Escuchar
“Escuchar a alguien es ponerse en su lugar mientras habla. Es una atención intensa, pura, desinteresada, gratuita, generosa. La escucha es la auténtica belleza aquí abajo”.
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Simone Weil
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“Escuchar a alguien es ponerse en su lugar mientras habla. Es una atención intensa, pura, desinteresada, gratuita, generosa. La escucha es la auténtica belleza aquí abajo”.
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Simone Weil
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Del blog Nova Bella:
“La tendencia hacia la belleza y el misterio acompaña a todo el ser humano.”
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Simone Weil
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Del blog Amigos de Thomas Merton:
Todos conocemos la máxima teológica que dice: “Fuera de la Iglesia no hay salvación“. Pero el Espíritu, que es libre, suscita caminos admirables que manifiestan que Dios y su amor son infinitos. El siguiente texto es una prueba de ello:
“Creo que la voluntad de Dios no es que yo entre en este momento en la Iglesia. Pues, como ya le dije antes, y sigue siendo verdad, la inhibición que me retiene no se deja sentir con menos fuerza en los momentos de atención, de amor y de oración que en los restantes. Y, no obstante, he experimentado una gran alegría oyéndole decir que mis pensamientos, tal como se los he expuesto, no son incompatibles con la pertenencia a la Iglesia y que, por consiguiente, no le soy extraña en espíritu.
No puedo dejar de preguntarme si, en estos tiempos en que una parte tan considerable de la humanidad se encuentra sumida en el materialismo, no querrá Dios que existan hombres y mujeres que, entregados a él y a Cristo, permanezcan sin embargo fuera de la Iglesia.
En todo caso, cuando me imagino concretamente y como algo que podría estar próximo el acto por el cual entraría en la Iglesia, ningún pensamiento me apena más que el de separarme de la masa inmensa y desdichada de los no creyentes. Tengo la necesidad esencial, la vocación —pues creo que puedo llamarla así— de moverme entre los hombres y vivir en diferentes medios humanos fundiéndome con ellos, adoptando su mismo color, en la medida al menos en que la conciencia no se oponga, desapareciendo en ellos, a fin de que se muestren tal como son sin que tengan que disfrazarse para mí. Quiero conocerlos para amarlos tal como son. Pues si no los amo tal como son, no es a ellos a quienes amo y mi amor no es verdadero. No hablo de ayudarles, pues hasta ahora, desgraciadamente, soy completamente incapaz de hacerlo. Creo que de ningún modo entraría nunca en una orden religiosa para no separarme por un hábito del común de los mortales. Hay seres humanos para los que esta separación no ofrece inconvenientes graves, pues están ya separados del conjunto de los hombres por la pureza natural de su alma. En cuanto a mí, por el contrario —como creo haberle dicho ya—, llevo en mi misma el germen de todos los crímenes o poco menos. Me hice especialmente consciente de ello en el curso de un viaje, en circunstancias que ya le he relatado. Los crímenes me producían terror, mas no me sorprendían; sentía su posibilidad dentro de mí y, precisamente por sentir en mí misma esa posibilidad, me horrorizaban. Esta disposición natural es peligrosa y muy dolorosa, pero como toda disposición natural puede ponerse al servicio del bien si se sabe hacer un uso adecuado de ella con el auxilio de la gracia. Implica una vocación, la de mantenerse de alguna manera en el anonimato, dispuesto a mezclarse en cualquier momento con la masa común de la humanidad. Ahora bien, en nuestros días, el estado de los espíritus es tal que hay una barrera más marcada, una separación más tajante, entre un católico practicante y un no creyente que entre un religioso y un laico.
Conozco las palabras de Cristo: «De aquél que se avergonzare de mí delante de los hombres, me avergonzaré yo delante de mi Padre». Pero avergonzarse de Cristo quizá no signifique para todos y en todos los casos no adherirse a la Iglesia. Para algunos puede significar solamente no ejecutar los preceptos de Cristo, no irradiar su espíritu, no honrar su nombre cuando se presenta la ocasión, no estar dispuesto a morir por fidelidad a él.
