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“Una gran familia”, por Gema Juan OCD

Domingo, 31 de diciembre de 2017
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15873186599_4a47509696_mEchando una vista atrás, hacia lo acontecido en este año que hoy acaba y mirando hacia el nuevo que comienza… Un sugerente artículo que hemos leído en su blog Juntos Andemos:

Los evangelios fueron escritos para transmitir una buena noticia y –como diría Juan en el suyo– para despertar la fe y dar vida. Pero, a veces, inquietan profundamente. Nada que ver con la angustia o la tristeza, sino con el impulso y la fuerza que da descubrir las huellas de Jesús.

Son textos capaces de despertar los sentimientos más profundos del ser humano y hacerle mover en la dirección de la luz. Teresa de Jesús decía que siempre los había preferido a otras lecturas espirituales y, consciente de la alegría y el valor que de ahí venía, exclamó: «¡Bendito sea el que nos convida que vamos a beber en su Evangelio!».

El relato evangélico que cuenta que María y José, con un niño recién nacido, tuvieron que huir a Egipto –un texto muy dado a las leyendas y a la imaginación– despierta algo de inquietud. Egipto era la tierra donde solían refugiarse quienes huían de la tiranía en Palestina… era lo que hoy son los países del primer mundo, adonde huyen quienes se refugian de las innumerables tiranías del siglo presente.

Teresa de Jesús se hacía eco del sufrimiento que había vivido la familia de Jesús, recordando la casi invisible presencia de José, que sostenía a la familia. Y Teresa de Lisieux se preguntaba: «¿Por qué no fueron transportados a Egipto en virtud de un milagro?… ¡cuántas penas, cuántas decepciones! ¡Cuántas veces se le habrán hecho reproches al bueno de san José!».

Al volver a este evangelio es casi imposible no pensar en lo que sucede en la actualidad… o bien, al ver lo que sucede en este siglo XXI, es inevitable volverse al evangelio a buscar luz. Porque la desazón que suscita el presente puede apagar su malestar en la inquietud que despierta el evangelio.

Teresa había comprendido que los evangelios muestran quién es Jesús y que con Él se puede dar una respuesta a los males del mundo: «Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes. Él le enseñará. Mirando su vida, es el mejor dechado». La vida de Jesús es un pozo de bondad, sabiduría y esperanza.

Y en un poemita, Teresa había escrito: «Vino del cielo a la tierra para quitar nuestra guerra». El camino de vida que abre Jesús es un cambio de dirección hacia lo más humano, es creer que las cosas pueden cambiar, si no se sofoca el Espíritu que Dios da, que no es «un Espíritu cobarde, sino un Espíritu de energía, amor y buen juicio» —como decía Pablo.

La vida de Jesús estuvo llena de inconvenientes y dificultades desde el principio, como la de tantísimos seres humanos. Por eso, la Buena Noticia que Él es, se agranda al comprender su proximidad, su identificación con los menos favorecidos en el mundo. Y desvela cómo se deshace cualquier distancia con Dios.

Teresa de Jesús percibió esa proximidad y se sintió sacudida, dándose cuenta de que ella no se hacía tan «próxima», como Jesús. Decía: «No hace Él diferencia de Él a nosotros; mas hacémosla nosotros, para no nos dar cada día por Él».

Y entendió que lo que borraba las distancias con Dios era el amor: «Si amamos a Dios no se puede saber, aunque hay indicios grandes para entender que le amamos; mas el amor del prójimo, sí. Y estad ciertas que mientras más en éste os viereis aprovechadas, más lo estáis en el amor de Dios».

La huida de Egipto evoca las innumerables huidas que causan las opresiones de este mundo, donde los que tienen –decía Teresa– sucumben a la tentación de «procurar más y más». Y aún añadió: «Así es este mundo, que él nos da bien a entender sus desvaríos si no estuviésemos ciegos».

Y la estremecedora imagen de unos inmigrantes intentando saltar la valla de Melilla, mientras algunas personas juegan en un campo de golf, evoca otra imagen impresionante: aquella en la que Jesús, colgado ya de la cruz, veía cómo se repartían sus cosas o se reían de Él, los que estaban por allí.

Ni los golfistas ni los transeúntes del Gólgota tienen mayor responsabilidad que quienes no aparecen en esas escenas. Unos y otros son como los personajes de una escena evangélica, al término de la cual reaparece la pregunta fundamental: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?».

El Jesús del Gólgota es aquel niño que tuvo que emigrar con sus padres a Egipto, pero también un hombre tierno que despertó la alegría de los más sencillos y la esperanza de tantos desechados en el Israel del siglo I. Su vida no fue fácil, pero lo que aviva todo eso no es dolor y, menos aún culpa, sino una gran esperanza: la confianza de que Él alienta otra vida posible.

El gran reto que plantea Teresa de Jesús es: «¿Cómo haré mi condición que conforme con la suya?». La condición de Jesús es la que «no hace diferencia», la que no excluye, ni rechaza… ni deporta a los huidos, ni tasa su número por conveniencias económicas*. La condición de Jesús es la acogida, la disponibilidad y la fraternidad.

Nadie ha dicho que todo eso sea sencillo, ni personal ni socialmente, pero como decía Teresa: «La medida del poder llevar gran cruz o pequeña es la del amor… si le tenéis, procurad no sean palabras de cumplimiento las que decís a tan gran Señor, sino esforzaos a pasar lo que su Majestad quisiere». Y lo que Dios quiere es una gran familia, una fraternidad sin fronteras.

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“Los santos de Teresa”, por Gema Juan OCD

Miércoles, 1 de noviembre de 2017
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todoslossantos

De su blog Juntos Andemos:

Teresa de Jesús tenía, entre los santos, algunas predilecciones. No es que tuviera una idea original sobre lo santo, ella bebía de las fuentes de la fe y entendía que la santidad es la vida en Cristo. De ahí que siempre recordara que había que poner los ojos en Él.

Se sentía unida a la gran nube de testigos pero, entre ellos, algunos le resultaban más próximos. Por eso, le hubiera gustado conocer lo que decía san Serafín de Sarov: que uno de los oficios del Espíritu Santo es trenzar, unir todo lo que es para Dios en el mundo, para darle un gracias inmenso, con las voces de todos los que ponen sus pequeños hilos para la trenza.

Le hubiera gustado, porque vivía consciente de esa comunión que liga a todos los seres humanos, los presentes y los que viven otra vida en Dios. Teresa experimentó algo que Elizabeth A. Johnson formula muy bien: que «existe una comunidad de compañeros íntimamente relacionados en la gracia, que se extiende a lo largo de todo el mundo y que va más allá de la muerte». Esa comunión –dice ella– crea un «parentesco de esperanza».

Con algunos «compañeros de gracia» experimentó ese vínculo en la tierra. Con su «santico», Juan de la Cruz. Con «aquella mi amiga santa», Maridíaz o con fray Pedro de Alcántara del que, aunque alababa su ascetismo, más le conmovía que «con todas esa santidad, era muy afable… y tenía muy lindo entendimiento».

Teresa aborrecía cualquier tipo de pantomima y amaba la autenticidad. Estando en Sevilla, no precisamente pasándolo bien, escribía que estaba contenta porque allí no había «memoria de esa farsa de santidad que había por allá [Castilla], que me deja vivir y andar sin miedo que esa torre de viento había de caer sobre mí».

De ahí que esos compañeros fueran tan valiosos por su veracidad, porque medían su vida con la de Jesús e iban por el camino que Él fue. Pero también porque veía cumplida su intuición: que la santidad y la amabilidad debían ir de la mano. Y esa intuición nacía de una profunda creencia: que la humanidad de Jesús revelaba la santidad del Padre.

Teresa –como Jesús– sabía que nada era despreciable. Entendía que lo que para unos es leve, para otros es muy costoso, y que vivir ligados, trenzando con el Espíritu, es mucho más constructivo. La teóloga Barbara Brown escribía que «por causa de todos los santos, por causa de unos y de otros, y por causa del Dios que nos une a todos podemos hacer mucho más de lo que cualquiera de nosotros ha podido soñar hacer en solitario».

Por eso, vivía fuertemente la unión con otros seguidores de Jesús que habían recorrido antes que ella el camino. Los recuerda por el «gran provecho y aliento [que] nos da su memoria».

Dejando aparte a san José –el hombre que vivió el amor en el anonimato, en pura fe, a la sombra del misterio y rodeado de silencio– que era «el» santo de Teresa, sus predilectos fueron los santos que habían sido grandes pecadores antes de conocer a Jesús, antes de convertirse; le alentaban mucho. Se veía entre ellos, aunque no como ellos.

Al mismo tiempo, admiraba y sentía muy cerca a los santos «que convirtieron muchas almas», porque decía que esa era la inclinación que había en ella: la de servir, la de mostrar lo bueno que es Dios y acompañar, a cuantos pudieran, a los ríos de vida y alegría que manan siempre de Él, que es la fuente de todo.

Teresa veía en los santos vidas imitables, es decir, descubría a través de ellos diferentes caminos para seguir a Jesús; los sentía como aliados en la fe y como una inspiración para vivir las Bienaventuranzas.

Por eso, decía que era contrario al Espíritu creer que es «soberbia tener grandes deseos y querer imitar a los santos». Es posible esa comunión de vida que da alas para todo lo bueno. Y le preocupaba esa dejadez humana que, a veces, es capaz de borrar el bien y perder el norte, porque apreciaba mucho «la labor que el espíritu de los santos pasados dejaron».

Descubría huellas imborrables en los apóstoles, en Agustín, en muchos fundadores y, sobre todo, en María Magdalena, que encabeza la lista de sus queridas «grandes amadoras», como había llamado a Catalina mártir.

Lo que cautivaba de todos ellos a Teresa era el profundo amor a Jesús. Un amor que había cambiado sus vidas, que había reflotado lo mejor de ellos y los había lanzado a una aventura apasionante. Y sentía que era posible apoyarse en esas huellas para crear otras nuevas y seguir iluminando la senda hacia un mundo mejor.

«Amigos fuertes de Dios», eso son los santos. Una comunidad viva donde Dios sigue realizando su obra de amor, a través de todas las épocas y en medio de todos los acontecimientos. Con ellos, Teresa sigue diciendo:

«Dejemos estas cosas que en sí no son, si no es las que nos allegan a este fin que no tiene fin, para más amarle y servirle, pues ha de vivir para siempre jamás, amén, amén. A Dios sean dadas gracias».

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Lutero, profeta hereje

Martes, 31 de octubre de 2017
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37981195196_f2affd7d7bDel blog de José Arregi:

El martes se cumplen 500 años desde aquel 31 de octubre de 1517 en que Martín Lutero, hombre de mente y de fe iluminada, genio de la palabra y de la escritura, publicó sus célebres 95 tesis. Un texto breve, comedido y agudo. Un texto profético, que marcó el comienzo de las Reformas protestantes y de una nueva Europa.

No hay derecho –denunciaba Lutero– a que el Papa venda indulgencias. No hay derecho a que a pobres y ricos –sobre todo a los pobres– les haga creer que después de la muerte podrán quedar libres del terrible fuego del purgatorio a cambio de dinero. No hay derecho a que amargue los gozos de la vida presente con la amenaza de castigos futuros. No hay derecho a que utilice las creencias y los miedos de la gente para llenar su bolsa y las arcas del Vaticano. Está en juego la fe, la vida, el Evangelio.

El Papa declaró hereje a Lutero, y le plantó ante la alternativa canónica: o retractación o excomunión. “No puedo ni debo retractarme contra mi conciencia. Que Dios me ayude. Amén”, dijo Lutero. Fue excomulgado. Y se convirtió en profeta hereje.

