con el número 44.074, muere como judía y mártir de la fe cristiana a los 51 años de edad en la cámara de gas del campo de concentración. Es canonizada el 11 de octubre de 1998 en la Plaza de san Pedro y declarada co-patrona de Europa el 13 de diciembre del año siguiente en el Sínodo de Europa.

1. El ángulo abierto de un triángulo cerrado.

Edith1938bEncontrarse con Edith Stein, es hallarse ante un pensamiento profundo y una antropología humanizada y humanizadora. La suya es una vida apasionada, ahíta de conocimiento y abierta a todo; una vida “al servicio de la Humanidad”, en palabras suyas. Sobre la base de una personalidad recia, independiente, voluntariosa y sincera hasta la transparencia, vemos evolucionar y transformarse a esta mujer singular cuyo mayor logro será, como en tantos santos del Carmelo Descalzo, haber conseguido encarnar su pensamiento filosófico, religioso y místico en la propia vida.

Edith Stein forma junto a (→ Simone Weil) y Hannah Arendt una especie de triángulo donde, de forma virtual, podríamos encerrar para su estudio y comprensión, gran parte del pensamiento del siglo XX en el corazón de Europa. Ciertamente no contienen todas las perspectivas de ese periodo, pero sí algunas muy representativas. Hablamos de un siglo que nos ha dejado parte de su complejidad en este triángulo de mujeres, grandes pensadoras, judías las tres, pero con recorridos vitales muy diferentes.

Los ojos de Hannah Arendt sondean el futuro histórico a través de la longitud de onda de la contingencia de los hechos humanos, hasta descubrir que la política no puede conseguir que la gente sea mejor, aunque es posible llegar a crear un espacio para la libertad, si las circunstancias acompañan, pero siempre dentro de unos límites estrechos. Como su pueblo judío, ella misma se convertirá en nómada, dentro de una sociedad en la que no termina de encontrar su nicho.

El pensamiento de Simone Weil conduce a reconocer el valor de la gracia en las condiciones intramundanas, en sus extremos de necesidad. El pensamiento de Weil, exige la no resistencia al orden de esa necesidad, llamada por ella “recreación”. De igual manera que Dios se decreó a sí mismo para que los seres tuvieran existencia, el alma debe renunciar a sí, exigiéndose el consentimiento del reino de la necesidad en el orden material mientras se es libre en el orden del espíritu. En este sentido, Simone Weil pide que el ser deseante viva en conformidad con la voluntad de Dios, entendida como acogimiento de todo lo que sucede bajo su permisión. Aceptando sus operaciones necesarias, alcanzara la perfección.

Esta forma de “mística” se convierte en un sublime afrontamiento del deseo de infinito, aunque sin lucha contra ese ángel que exige en la vida la acción, la duda y, sobre todo, el no poder cuadrar filosófica y teológicamente el paso oculto de Dios y nuestros propios pasos. De alguna manera, estamos condenados a no poder determinar con seguridad los pasos de Dios en la creación, sólo a intuirlos. Así, ella misma (Simone Weil) y su vida.

Frente a la robustez del pensamiento analítico de Arendt, en el que casi todo se centra en el análisis y la referencia a lo político, y en contraste con la “kénosis intelectual” de (→ Simone Weil) que conduce casi irremediablemente a la auto aniquilación como medio para compartir el sufrimiento de sus compatriotas franceses, Edith Stein es el camino hacia la apertura de la existencia que conduce a un final de elección y perdón.

Quizás pase por ahí la línea que curva definitivamente ese triángulo de pensamiento filosófico, teológico, existencial y político, para hacerlo más abarcador, acogiendo en sí la compleja realidad que caracteriza el siglo XX y que no es otra que la tecnociencia. Es esta apertura existencial de la vida de Edith la que conseguiría convertir en círculo, ese hipotético triángulo que hemos construido con el pensamiento de estas tres grandes mujeres, y que no obstante, como tantos otros, se muestra limitado para superar nuestros problemas de relación y comunicación humana. Leer más…

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“Trascendencia en clave menor: El humor (I)”, por Gema Juan OCD

Martes, 5 de agosto de 2014
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fraiche_5Leído en su blog Juntos Andemos:

La experiencia humana tiene una dimensión cómica. Peter Berger, teólogo y sociólogo estadounidense, llamaba «trascendencia en clave menor» a la posibilidad que tiene lo cómico de ser señal de trascendencia. Porque el humor sirve para trascender, para traspasar la realidad ordinaria. Después, esta trascendencia puede tener implicaciones religiosas o no, eso dependerá de cada persona pero, de entrada, el humor abre una puerta a otra dimensión.

Teresa de Jesús tenía especial querencia por esta clave menor para vivir, y no solo por su carácter. Para ella, el humor era un signo de salud humana y espiritual, que proporcionaba la distancia necesaria en la vida cotidiana, para que esta no absorbiese toda la energía sin más. Y significaba, también, saber ocupar el propio lugar: ni diluir el yo en la nada, ni dejar crecer el ego como una mancha de aceite incontenible. El humor es equilibrio y madurez.

Esa distancia le permite escribir en una Cuenta de Conciencia: «En cosas que dicen de mí de murmuración, que son hartas y en mi perjuicio… entre mí me río, porque parecen todos los agravios de tan poco tomo, los de esta vida, que no hay que sentir». No siempre había conseguido esa distancia. Antes, había sido muy «honrosa» y no soportaba equivocarse.

La capacidad de actuar esa clave menor, de mirar con humor cosas que afectan negativamente, no se improvisa. Teresa ha cultivado ese modo de situarse y de percibir lo que sucede. Es consciente de que tomarse demasiado en serio es un problema, y dice: «Como vamos con tanto seso, todo nos ofende». Por eso, propone el humor como una alternativa y puede decir de sí misma, con mucha sorna: «¡Qué seso de fundadora!», porque escribe a su hermano Lorenzo y no acaba de recordar un poema compuesto por ella misma.

Sin ningún reparo, cuando escribe a sus amigos, se llama a sí misma «vejezuela» y se da cuenta de que hay algo cómico en que una mujer de su edad, sesenta y cuatro contaba ya, tenga que emprender un desmesurado viaje –más excesivo en las condiciones de su tiempo– pasando por muchas ciudades. No percibirlo le hubiera hecho vivirlo en clave de queja.

En una carta al P. Doria, dirá: «¡Qué propia de vieja poco humilde va esta [carta] llena de consejos!». Y se ríe de sí, viendo que tiene mucha tarea epistolar y que se le va el tiempo en cosas que no vienen al caso: «Riéndome estoy de verme cargada de cartas y qué despacio me pongo a escribir cosas impertinentes».

Basta, como resumen, un comentario sobre sí misma, que se extiende en su vida: «Algunas veces me río y conozco mi miseria». Teresa se ve a sí misma, con esa mirada cómica que es capaz de percibir las incongruencias y acogerlas. Una mirada que es aguda, benevolente y veraz, porque todo eso incluye el sentido del humor. Un sentido que ha de abrirse hacia uno mismo y hacia los demás.