Debo decirle la verdad, aun a riesgo de contrariarle y por más que contrariarle me resulte extremadamente penoso. Amo a Dios, a Cristo y la fe católica tanto como a un ser tan miserablemente insuficiente le sea dado amarles. Amo a los santos a través de sus textos y de los escritos relativos a sus vidas —a excepción de algunos a los que me es imposible amar plenamente o considerar como santos—. Amo a los seis o siete católicos de espiritualidad auténtica que el azar me ha llevado a encontrar en el curso de mi vida. Amo la liturgia, los cánticos, la arquitectura, los ritos y las ceremonias católicas. Pero no siento en modo alguno amor por la Iglesia propiamente dicha, al margen de su relación con todas esas cosas a las que amo. Puedo simpatizar con quienes sienten ese amor, pero yo no lo experimento. Sé muy bien que todos los santos lo experimentaron. Pero también casi todos ellos nacieron y crecieron en el seno de la Iglesia. Sea como fuere, el amor no surge por propia voluntad. Todo lo que puedo decir es que, si ese amor constituye una condición del progreso espiritual —cosa que ignoro— o forma parte de mi vocación, deseo que algún día me sea concedido.
Bien podría ser que una parte de los pensamientos que acabo de exponerle sea ilusoria y mala. Pero, en cierto sentido, poco importa; no quiero analizar más; después de todas estas reflexiones he llegado a una conclusión, que es la resolución pura y simple de no volver a pensar en la cuestión de mi eventual entrada en la Iglesia.
Es muy posible que después de haber estado sin reflexionar sobre ello durante semanas, meses o años, sienta un día el impulso irresistible de solicitar inmediatamente el bautismo y vaya corriendo a pedirlo. Pues oculto y silencioso es el camino por el que la gracia se adentra en los corazones.
Puede ocurrir que mi vida llegue a su término sin haber experimentado jamás ese impulso. Pero una cosa es absolutamente cierta: si llega el día en que yo ame a Dios lo suficiente para merecer la gracia del bautismo, recibiré esa gracia ese mismo día, indefectiblemente, bajo la forma que Dios quiera, sea por medio del bautismo propiamente dicho, sea de cualquier otra forma. ¿Por qué, entonces, preocuparse? No es en mí en quien debo pensar, sino en Dios. Es Dios quien debe pensar en mí“.
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Simone Weil,
carta a un sacerdote en A la Espera de Dios
19 de enero de 1942
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Entrevista al teólogo, autor de ‘Simone Weil: el silencio de Dios‘ (Fragmenta)
“Para todo ese compromiso con los más vulnerables, con la justicia, ella encuentra en el cristianismo las palabras, el símbolo, el relato que le permite expresar lo que ya está viviendo”
“Fue una de las primeras que se atrevió a hablar, a criticar los dos totalitarismos; el de la Unión soviética y el del nazismo. Pero, sobre todo, a reflexionar qué tenían en común, cómo ambos deshumanizan a la persona y cómo a partir de la deshumanización de la persona se pueden cometer atrocidades”
“(hoy) La democracia parece más consolidada, pero aún así buscamos refugio en seguridades y en soluciones casi mágicas o mesiánicas porque, en el fondo, los totalitarismos no dejan de ser mesianismos”
“Hay un déficit de interioridad de nuestra sociedad; tenemos mucha tecnología y estamos ante las pantallas, pero cuando nos miramos interiormente es como si nos mirásemos la pantalla y lo que tenemos que ver en nosotros es una ventana”
Compra Simone Weil: el silencio de Dios (Fragmenta) en La Tienda RD
“Leer a Simone Weil nos da un punto de esperanza en el futuro de la Humanidad”. Quien lo dice es uno de los mayores expertos en la figura de esta activista y pensadora de la primera mitad del siglo XX. Josep Otón acaba de presentar en Madrid ‘Simone Weil: el silencio de Dios‘ con Fragmenta.