¿Un profeta hereje? No cabía semejante idea en la teología que me enseñaron a los 20 años, pero luego aprendí que todos los profetas, de un modo u otro, han sido herejes tanto en las religiones como en la política, e incluso a veces en las ciencias. Que solo quienes han cuestionado las verdades heredadas han empujado la historia hacia adelante. Que solo los innovadores han impulsado la humanidad a un futuro mejor, solo los que no se resignan a lo conocido, ni se detienen ni dicen: “Ya está. Esto es”.

El Evangelio me enseñó que también Jesús fue por excelencia un profeta hereje. Prefirió la compasión activa a todas las creencias, ritos y normas religiosas. No le importaron el pecado y la culpa, sino el sufrimiento y las heridas. Tampoco la absolución de la culpa, sino la curación de las enfermedades y la liberación de toda opresión. Nunca se ocupó de indulgencias para el más allá. Anunció la transformación de este mundo, no premios y castigos divinos después de la muerte. Puso primeros a los últimos, y últimos a los primeros. Revolucionó valores, criterios y certezas.

La historia de la Iglesia me enseñó que Santo Tomás de Aquino, que se convirtió luego y sigue siendo aún para muchos el canon de la ortodoxia, fue primero condenado por el obispo de París, y que al final de la vida quiso quemar su Suma Teológica, diciendo: “No es esto, nada de esto”.

Y que San Ignacio de Loyola, cuya Compañía se puso al servicio de la Contrarreforma, fue procesado siete veces por la Inquisición a causa de sus Ejercicios, porque en ellos ayuda al ejercitante a hacerse sujeto libre y dueño de sí.

Y que Santa Teresa de Ávila vivió siempre estrechamente vigilada por la misma Inquisición porque era mujer, mística y libre.

Y que San Juan de la Cruz estuvo encarcelado durante ocho meses en la cárcel del convento de Toledo por ser reformador y por no retractarse de sus ideas reformadoras, por fiarse de su propia fuente, por dejarse guiar por la llama que ardía en su interior, en lo más profundo de todo ser humano y de todas las criaturas. Y así un larguísimo etcétera. No basta con ser hereje para ser profeta, pero nadie puede ser profeta sin ser hereje de una forma u otra.

Lutero denunció y reformó el rígido sistema dogmático y moralista, clerical y jerárquico, aliado de la riqueza y del poder, en que se había convertido la iglesia itinerante de Jesús. Fue profeta.

Y si algo se le debe reprochar es que no lo fuera hasta el fin, que acabara haciendo de su propia profecía herética una nueva ortodoxia y condenando a sus propios disidentes y aliándose con los príncipes para sofocar la liberación de los campesinos.

A pesar de todo, fue y sigue siendo testigo del Evangelio. Testigo de que es la confianza, no el dogma ni el rito ni la moral, la que nos sana y transforma. Testigo de que es el Espíritu viviente, no la sumisa repetición de la letra, lo que hemos de buscar en cualquier texto del pasado. Testigo de que son la libertad y la compasión de Jesús, no las viejas estructuras jerárquicas, las que harán de la Iglesia hogar y sacramento de humanidad. Y, por sus propias sombras, también es testigo de lo mucho que le faltó y nos falta todavía para ser de verdad Iglesia evangélica, profética y reformadora.

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9.8.2017. Edith Stein, setenta y cinco años (E. Castellano)

Miércoles, 9 de agosto de 2017
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11836783_10206138148964529_5179417180894412724_nCelebramos hoy la festividad  de Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), mártir en Auschwitz, por lo que es un momento adecuado (No olvidemos Siria, Israel/Palestina, Irak, África…) para leer este buen artículo que hemos leído en el  blog de Xabier Pikaza:

Hoy hace setenta y cinco años, fue asesinada en el campo de concentración de Auschhwitz una de las mujeres más significativas del siglo XX, por su talla humana, por su pensamiento, por su martirio.

Fue judía y filósofa, discípula de E. Husserl, mente privilegiada, en búsqueda de la verdad, en línea fenomenológica.

Convertida al catolicismo por influjo de la lectura de El Libro de la Vida de Santa Teresa, abandona la filosofía profesional y profesa como Religiosa Carmelita, para recorrer con y como ella el camino de encuentro con Jesús, escribiendo alguno de los textos más profundo de espiritualidad del siglo XX.

Encarcelada por el sistema nazi alemán, fue encerrada en un campo de concentración, siendo asesinada en Auschwitz hace 75 años.

Como filósofa, como escritora de espiritualidad, como mártir… como testigo del amor judío y cristiano, dentro de una Europa torturada por sus demonios político-sociales, quiero hoy recordarla, y acudo una vez más al texto que Emilia Castellano, antropóloga, psicóloga y amiga, escribió para nuestro “Diccionario de Pensadores cristiano”, en cuya portada aparece (fila tres, derecha).

Gracias, Emilia, una vez más, por tu trabajo, por tu amistad.
Buen día a todos los amigos de Edith Stein
El “icono” está tomado del FB de G. Scalzo (también a ti gracias, Giuseppe). Nos seguimos comunicando.

STEIN, EDITH (TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ) (1881-1942)(Emilia Castellano).

10380909_804692689549717_4336269902471815840_nReligiosa y filósofa católica, de origen judío. Nació en Breslau (hoy capital de Silesia en Polonia) el 12 de octubre de 1891. Cuando tiene dos años, muere su padre. En plena adolescencia toma la primera decisión importante y trascendental de su vida: dejar la escuela y el judaísmo porque, según nos cuenta, no encontraba en ellas sentido para la vida. Fue después filósofa y escritora espiritual. Para una mejor comprensión de su obra, podemos dividirla en (1) Escritos autobiográficos y cartas. (2) Escritos fenomenológicos. (3) Escritos de filosofía cristiana. (4) Escritos antropológicos y pedagógicos. (5) Escritos Espirituales.

Con 20 años ingresa en la Universidad de Breslau y estudia Historia y Germanística. Dos años después la encontramos en la Universidad de Gotinga donde había llegado atraída por la Fenomenología, una corriente filosófica que emergía en aquel momento y que enseñaba Husserl. Allí publica su tesis con el título Sobre el problema de la Empatía. Poco después escribirá Causalidad Sentiente e Individuo y Comunidad persiguiendo la idea de encontrar asiento para la nueva psicología que florece en Europa. A este periodo temprano pertenece también Una investigación sobre el Estado, con la que culmina la elaboración de una Antropología Fenomenológica, cuya pretensión es alcanzar a hablar del hombre y de la comunidad.

Siguiendo un orden cronológico, podemos citar las siguientes obras: Introducción a la Filosofía. Obra interesante y original, donde a través de un diálogo con (→ Kant) y Husserl establece la diferencia entre naturaleza y subjetividad mostrando conocimientos profundos de física, biología y filosofía. En la segunda parte de la obra formula algunas de sus ideas antropológicas a través del estudio de la libertad, la conciencia y la reflexión, como características del hombre. Finalmente esta obra se convertirá en el preámbulo de otra posterior La estructura de la persona humana, siendo el fruto de un curso impartido en el Instituto de Pedagogía Científica de Münster (1932-33).

En 1921 lee el Libro de la Vida de (→ Teresa de Jesús) y definitivamente orienta su vida hacia el cristianismo. En 1922 se bautiza y confirma. A partir de ese momento su pensamiento filosófico se abre a un conocimiento nuevo. Estudia las obras de (→ Tomás de Aquino) y (→ Duns Escoto). Apoyándose en la base de sus propias obras filosóficas de antropología escribe Potencia y Acto, obra de metafísica y ontología a través de la cual dialoga con el pensamiento de sus amigas fenomenólogas Gehrda Walter y Hedwing Conrad-Martius. Poco después escribirá Ser Finito y Ser Eterno, su gran obra, en la que desarrolla una metafísica inspirada en la filosofía de Santo Tomás y en la fenomenología de Husserl, convirtiéndose así en una de las tomistas más originales de la historia de la Filosofía. Mérito suyo es haber logrado generar en el ámbito de la antropología filosófica un pensamiento original, que no obstante sigue inédito y no suficientemente reconocido y estudiado. En 1932 dicta unas conferencias sobre La mujer y la Pedagogía. Seguidamente ingresa en el Carmelo Descalzo de Breslau con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz.

Tras la llegada de los nazis al poder se traslada al Carmelo de Colonia, y posteriormente (1938) al Carmelo de Echt en Holanda donde escribirá su última obra: La Ciencia de la Cruz, en un acto de obediencia a sus superiores. Es su obra más personal y autobiográfica. El 2 de agosto de 1942 es arrestada por la Gestapo. El primer destino: el Campo de concentración de Amersfoort, desde donde será trasladada el 9 de agosto a Auschwitz-Birkenau. Marcada con el número 44.074, muere como judía y mártir de la fe cristiana a los 51 años de edad en la cámara de gas del campo de concentración. Es canonizada el 11 de octubre de 1998 en la Plaza de san Pedro y declarada co-patrona de Europa el 13 de diciembre del año siguiente en el Sínodo de Europa.

1. El ángulo abierto de un triángulo cerrado.

Foto-Edith-SteinEncontrarse con Edith Stein, es hallarse ante un pensamiento profundo y una antropología humanizada y humanizadora. La suya es una vida apasionada, ahíta de conocimiento y abierta a todo; una vida “al servicio de la Humanidad”, en palabras suyas. Sobre la base de una personalidad recia, independiente, voluntariosa y sincera hasta la transparencia, vemos evolucionar y transformarse a esta mujer singular cuyo mayor logro será, como en tantos santos del Carmelo Descalzo, haber conseguido encarnar su pensamiento filosófico, religioso y místico en la propia vida.

Edith Stein forma junto a (→ Simone Weil) y Hannah Arendt una especie de triángulo donde, de forma virtual, podríamos encerrar para su estudio y comprensión, gran parte del pensamiento del siglo XX en el corazón de Europa. Ciertamente no contienen todas las perspectivas de ese periodo, pero sí algunas muy representativas. Hablamos de un siglo que nos ha dejado parte de su complejidad en este triángulo de mujeres, grandes pensadoras, judías las tres, pero con recorridos vitales muy diferentes.

Los ojos de Hannah Arendt sondean el futuro histórico a través de la longitud de onda de la contingencia de los hechos humanos, hasta descubrir que la política no puede conseguir que la gente sea mejor, aunque es posible llegar a crear un espacio para la libertad, si las circunstancias acompañan, pero siempre dentro de unos límites estrechos. Como su pueblo judío, ella misma se convertirá en nómada, dentro de una sociedad en la que no termina de encontrar su nicho.

El pensamiento de Simone Weil conduce a reconocer el valor de la gracia en las condiciones intramundanas, en sus extremos de necesidad. El pensamiento de Weil, exige la no resistencia al orden de esa necesidad, llamada por ella “recreación”. De igual manera que Dios se decreó a sí mismo para que los seres tuvieran existencia, el alma debe renunciar a sí, exigiéndose el consentimiento del reino de la necesidad en el orden material mientras se es libre en el orden del espíritu. En este sentido, Simone Weil pide que el ser deseante viva en conformidad con la voluntad de Dios, entendida como acogimiento de todo lo que sucede bajo su permisión. Aceptando sus operaciones necesarias, alcanzara la perfección.

Esta forma de “mística” se convierte en un sublime afrontamiento del deseo de infinito, aunque sin lucha contra ese ángel que exige en la vida la acción, la duda y, sobre todo, el no poder cuadrar filosófica y teológicamente el paso oculto de Dios y nuestros propios pasos. De alguna manera, estamos condenados a no poder determinar con seguridad los pasos de Dios en la creación, sólo a intuirlos. Así, ella misma (Simone Weil) y su vida. Leer más…

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“A los que aman (II)”, por Gema Juan, OCD

Viernes, 2 de junio de 2017
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16726555172_b8f58cbdba_mDe su blog Juntos Andemos:

Teresa de Jesús fue una mujer enamorada, que también cedió su luz y su palabra a los que aman y buscan, a los que «quieren ir por [el camino] y no parar hasta el fin, que es llegar a beber de esta agua de vida».