Esa veracidad, junto a la flexibilidad que conlleva el humor, no permite instalarse en una humildad absurda que causaría un daño mayor, ni en la arrogancia de quien cree que puede prescindir de los demás. Porque hay un tipo de humor mordaz que rompe con el entorno en vez de abrir una grieta positiva.

Por eso, en función de guardar sus fundaciones, Teresa entiende que debe contrarrestar las terribles palabras del nuncio Sega, que la llamó desobediente, contumaz e inventora de malas doctrinas. Escribirá a su amigo el P. Pablo Hernández: «Aunque soy ruin mucho, no tanto que me atreviese a lo que dicen». Pidiéndole que transmita esa idea al confesor del nuncio. El humor no se convierte en soberbia, como si estuviera por encima de todo y nada importara.

Tenía facilidad para ver el lado cómico de las situaciones y, sobre todo, para leerlas desde ese registro. Cultivaba el sentido del humor no solo de cara a sí, también entre sus hermanas y con las gentes que trataba. Y en cierta manera, disfrutaba cuando podía usarlo frente al establishment, es decir, frente a los diversos poderes que la rodeaban. Fueran eclesiásticos, de linajes o económicos. Por eso es tan rica la ironía en su pluma.

Merece la pena dedicar espacio a este tema en Teresa de Jesús porque aporta una visión sobre ella más abierta y porque ahí vuelve a aparecer como maestra. Su postura propone cambios y estrategias para afrontar momentos diversos, apunta intuiciones para gestionar mejor lo interior y aporta nuevos enclaves para vivir. De todo eso trata esta «trascendencia en clave menor».

Cerramos este primer apartado, con una carta a Gracián de la que solo se conserva un fragmento. En ella aparece Teresa, cansada de que la traten de santa: «Me veía desconsolada algunas veces de oír tantos desatinos», a ese respecto. Y en tono burlón, le dice a su amigo: «Allá, en diciendo que es una santa, lo ha de ser sin pies ni cabeza. Ríense porque yo digo que hagan allá otra, que no les cuesta más de decirlo».

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“Pablo y Teresa de Jesús”, por Gema Juan OCD.

Sábado, 12 de julio de 2014
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14552790292_cdf4f7f990_mLeído en su blog Juntos Andemos:

Teresa de Jesús decía: tengo «gran envidia a los que tienen libertad para dar voces, publicando quién es este gran Dios» y repetía, a menudo, que «querría dar voces» para decir a todos, algo de lo que había llegado a vivir y entender con Jesús. Pero también recordaba –y los varones que la rodeaban no le permitían olvidarlo– que san Pablo decía que las mujeres debían aprender en silencio y no enseñar.

Parecería inexplicable la química entre estos dos apóstoles, pues Teresa no calló ni dejó de enseñar lo que había comprendido. En vez de atarse a la letra de Pablo, ahondó en ella y no solo recurrió a su palabra infinidad de veces, sino que su sintonía llega mucho más lejos.

Ambos se sienten desbordados –indignos, dicen ellos– por el excesivo amor de Dios y por el servicio para el que los llama, pero no se apocan, se lanzan. Pablo se siente un indigno «servidor de Cristo» y Teresa querría ser «digna de servir en algo lo muy mucho que le debo [a Dios]». Y así, serán dos viajeros incansables, con un solo deseo: comunicar su experiencia de la buena noticia que es Jesús, para que otros crean.

Comparten otra experiencia fuerte: el descentramiento de sí, a causa de Cristo. Pierden importancia infinidad de cosas y pasan a segundo plano intereses que antes tenían. Pablo dijo a sus amigos de Filipos que todo lo consideraba basura en su vida comparado con el conocimiento de Cristo, y Teresa deja de «contentar(se) con cosas pocas». Le sucede como al apóstol, llega un momento en que siente que lo único que vale la pena es andar con Cristo.

Esto, unido al carácter apasionado que también compartían, les hizo luchar contra la fuerza de la gravedad de la vida. Se sentían «atados», mientras todo su deseo era volar, partir de este mundo para unirse plenamente con Cristo. Sin embargo, coincidirán en una decisión vital: prefieren seguir trabajando, con tal de que Cristo sea un poco más conocido y amado. Y se sienten bienaventurados en su opción. Teresa lo resumirá así: «Por su amor quiero vivir».

Eso no significará, para ninguno de los dos, la desafección a ningún nivel. Son profundamente entrañables y su energía interior se vuelca en cariño y preocupación hacia sus comunidades. Se puede ver a Pablo, en la carta a los Romanos, nombrando a infinidad de compañeros, no quiere olvidar a nadie. O diciendo, de nuevo a los amigos de Filipos, el amor que les tiene.

De Teresa, basta recordar lo que dice en Fundaciones: «En dejar las hijas y hermanas mías, cuando me iba de una parte a otra, yo os digo que, como yo las amo tanto, que no ha sido la más pequeña cruz, en especial cuando pensaba que no las había de tornar a ver».

De igual manera, su intimidad con Cristo les lleva a comprender que la santidad cristiana contiene una sabiduría profundamente humana. Pablo decía a sus hermanos de Colosas que fueran amables y simpáticos, que atendieran a cada quien según su modo de ser. Teresa explicaba a sus hermanas que tenían que ser «mientras más santas, más conversables… hemos de procurar: ser afables y agradar y contentar a las personas que tratamos».

Comparten incluso una veta irónica, aunque Teresa, en parte por necesidad, la usa más que él. Se puede ver a Pablo ironizar sobre quienes no trabajan pero tienen por ocupación curiosearlo todo, o sobre las discusiones de los corintios, si eran de Apolo, Pablo o Pedro, y les dirá: «¿Es que está dividido Cristo?».

Teresa se permite ironizar, precisamente, sobre el apóstol: «Todas hemos de procurar de ser predicadoras de obras, pues el Apóstol y nuestra inhabilidad nos quita que lo seamos en las palabras». A la vista está que no le faltó habilidad… ni se sujetó al apóstol.

Y casi le corrige, al hablar de la unión con Dios, de ese «amor tan dado a entender». Escribe: «San Pablo dice que no son dignos todos los trabajos del mundo de la gloria que esperamos; yo digo, que no son dignos ni pueden merecer una hora de esta satisfacción que aquí da Dios al alma, y gozo y deleite. No tiene comparación».

La experiencia que más les une es la del enamoramiento de Cristo. Teresa, a la sombra de Pablo, dirá: «No vivo yo ya sino que Vos, Criador mío, vivís en mí». Jesús se convierte en la propia vida. Pero antes, Pablo afirma que está crucificado con Cristo. Sabe que el Jesús que enamora es el que subió a la cruz. También lo reconoce Teresa, que mira las llagas de Jesús y comprende que ahí está «el camino de la verdad». Por eso, añade que el mayor regalo que puede hacer Dios es «darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan amado».

Desde ese amor, se enfrentan los dos al escándalo que produce un Dios humanado y crucificado y evitan descarrilar en el espiritualismo. «No me harán confesar que es buen camino» dejar de lado la Humanidad de Jesús —decía Teresa.