“La gran aportación de Simone Weill es que es una activista política, una política sindical de nuestra justicia. Para entendernos, no vive recluida en el convento ni pertenece a una congregación que se dedica a no sé qué. Ella vive inmersa en este mundo político tan convulso y une lo que es su proceso interior, un proceso “místico” porque es misterioso, lo sincroniza, digamos, con el proceso social”, sostiene Otón, quien se muestra convencido de que, hoy, Weil estaría en Ucrania, “viendo que está pasando e intentando ayudar”.
-Estamos con Josep Otón. Acabas de presentar tu último libro ‘Simone Weil: el silencio de Dios‘ con Fragmenta.
-Sí, bueno, es un libro antiguo. Lo acabo de presentar, pero es un libro que escribí en catalán y tuvo mucho éxito. Y ahora, hemos hecho la versión en castellano, lo que me ha venido muy bien para rehacer el libro. Por tanto, es la versión actualizada y mejor que la que la original porque está actualizada y más trabajada; porque al traducirlo, no solo traduces, reescribes.
-Es como los que escribimos en papel con bolígrafo y la primera vez que lo pasamos al ordenador, ya estamos corrigiendo.
-Exacto.
-Vamos a comenzar por algo muy básico para los lectores no iniciados. ¿Quién es o quiénes son Simone Weil? ¿Cuántas Simone Weil hay?
-Qué pregunta más difícil. Simone Weil es un personaje interesantísimo de la primera mitad del siglo XX. Estudió con Simone de Beauvoir, la Simone de París. Simone de Beauvoir fue la ‘número dos’ de su promoción y Simone Weil la número uno. Pero Weil murió a los 34 años, con lo cual, la conocida es Simone de Beauvoir.
Weil es un personaje de primera línea desde el punto de vista intelectual y de compromiso social y político con el mundo obrero. Ella fue a trabajar a la fábrica y se convirtió en el antecedente de los curas obreros; para ellos, el diario de la fábrica de Simone Weil era un poco la guía. El catecismo. Fue la pionera en esta línea. Y luego, es una persona que viene un mundo agnóstico, ateo, de origen judío pero no practicante, y tiene varios encuentros con el catolicismo; en Portugal, en Asís, es Solesmes…, que le ayudan a articular su pensamiento y su acción. Es decir, para todo ese compromiso con los más vulnerables, con la justicia, ella encuentra en el cristianismo las palabras, el símbolo, el relato que le permite expresar lo que ya está viviendo.
-Pero, dejando de ser agnóstica.
-Sí.
https://twitter.com/fragmentaed/status/1499355062912622593?s=21
-El encuentro con Jesús, ¿le cambia?
-Se habla de varias Weils, del antes y el después. Ella estaba muy comprometida políticamente, pero cuando encuentra el cristianismo, sigue igual de comprometida. Utiliza las imágenes, que para nosotros son muy conocidas, y que descubre desde una supuesta ignorancia; desde no militar. Se fascina por el cristianismo.
Yo soy defensor de que no hay dos Weils, es la misma. Solo que hay un momento en que ella descubre el potencial del cristianismo para expresar lo que está viviendo.
-Como la vida de cada uno. No hay una conversión en sí, sino que es un proceso. No se cayó de un caballo.
-No. Pero sí se cayó de una manera articular. Yo creo que ella tenía muchos problemas para expresar lo que vivía, y el cristianismo le vino como anillo al dedo. Sobre todo, la figura de Jesús. Estaba en una procesión en Portugal y vio a gente muy pobre cantando a la Virgen de los Dolores. Dice, entonces:”me toca ser cristiana”, porque ella, una gran intelectual, en una manifestación de religiosidad popular siente. «Jesús muere como un esclavo, el cristianismo es una religión de los esclavos, los esclavos del siglo XX son los obreros. Yo soy obrera (porque ella estaba trabajando en una fábrica), el cristianismo es mi religión». Al revés que Nietzsche.
-Sí. El proceso contrario.
-Nietzsche dice que rechazamos el cristianismo porque es la religión de los esclavos. Y Simone piensa que precisamente por eso tiene valor. ¿Hay ahí una conversión? Pues, sí y no.