Enamorada y preocupada por otros caminantes, porque sabía que no es difícil equivocar la ruta, decía: «Creo se engañan aquí muchas almas que quieren volar antes que Dios les dé alas» y quieren encontrarse al final de un camino que es más largo de lo que imaginan. «Veo a algunas almas muy afligidas por esta causa: como comienzan con grandes deseos y hervor y determinación de ir adelante», creen que enseguida han de llegar.

Y les dirá: «No se fatiguen; esperen en el Señor, que lo que ahora tienen en deseos Su Majestad hará que lleguen a tenerlo por obra… [importa] tener gran confianza y no desmayar, ni pensar que, si nos esforzamos, dejaremos de salir con victoria».

Los que buscan encuentran y los que avanzan hallan camino, porque buscar y avanzar es no querer detenerse. Teresa decía que al verdadero amante, «a quien su Majestad ha dado luz del verdadero camino… le crece más el deseo de no parar».

Y escribía: «Deshaciéndome estoy, hermanas, por daros a entender esta operación de amor y no sé cómo». Con ese empeño, hablará del «fuego del brasero encendido que es mi Dios» y de una larga aventura que sucede «en lo muy hondo e íntimo del alma».

Pero hay que acercarse al fuego y, para eso «entrarnos a solas con Dios» porque, si no, «aunque le haya muy grande, si escondéis las manos, mal os podéis calentar: quedaros heis frío». Si se da el paso de entrar, «si el alma está dispuesta… con deseo de perder el frío y se está allí un rato, para muchas horas queda con calor… y una centellica que salte la abrasará toda».

Teresa anima a no estancarse, ir siempre adelante: «Cuando no hay encendido el fuego que queda dicho en la voluntad ni se siente la presencia de Dios, es menester que la busquemos… y no nos estemos bobos perdiendo tiempo por esperar lo que una vez se nos dio».

Infunde confianza: «Tened por cierto, que nunca dejará el Señor a sus amadores, cuando por solo Él se aventuran». Y alerta, porque sabe que es posible perderse: «¡Qué gran ceguedad, que le busquemos en lo que es imposible hallarle!… Mirad que no nos entendemos, ni sabemos lo que deseamos, ni atinamos lo que pedimos. Dadnos, Señor, luz».

Como Benedetti, Teresa sabía que los que aman, viven aunque mueran y decía que «quien muy de veras ama a Dios… no pretende otra cosa sino contentar al Amado. Andan muriendo porque los ame, y así ponen la vida en entender cómo le agradarán más». Esos son los amadores que no dejan el camino.

Son los buscadores de la luz, y de ellos dice también Teresa: «Quienes de veras aman a Dios, todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno loan, con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden; no aman sino verdades y cosa que sea digna de amar».

A esos caminantes, los guarda Dios y como decía el profeta Malaquías, los sana y no los deja andar en tinieblas: «A los que aman mi nombre, los alumbrará el sol de la justicia que cura con sus alas».

Y por eso, ellos van iluminando y curando por donde pasan, como hizo aquel hombre que pasó por la tierra haciendo el bien: Jesús. Esos viajeros tienen un «amor sin interés como nos le tuvo Cristo, y así aprovechan tanto los que llegan a este estado, porque no querrían ellos sino abarcar todos los trabajos… siempre querrían estar trabajando y ganando para los que aman; no les sufre el corazón tratarlos doblez».

Al que ama nada le detiene, «cualquier ocasión que sea para encender más ese fuego [de amor] le hace volar», ni se esconden: «Se querría meter en mitad del mundo, por ver si pudiese ser parte para que un alma alabase más a Dios».

Teresa, encendida y enamorada, decía a sus hermanas: «¿Pensáis que es poca ganancia que sea vuestra humildad tan grande, y mortificación, y el servir a todas, y una gran caridad con ellas, y un amor del Señor, que ese fuego las encienda a todas, y con las demás virtudes siempre las andéis despertando?».

Si se anda enamorado, todo el deseo es contagiar, «que ese fuego las encienda a todas» las personas que encuentran, para que despierten y echen a andar.

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“Por amor de ellas”, por Gema Juan OCD

Miércoles, 8 de marzo de 2017
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16611027496_cf68f0fc64_mRecuperamos este interesante post de su blog, Juntos Andemos y este enlace a otro artículo de Leonardo Boff…

“La porción femenina de Dios”, por Leonardo Boff, teólogo y escritor

Ocho de marzo, de un año cualquiera. Se repite incansable, desde 1977, el «Día Internacional por los Derechos de la Mujer y la Paz Internaciona. Igual que se repiten historias que podrían llamar a la desesperanza, por su persistencia. Como si dijeran: no se puede hacer nada.

Pero no es cierto. Siempre se puede hacer algo. Y lo dice la historia creciente de mujeres libres, que responde al dolor de otras tantas sin liberar. Es posible seguir avanzando, hay que alimentar la conciencia y seguir con el trabajo que puede producir el cambio necesario.

En el siglo XVI, el siglo en que vivió Teresa de Jesús, se podía leer cosas como esta: «La mujer cuando dice una palabra descomedida paga con la bofetada, pero cuanto toca en lo vivo la honra (al marido) a las veces paga con la cabeza».

Por descontado, el problema estaba –según fray Antonio de Guevara, autor de esas palabras– en si las mujeres «ponen lengua a sus maridos». Es decir, el problema era que una mujer osase contestar a su marido. Por eso, se preocupaba por ayudarlas, recomendándoles «prudencia, cordura, honestidad y habilidad». Para ser tan poca cosa la mujer… se le pedía mucho.

¿Parece una locura que en el siglo XVI se viera como una reacción normal que un varón agrediera a una mujer, por cualquier motivo? ¿Es más cuerdo el siglo XXI?

Teresa tenía plena conciencia de esta situación. A sus hermanas les decía: «Acordaos también de muchas casadas… que no se osan quejar… y sin descansar con nadie». Y les advertía para que tuvieran conciencia de su libertad porque muchas mujeres pasaban por «estar sujetas a un hombre, que muchas veces les acaba la vida».

En el siglo actual, muchas mujeres viven lejos de estos temores y de situaciones tan degradantes. Aunque las sesgadas estadísticas de los países desarrollados, siguen avisando de que la mano oscura de la violencia contra las mujeres, persiste. Porque persiste una imagen de ellas.

Esto, sin contar con la situación de las mujeres que el azar hizo nacer en geografías menos favorecidas, donde lo menos que puede sucederles es lo que Teresa relataba del nacimiento de una niña: «Dio mucha pena a sus padres de ver que también era hija… como cosa que les importaba poco la vida de la niña, a tercer día de su nacimiento se la dejaron sola y sin acordarse nadie de ella desde la mañana hasta la noche».

Apenas se recuerda que el primer «8 de marzo» fue un 19 de marzo en el lejano 1911. Y que uno de los países pioneros fue Alemania, la casa de tantos grandes pensadores. Y quizás no se recuerda porque hoy es uno de los países donde la prostitución está legalizada y se ha convertido en el paraíso de los proxenetas.

Algo chirría y parece decir que sin un cambio profundo mental, que afecte también a las estructuras que sostienen los estados, no habrá una transformación real. Resulta evidente que el cambio no se ha dado, por más que nadie –o casi nadie– se atreva a hablar de forma parecida a la de Guevara. La mujer sigue siendo un objeto: un cuerpo que se puede usar, con el que se puede comerciar. Hueca. Cuando no un arma de guerra.

La hipocresía se eleva a la categoría de cinismo cuando se legaliza el crimen, bajo una capa de mejorar la situación de las mujeres. Y, cuando las personas que defienden y se benefician del negocio de usar mujeres, dicen que se trata de un simple trabajo, felizmente regulado… pero les horroriza pensar que sus hijas pudieran trabajar en ello.

Más allá de las disputas ideológicas o morales que puede traer la cuestión de la legalización de la prostitución, a nadie se le oculta que mueve cantidades ingentes de dinero y que promueve el tráfico humano que, en nuestros días, sigue al alza. Suben los ingresos de unos pocos, pero las condiciones de vida de esas mujeres no mejoran, siguen sin ser consideradas como seres humanos plenos.

¿Qué paz se celebra en este día? ¿Se tratará del «beso de tan falsa paz que da el mundo», del que hablaba Teresa? Porque quedan muchas, demasiadas mujeres cuyos derechos parecen no existir.

Decía ella: «Creed que es menester aquí estar con la espada en la mano de la consideración». Es necesario seguir creando pensamiento, con la radicalidad de la espada que pide Teresa, que no permite que la hipocresía siga generando falsa paz. Y recordar sus palabras: «Hay otra cosa más preciosa, sin ninguna comparación, dentro de nosotras que lo que vemos por de fuera. No nos imaginemos huecas en lo interior».

Nadie queda fuera esta llamada: «Aunque sean cosas muy pequeñas, no dejéis de hacer por su amor lo que pudiereis». Por amor de Dios, por amor de ellas.

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Solo Dios basta

Viernes, 28 de octubre de 2016
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img_1440529105782Juan Zapatero Ballesteros
Sant Feliú de Llobregat (Barcelona).

ECLESALIA, 21/10/16.- Estoy convencido de que estas palabras las habéis oído un montón de veces la mayoría de vosotras y vosotros y, por lo mismo, no hace falta que os recuerde que son de la Santa, como así solemos llamar a Teresa de Jesús. No he podido por menos de dedicarle un escrito con motivo de la celebración de su fiesta el día 15 de octubre.

Cada vez que las digo y repito me doy cuenta de que solamente una persona mística podía haberlas pronunciado. Porque si bajamos a la vida, no ya a la real, es decir a la de los quehaceres y sinsabores cotidianos, la de los sufrimientos trágicos e inhumanos muchas veces, sino a la vida de la religión o de lo concerniente a lo religioso cuesta muy mucho entenderlas.

De la misma manera es muy difícil, por no decir imposible, al menos desde mi vertiente personal, saber o por lo menos interpretar qué es lo que Teresa de Jesús quería decir con estas palabras. Aunque sea atrevido por mi parte voy a intentar presentar el Dios que ciertamente me ha hecho feliz, pues no me atrevo a decir que me ha saciado (bastado), al menos en algunas ocasiones, dejando entrever la visión contraria del mismo.

En primer lugar, me basta el Dios cuya misericordia no tiene límites. Sí, ese Dios que a pesar de mis pequeñeces y miserias continuará apostando por mí y no me dejará de su mano por mucho que yo le corresponda con una y mil fechorías. El Dios cuya justicia consiste en ser bueno siempre, en todo momento y con todas las personas; a pesar de que a la mayoría de quienes nos decimos creyentes hablar de justicia signifique casi siempre aplicar aquella vieja ley judía “Ojo por ojo, diente por diente”. Por ello acostumbro a decir que, cuando alguien descubre que Dios es esto o así, ha dado un paso de gigante en ese propósito de ir descubriendo su verdadera imagen un poco más cada día.

Me basta también el Dios que no me exige sacrificios ni mortificaciones para quererme con locura. Eso sí, que no estaría mal si en algún momento me esforzase por dejar de mirarme un poco menos a mí para que mis ojos se proyectasen hacia los demás, especialmente hacia quienes más necesitados puedan estar en el momento. Ese mismo Dios que entiende bien poco, mejor dicho, nada, de cumplimientos ni de rituales. Aunque sí que le alegraría, por qué no decirlo, que yo hiciera todo lo posible por tener una mente limpia y clara y un corazón abierto y siempre disponible.