Juntos transmiten un mensaje importante: lo que une es mucho más valioso que lo que separa. Pueden existir diferencias sociales, culturales o ideológicas, pero no tienen por qué enfrentar cuando algo más profundo se comparte. Lo que une es el amor a Cristo, razón del cristianismo y de la Iglesia. Y la única tarea cristiana es la que estos dos apóstoles inculcan: enamorarse y anunciar a Jesús, que sigue ofreciendo a todos vida.

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“Pedro y Teresa de Jesús”, por Gema Juan OCD.

Domingo, 29 de junio de 2014
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14519936472_791ff59e5b_mLeído en su blog Juntos Andemos:

Teresa de Jesús tuvo algunos amigos especiales dentro de la Biblia. Creyentes grandes que le ayudaron a vivir la fe, que le dieron luz para seguir el evangelio y le sirvieron de inspiración. Uno de ellos es Pedro.

Él y Teresa comparten una experiencia fundamental que cambió sus vidas radicalmente. Tal vez por eso, Pedro acude muchas veces a la pluma de Teresa. Los dos llegan con una invitación que hoy sigue siendo necesaria en la vida de cada creyente y de la Iglesia.

Lo que transforma la vida de ambos es el encuentro con Jesús. Lo hace inmediatamente, porque algo cambia en ellos, pero no es un cambio total repentino, aunque Pedro deja sus redes al instante (en cuanto Jesús dice: «Venid conmigo») y Teresa entra en un convento a los veinte años y hace su profesión «con gran determinación y contento», como ella misma dice.

No basta dejar las redes ni «todas las cosas del mundo y lo que teníamos por El». Teresa dirá: «Los que quisiéremos ser vuestros hijos verdaderos y no renunciar la herencia, no nos conviene huir del padecer. Vuestras armas son cinco llagas». Teresa ha heredado y hecho propia la fe madurada por Pedro: el Jesús que llama y fascina es, también, el Siervo de Dios.

Pedro y Teresa tendrán que recorrer un largo camino que va de la autosuficiencia a la confianza. De una cierta presunción al abandono. Tendrán que dejar de creer que las propias fuerzas bastan para vivir el camino que abre Jesús y ceder el protagonismo, dejarse llevar por la corriente de amor que ha asaltado sus vidas.

Teresa recuerda las negaciones de Pedro como el gran paso de su vida: «Salió de aquella quiebra no confiando nada de sí, y de allí vino a ponerla [la confianza] en Dios». De ella misma, dirá: «Suplicaba al Señor me ayudase; mas debía faltar… no poner en todo la confianza en su Majestad y perderla de todo punto de mí».

Los dos entendieron que había que rendirse, abandonarse a algo mayor. No con afán destructivo, sino por el deseo que despierta el encuentro con Jesús y la necesidad de salir de la propia ceguera, al comprender que aleja del amor. «Rendida y confiada» creía Teresa que era posible avanzar en el seguimiento de Jesús. Y Pedro, después de su negación, firmaría las palabras de ella: «Considerando en el amor que me tenía, tornaba a animarme, que de su misericordia jamás desconfié; de mí, muchas veces». Por eso, ni Pedro ni ella desesperaron.

Teresa acude a Pedro para animar: «Pensaba muchas veces que no había perdido nada San Pedro en arrojarse en la mar, aunque después temió. Estas primeras determinaciones son gran cosa». Sabe que el miedo puede abortar un camino de alegría. Y muy gráficamente, dirá que no hay que ser como sapos ni «solo cazar lagartijas».

Andar con cuidado, sí. Buscar maestros, también. Pero es importante «tener gran confianza, porque conviene mucho no apocar los deseos… podremos llegar a lo que muchos santos». La figura de Pedro le suscita fortaleza y autenticidad, y añade: «¡Siempre la humildad delante, para entender que no han de venir estas fuerzas de las nuestras!».

Recordará que Pedro, cabeza de la Iglesia, era un sencillo pescador, sin otro abolengo. Le interesa recalcar que no hay que «hacer caso ninguno del linaje las que de veras quieren ser hijas de Dios». Le importa que se haga visible que la verdadera dignidad viene de la fraternidad, del Padre que une a todos los seres humanos.

Evocará, también, el episodio en que Jesús pide a Pedro ir mar adentro, hasta lograr una gran pesca. Lo hace porque comparte con él una experiencia muy importante: el estremecimiento ante la divinidad. La emoción por la presencia bondadosa y salvadora, junto al sentimiento de pequeñez, el reconocimiento de la propia realidad humana.

Pedro se postra, diciendo: «Aléjate de mí, porque soy un hombre pecador, Señor» y Teresa comenta sus palabras, diciendo: «Todo este cimiento de la oración va fundado en humildad». El sostén de todo es descubrir que Él es el Señor, ante quien solo cabe la confianza amorosa y el seguimiento.

Aunque el apóstol aparece en más ocasiones, entra en escena en un momento clave de las VII Moradas, cuando Teresa explica para qué tanta oración y por qué seguir un camino espiritual: para vivir y servir como Jesús. Lo que Pedro ha recibido –igual que Teresa–, toda la experiencia de fe y amor que ha vivido, tiene un fin: «Que nazcan siempre obras», obras de amor.

Vivir desde el encuentro con Jesús define al cristianismo. Teresa escribirá: «No está el negocio en guardarnos de los hombres… ni en tener hábito de religión o no… ni en lo que toca al cuerpo… sino en contentar a Dios» —que era lo que hacía Jesús. Es lo mismo que Pedro decía: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Después, los dos sentirán la urgencia de compartir y comunicar: «No podemos dejar de proclamar lo que hemos visto y oído».

Pedro y Teresa hablan de la necesidad constante a volver a Jesús, e invitan a una confianza en Él sin límites. Recuerdan que acoger el Espíritu deshace los miedos y lleva a la verdadera misión: la de dar a Jesús y ofrecer salud en su nombre. Y así, valen para los dos las palabras de Pedro: «No tengo plata ni oro; pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar».

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“El pan nuestro de cada día”, por Gema Juan OCD.

Lunes, 23 de junio de 2014
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14256513539_7cdb0fe969_mLeído en su blog Juntos Andemos:

Años treinta del siglo pasado: un hombre sube una escalera y comunica a una mujer que, si ella y su marido no pagan en dos días, tendrán que abandonar la casa en que viven. Parece una estampa de los actuales desahucios pero, en realidad, se trata de la escena inicial de la película El pan nuestro de cada día.

Mediados del siglo XVI: una mujer escribe unos papeles espirituales, para consuelo y ayuda de sus hermanas monjas. Comenta el Padre nuestro y al hablar de «el pan nuestro de cada día», anota: «Decir a un regalado y rico, que es la voluntad de Dios que tenga cuenta con moderar su plato, para que coman otros siquiera pan, que mueren de hambre, sacará mil razones para no entender esto si no a su propósito».

En el primer caso, se trata del director de cine King Vidor. En el segundo, de la maestra de espirituales, Teresa de Jesús. Los dos llegan a una conclusión similar, que se resume en estas palabras de Teresa: lo que importa y sirve es «querer tanto para su prójimo como para sí».