-En el caso de Jesús y de los pobres, es un proceso de revolución y de liberación. Y en el caso de Simon Weil, de los obreros. No es incompatible.
-Claro, es que los pobres del siglo XX viven en la Europa de la crisis de los años 30. Del paro, del trabajo a destajo, de la producción en cadena… Ella ve la película de Charles Chaplin, ‘Tiempos modernos’, y piensa: «esto es lo que me pasa a mí. Estamos allí poniendo un tornillo y no sabemos qué es lo que estamos fabricando. Esto es la esclavitud».
La esclavitud en el mundo capitalista y también en Rusia, donde igualmente los obreros están esclavizados aunque el propietario de la fábrica sea el Estado y no un burgués. Y por tanto, ella no encuentra referentes para entender esta opción por los vulnerables, por los pobres, o por los obreros; es igual. En cambio, el cristianismo le ofrece este relato y ella lo asume como propio.
-Simone asume ese relato en una época de cambios en lo político, en lo cultural y también del ascenso de las grandes ideologías que acaban provocando la Segunda Guerra Mundial; el nazismo por un lado, y como has comentado, en la Unión Soviética el ascenso de Stalin.
-Mi tesis doctoral fue sobre el totalitarismo en Simone Weil, de cómo entra en las entrañas de este régimen. Yo siempre digo que es precursora de Hannah Arendt. Algunas de las intuiciones de Hannah Arendt ya están en Simone Weil. Fue una de las primeras que se atrevió a hablar, a criticar los dos totalitarismos; el de la Unión soviética y el del nazismo. Pero, sobre todo, a reflexionar qué tenían en común, cómo ambos deshumanizan a la persona y cómo a partir de la deshumanización de la persona se pueden cometer atrocidades.
Ella no conoció Auschwitz, murió cuando se empezaba a oír sobre el holocausto. Pero ella intuyó esas estructuras y cómo como el ser humano se tiene que acoplar a ellas, a esa deshumanización, que es lo que vive en la fábrica; el paso previo a arrebatarle la dignidad a las personas.
-En esa época, como en la actual, decimos que los extremos se tocan. La ultraderecha y la ultraizquierda, los populismos de todo signo, tienen mucho más en común de lo que parece. Eso, que también pasaba entonces, parece que pasa hoy.
-Sí. Pero en esa época no se veía. Determinadas formas totalitarias tenían muchísimo prestigio en un lado y en otro.
-No éramos adultos democráticos. Ahora, supuestamente, podemos distinguirlo.
-Claro. Y la democracia estaba mal vista porque no era eficaz para resolver los problemas. Y ella lo advierte en esos momentos, y advierte del peligro de la máquina. De convertir a la sociedad en un engranaje. En una maquinaria.
Lo advierte… La propaganda que hay hoy día, las fake news; ella ya lo advierte en la propaganda de los nazis. Ella estudia estos elementos. Por ejemplo, siendo judía va a Alemania cuando Hitler está en el poder para estudiar qué está pasando allí.
Viene a la Guerra Civil. Entra en Barcelona y está alucinada de ver la revolución, piensa: «esto es lo que he deseado toda mi vida. Esto va a ser con 1789, 1870, la Comuna de París… ahora sí que lo vamos a hacer bien. Y advierte, pero me sorprende ver chicos de 17 años con un fusil.» Es decir, ya intuía lo que luego vio Orwell.
Luego se fue al frente de Aragón, a Pina de Ebro. Ella trabajaba en la cocina, estaba con los milicianos, pero se iba a hablar con los campesinos y les pregunta qué vivís, cómo vivís, y le sorprendía que sus compañeros, que habían ido a liberar España, se hacían sus tertulias hablando de a quién hemos matado y a quién hemos dejado de matar y no se preocupaban de los que, teóricamente, iban a liberar.
-Todos iguales, pero algunos más iguales que otros.
-Exacto. Ella también es precursora de Orwell. De ‘Animal farm’ y de ‘1984‘. Tiene intuiciones en esa dirección porque lo vive en Alemania, lo vive aquí en la Guerra Civil o lo lee.