Me basta el Dios que hace sentirme hijo suyo, no esclavo ni siervo. Pero no para quedarme con ello tranquilo y a gusto, sino para que dé los pasos que hagan falta con tal de descubrir que todo hombre y mujer son mis hermanos. Ese Dios que me quiere libre por encima de todo; pero no con cualquier tipo de libertad, sino con aquella que me lleva a vivir el proyecto del Reino que Jesús anunció y testimonió con su vida.

Me basta finalmente el Dios que he aprendido de Jesús, en contraposición al del de las devociones y de los sentimentalismos sin que ello quiera decir que siempre son malos ni mucho menos. Ese Dios al que le hablo de tú a tú, precisamente como lo hacía Jesús con tanta frecuencia, a pesar de que no siempre le preste la atención que tanto me ayudaría a ver mucho más claras tantas y tantas cosas.

Debo confesar que desde una vivencia así, solamente Dios basta. ¿Por qué no pensar que esta fue la experiencia de Teresa?

(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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Teresa de Jesús, hoy

Sábado, 15 de octubre de 2016
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santa-teresa-avilaLeído en la página web de Redes Cristianas

Si la máxima de Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias” fuera cierta, no lo sería menos referida a la espiritualidad del ser humano. En cualquier circunstancia, una espiritualidad que diera la espalda a la realidad histórica estaría renunciando a un componente muy sustancial de su propia identidad, y, por eso mismo, estaría acumulando sobrados motivos para ser tachada de engañabobos. Pero, a su vez, una espiritualidad religiosa, cristiana, que renunciara a la tras”-des”-cendencia” y “calidez” del misterio, sería, cuando menos, imperfecta y difícil de entender. Uniendo ambas dimensiones, el papa Francisco, desde su llegada al obispado de Roma, no cesa de clamar contra la “cultura de la indiferencia” y de proponer como revulsivo “la revolución de la ternura”.

La espiritualidad en las religiones siempre ha estado tentada por el escapismo o la huida de la realidad, y por refugiarse en mundos imaginarios y fantásticos frecuentemente aberrantes. La historia, como se irá evidenciando en estas páginas, está cuajada de ejemplos en este sentido. Pero simultáneamente se ha venido desarrollando otro tipo de espiritualidad, generalmente incomprendida por las instituciones, que, desde tiempos inmemoriales, se ha ido haciendo cargo de las irritaciones y desafíos de la realidad. Las tradiciones bíblicas —desde los primeros capítulos del libro del Éxodo, pasando por los Salmos, Job y los profetas hasta Jesús de Nazaret— no han cesado de preguntarse, desde el lado oscuro de la historia, “¿dónde está tu Dios?”. Porque el Dios bíblico, descubierto como amor, es también Dios de justicia; siendo la justicia la mejor imagen que representa al Dios que es amor.

Desde el último cuarto del pasado siglo, el teólogo J. B. Metz ha venido calificando este tipo de espiritualidad, profundamente bíblico, como “Mística de ojos abiertos” (cfr. Por una Mística de los ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiritualidad). Una espiritualidad samaritana que, en la terminología del mártir Ignacio Ellacuría, se hace cargo de, carga con, y se encarga de la realidad doliente. A juicio de este eminente teólogo de Münster, cofundador de la revista Concilium, se trata de una espiritualidad que, mirando de reojo al juicio evangélico de las naciones (Mt 25), asume como imperativo ético y político la centralidad y autoridad de las víctimas.

Pues la búsqueda incesante del ser humano por un más allá —que la teodicea reasume en la pregunta por Dios— solo se justifica plenamente desde el sufrimiento y la justicia debida a las personas que sufren y a las empobrecidas. Se trata entonces de una espiritualidad que sitúa en la encrucijada de la historia humana el conflicto entre la injusticia reinante (que proyecta el ser humano a una tarea mesiánica, liberadora) y la plenitud de la justicia que se espera del futuro.

Dedicamos estas páginas a Teresa de Ávila en el quinto centenario de su nacimiento. Es nuestro pequeño homenaje a esta mujer tan entrañablemente nuestra. Fue la suya una espiritualidad de “ojos abiertos”. Nos sigue cautivando aquel gracejo del que es ejemplo su disgusto ante el único retrato en su vida, que le hizo fray Juan de la Miseria: “Me habéis hecho fea y legañosa, fray Miseria, ¡Que Dios os lo perdone!”.

Nos sigue sorprendiendo la profundidad que una mujer “sin letras” —como ella misma se dice en el Libro de su Vida— llegó a cultivar su propio “huerto” y alcanzar una tal experiencia del ser humano y de la divinidad. Nos sobrecoge, sobre todo, su gran habilidad para moverse al filo de la censura doctrinaria de la institución y sortear las siempre amenazantes llamas de la Inquisición. La riqueza personal, de la que Teresa es plenamente consciente, la empuja a moverse con serenidad y sabiduría entre aquellas aguas turbulentas de la religión de su tiempo. El extraordinario temple de esta mujer singular se refleja plenamente en la confesión que le hizo a un fraile carmelita cuando ya rondaba los cincuenta años: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa; en cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”.

Editorial del nº 127 de EXODO, espiritualidad: Teresa de Jesús, hoy

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“Multiplicar la alegría (II)”, por Gema Juan OCD

Jueves, 22 de septiembre de 2016
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16327809397_1ac15c7a26_mDe su blog Juntos Andemos:

Para seguir multiplicando la alegría hay que cavar un poco más. Remover la tierra y hacer tareas de prospección. Aunque en el camino de la conversión, sucede lo que explicaba Teresa: «Aunque no vaya después por el mismo camino, lo poco que hubiere andado de él le dará luz para que vaya bien por los otros, y si más andare, más».

Hasta ese punto merece la pena elegir la vida, el camino del bienvivir y del amor. Teresa decía a sus hermanas que hicieran lo posible para que todos entendieran que la conversión –entrar en el camino de la amistad con Dios e ir conformando con Él la vida– es lo mejor que puede suceder. Por eso escribía: a «todas las personas que os trataren, hijas, habiendo disposición y alguna amistad, procurad quitarlas el miedo de comenzar tan gran bien».

Lejos de estropear lo bueno o arrugar la alegría, cuando se elige cavar y vivir de cara a Dios, Él «siempre da mucho más que merecemos, con darnos contentos harto mayores que los podemos tener en los que dan los regalos y distraimientos de la vida».

Teresa quiere que se sepa: «Podéis decir las riquezas que se ganan», e insiste en que Dios apoya y sostiene todo esfuerzo en este sentido. Y sabe que es importante recordarlo, porque «es imposible conforme a nuestra naturaleza tener ánimo para cosas grandes quien no entiende está favorecido de Dios».

A partir de ahí, Teresa se suma a Isaías y a Jesús. Los tres apelan a la inteligencia humana para bienvivir. Invitan al amor –de donde nace la conversión–, recurriendo al sentido común. Es una llamada tan profundamente humana, que solo puede venir de Dios.

El profeta Isaías mostraba cómo se revive cuando se trabaja por la vida de los demás. Jesús, explicando cómo se cumplía la palabra de los profetas, decía: «Tratad a los demás como queréis que ellos os traten». Y Teresa, siguiendo sus huellas, escribe a sus hermanas:

«Procurad ser la menor de todas y esclava suya, mirando cómo o por dónde las podéis hacer placer y servir; pues lo que hiciereis en este caso, hacéis más por vos que por ellas, poniendo piedras tan firmes, que no se os caiga el castillo».

Lo que dice Teresa es que cuando se trata bien a los demás, se hace más por uno mismo que por otros. Pero hay que probarlo, hay que ponerse en marcha para saberlo porque –dirá– «es cosa extraña cuán diferentemente se entiende de lo que después de experimentado se ve». Y, ponerse en marcha significa dar la vuelta a todo, girar, cambiar de dirección; porque el movimiento natural tiende a ir, inexplicablemente, al revés.

Parece más razonable buscar el propio bien que el ajeno y se presenta como más provechoso preocuparse por uno mismo que por los demás. Sin embargo, una larga cadena de sabiduría dice algo diferente. Por eso, Teresa pedía a Dios luz «para entender por descanso lo que es descanso, y por honra lo que es honra, y por deleite lo que es deleite, y no todo al revés».

Es verdad que Jesús, cuando habló de campos, no solo dijo que se puede encontrar un tesoro que cambia la vida. También dijo que había que enterrar un grano en tierra y dejarlo morir. Pero, en realidad, no hay contradicción, porque cuando se encuentra el tesoro, se encuentran con él mil motivos para enterrar el grano. Después de descubrir el tesoro, surge la necesidad de multiplicar la alegría, compartiendo el bien.

Teresa sintió esa necesidad intensamente y decía: «No hay ya quien sufra recibir tanto y no pagar nada… Aquí está mi vida, aquí está mi honra y mi voluntad; todo os lo he dado, vuestra soy, disponed de mí conforme a la vuestra». Eso es enterrar el grano de trigo en la tierra, después de haber encontrado el tesoro.

La maestra de alegría que era Teresa nunca olvida que «somos humanos… [y necesitamos] tener arrimo» para bienvivir. Por eso, llama a estar muy cerca del Maestro que enseña a vivir. Insiste en «no apartarse de cabe el Maestro… [porque] entenderéis luego el amor que os tiene, que no es pequeño bien y regalo del discípulo ver que su maestro le ama».

La multiplicación de la alegría tiene mucho que ver con esta proximidad, la misma a la que invita la Palabra de Dios cuando pone delante la vida y la muerte para hacer una elección: «Elige la vida… amando al Señor… pegándote a Él, pues Él es tu vida». Eso mismo dice Teresa: Él «está muy cerca… no os puede dejar de oír… juntaos cabe este buen Maestro».

Pegarse a Él, que sana la carne despertando el amor. A Él que es el movedor, el que puede «mover a amar… y mover a todos». El que convierte y hace vivir bien: «Vivir de manera que no se tema la muerte ni todos los sucesos de la vida, y estar con esta ordinaria alegría que ahora todas traéis».

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“Multiplicar la alegría (I)”, por Gema Juan OCD

Miércoles, 21 de septiembre de 2016
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16327806047_1e3d7501c4_mDe su blog Juntos Andemos:

En ocasiones, las palabras pierden su significado auténtico o van tomando un matiz que las aleja de su esencia. Por ejemplo, Teresa de Jesús decía que al amor «le tienen usurpado el nombre». Que se llama amor a cosas que, en realidad, son mucho menos que amor. Es algo que sucede con frecuencia.

Si se piensa en qué es «bienvivir», saltarán a la mente muchas cosas que se acercan poco a su significado inicial. Y enseguida habría que ponerse a pensar qué es vivir con holgura u honestamente, que es como define el diccionario la palabra bienvivir.

Pasa otro tanto con la conversión. Antes y después de su significado religioso, nadie piensa que es ponerlo todo a dar vueltas… o sea, algo muy dinámico y estimulante. Como un catalizador de vida. Y así no es extraño que, al final, el asunto de la conversión tenga tan mala fama, como si fuera que se acaba la fiesta y empieza lo aburrido, cuando no lo pesado y restrictivo. No deja de ser sorprendente.

Si acuden aquí estas tres palabras es porque están ligadas: el amor, el bienvivir y la conversión.

Ya desde muy antiguo, siglos antes de Cristo, la Palabra de Dios se abría paso diciendo que se podía elegir entre la muerte y la vida, pero en el sentido de vivir bajo un peso de muerte o sobre una estela de vida. ¿Quién no elegiría la vida?

Jesús habló de encontrar en un campo un tesoro y de un mercader que iba buscando perlas y tropezó con una muy especial. Y entonces, uno y otro dejaron todo lo que tenían a cambio del increíble hallazgo. No parece que les aguaran la alegría, sino más bien al contrario. ¿Quién no lo dejaría todo?