Vidor la ilustra contando una historia: el matrimonio que está a punto de ser desahuciado crea una cooperativa, en una granja abandonada, con otras gentes que han perdido casi todo. Cada uno aportará lo que sabe y tiene y, a pesar de numerosas dificultades, saldrán adelante.

El cine, Teresa de Jesús, las crisis económicas y la Eucaristía están mucho más ligados de lo que a primera vista parece.

El siglo XVI conoció su gran crisis económica. Problemas financieros graves, falta de liquidez por parte de los mercaderes, y un pueblo sufriendo la inflación y serias carestías. Teresa tenía conocimiento de la realidad que, a este nivel, la rodeaba.

El XX conoció la Gran depresión, en la cual se ambienta el trabajo de Vidor. Los mismos problemas del XVI, y el paro indefinido como horizonte de vida. Demasiado se parecen a la Gran recesión de este siglo XXI, donde «el pueblo» es quien sufre la carestía, en todos los sentidos, y donde el paro y las estampas de desahucios se han convertido en lo cotidiano.

Ni Vidor ni Teresa fueron bien recibidos por los poderosos del momento. Sin estridencias, ambos denuncian un modo de funcionar –y a sus funcionarios– que produce injusticia. Pero, más que nada, aportan ideas posibles: una cooperativa o una comunidad que funciona bajo unos parámetros auténticamente fraternos.

Teresa identifica el pan de cada día con la Eucaristía, con el sacramento de la fraternidad. Desde ahí, se entienden mejor sus palabras sobre los ricos. Además, une ese pan a la voluntad de amor del Padre hacia todos los seres humanos: «Es la voluntad de Dios querer tanto para su prójimo como para sí», y a la presencia permanente de Jesús: «No se queda para otra cosa con nosotros, sino para ayudarnos y animarnos y sustentarnos a hacer esta voluntad».

El futuro está asociado a la fraternidad. De eso hablan Vidor, Teresa y la Eucaristía. El protagonista de Vidor hablará de la importancia de «ayudarnos a nosotros mismos, ayudando a otros». Teresa tendrá como distintivo «Ayudarse unos a otros» y percibir las necesidades de los demás, para poder actuar: «Os veréis unas a otras la necesidad».

En la cooperativa de Vidor la colaboración y el apoyo mutuo son la fuerza que mueve todo para generar una vida mejor. «Nunca había tenido tanta ayuda… algún día espero hacer lo mismo», decía una mujer al dar a luz en la granja.

Teresa da un paso más al poner a Jesús en el centro de su propuesta. Porque Jesús remite a la fraternidad mayor, la de reconocerse hermanos, hijos de un mismo Padre. Dirá que lo que Jesús hace es «servir cada día» y que el servicio es el camino, sea cual sea el oficio de la vida. Emocionada, escribirá: «No hay esclavo que de buena gana diga que lo es, y que el buen Jesús parece se honra de ello». Con ello invita a entrar en la gratuidad, como la mejor manera de crecer en fraternidad.

El cine, la espiritualidad, cooperativas, pequeñas comunidades… Hay muchas maneras de erguir un mundo que se dobla por su parte más frágil, muchos caminos para rehacer la justicia, distintas formas de vida que levantan puentes. Eso produce esperanza e invita a sumarse y a seguir buscando salidas, no solo a nivel individual.

Esa es la idea de Vidor, y era la de Teresa, que resuena tan actual, después de cinco siglos. Es, también, lo que regala y pide la Eucaristía, como bien expresa la oración de la Iglesia:

«Qué bueno es Señor, tu Espíritu. Para demostrar a tus hijos tu ternura, les has dado un pan delicioso bajado del cielo, que colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos saciados».

Dios no tasa su pan ni su Espíritu, porque tiene «una bondad tan buena y una misericordia tan sin tasa», que solo sabe darse, decía Teresa. Ese Espíritu da «el pan nuestro de cada día», que es la fuerza de la fraternidad, que mueve a procurar una vida mejor repartida y más compartida. Mueve a hacer Eucaristía.

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“Suite nº 1 para violonchelo solo en Sol Mayor, BWV 1007 de J. S. Bach: Invitación VII”, por Gema Juan OCD.

Lunes, 16 de junio de 2014
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14046403169_925d318648_mFantástico artículo que hemos leído en su blog  Juntos Andemos  y que os animo a leer, escuchar… y volver a leer:

La voz de un violonchelo emerge de unas partituras empolvadas en una tienda de segunda mano, donde habían permanecido calladas durante muchos años. Las rescató del olvido el genial violonchelista Pau Casals. En ellas, aparece un cello desnudo, sin orquesta, arropado por unas manos que lo hacen vibrar. Solo, pero cantando a voces.

Se trataba de unas partituras de Bach, sus seis Suites para cello. En ellas, el violonchelo adquiere una gran expresividad armónica, pues encierran una «polifonía en soledad» y la amplitud de lo que se desarrolla en progresión. Como sucede en el camino espiritual.

Las VII Moradas de Teresa de Jesús culminan con un «instrumento» al que Dios hace resonar: un ser humano que desde su intimidad habitada, donde silencio y soledad se dan la mano, abre su vida a todo. A solas, pero con «esta divina compañía». Fundido, «hecho una cosa con Dios», y sabiendo que lo que importa es «el amor con que se hacen» las cosas.

La suite nº1 contiene una música desnuda; Teresa advierte que en esta morada no hay «alborotos interiores», ni «arrebatamientos y vuelo de espíritu», ni «grandes ocasiones de devoción». Antes –dirá de la persona– «andaba ansiosa… ahora, halló su reposo… pues goza de tal compañía». Esa compañía es Cristo.

A la vez, Bach es capaz de crear aquí sonoridades orquestales, a través de una gran variedad tímbrica y armónica. Es una música rica, como el castillo teresiano, como este largo momento que engloban las VII Moradas. Teresa solo dice «algo de lo mucho que hay que decir».

La suite no es descriptiva, pero sus ideas musicales, profundas y emocionantes, se convierten en un rumor, que acompaña la experiencia que Teresa narra en este tramo del camino: Dios se comunica y «quiere que le goce el alma en su mismo centro», de modo «que ya no se pueden apartar» uno de otro y se da la unión «de espíritu con espíritu».

Entre los instrumentos musicales, el sonido del violonchelo es el que más se parece a la voz humana, de modo que evoca fácilmente al ser humano. Bach utiliza acordes desplegados, Teresa muestra cómo la persona, a través de un largo proceso, despliega su verdad: es capaz de acoger a Dios y de vivir plenamente unido a Él y abierto a los demás.

Una suite es una sucesión de danzas, con ritmos muy claros. En este caso, permite ver el amplio arco que abarca esta morada. El orden de las danzas –lento-rápido– crea un contraste sonoro fuerte, mientras se mantiene una misma idea melódico-armónica que da coherencia al conjunto. Alegría y profundidad se dan la mano, jovialidad y gravedad van unidas.

Teresa pide que «no entendamos es el alma alguna cosa oscura», es clara, como la línea melódica de la suite, definida ya en el Preludio. Y habla de «un mundo interior, adonde caben tantas y tan lindas moradas», con un hilo conductor: «su misericordia… el particular cuidado que Dios tiene de comunicarse con nosotros y andarnos rogando… que nos estemos con Él».

