“Un gran signo humano y cristiano”, por Gabriel Mª Otalora
| Gabriel Mª Otalora
Me detengo en una reflexión de Teresa de Calcuta, acorde a la hondura teológica de su compromiso: Ama a los demás, incluyendo a los que son más pobres que tú. No cuesta mucho: puede ser simplemente ofrecerles una sonrisa. El mundo sería mucho mejor si todos sonriéramos más. Sonríe, entonces, muestra alegría y celebra que Dios te ama, nos dice.
La sonrisa del corazón como signo de la confianza en Dios. Parece cosa fácil y por eso extraña que una mujer como Teresa de Calcuta, que se entregó al máximo en la extrema necesidad y la indignidad más escandalosa, se fije en el don de la sonrisa. Lo cierto es que nosotros, que lo tenemos casi todo, sonreímos poco. ¿Pero quién es capaz de sonreír tan francamente como ella? Aquellos cuyo corazón están vaciados del orgullo por una entrega superior, los que saben ver por encima del dolor y el sufrimiento hasta instalarse en la aceptación de lo inevitable. Sonrisas serenas que desarman y que solo la madurez verdadera es capaz de proporcionar por encima de cualquier coyuntura.
Ella decía que sonreír no cuesta mucho, pero sí que cuesta, porque el orgullo y el ego impiden la sonrisa del corazón. La sonrisa genuina, auténtica, es un sentimiento positivo hermanado con la alegría. Y la alegría supone una medicina para el espíritu y para el cuerpo que atenúa la respuesta fisiológica al estrés y a la ansiedad, además de atemperar la agresividad propia de las emociones negativas.
Si tienes miedo de parecer vulnerable cuando sonríes, acepta que la aparente vulnerabilidad de una sonrisa es precisamente lo que la hace tan poderosa. Sonriendo desde el corazón nos abrimos a los demás y ellos van a responder más fácilmente de ese mismo modo: sonriendo. De hecho, sonreír es un mecanismo de defensa que nada tiene que ver con la debilidad. Al contrario, si alguien intenta derribar tu buen espíritu, sonríele para anular su energía tóxica. Forma parte de la inteligencia emocional porque ayuda a desarmar a un posible corazón herido. No es debilidad sonreír cuando estamos tocados por la desgracia, sino virtud. Es un signo positivo de que hemos aprendido a vivir. Sonreír, en definitiva, es patrimonio de los que aman, de la gente inteligente y sabia.
Algunos nos advierten que Jesús no aparece sonriendo expresamente en el evangelio, como si la conclusión fuera que la adustez es una característica del Maestro. No. Me quedo con dos pasajes que rebaten esas advertencias. El primero es de Marcos: el que no se haga como un niño… El niño es el exponente más humano de la sonrisa, abierto a la admiración de la vida y goza de las cosas sencillas desde la sana algarabía infantil que invade la casa; contagia su alegría y cualquier alegría le es contagiosa. Y cuando el niño se ríe, nos reímos los adultos también. El niño no anda indagando sutilezas ni dobleces; vive la vida en presente, confiado y alegre en su entorno familiar.
El segundo pasaje es de Lucas, cuando resalta con humor la estatura de Zaqueo al presentarle subiéndose cual niño a un árbol para verle a Jesús entre la gente. Y eso le permite el contacto visual con el Maestro, al todopoderoso jefe de publicanos, porque domeñó su orgullo. Luego, con su conversión, seguro que ambos se reglaron alegres sonrisas “porque ha llegado la felicidad a esta casa”.
Sonreír es difícil, y más aun en la adversidad, pero puede convertirse en signo de fe y esperanza para quien la recibe, pues nadie tiene tanta necesidad de una sonrisa como aquel que no sabe sonreír a los demás. La sonrisa puede ser incluso una estupenda oración, el gesto de amor que invita a humanizarnos.
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