Algo de eso contaba Teresa de Jesús sobre sus hermanas. Cuando fundó su primer convento escribió:

«Parece ha Su Majestad escogido las almas que ha traído a él [al convento], en cuya compañía yo vivo… [tienen] una alegría y contento, que cada una se halla indigna de haber merecido venir a tal lugar… hales dado el Señor tan doblados los contentos aquí, que claramente conocen haberles el Señor dado ciento por uno que dejaron, y no se hartan de dar gracias».

Ellas lo dejaron todo, pero de lo que hablan es de tener «doblados los contentos». Parece que la conversión tiene algo que ver con eso, con multiplicar la alegría y elegir la vida.

Mucho antes de que Teresa fuera sembrando casitas donde están «doblados los contentos», Isaías escribió unas palabras que siguen estremeciendo. Decía: puedes ver cómo brota de ti la luz y cómo te nace carne sana. Verás que se abre un camino de vida para ti y que Dios te cobija y escucha. Es claro que también hablaba de multiplicar la alegría.

Y todo eso, por casi nada: por vestir al que le falta ropa, por arropar cualquier desnudez y ayudar a vivir dignamente a quien no lo logra. Por abandonar la costumbre de murmurar. Por echar una mano a quien sufre y por negarse a esconder la injusticia.

Isaías decía que al elegir la vida de los demás –darles vida, de un modo u otro– se elige la propia vida, la alegría de vivir; vivir con luz, con salud, con un camino abierto. Eso parece, realmente, bienvivir, parece vivir con holgura.

Teresa, como si quisiera explicar las palabras de Isaías, decía: «Es menester no poner vuestro fundamento sólo en rezar y contemplar; porque, si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas»… no doblaréis el contento y quedaréis encerradas en vuestra propia carne.

Explicaba a sus hermanas –y a todos sus futuros oyentes– la imperiosa necesidad de algunas virtudes para bienvivir, para ser espirituales y les advertía muy seriamente: «Es imposible, si no las tienen, ser muy contemplativas, y cuando pensaren lo son, están muy engañadas».

Hablará, sobre todo, de una virtud que las resume todas, que es aquella de la que hablaba Isaías: el amor. «Entendamos, hijas mías, que la perfección verdadera es amor de Dios y del prójimo, y mientras con más perfección guardáremos estos dos mandamientos, seremos más perfectas».

Por eso, Teresa hace una primera invitación para «ponerlo todo a dar vueltas», para convertirse: cavar. Sabiendo que podemos hacerlo y que no hay que irse muy lejos:

«En alguna manera podemos gozar del cielo en la tierra, que nos dé [el Señor] su favor para que no quede por nuestra culpa y nos muestre el camino y dé fuerzas en el alma para cavar hasta hallar este tesoro escondido, pues es verdad que le hay en nosotras mismas».

Ponerlo todo a dar vueltas puede ser remover la tierra para cavar y encontrar el tesoro escondido. Puede que por ahí empiece la tabla de multiplicar la alegría.

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El enigma del fundamentalismo religioso

Miércoles, 6 de abril de 2016
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monoteistass“Hay que volver a los fundamentos pero sin rigidez”

“Los credos monoteístas se deslizan hacia convicciones absolutas”

“No hay que negar la historia sino aproximarse a ella de forma abierta”

(Manuel Fraijó, El País).- El fundamentalismo petrifica la Biblia y la convierte en autoridad absoluta”. Así se expresa, pensando en el cristianismo, el teólogo J. Moltmann. Identifica de esta forma una de las tentaciones de las religiones monoteístas: su fe puede, con relativa facilidad, deslizarse hacia convicciones absolutas. Intentemos una mínima clarificación.

Desde luego, nadie reprochará a las religiones que retornen una y otra vez a sus fundamentos. Sus fundadores y el credo al que ellos dieron lugar no puede ser un me- ro punto de partida que caiga en el olvido. Los orígenes no se marginan impunemen- te. Las religiones, como las personas y los pueblos, tienen grandes obligaciones con- traídas con el recuerdo; sin él se perece. “Qué sea el hombre”, escribió el filósofo W. Dilthey, “solo se lo dice su historia“.

Es necesario, pues, que las religiones siempre vuelvan -sobre todo en tiempos convulsos- a su primera hora, a sus fundadores, a sus libros sagrados en busca de la anhelada identidad. Pero la identidad no es algo cerrado ni enlatado que se acumule solo en los inicios y condene a los nacidos después a ser meros repetidores. El momento fundacional no agota las posibilidades de configuración de los proyectos religiosos. El tiempo añadido, la tradición, los siglos transcurridos ayudan a perfilar la intuición originaria.

Esos pasos intermedios reclaman también vigencia y cierta normatividad. Es más: se impone incluso una consideración amable del momento presente. Las religiones son comunidades narrativas de acogida que ayudan a vivir y morir digna y esperanzadamente. Cuando una religión margina alguno de estos tres estadios -los orígenes, la tradición y el momento presente- y se aferra a que el velo se rasgó por completo en los mitificados momentos iniciales surge el fundamentalismo. Su pecado no se localiza, pues, en la búsqueda de fundamento; es humana y necesaria, sin ella se camina a la deriva. El fundamentalismo se hace fuerte cuando las religiones, además de afirmar legítimamente su trascendencia, niegan, ya sin legitimidad para ello, su contingencia histórica y las heridas que el paso del tiempo ocasiona. La negación de la historia es una invitación solemne al fundamentalismo.

El peligro fundamentalista afecta a múltiples ámbitos de nuestras sociedades. Sin embargo, resulta extraño que esté tan presente en las religiones, sobre todo en las monoteístas. Y es que, en palabras del teólogo W. Pannenberg, “el fundamentalista es el hombre de la cosa segura”. Pero ¿qué es lo seguro en las religiones? ¿No es la fe confiada, sin certezas ni evidencias, su seña de identidad? El mundo al que se aso- man los creyentes es tan misterioso, tan tremendo y fascinante, que debería resistirse a la chata objetivación fundamentalista. La experiencia religiosa se forja en contac- to con símbolos, mitos, ritos y leyendas.

Se podría afirmar, con P. Ricoeur, que es “el reino de lo inexacto”. ¿Cómo se puede ser fundamentalista en un escenario tan resbaladizo, en un universo tan cargado de misterio e incertidumbre? Más bien parece que la persona religiosa debería estar familiarizada con el espesor de lo inefable, con los muchos nombres y rostros de lo divino. Todas las religiones saldrían ganan- do si incluyesen en su biblia pequeña el verso de José Ángel Valente: “Murió, es decir, supo la verdad”. Pero hasta entonces, hasta que no doblemos la última curva del camino, la verdad será una criatura huidi- za, especialmente para el fundamentalista.

El filósofo H. Bergson abordó estos interrogantes distinguiendo dos clases de religión: la estática y la dinámica. La primera se agota en la búsqueda de seguridades. Su problema es el miedo, que intenta esquivar acumulando certezas doctrinales y pautas inmutables de conducta que defiende con ira, intransigencia y fanatismo. En definiti- va, la religión estática rechaza las fatigas de la duda y el ejercicio de la razón crítica.

En cambio, la religión dinámica está fa-miliarizada con las preguntas que “el terror de la historia” (M. Eliade) suscita. Sabe que preguntar es ser piadoso. De ahí que, según Bergson, la religión dinámica culmine en la mística. “Superhombres sin orgullo” llama a los místicos, cuya cima son para él san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús. No puede extrañar que este gran europeo muriera (1941) pidiendo “un suplemento de alma” para un mundo en el que ya se vislumbraba que la mecánica estaba ganando la partida a la mística.

Destacados conocedores de la historia de las religiones monoteístas señalan dos ámbitos especialmente sensibles al fundamentalismo. En primer lugar, la comprensión e interpretación de sus textos sagrados. Casi tres siglos lleva el cristianismo a vueltas con la exégesis de su Biblia. La aplicación del método histórico-crítico a los textos bíblicos no ha supuesto su debilitamiento, sino una mayor fortaleza. Algo parecido se espera de la incipiente exégesis crítica del Corán. El libro sagrado de los musulmanes determina rígidamente todos los aspectos de su vida religiosa y social. Según el islam, el Corán fue dictado íntegramente al Profeta Mahoma por un ángel en el cielo. Tal vez esta procedencia divina tan directa esté en el origen del temor a someter el Corán a los rigores de la exégesis histórico-crítica. Un temor que no es unánime: existe un islam fundamental que empieza a asomarse a la exégesis crítica del Corán; menos propenso a esta tarea es el islam fundamentalista, siempre volcado en la interpretación literal del texto sagrado; y ajeno a las fatigas de la interpretación histórico-crítica es el fundamentalismo islámico, de triste actualidad por los fines bastardos con los que lee y aplica determinados pasajes del Corán. No existe, pues, un único islam, como tampoco existe un solo cristianismo o un único judaísmo. Sería injusto no diferenciar cuidadosamente.

En segundo y último lugar: a todas las religiones les cuesta separar lo sagrado de lo profano. Muchos musulmanes defienden que, por el honor de Alá, no debería haber zonas francas seculares. Sin embargo, los estudiosos del islam están convencidos de que en algunos países musulmanes el islam está evolucionando y terminará percatándose, como le ocurrió al cristianismo, de que en la vida no todo es religión.

Al comienzo de este siglo, profetas de mal agüero aseguraron que el siglo XXI sería “el siglo de Jesús contra Mahoma”. Es de esperar que aún estemos a tiempo de evitarlo. Y el mejor camino es el de la aproximación mutua, serena y reflexiva, más atenta a lo que une que a lo que separa. En su viaje a Centroáfrica el papa Francisco acudió a una gran mezquita musulmana a orar. En realidad, así fue al principio.

Las crónicas narran que, tras cuatro meses de asedio, el califa Omar (632) conquistó Jerusalén sin ningún género de violencia. Entró como un peregrino, a lomos de un camello y vistiendo un manto usado. A la hora de la oración, el patriarca de Jeru- salén, Sofronio, le ofreció su iglesia para que rezase en ella; pero Omar declinó la invitación con estas o parecidas palabras: mejor no, no sea que el día de mañana, después de mi muerte, algún musulmán te la arrebate diciendo: “Aquí oró Omar”. Un comienzo de diálogo prometedor.

Manuel Fraijó es catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED.

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“Cosas de hombres y de mujeres”, por Gema Juan, OCD

Miércoles, 17 de febrero de 2016
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21113250998_5e5a5a6778_mDe su blog Juntos Andemos:

Eso decía Gandhi, que avisaba de que Dios no ha creado las fronteras, que eso es cosa de hombres y de mujeres. Cosas de seres humanos que han olvidado lo que les define: la humanidad.

Teresa de Jesús decía que es «gran bestialidad (no) saber qué cosa somos», desconocer nuestra humanidad, olvidar que todos los seres humanos son dignos, iguales, merecedores de una vida buena sin excepción. «No entendemos la gran dignidad de nuestra alma» –decía ella–, no entendemos que somos «como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal»: fuertes, preciosos y luminosos.

Resulta una bestialidad –diría Teresa– que la fuerza, la excelencia y la luz se utilicen para cosas tan poco humanas como dibujar líneas que matan, fronteras que deciden a un lado la vida y a otro la muerte o que inventan cifras, cuotas de existencia.

¿Quiénes somos? Teresa lo vuelve a preguntar, porque ve que «no nos entendemos, ni sabemos lo que deseamos, ni atinamos lo que pedimos». Con dolor, decía: «Ahora, Señor, no se quiere ver. ¡Oh, qué mal tan incurable!». Y con conciencia de la ceguera, añadía: «¡Oh codicia del género humano, que aun tierra piensas que te ha de faltar!».

Poner fronteras, contar el número de los que caben, desalojar, impedir entrar, evaluar los costes, analizar la desestabilización, preservar la identidad… son solo formas diferentes de resolver profundos problemas del mismo modo: mirando hacia otro lado.