Los últimos compases del Preludio, de una intensidad conmovedora, transmiten la llegada al «centro interior». A partir de ahí, la alternancia de las danzas revela la paz «de haber hallado reposo» (Allemande) y la alegría de experimentar «que vive en ella Cristo» (Courante), junto al impulso de hacerse «esclavos de todo el mundo, como Él lo fue», por amor de Su amor.

Entre estas dos danzas se expresa, especialmente, el contraste que indica Teresa: la paz íntima y la entrega imparable de quien se siente unido a Cristo: «el sosiego que tienen estas almas en lo interior, es para tenerle muy menos, ni querer tenerle, en lo exterior». Algo que ya venía anunciado en la inquietud tonal del Preludio.

Después, la grave Sarabande reflejará «esta secreta unión en el centro muy interior del alma, que debe ser adonde está el mismo Dios». Un misterio profundo, «dificultoso de decir»: la persona está habitada, la misma Trinidad es su huésped y más profundo centro. Y algo importante: «nunca más le parece se fueron de con ella» estas tres personas divinas. La música refleja, en su equilibrio, la trascendencia y la estabilidad de la experiencia.

En el doble Menuett, tranquilo pero vivo, asoma la nueva personalidad de quien se ha dejado conducir hasta el centro. La melodía, amable y bellísima, recuerda el «olvido de sí» que nace de la experiencia de que «su vida es ya Cristo». También el deseo «de ayudar en algo al Crucificado», de servir, y el abandono de cualquier «enemistad con los que las hacen mal o desean hacer». Son las obras del amor.

Con la veloz Gigue, concluye la suite. Es una música incontenible que expresa el «espanto» que siente Teresa. Es el asombro y la admiración que se abren en esta experiencia: «cada día se espanta más esta alma». Crece la capacidad para sorprenderse y saborear todo, también la presencia divina en sí y en todas las cosas.

El gran Rostropovich* comparó esta suite «con la naturalidad y sencillez de la respiración de un ser humano». Es como si Bach hubiera dado con el «centro» y supiera lo que Teresa quería decir al hablar de esa comunión plena que llamó «matrimonio espiritual», donde todo es «amor con amor» y lo divino y lo humano se armonizan, simplificándose.

Cuando el ser humano se descubre habitado y amado por Dios, y decide «dejarse en sus manos», nace la mejor música. Y, solista y solidario a la vez, el «instrumento» suena de verdad.

*Hemos elegido algunos de los grandes violonchelistas –Casals, Rostropovich, Yo-Yo Ma, Du Pré y Maisky– que entienden e interpretan de diversas maneras a Bach, para mostrar algo muy importante que advierte Teresa: que Dios se comunica y une a cada persona de diferente manera, como mejor es para ella.

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“Creer (III)”, por Gema Juan, OCD.

Miércoles, 14 de mayo de 2014
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14027474442_cb475e0120_mLeído en su blog Juntos Andemos:

El breve recorrido hecho apunta continuamente a la fe como encuentro y a la certidumbre de que «no estamos huecos en lo interior», sino habitados. El ser humano es más de lo que aparenta, como recuerda la misma Teresa: «Veo secretos en nosotros mismos que me traen espantada muchas veces».

Habitados por un Dios inmenso que, a la vez, está muy cerca. A Teresa le preocupa que se presente a Dios como un ser lejano e inalcanzable, porque impide encontrarse con Él: «viene todo el daño de no entender con verdad que está cerca, sino imaginarle lejos». Y anima a «no extrañarse de [tener] tan buen huésped», porque la grandeza de Dios está en que no se le «pueden agotar sus misericordias».

Como tantos creyentes, Teresa de Jesús ha vivido de fe y a través de la confianza se ha unido a Dios. Del mismo modo que ella, son muchos los que desde todos los márgenes, han buscado al verse asaltados por una presencia, al intuirla o, sencillamente, al desearla.

Algunos desde muy lejos, como Simone Weil, que decía: «en toda mi vida, jamás, en ningún momento, he buscado a Dios». Sin embargo, tendrá una experiencia de una intensidad estremecedora. Siente que Cristo se hace presente y la toma. Y dirá que era «una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano».

Pascal hablará de «una invasión» que le conmueve la vida, para expresar cómo Dios se le había acercado. Y, al igual que sucede a Simone y Teresa, una certeza inamovible se instala en su vida. Cuando Dios irrumpe, cuando se hace presente y caen las barreras interiores que impiden el encuentro, no queda rastro de duda —«queda una certidumbre grandísima», dirá Teresa.

Edith Stein, en cambio, refleja una experiencia serena y silenciosa, pero que contiene un impulso íntimo y una «certeza embriagadora», como ella misma dice. Hablará de un «hecho real, no sentimiento», de los testigos que la han despertado, de poner la vida entera «en contacto con Dios» y de «estar protegido por una bondad y un amor infinitos e inmutables».

Descubre la presencia viva: «Percibo nueva vida en mí… Esta corriente vivificadora proviene de una actividad y una energía que no son las mías, pero que se realizan en mí». Y una aventura que envuelve la vida entera: «Es un mundo infinito que se abre como algo absolutamente nuevo, si uno comienza, en lugar de vivir hacia fuera, hacia adentro».

A Manuel García Morente, que se había llegado a sentir roto en medio del mundo, resentido y perdido de sí, el Dios inmenso, desdeñado por su lejanía e insultante omnipotencia, se le presenta como real, de carne y hueso, tan cercano que no pudo esquivarlo: «Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí». En adelante, una «convicción inquebrantable» acompañará a Manuel: «era Él». Era Dios.

Son solo unos pocos testigos, entre la muchedumbre de los que se ha encontrado con Dios, de quienes se han dado cuenta de que «es muy buen vecino». Han dejado atrás las dudas, porque la experiencia íntima que han vivido tiene efectos que se prolongan en el tiempo. Esa vivencia no quita las vacilaciones que acompañan la vida, ni otras soledades, pero regala una certeza única: «sabemos que siempre nos entiende Dios y está con nosotros. En esto no hay que dudar».

Creer es una decisión profundamente personal que se puede tomar de modos muy diversos. Desde la periferia de las religiones, tal vez sin confesar un Dios personal, pasando por encuentros arrebatadores o pacíficos, hasta decisiones como la de Teresa de Lisieux que, desde el seno mismo del cristianismo, elige creer en medio de la duda más dolorosa y radical.

Teresa explica que Dios «da de muchas maneras a beber», según es cada persona. Y que «hay muchos caminos en este camino del espíritu», para que cada ser humano pueda llegar a encontrarse con Dios. Tiene «tantas maneras y modos» de comunicarse, que no hay obstáculo que sea insalvable para «quien es la misma Sabiduría».

Y añadirá que, como quiera que se dé la experiencia, cualquiera que sea la manera en que Dios se comunica, ese contacto deja un rastro inequívoco: «Queda el deseo de vivir, si Él quiere, para servirle más; y si pudiese, ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase».