-¿Hemos aprendido algo, después de todo lo que nos contaron Simone Weil u Orwell. De tantos y tantos que nos advirtieron y de la propia realidad, o seguimos repitiendo los mismos errores tropezando en las mismas piedras?
-Yo creo que hemos aprendido mucho, pero a veces se nos olvida. Porque venimos otra vez de una crisis económica, de la crisis de la pandemia.
-Y tendemos a buscar seguridad y las seguridades no siempre son democráticas.
-Exacto. Entonces, buscamos seguridades y soluciones fáciles a problemas complejos. Yo creo que estamos en un periodo bastante similar, esperemos que no acabe igual. También tenemos un nivel de vida superior en comparación con la pobreza que había en los años 30, que era horrible. La democracia parece más consolidada, pero aún así buscamos refugio en seguridades y en soluciones casi mágicas o mesiánicas porque, en el fondo, los totalitarismos no dejan de ser mesianismos.
-¿Te has acordado de Weill esta últimas semanas, con lo que está sucediendo en Ucrania?
-Y tanto. Pienso que hoy, Weill estaría en Ucrania viendo qué está pasando e intentando aliviar. Ella era muy patosa, todo hay que decirlos, pero igual que vino a España iría allí, no sé a hacer qué. Pero no podría estar viviendo sin conocer directamente qué estaba pasando. Porque el problema que tenemos, es que no sabemos a ciencia cierta qué está pasando.
-Tenemos, supuestamente, más información que nunca o más acceso a la información que nunca, pero estamos totalmente desinformados por saturación…
-Estamos más saturados, y esta saturación nos insensibiliza. Hemos visto tantas fotos, tantas películas, que vemos el bombardeo de no sé dónde y ya nos parece una película. Entonces, por una parte, yo creo que sí tenemos conciencia pero, también, debemos tener en cuenta que estamos desinformados por saturación de información. Y de que los extremos también son peligrosos; hacer la división maniquea de ‘los malos son estos y estos los buenos’. Esto no es ser crítico. Hemos de atrevernos a la incertidumbre de la crítica.
-Sin embargo, en estas circunstancias, incluso estando en contra de la guerra, ¿cómo te posicionas ante un conflicto así?
-Qué difícil. En el caso de Weill, ella también tiene sus contradicciones y se arrepiente. Por ejemplo, cuando la Conferencia de Múnich, ella aplaudió el apaciguamiento. En realidad, dejaron que Hitler evolucionara. Y luego, años más tarde, dice “fui una insensata, estaba tan cansada que no pude pensar sobre eso, acogí la paz ingenuamente y ahora tenemos aquí al monstruo”. Claro, es muy difícil.
-¿Hay soluciones para esas diatribas? Porque, si no, las respuestas son las del populismo; las respuestas concretas, rápidas y activas, pero que nos llevan a no construir una sociedad en la que quepamos todos.
-Yo, lo que he encontrado en Weill es esperanza. Ella era un poco depresiva. Vivía en un ambiente horrible: una persona débil físicamente que trabaja en una fábrica, tenía migrañas, estaba siempre de baja por accidentes, la Guerra Civil… Y, bueno, todas las esperanzas que tenía en la liberación obrera se vinieron abajo. En cambio, en vez de ir a la pensamiento distópico de Orwell, por ejemplo, o de Huxley, ella está dentro del pensamiento utópico y coge un camino cristiano, que es la gracia, y habla mucho de la ‘pesanteur‘, que se traduce normalmente por la ‘gravedad‘, la ‘pesadumbre‘. Habla de la pesadumbre moral que nos arrastra y que no levantamos el vuelo. Pero que, en medio de todo hay el ‘milagro‘. El milagro de que en medio de ese infierno puede haber un poco de luz y esperanza. Ahí tenemos a Etti Hillesum, que ve esa lucecita en el barracón de Auschwitz.
Es decir, que sí, que parece que todo nos arrastra por la fuerza de la gravedad, por la pesadumbre, por la ‘pesanteur‘; que todos nos vamos a la distopía, a la sociedad de Orwell de ‘1984‘ con algún ribete de Huxley, de ‘Un mundo feliz, de entretenimiento.