«Esa codicia del género humano» que quiere asegurar su pedazo de tierra y con ella su seguridad, hace olvidar algo que también dice Teresa, orando con dolor y preocupación: «Resplandezca vuestra misericordia en tan crecida maldad; mirad, Señor, que somos hechura vuestra. Válganos vuestra bondad y misericordia».

Hechura de Dios, sin excepción. Nadie está fuera de la fuente originaria de la vida: eso elimina cualquier diferencia y debería eliminar cualquier desigualdad.

Si hay tanta semejanza entre los seres humanos, se entiende la pregunta que lanzaba una conocida actriz, hablando del éxodo sirio: «¿Cuántos podríamos decir con honestidad que en su posición no haríamos lo mismo, enfrentados al miedo, la pérdida de esperanza y a una evidente falta de voluntad política internacional para acabar con el conflicto?».

Ahora se trata del conflicto sirio, pero será inevitable seguir hablando de tantos que siguen abiertos, con la violencia armada o la violencia sigilosa del hambre, que resume las carencias esenciales. Violencias que provocan éxodos, que alientan el tráfico de personas y que son alimentadas por la codicia humana, que olvida y no quiere ver.

Antes, el nobel Soljenitsin, superviviente de los campos de castigo soviéticos, decía que no se habla ni actúa de la misma manera, desde un barracón, en condiciones inhumanas, bajo vejaciones continuas y amenaza de muerte, que desde el cuarto caliente y ordenado en el que, mucho más tarde, escribía sus libros.

Tal vez, sea necesario recordar estas reflexiones y recordar con Teresa que la tierra que pisamos no es nuestra, sino recibida; la tierra y todo lo demás que, por el mero hecho de haber nacido en una latitud y en un ambiente propicio, se puede lograr.

Y recordar sus palabras, que atañen a todos: «Aquellos bienes no son suyos, sino que se los dio el Señor como a mayordomos suyos, para que partan a los pobres, y que les han de dar estrecha cuenta del tiempo que lo tienen sobrado en el arca, suspendido y entretenido a los pobres, si ellos están padeciendo».

Cuando Teresa habla de la presencia permanente de Jesús, une esa presencia a un modo muy concreto de vivir: «Querer tanto para su prójimo como para sí». Da qué pensar y da una razón imperiosa para querer menos para uno mismo: que llegue a haber para los demás. Y enlaza con lo que el Papa Francisco ha recordado: que los refugiados –y todo sufriente– son la carne de Cristo que pide acogida. Una acogida concreta que requiere criterio y responsabilidad y, también, valor.

La fuerza para acoger a Cristo, a los sufrientes de mil rostros, la da el mismo Jesús que –dice Teresa– «no hace diferencia de Él a nosotros», que ha adelantado su «Sí», para que no haya excusa para hacer diferencias. Y no ir solos, sino «hacerse espaldas», juntarnos «para procurar más su honra y gloria y algún provecho de las almas».

«Entender en obras de caridad y esperar en la misericordia de Dios, que nunca falta a los que en Él esperan», es lo que aconseja Teresa. Mirar de frente y tender la mano a quien necesita un poco de humanidad y confiar en Dios.

Obrar y confiar. También, y sobre todo, eso son cosas de hombres y de mujeres.

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Preparad el camino del Señor

Jueves, 10 de diciembre de 2015
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IMG_20151204_151816Carmen Herrero, Fraternidad Monástica de Jerusalén,
Estrasburgo (Francia).

ECLESALIA.- 02/12/15.- Un nacimiento se prepara, se espera con gozo exultante, pero unidos a estos sentimientos de alegría y jubilo, también se da cierta angustia, cierta preocupación con sus propios interrogantes. ¿Irá todo bien? ¿Cómo será el niño, la niña que va a nacer? Y, la madre, ¿cómo va a vivir este momento tan importante de su vida? Y, el padre, ¿cómo situarse antes este nacimiento, fruto del amor, entre un hombre y una mujer, para dar la vida a una tercera persona?… ¡Maravilla de maravillas! Ante todo nacimiento, los sentimientos son muy encontrado, las emociones, preocupaciones e interrogantes, son intensos; hasta el momento de oír llorar a la criatura y ver su cuerpecito; entonces y sólo entonces, el pensamiento y el corazón “descansan”. ¡Ha nacido!, todo ha ido bien, ¡felicitaciones! y júbilo. ¡Una nueva etapa comienza!

Este hecho tan humano como real y maravillo, hemos de trasladarlo al nacimiento de Jesús. En nuestra vida de cristianos, con el nacimiento de Jesús, ¿Comenzara una nueva etapa? O más bien seguiremos, como siempre, como si nada hubiese pasado, una Navidad más…

Es verdad que, Jesús histórico, no nace todos los años, como nació hace ya 2015 años en Belén; pero no es menos real y cierto su nacimiento místico, su nacimiento litúrgico; porque la liturgia no hace simplemente memoria de un recuerdo histórico; sino que la liturgia actualiza el verdadero hecho histórico, convirtiéndose en hecho real, místico, teológico.

¿Cómo acompañar y despertar al pueblo cristiano a comprender este maravilloso nacimiento que se realiza no solamente en la noche de Navidad, sino en toda eucaristía? Tal vez, la pastoral más importante y urgente como fecunda en este tiempo de Adviento, sea la de preparar a las comunidades cristianas a comprender el nacimiento de Cristo desde esta dimensión litúrgica, mística y teológica.

El nacimiento de Jesús, se ha adornado de tantas cosas superficiales y mundanas que no hacen sino distraernos del misterio. ¡Misterio del amor del Padre hacia sus hijos! “Cuando llegó la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley” (Gl 4,4). Recuperar”, “reavivar” el verdadero sentido de la Natividad, ¿no sería una manera de preparar el camino al Señor? Es decir, preparar nuestra “posada”, nuestro corazón, a acoger con gozo Aquel que viene, y que viene a salvarme, a darme la vida. Este niño que nace, Jesús, en el corazón de cada cristiano, y en el corazón del mundo, es un niño que quiere ser acogido, al mismo tiempo que acogernos. Dos movimientos interiores muy importantes para preparar el camino de su venida y celebrar la verdadera Navidad: la acogida a Dios que se encarna y el dejarme acoger por Dios encarnado. Esta sería una celebración de la Navidad real, profunda y cristiana, y no la que la publicidad nos presenta e impone. Ante la cual cedemos.

Acoger a Jesús exige que mi “aposento”, como diría Teresa de Jesús, esté preparado, sea acogedor, para recibir al Emmanuel. Esto nos exige una buena “limpia” del aposento, un poner orden en nuestra vida, un salir del egoísmo que tanto nos esclaviza, de la mentira, para caminar en verdad, porque Navidad y verdad van juntas. No esperemos que Cristo nazca en nuestro interior ni en la sociedad, sino no somos hombres y mujeres que intentan y quieren vivir en la verdad. Preparar el camino del Señor exige la conversión, vivir desde la verdad. Jesús no nace en medio de la mentirá. En medio de la pobreza y sencillez nacer Jesús; en la mentira, la injusticia y explotación no. Entonces, prepararemos nuestro “aposento”, nuestro corazón en este tiempo de adviento para acogerle y vivir la Navidad.

Si importantes es la acogida a Jesús, el dejarnos a coger por Jesús, lo es mucho más. Jesús no solamente se contenta con ser acogido, sino que quiere que también nosotros nos dejemos acoger por él. El se encarna para salvarnos, para llamarnos amigos, para hacernos uno con él, su más profundo deseo es que todos los hombres lleguen a conocer el Padre y se salven. Déjate, pues, acoger por Jesús en la realidad concrete de tu existencia, sea cual sea, Jesús viene a darte la vida, a que vivías en la verdad que es la que te hace libre y a dejarte sanar de todas tus heridas; él viene a sanarte, a darte su paz que tanto necesitas; que tanto necesitamos unos y otros y que el mundo reclama con urgencia.

Viviendo estas dos dimensiones podrás celebrar la Navidad, o mejor, la Navidad se hará en tu vida, porque te habrás encontrado con Jesús que es la verdadera Navidad y toda tu vida será una Navidad prolongada.

No consientas a que la publicidad, el consumismo, materialismo y preparativos inútiles a lo esencial, al misterio, te roben la verdadera Navidad, el gozo de que Jesús nace en tu “aposento”, en tu corazón

 (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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“Mística entre pucheros”, por José Ignacio González Faus

Martes, 3 de noviembre de 2015
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tumblr_nmoyreqig31rkuhmio1_500Leído en Cristianismo y Justicia:

J. I. González Faus. Es conocida la frase de Teresa de Jesús: “también entre los pucheros anda el Señor” (Fundaciones 5,8). Pero la entenderemos mal si pensamos que eso le ocurría a ella sola, porque debía ser de otra pasta.

Pues no: antes que santa, doctora de la Iglesia o mística, Teresa era simplemente un ser humano de carne y hueso, como todos nosotros. Decir esto parece una perogrullada. Pero, si olvidamos esa perogrullada, todas las grandezas de Dios parecen no pertenecer a esta tierra nuestra. Y acabamos creyendo que no nos atañen a nosotros, sino a seres de otra galaxia.

Por eso creo que no es bueno leer a Teresa olvidando sus cartas: ellas tienen una espontaneidad que no podían tener sus otros escritos, expuestos al ojo escrutador de inquisidores y teólogos. En ellas se permite referirse al Nuncio como “Melquisedec”, a los miembros de la inquisición como “los ángeles”, o a los calzados como “los del paño”. Allí confiesa también que “a una monja descontenta yo la temo más que a muchos demonios”. Cuando hacen provincial a un fraile que ha tratado mal a sus monjas comenta con sorna: “debe ser porque tiene más cualidades que otros para hacer mártires”. Y cuando ve a otro fraile muy seguro sobre la admisión de una postulanta, porque cree que “en viéndola la conocerá”, le para los pies diciéndole que “no somos tan fáciles de conocer las mujeres”

Otras cartas reflejan su lucha para conseguir que no se impusieran a las monjas confesores obligados: “que yo temo más que pierdan el gran contento con que nuestro Señor las lleva…”. O expresan su alegría por “que mande nuestro padre que coman carne las dos de mucha oración”: pues considera que todo eso de los arrobamientos “no me parece más oración”. Reconoce también que “mozas con viejas no se pueden hallar bien”; por eso dice a su querido Jerónimo Gracián que se espanta de “cómo no se cansa de mí”. Pero se tranquiliza pensando que eso es una gracia que Dios le concede, para que “pueda pasar la vida que me da con tan poca salud y contento, si no es en esto”. Sus complicidades afectivas con Gracián (con pseudónimos y todo) darían para análisis más detenidos. Pero al menos apuntemos que a veces se pone hasta pesada quejándose porque le escribe poco; otras veces le explica cuánto le apena que tenga dolor de muelas “porque tengo harta experiencia de cuán sensible dolor es” y si tienes una sola dañada “suele parecer que lo están todas”; o le pregunta “si ha caído en ponerse más ropa, que hace ya frío”. Hacia el fin de su vida reconocerá que ha aprendido a gobernar y no es la que antes era: ahora “todo va con amor”, aunque no sabe si ello se debe “a que no me hacen por qué” (no me crean problemas) o a que, por fin, “ha entendido que así se remedia mejor”.