«Servirle más» es conectar el impulso íntimo del que habla Edith con el «inextinguible impulso, sostenido contra la realidad, de que esta debe cambiar… y se abra paso la justicia». Horkheimer definía de esta manera la religión «en el buen sentido». Así se puede definir la experiencia espiritual en el buen sentido y la mística, cuando lo es en verdad. La fe, en definitiva, cuando es auténtica y personal.

Los testigos que hablan de su encuentro con Dios son los mejores sherpas en el camino de la fe. Unos como destellos y otros como faros, todos dando luz y esperanza para no andar ciegos. Ellos, como Moisés, han visto la «espalda» de Dios: han experimentado su misericordia y su lealtad hecha carne, compañera de vida. Y, viendo, han creído.

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Creer (II)

Martes, 13 de mayo de 2014
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14006424836_06317de5a9_mDe su blog Juntos Andemos:

A Teresa de Jesús le apasionaba la idea de que Dios pudiera comunicarse con los seres humanos. Para ella, creer significaba vivir en relación con Dios, y eso había supuesto adentrarse en un océano infinito y encontrar la amistad verdadera. Abrirse a un misterio inagotable y sacar lo mejor de sí.

Por eso, le entusiasmaba «engolosinar», contar a los demás sus descubrimientos y su experiencia —«no diré cosa que no la haya experimentado mucho», decía. Todo, para mostrar esa verdad: Dios se comunica y busca a los seres humanos para trabar amistad con ellos. Si desgrana su experiencia, es más para contagiar que para convencer.

Hoy, resulta tanto más increíble que haya un Dios que quiere relacionarse con los seres humanos. Y, de hecho, son muchos los que no creen. J. Sádaba afirmaba, y muy razonablemente, que es comprensible que se busque un «Ser salvador que nos espere al final de una cansada vida, que la comunidad nos proteja» y un «Más Allá que redima de todos los males». Se entiende que haya «ganas de creer» –decía– pero no que se crea.

Sin embargo, el ser humano busca. En su interior, un deseo sigue llamando a la puerta cuando intuye que su vida es «algo más» y que no está solo en lo profundo de sí. Quiere ver, sentir profundamente y tocar, saber de verdad. Y no solo para calmar ansiedades.

Para vivir la fe, el escepticismo no es una traba, ni los recurrentes racionalismos. Tampoco los sistemas que reprimen –como en el caso de Teresa a quien, por ser mujer, querían reducir a una vida sin espíritu–. En todo caso, hasta en los contextos más impensables para ello, Dios ha mostrado que quiere y puede comunicarse. Y que siempre lo hace de manera gratuita y sin imponerse, sin crear élites aislantes.

Teresa, como si escuchara a lo largo del tiempo, habla a unos y otros: a quienes quisieran ver para creer y a quienes quieren ver porque creen. «Si os da pena no verle con los ojos corporales»… podéis «esforzar la fe» y procurar «cerrar los ojos del cuerpo y abrir los del alma y miraros al corazón». Y, en todo caso, «haced lo que pudiereis de vuestra parte para que os la dé [la amistad que deseáis]».

Pensaba ella que para mostrar que su Dios tenía unas «entrañas tan amorosas… que no nos dice pidamos cosas imposibles», lo mejor era verle actuando. Porque así se abría para todos la esperanza de entrar en contacto con ÉL. Y decía: viendo que Dios «es tan bueno que a una persona ruin tanto se comunica, a muchos les parece que así hará a ellos». Y al decir «ruin», quería decir cualquier persona, alguien del mismo barro, desconchado y precioso.

Para iniciar en la fe y aprender a ver no sirven las recetas y no valen los rituales, aunque la experiencia auténtica no suele desdeñar fácilmente los andamios de las tradiciones religiosas. Porque, cuanto mayor es el calado del espíritu humano, mayor es el respeto por todo lo que concierne a la vida de las personas. Sin embargo, se relativiza todo medio y método, porque avanzar en el espíritu es, también, entrar en un camino de des-absolutización de todo.

Teresa avisaba, con ironía preocupada, del peligro de querer prescindir de todo –y para ella, el centro de ese todo era Jesús humanado–: «Apartados de todo lo corpóreo, para espíritus angélicos es estar siempre abrasados en amor, que no para los que vivimos en cuerpo mortal».

Y compartía sus intuiciones: a la fe, que es un encuentro regalado, se accede a través de la sinceridad y la libertad, porque sin ellas no hay verdadera relación. Y necesita ser discernida, porque no es difícil autoengañarse —de ahí su afición a los letrados.

Tampoco es cuestión de muchas menudencias, sino de corazón grande y entendimiento abierto. Importa mucho la confianza en uno mismo y la sensatez en todo. Y, más que nada, el amor sincero, sin el cual se desdibuja todo, hasta corromperse el viaje de la vida.

Para «esforzar la fe», Teresa crea un clima de confianza: «No hayáis miedo que, aunque no se vea con estos ojos corporales, de sus amigos esté muy escondido. Estaos vos con él de buena gana». Y empieza a escalar hacia el interior, compartiendo sus vivencias. Por ejemplo, cuando tenía «un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí o yo toda engolfada en Él».

En los escritos de Teresa, hay muchas páginas dedicadas a inspirar aliento y confianza en un Dios amigo y buen conversador, que no se cansa de hacer bien. Por eso dice: «A los que se han de aprovechar de su presencia, Él se les descubre; que aunque no le vean con los ojos corporales, muchos modos tiene de mostrarse al alma por grandes sentimientos interiores y por diferentes vías».

Revivir con otros creyentes el encuentro que arrancó de sus entrañas la confesión sencilla y total: ¡Señor mío y Dios mío!, es un estímulo. Con esas u otras palabras, confiesan la presencia viva de Dios y renuevan la convicción de que un contacto profundo, real y personal es posible.

Recordar la fe compartida es un modo de abrirse a la confianza de «que es posible… comunicarse un tan gran Dios»
, sencillamente porque se ve que Él «de buena gana se está con nosotros».

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“Creer (I)”, por Gema Juan OCD.

Lunes, 5 de mayo de 2014
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13851118375_ba328b1ee9_mDe su blog Juntos Andemos:

El autor de la primera carta de Pedro escribió: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado». Desde los orígenes cristianos, el amor y la alegría son dos señales de la fe. Una fe que se remonta a tiempos anteriores y se proyecta a todos los futuros, porque la fe no tiene edad.

Agar, Tomás, Teresa de Jesús, Pascal, Edith Stein, García Morente, Simone Weil… Tantos creyentes diversos aparecen unidos por una experiencia profunda, marcada con esas dos señales. Vivida de diferentes maneras, en tiempos distintos, en culturas lejanas las unas de las otras, todos ellos firman una experiencia única, íntima e intransferible que, a la vez, les ha llevado a la salida más profunda de sí mismos: la certeza de la presencia del Viviente.

Todo parece indicar que no hay ninguna situación vital que impida o bloquee la posibilidad de descubrir a Dios. Ni ser un huido o expulsado, ni tener un pasado turbulento o un presente ambiguo. Tampoco el escepticismo, la ocupación o el sexo, ni la pertenencia a un estrato social u otro. Nada resulta para Dios una traba, salvo el rechazo expreso a la luz. Porque, como dice Teresa, «Él no ha de forzar nuestra voluntad» pero «da siempre oportunidad, si queremos».