Pero yo creo que ella nos habla de esa posible esperanza, de esa gracia, de eso que está fuera de nuestro control y que no responde a esa fuerza de la gravedad.
-Esa maravilla de sentir que por muy intelectual que seas, por mucho que hayamos potenciado las capacidades del ser humnao, siempre hya algo que no comprendemos y que también nos sorprende y nos ayuda a cambiar nuestra forma estar.
-Exacto, algo que se nos escapa; que la esperanza no está puesta en nuestras propias fuerzas. Esto, si lo entendemos desde el punto de vista cristiano, es evidente a lo que se refiere, pero ella que le da un sentido muy general. Es decir, encuentra en el mundo, en La Ilíada, apoyada en el pensamiento griego, este punto de humanidad que va en contra de este proceso de deshumanización.
Yo pienso que por eso hay que leerla, para para tener esperanza a pesar de lo que estamos viendo. Leerla a ella, o leer a Etti Hillesum, nos da ese de punto de esperanza en la humanidad. Que a pesar de ser real la fuerza de la ‘pesanteur‘, de la pesadumbre, de esta caída en la que nos precipitamos, de esta mecanización de nuestras relaciones, hay un punto de esperanza.
Ella dice que la persona es sagrada. Y no hay que justificarlo. Es sagrada porque sí, es un derecho sagrado e indiscutible.
-Estamos terminando, pero en la otra pata del título se lee: ‘el silencio de Dios’. Hemos oído hablar de ello en muchas místicas, incluso santas y santos de nuestra época. Teresa de Calcuta, sin ir más lejos. ¿Qué es ese ‘silencio de Dios‘ para una persona como Simone Weill que afronta esa visión de los religiosos?
-La gran aportación de Simone Weill es que es una activista política, una política sindical de nuestra justicia. Para entendernos, no vive recluida en el convento ni pertenece a una congregación que se dedica a no sé qué. Ella vive inmersa en este mundo político tan convulso y une lo que es su proceso interior, un proceso “místico” porque es misterioso, lo sincroniza, digamos, con el proceso social. Con lo cual, ella vive los embites de este proceso social, de este silencio de Auschwitz, cuando vemos cómo el mal vence de esa manera. Cuando ve en el 43 que Europa está siendo invadida, cuando ve que el mal toma las riendas de la historia y “Dios calla”. Es un silencio que no sabemos por qué pasa. Y esto puede pasar tanto con hechos históricos o con la vida cotidiana.
Pero ella sincroniza los dos procesos, su proceso interior es un reflejo de lo que vive el mundo y, a su vez, este proceso interior, como Etti Hillesum o como Edith Stein, le ayuda a iluminar ese proceso histórico. En medio de esa oscuridad, ella vive su propia oscuridad, su propia noche espiritual. Y lo asocia al mito de la caverna de Platón, que eso es muy interesante, cómo lo relaciona.
Ella vive este proceso interior de oscuridad de noche, de tinieblas, y allí encuentra la luz para iluminar el “proceso” político, social, la sociedad de su entorno y busca en su propio interior, como Hillesum o Stein, motivos de esperanza; la gracia, que ella dice, para el exterior. Que no es sólo un proceso de santidad personal, que tantos místicos nos han explicado, y que si vemos a fondo, es lo mismo que esa salud interior que tiene, en medio de la oscuridad, Teresa de Calcuta, y que generan bien. Pues Weil, de una manera especial, con esta vocación política que tiene, nos permite unir los dos elementos. Y unir esa experiencia interior que tiene con el encuentro y también con la ausencia de Dios, para dar luz a ese silencio de Dios de algo como Auschwitz.
-Para terminar, ¿por qué deberían comprar y leer este libro?
-Por muchos motivos. Uno, porque Weil es un personaje imprescindible que nos puede iluminar muchísimo en estos momentos.