Baste como conclusión que la más profunda experiencia mística no es incompatible ni con el sentido común, ni con la ironía o la lucha por lo que se cree justo, ni con un carácter enérgico o una afectividad difícil de controlar y con tendencia posesiva… En una palabra: no es incompatible con ser como somos todos. Una amiga, maestra en grafología, me contó que, cuando vio por primera vez la letra de Teresa, su impresión fue de susto porque traslucía “gran sexualidad y afán de poder”. Después comprendí -me explicó- que las personas no somos nuestro carácter ni nuestras pasiones, sino lo que cada cual hace con esos materiales, y que ahí está la grandeza de nuestra libertad. De hecho, con ese temperamento, Teresa escribe en sus reglas que “la priora sea la primera en barrer”, en aquella época en que tantas prioras (hijas naturales de nobles discretamente camufladas), tenían sus sirvientas que les barrían la celda mientras ellas “contemplaban”. ¿Qué contemplarían?…

Esto permite comprender que “los pucheros” no están sólo fuera de nosotros, sino que el Señor anda también en ese complejo puchero que cada uno somos, donde se puede cocer una humanidad de muy buen sabor. Decir que entre los pucheros anda el Señor no significa sacralizar los pucheros, sino divinizar el trabajo hecho con ellos: simplemente porque ese trabajo servirá para alimentar a otros. De hecho, Teresa se lo dice a las hermanas que han de trabajar en la cocina.

Apasionada y dueña de sí, doméstica y entrañable, perseguida y de buen humor, contemplativa y activa, fue también suficientemente sabia como para entender que si a un rico le dicen que modere su plato para que puedan comer los pobres “sacará mil razones para no entender eso sino a su propósito”: porque a los ricos “sus hechos les tienen ciegos”.

Antaño tuve la paciencia de leerme todas las acusaciones que contra ella se presentaron a la inquisición (aquel famoso Orellana que creía jugarse su salvación eterna si no la acusaba…). Hoy disfruto pensando qué es lo que (en esa otra dimensión del más-allá) sentirá aquel acusador viendo a Teresa doctora de la Iglesia y quedando él como analfabeto teológico. Que es lo que son tantos afanes inquisitoriales, de ayer y de hoy.

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Teresa Maestra de Amor

Lunes, 2 de noviembre de 2015
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Del blog Amigos de Thomas Merton:

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 “Quienes de veras aman a Dios, todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno loan, con los buenos se juntan siempre, y los favorecen y defienden; no aman sino verdades y cosa que sea digna de amar.

¿Piensan que es posible, quien muy de veras ama a Dios, amar vanidades? Ni puede, ni riquezas ni cosas del mundo de deleites, ni honras, ni tienen contiendas, ni envidias. Todo porque no pretenden otra cosa sino contentar al Amado. Andan muriendo porque los ame, y así ponen la vida en entender cómo le agradarán más. “

(Camino de Perfección)

“El verdadero amante en todas partes ama y siempre se acuerda de su amado. Triste cosa sería que solo se pudiera tener oración en rincones escondidos.”

(Fundaciones)

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Santa Teresa de Jesús
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“Ahora es tiempo”, por Gema Juan, OCD

Martes, 27 de octubre de 2015
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21868999559_e6714396ac_m Pues la vamos a echar de menos, por sus atinados comentarios y su facilidad al hablar de Teresa y su obsesión por fortalecer la amistad con nuestro Señor, Jesús… Sirva este último de sus artículos para alimentarnos a quienes comenzamos una nueva forma de ser “amigos de Jesús”… Gracias, Gema.

Queridos amigos: aquí está mi último artículo, en este espacio que hemos compartido por más de dos años y en el que he disfrutado mucho.

Agradezco a Religión Digital la oportunidad que me brindó de escribir en su página.

Y, sobre todo, agradezco a todos los que con vuestra lectura y comentarios habéis hecho de esto lo que pretendía ser: un lugar de diálogo con los maestros del Espíritu que el Carmelo ha dado a la Iglesia y al mundo y, de un modo especial, con la maestra de maestros, Teresa de Jesús.

Que su palabra siga iluminando nuestros caminos. ¡Gracias!

Entre 1515 y 1582, vivió una mujer impresionante. Un ser humano lleno de contrastes, como casi todos, pero con una fuerza de vivir extraordinaria, con una pasión íntima desbordante, que rozó el fracaso, y con una humanidad tan grande que la huella que dejó permanece impresa después de cinco siglos.

Teresa de Jesús sigue presente –como dijera fray Luis de León– «en dos imágenes vivas que nos dejó de sí, que son sus hijas y sus libros». Y «sus hijas» excede la materialidad de sus conventos, como ella misma decía, cuando hablaba de vivir la fe con autenticidad y se refería a «toda persona que quiera ser perfecta», es decir, a todo el que quiere vivir de cara a la verdad, con Jesús. Ahí sigue viva Teresa.

Perduran edificios o restos de ellos, enseres, hasta su cuerpo fragmentado pero, más que nada, queda de Teresa la experiencia que la llevó a hacer un ingente esfuerzo: poner palabra a su vida. El rasgo de su pluma hizo cumbre, literariamente hablando, pero aquella mujer que tenía «gran envidia a los que tienen libertad para dar voces», escaló a lo más alto porque en lo profundo se le había abierto un camino infinito.

Cuando Teresa se encuentra con Cristo, su vida da un vuelco, un giro total que hace surgir la mejor Teresa, la verdadera. Todo cambia, lo cuenta ella sin rodeos: «Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva. La de hasta aquí era mía; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración, es que vivía Dios en mí».

La voz de Teresa sigue hablando «a personas que aún no conocen del todo la bondad del Señor por experiencia», porque ella ha sentido vivamente «la amistad y regalo con que trata a los que van por este camino». Camino de oración, de amistad, donde se aprende a «ser siervos del amor» y a decir: «Vuestra soy, para Vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí?».

Los primeros encuentros que Teresa tuvo con Jesús le hicieron descubrir su presencia como una compañía amorosa permanente y eso le dio el empujón definitivo hacia delante. Puso la pluma y el bastón en sus manos, una energía nueva y un cauce seguro para sus grandes deseos.

Por eso, dirá: «Si tenéis alguna duda, que lo probéis; ¿qué se pierde? Que aun esto hay excelente en este viaje, que muy muchas cosas se dan más de las que se piden ni de las que acertaremos nosotros a pedir». Probadlo –dice Teresa–, «¿Quién os quita volver los ojos del alma, aunque sea de presto, si no podéis más, a este Señor?». Nada impide mirar hacia dentro y nada se pierde por iniciar este viaje.

Discípula primero y hasta el fin de su vida, maestra después, a Teresa no solo le gustaba escribir sino que –como decía– había conocido un nuevo lenguaje: «Hablar en Dios». Y llega a decir a sus hermanas: «Este es vuestro trato y lenguaje; quien os quisiere tratar apréndale; y si no, guardaos de aprender vosotras el suyo, será infierno».

Suenan fuertes las palabras de Teresa, pero ella ha entendido que la vida puede diluirse, caer en la mentira y gastarse inútilmente, ¡lo había sufrido en sí misma! Y, después de encontrarse con Jesús, ya no quiere perder más tiempo, ni que lo pierdan quienes andan con ella: «No es ya tiempo, hermanas, de juego de niños».

El lenguaje del que habla Teresa es el de la verdad. La que había descubierto en Jesús, una verdad que da la libertad, como Él había dicho: «Si permanecéis en mi palabra, seréis mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres».

«Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad». Eso entendió Teresa; en esa Verdad descubrió el nuevo lenguaje y con él escribió su nueva vida. Y dirá: si alguien quiere «aprender vuestra lengua, podéis decir las riquezas que se ganan en aprenderla… y despertar a alguna alma para este bien». Nada ha de quedar oculto ni reservado.

Así es como una mujer del siglo XVI sigue hablando, haciendo pensar y dando respuestas esenciales. Una voz que habla desde lo profundo y conecta con lo interior de quien se abre; un lenguaje que enfrenta trampas y apariencias, pero ofrece espacio a quien busca luz; una presencia amable que conduce «a beber de la fuente de agua viva».

Teresa supo de «fríos y malos caminos, y de lindas vistas», de «hartas penas, oscuridad en el ama y de grandísima alegría», de andar «atada por tantas partes, sin dineros ni de dónde los tener y de bienhechores»; la soledad era su mayor consuelo, pero tuvo que «negociar y tratar con todos»; supo de «dolores tan incomportables, que ningún sosiego podía tener», de «quietud, con suavidad» y de una «compañía que da fuerzas».

Porque había experimentado mucho, se atrevía a hablar y no cejaba en su empeño de mostrar otra vida posible en esta vida, como ella decía: «Vivir de manera que no se tema la muerte ni todos los sucesos de la vida, y estar con esta ordinaria alegría».

La gran palabra de Teresa es una invitación a la amistad con Jesús: «Solo os ruego lo probéis» y descubriréis palabras nuevas y nuevos caminos, fuerzas redobladas y «una luz tan diferente», que nada será lo mismo. «Ahora es tiempo de tomar lo que nos da este Señor piadoso y Dios nuestro. Pues quiere amistades».

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“Los tiempos recios”, por Gema Juan, OCD

Lunes, 19 de octubre de 2015
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21867716840_71ba7c96d9_mDe su blog Juntos Andemos:

En 1562, cuando Teresa de Jesús daba los pasos necesarios para realizar su primera fundación, alguien le mandó aviso de que «andaban los tiempos recios» y se lo advertía –escribe ella– «con mucho miedo», porque podían acusarla incluso a la Inquisición.

En el siglo XVI, el miedo no era una cuestión de valentía o debilidad sino, más bien, un asunto de realismo y prudencia natural. La falta de ambas cosas podía llevar a la muerte en una hoguera. Y no era difícil ser denunciado, por envidias, rencillas o interés propio. Por eso, avisaban a Teresa: «Iban a mí con mucho miedo a decirme que andaban los tiempos recios y que podría ser me levantasen algo y fuesen a los inquisidores».

Siglo tras siglo, los tiempos recios se renuevan. El miedo toma nuevas formas y los peligros siguen siendo reales. Los «tan grandes males que fuerzas humanas no bastan a atajar», de los que hablaba Teresa, permanecen. Cambia su aspecto, como cambian las épocas, pero la humanidad y la tierra siguen sangrando.

Siempre, en los tiempos difíciles, surgen personas que quieren hacer algo. Y, junto a ellos, los profetas del desánimo, del «no hay nada que hacer, mejor no hacer nada» y, sobre todo, como le sucedía a Teresa, aparecen los profetas del miedo.

A Teresa le decían que callara, que no se moviera, que no hiciera lo que podía —«eso poquito que yo puedo y es en mí», decía ella. Querían desacreditarla, cuando daba sus primeros pasos fundacionales: «Me decían lo había hecho porque me tuviesen en algo y por ser nombrada y otras [cosas] semejantes». Y ella misma sabía que vivía en un mundo en el que –como escribió– «bastaba ser mujer para caérseme las alas».

Lo sorprendente, lo que hace de Teresa una maestra para tiempos recios es su forma de reaccionar ante el miedo, las censuras y el desánimo. La fuerza de su confianza, su apasionado humor y un inquebrantable amor a Dios y a las gentes, le impidieron replegarse sobre sí, renunciar a implicarse y dejar de compartir sus descubrimientos.

Impresiona ver la reacción de Teresa, cuando le dicen que puede ser denunciada a la Inquisición: «A mí me cayó esto en gracia y me hizo reír… Y dije que de eso no temiesen; que harto mal sería para mi alma, si en ella hubiese cosa que fuese de suerte que yo temiese la Inquisición».

Al escribir eso, Teresa apela a la identidad profunda, porque añade: «Sabía bien de mí», es decir, sabía lo que había dentro de sí y que no había engaño, sino fe en un Dios que se comunica y «quiere amistades». También recurrirá al humor y eso habla del «olvido de sí» que imprime el amor y de una energía íntima que enfrenta miedos y desánimos.

No significa que las cosas le resbalaran. Teresa tenía en cuenta los avisos que recibía, sabía que era sospechosa por muchos motivos. Era consciente de sus raíces judías y de que el simple hecho de ser espiritual, ligado a su condición femenina, elevaba la desconfianza hacia ella, grandemente. Por eso, pensaba bien lo que hacía y decía, pero ni callaba ni dejaba de hacer lo que creía que podía y debía.