Al comienzo de la historia de la fe, una mujer hace una conmovedora confesión: «¡He visto al que me ve!». Son las palabras de Agar, la esclava de Sara, mujer de Abraham. Agar, ni siempre inocente ni merecedora de repudio, fue primero una fugitiva y después una expulsada, pero Dios se hizo presente en su penuria y ella le reconoció como Aquel «que vive y me ve».

Del Génesis al evangelio de Juan, los siglos corren y la experiencia de fe se repite. Con el apóstol Tomás, por ejemplo, que puede ser figura de los ausentes, los que llegan tarde o no están en el momento clave; imagen de quienes han perdido la oportunidad.

Es, también, un recordatorio del Dios que busca a los desencaminados y desorientados, a los que no han podido llegar, cualquiera que sea la causa. Porque para Él, todos están invitados. «Mirad que convida el Señor a todos»… y «si no nos queremos hacer bobos y cegar el entendimiento, no hay que dudar». Así lo dirá Teresa.

Tomás no deseaba cegarse, todo lo contrario. De él, decía Julián Marías, que podría muy bien ser el patrón de los filósofos, porque su actitud intelectual es irreprochable: «Pide la evidencia, y cuando la halla, la acoge con total entusiasmo y adhesión». Y su entrañable profesión de fe, ¡Señor mío y Dios mío!, ha sostenido la oración de muchos creyentes.

Tomás vio de golpe. En un instante, la presencia de Jesús se iluminó para él. A veces es así: un instante abre los ojos; «pasa en un momento» –dice Teresa–. Otras, es un largo despertar, «se entiende despacio… cuando anda el tiempo, por los efectos». Pero al fin, se puede ver y reconocer que es Jesús mismo «el que da vida… y anima para vivir por Él».

No cabe esperar que Dios se muestre a todos del mismo modo o por un mismo camino y, menos aún, que la vida se defina de la misma manera. Aunque una larga tradición viva confirma que cuando hay un encuentro auténtico con Dios, se dan señales inequívocas.

Teresa dirá: «El temor de Dios también anda muy al descubierto, como el amor; no va disimulado aun en lo exterior». Ante el misterio, el corazón se inclina y adora –de eso habla el temor de Dios–, y el amor pide salir hacia todo lo que rodea. Como sucedió a los discípulos al reconocer a Jesús: con su Espíritu, salieron a compartir la Buena Noticia.

Volviendo a los amigos de Tomás, es fácil ver qué próximos estaban a él. De Juan, dice el evangelio, que «vio y creyó». Los apóstoles, que estaban asustados y encerrados, «al verle, se llenaron de alegría» y, solo entonces, reconocieron a Jesús vivo. Y, según Marcos, cuando María Magdalena dijo que Jesús «vivía y que le había visto, se negaron a creer».

Tomás no fue muy diferente de todos ellos, en verdad. Tampoco aquellos discípulos «entristecidos, torpes y cerrados», que no vieron hasta que Jesús les iluminó el corazón. Teresa dirá de ella misma que «hasta que el Señor la dio la luz», su alma estaba ciega.

La paz es el saludo con el que Jesús resucitado se acerca a Tomás. Antes de abrir los ojos de su corazón, le da la confianza necesaria y la seguridad interior. También la paz acompaña la visión del Resucitado relatada en el Apocalipsis: «No temas… yo soy el que vive».

Es la experiencia de Agar en el desierto de Berseba, donde el Compasivo «le abrió los ojos» para salvarse, y le dijo: «No temas». Y será la de Teresa en su encuentro con el Cristo vivo: «No hayas miedo, hija, que Yo soy y no te desampararé; no temas». Una y otra vez será a través de la paz y la confianza como ella verá al que le mira: «Mira mis llagas. No estás sin mí».

Con muchos otros creyentes a lo largo de la historia, Teresa ha podido decir: ¡Señor mío y Dios mío! ¿Cómo vieron? ¿Qué les sucedió? Es posible entender con todos ellos la última bienaventuranza de Jesús: «Dichosos los que creen sin haber visto», y acercarse al misterio para «ver», de una manera que «no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero».

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“El eco del que vive”, por Gema Juan OCD.

Viernes, 25 de abril de 2014
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13489069304_9eaf29f143_mDe su blog Juntos Andemos:

En la mañana de resurrección, un eco rompe el silencio. Es el eco de la vida que se abre paso, el eco del Viviente que irrumpe y quiere «hacer saltar la tumba de nuestro corazón» –como decía Rahner–, «resucitar del centro de nuestro ser también, donde está como fuerza y promesa».

Pegando el oído a la pluma de Teresa de Jesús, se puede sentir ese eco y entrar en la Presencia de quien «está siempre vivo».

Es un eco que invita a dejarse llevar, para descubrir que el Jesús de los caminos compartidos, maestro en la escuela de las bienaventuranzas, en el pan partido y en el dolor es el «Cristo vivo… no hombre muerto» –dice Teresa–. Es «viva noticia» y no mero recuerdo.

Es un eco que abre puertas y provoca encuentro. La voz de Teresa no inventa nada que no exista ya en el brasero de la fe de cada creyente, solo aviva el fuego, despierta la fe y entusiasma el corazón. Hace resonar lo profundo de cada quien, que a veces dormita, como dormitaron los apóstoles aquella noche única en que Jesús les pedía compañía.

Teresa decía del Resucitado que «no podía dejar de entender estaba cabe mí», que no lo veía «con los ojos del cuerpo ni del alma», pero que «no podía dudar que era Él». Con sus palabras, desvela el rostro del Resucitado, prolonga la presencia del Viviente, que quiere ser vida de cada ser humano. El eco de su pluma es reflejo de Él y a Él da paso. Ese eco es…

Un eco luminoso, que alumbra quién es Dios y cómo su amor da vida: «Se nos da a entender cómo es Dios… todo lo hinche su amor» y «se entiende… ser Dios el que da vida».

Un eco amoroso, que transforma y enamora: «Siéntese una suavidad en lo interior del alma tan grande, que se da bien a sentir estar vecino nuestro Señor de ella… parece que todo el hombre interior y exterior conforta… así parece es este amor suavísimo de nuestro Dios: se entra en el alma, y es con gran suavidad, y la contenta y satisface».

Un eco pacífico, porque Dios nunca se impone, ni siquiera para dar vida: «No es resplandor que deslumbre». Y, a la vez, un eco inextinguible, porque cuando la vida de Jesús irrumpe, no se retira jamás: «Es luz que no tiene noche».

Un eco vibrante, que abre las puertas interiores para recibir al Dios vivo, que «como ve que le reciben, así da y se da. Quiere a quien le quiere. Y ¡qué bien querido! Y ¡qué buen amigo!».

Un eco fuerte, que trae la voz de quien tiene palabras verdaderas: «Sus palabras son obras… ¡y cómo fortalece la fe y se aumenta el amor!». Y un eco valiente: «¡Oh amor fuerte de Dios! ¡Y cómo no le parece que ha de haber cosa imposible a quien ama!» porque «la compañía que tiene le da fuerzas muy mayores que nunca».

Un eco feliz, que alegra los entresijos del ser. «Se representa por una noticia al alma más clara que el sol… una luz que, sin ver luz, alumbra el entendimiento, para que goce el alma de tan gran bien».

Un eco generoso, que hace resonar la fuerza de la gratuidad: Él «se da a sentir», sin otra razón que mostrar su amor, porque «no está deseando otra cosa, sino tener a quien dar». Y un eco íntimo, que da seguridad interior: «En diciéndome una palabra sola de asegurarme, quedaba como solía, quieta y con regalo y sin ningún temor».

Un eco reconciliador, porque de «verse tan cerca de la luz», se va «ensanchando todo nuestro interior» y nace «paz y sosiego y aprovechamiento». Y «viendo cuán sin tasa es su misericordia», dirá Teresa, se empieza a recorrer el camino de la reconciliación y a comunicar la paz y el perdón. Porque, tocado el ser por este amor, «el que [tiene] a los prójimos y el que a los enemigos… es muy crecido».

«De muchas maneras se comunica el Señor… de muchas maneras os enseñará». El eco del Resucitado es inabarcable. «Hay muchos caminos» por donde llega, para que nadie quede excluido, porque es un eco que reúne y crea comunidad: una comunidad viva, de revividos, que se hacen «espaldas unos a otros… para ir adelante».

Luminosa, amorosa, pacífica, vibrante, fuerte, feliz, generosa, reconciliadora… así es la presencia del Resucitado entres sus amigos. Quiere despertarlos del sueño que les venció en la hora de la Pasión. Y Teresa se lo suplica: «Resucitad a estos muertos; sean vuestras voces, Señor, tan poderosas que, aunque no os pidan la vida, se la deis».

Resucitando con Él, se crea una cadena de ecos que prolonga su vida. Iluminando, amando, pacificando, alegrando, reconciliando… Siguiendo sus gestos, sus huellas en los caminos, su único modo de pasar por el mundo: haciendo el bien, resucitando.

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“Acompañar a Jesús (II)”, por Gema Juan OCD.

Martes, 15 de abril de 2014
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13365854333_9d5f925054_mDe su blog Juntos Andemos:

A Teresa de Jesús le conmovía mucho lo que le había sucedido a Jesús tras su entrada en Jerusalén, y en una Cuenta de conciencia escribió lo que hacía cada año al llegar el domingo de Ramos: «Procuraba aparejar mi alma para hospedar al Señor; porque me parecía mucha la crueldad que hicieron los judíos, después de tan gran recibimiento, dejarle ir a comer tan lejos, y hacía yo cuenta de que se quedase conmigo».

En esta misma Cuenta, escribirá algo que entiende de su Señor: «Hija, yo quiero que mi sangre te aproveche, y no hayas miedo que te falte mi misericordia; Yo la derramé con muchos dolores, y gózasla tú con tan gran deleite». Teresa ve al Crucificado en el Cristo viviente, al Señor de la vida en el hombre entregado. Y la experiencia que relata aquí es la de reconocer a Cristo, siervo sufriente, que da su vida para que todos vivan. El siervo de Yahveh que se convierte en luz, para ella y para las gentes.

Antes, en una de sus Exclamaciones, había dicho, y muy encendidamente, que era tiempo de acompañar a Jesús, de «acompañarle en tan gran soledad». Para eso, Teresa solo va a pedir una cosa: «Miradle». Responde así ante aquel hombre de quien se dice que es «evitado de los hombres… y ante quien se vuelve el rostro». Ella no vuelve el rostro, decide mirarle.

«Miradle… miradle camino del huerto… lleno de dolores… perseguido… en tanta soledad… cargado con la cruz». Mirar al Crucificado es reconocerle encarnado y presente en el mundo real. Y es acompañarle en su misión.

Si Él lleva sobre sí las enfermedades de la humanidad, si abre los ojos a los ciegos y los cerrojos de las cárceles y lo hace promoviendo el derecho y sin quebrar la caña cascada ni apagar el pábilo vacilante ¿qué hará quien elige mirarle y acompañarle?

Es así como se puede acompañar al Jesús que camina hacia el calvario, así el dolor de los sufrientes olvidados o silenciados. Porque ese hombre al que Teresa mira, se corresponde con muchos hombres y mujeres llenos de dolores, perseguidos, solos… que también son evitados.

La identificación de Jesús –que «muestra la flaqueza de su humanidad antes de los trabajos» y después es fuerte por puro amor– con los dolientes resulta natural desde la experiencia teresiana. Dice ella: «¡Oh Jesús mío!, cuán grande es el amor que tenéis a los hijos de los hombres, que el mayor servicio que se os puede hacer es dejaros a Vos por su amor y ganancia y entonces sois poseído más enteramente». Así se posee más enteramente a Dios.

Después, dirá Teresa, «siempre que advierte se halla con esta compañía». Intimidad y solidaridad crecen a la par. La piedad –el amor entrañable– se acrecienta: «Paréceme tengo mucha más piedad de los pobres», y el corazón comprende mejor «cómo nunca se quita de con él este verdadero amador, acompañándole, dándole vida y ser».

Teresa quería acompañar a Jesús y se vio acompañada por Él: «no podía dejar de entender estaba cabe mí». Quiso consolarle y se vio sumergida en la alegría de la confianza: «de este amor nace confianza». Y sintió que Cristo le partía el pan y que le pesaba a Él lo que padecía ella. Quiso «ayudar en algo al Crucificado» y se vio lanzada hacia delante: «Con esta compañía, ¿qué se puede hacer dificultoso?».

Acompañar a Jesús es ir «por el camino del amor… por solo servir a su Cristo crucificado». Y Teresa no se engaña, es firme porque está convencida de que en el seguimiento de Jesús se juega la baza de vivir realmente en unión con Dios. Por eso va a decir: «Este amor, hijas, no ha de ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por obras» y que quienes siguen este camino querrían «abrazar todos los trabajos, y que los otros, sin trabajar, se aprovechasen de ellos», porque eso hizo «el buen amador Jesús».

«Miradle» —repite incansable Teresa. Porque tiene experiencia de que Él está pendiente de ello, esperándolo, y siempre responde: «Miraros ha él con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas, y olvidará sus dolores por consolar los vuestros, solo porque os vais vos con él a consolar y volváis la cabeza a mirarle».

Años después, terminando de escribir Las Moradas, tras grandes y profundas experiencias con Dios, volverá a hablar de dar de comer a aquel hombre que, al poco de ser aclamado, emprendió el camino que le llevaría a la muerte. Y, de nuevo, sus palabras encierran una lección de vida: acoger y acompañar a Cristo es recibir y cobijar al necesitado. «Creedme, que Marta y María han de andar juntas para hospedar al Señor y tenerle siempre consigo, y no le hacer mal hospedaje no le dando de comer… Su manjar es que de todas las maneras que pudiéremos lleguemos almas para que se salven y siempre le alaben».

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