Dirá: «Aunque a veces temía, con lo mucho que me decían, durábame poco el temor, porque el Señor me aseguraba». No es la mujer impenetrable a quien nada hace tambalear, Teresa se hace fuerte en la confianza de que es Dios quien lleva todo adelante. Por eso, a mitad de camino de sus fundaciones, dirá a sus hermanas: «De todas cuantas maneras lo queráis mirar, entenderéis ser obra suya».

Teresa se puso en camino, en todos los sentidos. No se detuvo en su aventura espiritual, que la llevó a lo más profundo, a la «secreta unión en el centro muy interior del alma» y no dejó de hacer cuanto podía: «Manos a la labor, como dicen; no entendamos cosa en que se sirve más el Señor que no presumamos salir con ella con su favor».

«Dejaos de estos miedos… dejaos de temores». Es el gran mensaje de Teresa: «No son tiempos de creer a todos, sino a los que viereis van conforme a la vida de Cristo». Le preocupa la identidad: que haya un corazón entero, la decisión firme de andar con Jesús.

En «tiempos tan peligrosos» –entonces y ahora– Teresa anima a «hacer cuanto pudiéremos». A no malvender el corazón, a «hacerse espaldas unos a otros» y a crear hogar en torno a Jesús, haciendo Iglesia. Porque los miedos que hacen recios los tiempos siguen ahí: el miedo a la libertad y a poner el bien común como algo primordial; el miedo a ceder el beneficio personal en pro del crecimiento compartido; el miedo al amor que une y a la verdad que elimina barreras.

Teresa comparte sus decisiones vitales: «Ayudar en algo al Crucificado… estar ocupadas en cosa que sea provecho de algún alma…Ninguna enemistad con los que las hacen mal o desean hacer». El amor sin condiciones ni límites y la creatividad: «Cuando una buena inspiración acomete muchas veces, [jamás] se deje por miedo de poner por obra» porque el amor siempre da «las alas para bien volar».

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Entre los pucheros anda el Señor…

Jueves, 15 de octubre de 2015
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En la Festividad de santa Teresa de Jesús, acabando el V Centenario de su Nacimiento,  traemos una vez más a nuestra página a esta maestra de  vida y de oración…

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“No es sola esta persona, que otras he conocido de la misma suerte, que no las había visto algunos años había y hartos; y preguntándoles en qué se habían pasado, era todo en ocupaciones de obediencia y caridad. Por otra parte, veíalos tan medrados en cosas espirituales, que me espantaban. Pues ¡ea, hijas mías!, no haya desconsuelo cuando la obediencia os trajere empleadas en cosas exteriores; entended que, si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor ayudándoos en lo interior y exterior.”

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Fundaciones 5, 8

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Teresa de Jesús, hoy

Jueves, 15 de octubre de 2015
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teresaavilaLeído en la página web de Redes Cristianas

Si la máxima de Ortega, “yo soy yo y mis circunstancias” fuera cierta, no lo sería menos referida a la espiritualidad del ser humano. En cualquier circunstancia, una espiritualidad que diera la espalda a la realidad histórica estaría renunciando a un componente muy sustancial de su propia identidad, y, por eso mismo, estaría acumulando sobrados motivos para ser tachada de engañabobos. Pero, a su vez, una espiritualidad religiosa, cristiana, que renunciara a la tras”-des”-cendencia” y “calidez” del misterio, sería, cuando menos, imperfecta y difícil de entender. Uniendo ambas dimensiones, el papa Francisco, desde su llegada al obispado de Roma, no cesa de clamar contra la “cultura de la indiferencia” y de proponer como revulsivo “la revolución de la ternura”.

La espiritualidad en las religiones siempre ha estado tentada por el escapismo o la huida de la realidad, y por refugiarse en mundos imaginarios y fantásticos frecuentemente aberrantes. La historia, como se irá evidenciando en estas páginas, está cuajada de ejemplos en este sentido. Pero simultáneamente se ha venido desarrollando otro tipo de espiritualidad, generalmente incomprendida por las instituciones, que, desde tiempos inmemoriales, se ha ido haciendo cargo de las irritaciones y desafíos de la realidad. Las tradiciones bíblicas —desde los primeros capítulos del libro del Éxodo, pasando por los Salmos, Job y los profetas hasta Jesús de Nazaret— no han cesado de preguntarse, desde el lado oscuro de la historia, “¿dónde está tu Dios?”. Porque el Dios bíblico, descubierto como amor, es también Dios de justicia; siendo la justicia la mejor imagen que representa al Dios que es amor.

Desde el último cuarto del pasado siglo, el teólogo J. B. Metz ha venido calificando este tipo de espiritualidad, profundamente bíblico, como “Mística de ojos abiertos” (cfr. Por una Mística de los ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiritualidad). Una espiritualidad samaritana que, en la terminología del mártir Ignacio Ellacuría, se hace cargo de, carga con, y se encarga de la realidad doliente. A juicio de este eminente teólogo de Münster, cofundador de la revista Concilium, se trata de una espiritualidad que, mirando de reojo al juicio evangélico de las naciones (Mt 25), asume como imperativo ético y político la centralidad y autoridad de las víctimas.

Pues la búsqueda incesante del ser humano por un más allá —que la teodicea reasume en la pregunta por Dios— solo se justifica plenamente desde el sufrimiento y la justicia debida a las personas que sufren y a las empobrecidas. Se trata entonces de una espiritualidad que sitúa en la encrucijada de la historia humana el conflicto entre la injusticia reinante (que proyecta el ser humano a una tarea mesiánica, liberadora) y la plenitud de la justicia que se espera del futuro.

Dedicamos estas páginas a Teresa de Ávila en el quinto centenario de su nacimiento. Es nuestro pequeño homenaje a esta mujer tan entrañablemente nuestra. Fue la suya una espiritualidad de “ojos abiertos”. Nos sigue cautivando aquel gracejo del que es ejemplo su disgusto ante el único retrato en su vida, que le hizo fray Juan de la Miseria: “Me habéis hecho fea y legañosa, fray Miseria, ¡Que Dios os lo perdone!”.

Nos sigue sorprendiendo la profundidad que una mujer “sin letras” —como ella misma se dice en el Libro de su Vida— llegó a cultivar su propio “huerto” y alcanzar una tal experiencia del ser humano y de la divinidad. Nos sobrecoge, sobre todo, su gran habilidad para moverse al filo de la censura doctrinaria de la institución y sortear las siempre amenazantes llamas de la Inquisición. La riqueza personal, de la que Teresa es plenamente consciente, la empuja a moverse con serenidad y sabiduría entre aquellas aguas turbulentas de la religión de su tiempo. El extraordinario temple de esta mujer singular se refleja plenamente en la confesión que le hizo a un fraile carmelita cuando ya rondaba los cincuenta años: “Sabed, padre, que en mi juventud me dirigían tres clases de cumplidos; decían que era inteligente, que era una santa y que era hermosa; en cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba, en cuanto a santa, solo Dios sabe”.

Editorial del nº 127 de EXODO, espiritualidad: Teresa de Jesús, hoy

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“Otra santidad”, por Gema Juan, OCD

Martes, 6 de octubre de 2015
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21844101155_3370f35840_m«El mérito no consiste en hacer mucho ni en dar mucho, sino más bien en recibir, en amar mucho». Así escribía Teresa de Lisieux –Teresita– a su hermana Celina, animándola a dejarse llevar por Jesús y a descubrir otra santidad.

Escribía al hilo de su querido maestro Juan de la Cruz que, cuando hablaba de la ciencia del amor que es la contemplación, decía que «la contemplación pura consiste en recibir». Discípula y Maestro coincidirán en el tenaz ejercicio que lleva a esa pureza y en el largo camino que hay que recorrer para aprender a recibir. Tal vez, el verbo más activo que exista.

Hablar así de la contemplación y del significado del mérito es hablar de otra santidad. Es mantener una «atención creativa» que permite ver con profundidad lo que rodea, para poder dar una respuesta personal, auténtica y valiosa. Eso hicieron Juan y Teresita, ambos preocupados por la desorientación que veían a su alrededor y conscientes de haber descubierto un camino personal que podían compartir.

Más adelante, en la misma carta, Teresita recordará un poema de Juan que vuelve a poner las cosas en el único orden que pueden funcionar, cuando se trata de andar con Dios. El poema decía: «Hace tal obra el amor, después que le conocí, que si hay bien o mal en mí, todo lo hace de un sabor y alma transforma en sí».

El amor es el que transforma, el que es meritorio, el que hace la santidad; y solo desde el amor es posible recibir al Amor. Teresita seguirá escribiendo en la misma carta: «Mi director, que es Jesús, no me enseña a llevar la cuenta de mis actos, Él me enseña a hacerlo todo por amor… pero esto se hace en la paz, en el abandono, es Jesús quien lo hace todo». La misma experiencia: es el amor el que obra.

Simone Weil hablaba de que, en cada tiempo, es necesaria una santidad, es decir, una santidad nueva y que no tiene precedente. Por eso, los santos son creadores y la contemplación que viven supone una revolución, un cambio profundo en el orden de las cosas. La contemplación auténtica jamás es neutra, como tampoco lo son los santos. Esta es la otra santidad. La que inspira, pero no puede repetirse atemporalmente.

Quienes realizan la experiencia de ser encontrados y enseñados por Dios –explicaba M. Clara Bingemer– alcanzan un nivel diferente de conocimiento que los lleva a una vida transformada, que responde a las necesidades de cada tiempo y lugar.

Antes, León Felipe lo había dicho, preciosamente y a su manera: «Nadie fue ayer, ni va hoy, ni irá mañana hacia Dios por este mismo camino que yo voy». Porque, más allá de todas las explicaciones que se pueden dar, la santidad es un camino único hacia la luz.

Teresita, una mujer que inició su vida en un monasterio carmelita a los quince años y que no volvió a salir de él, rompe –como hacen los místicos de todos los tiempos– la tópica dicotomía entre acción y contemplación. Para ella no existe, todo es movimiento y permanencia, todo es presencia y silencio. Todo es, sencillamente, amor. Como diría Teresa de Jesús: «Todo es amor con amor».

Y cuando Teresa, la Madre, escribe sobre esta unión de amor, habla de esa otra santidad que se realiza en la comunión más radical y efectiva. Y dirá que, para andar con un poco de seguridad, es bueno «andar con particular cuidado y aviso, mirando cómo vamos en las virtudes: si vamos mejorando o disminuyendo en algo, en especial en el amor unas con otras y en el deseo de ser tenida por la menor y en cosas ordinarias».

Teresita hablaba de «soportar los defectos de los demás, no extrañarse de sus debilidades, edificarse de los más pequeños actos de virtud». Y Juan, de un enamorado que «no anda buscando su propia ganancia, ni se anda tras sus gustos», que procura el bien de todos porque «ya no tiene otro estilo ni manera de trato sino ejercicio de amor».

Se juntan los tres maestros –padres e hija– en ese amor concreto que nunca está ocioso, que no pierde la atención, que siente que nunca acaba el camino porque es en el camino donde descubre lo vivo del amor, la comunión más íntima.

Igualmente juntos, en la experiencia de que solo el amor obra todo en todos. Es la otra santidad, la que no realiza por sí mismo el ser humano sino solo en ese dejarse llevar, que también Teresa explica: «Dejad hacer al Señor de la casa; sabio es, poderoso es, entiende lo que os conviene y lo que le conviene a Él también».

Lo resume, «la pequeña», cuando dice que lo único que le atrae es el amor y escribe: «Lo sé: cuando soy caritativa es únicamente Jesús quien actúa en mí. Cuanto más unida estoy a Él, más amo a todas mis hermanas».

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