Nos ilumina en nuestro proceso interior. Yo creo que hay un déficit de interioridad de nuestra sociedad; tenemos mucha tecnología y estamos ante las pantallas, pero cuando nos miramos interiormente es como si nos mirásemos la pantalla y lo que tenemos que ver en nosotros es una ventana. Por tanto, es maestra de interioridad, es maestra del proceso espiritual. Y también nos enseña, a través de esta ventana interior, a mirar el mundo de una manera diferente y a percibir la necesidad que en este mundo hay de compasión, de gracia, de perdón, de hacer un mundo diferente que no nos deshumanice.
Simone Weil nos puede aportar estas claves y este es un libro que, para los que no han leído nunca a Weil, es una introducción. Y para los que la han leído, aporta muchos datos; hay una tesis doctoral detrás. Es un libro pensado para leerse con facilidad, pero estructurado y documentado para dar el fondo del pensamiento de esta autora tan original y que nos interpela, sobre todo en estos momentos.
–‘Simone Weil: el silencio de Dios’, publicado por Fragmenta Editorial y magníficamente editado. Josep Otón, gracias por la conversación, gracias por el libro. Y a vosotros, lectores, os recomendamos que lo compréis y que lo leáis.
Fuente Religión Digital
Del blog Amigos de Thomas Merton:
“Uno admira en el otro aquello de lo que carece, y el héroe resulta atractivo por lo que tiene de uno mismo, por la identidad que devuelve. Las vidas ejemplares suelen tener, es cierto, esos dos componentes, que las acercan y las alejan de las nuestras. Santos y héroes se nos escapan, ¡y están tan cerca de nosotros! Dicen que pasan por pruebas decisivas y extremas. ¿Y quién no pasa por pruebas decisivas y extremas todos los días y aún a cada hora?”.
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Carlos Ortega
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Hoy hace 78 años que fallecía Simone Weil… Simone Weil (París, 3 de febrero de 1909-Ashford, 24 de agosto de 1943) fue una filósofa, activista política y mística francesa a cuyos textos y vida hemos recurrido en muchas ocasiones…. Formó parte de la Columna Durruti durante la Guerra Civil española y perteneció a la Resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial. Dejó abundantes escritos filosóficos, políticos y místicos, incentivados por su publicación tras su muerte en 1943 a causa de tuberculosis. Albert Camus la describió como «el único gran espíritu de nuestro tiempo».
“No es el modo como una persona habla de Dios lo que me permite saber si ha morado en el fuego del amor divino, sino el modo en que habla de las cosas terrenas”
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“Es falsa toda concepción de Dios incompatible con un movimiento de caridad pura”.
(Carta a un religioso, Editorial trotta)
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“No tengo necesidad de ninguna esperanza, de ninguna promesa, para creer que Dios es rico en misericordia. Conozco esa riqueza con la certeza de la experiencia, yo misma la he tocado. Lo que de ella conozco por contacto sobrepasa de tal modo mi capacidad de comprensión y gratitud que ni la misma promesa de felicidades futuras añadiría nada al significado que para mí tiene, de la misma forma que para la inteligencia humana la adición de dos infinitos no es una adición.”
(A la espera de Dios. Editorial Trotta)
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Un mes antes de morir, Simone Weil escribió una carta a su amigo y compañero Francis-Louis Closon, manifestando su agotamiento físico y mental: “Estoy acabada, rota, más allá de cualquier posibilidad de reparación”. Enferma de tuberculosis, afirmaba que, esencialmente, las personas se diferenciaban “por el objetivo que asignaban a sus vidas; por su vocación”. En su caso, aseguraba que su vocación había consistido en ponerse al servicio de la verdad, dejándose llevar por una apremiante llamada interior: “Yo carezco de la posibilidad de utilizar mi propia inteligencia. […] Es ella la que me utiliza a mí, y ella misma obedece sin reservas -al menos confío en que así es- a lo que le parece ser la luz de la verdad. Obedece día a día, segundo a segundo, y mi voluntad jamás ejerce sobre ella acción alguna”. Simone Weil escribe esta carta desde el hospital Middlesex el 26 de julio de 1943. Poco después, será trasladada al Grosvenor Sanatorium de Ashford, donde morirá el 24 de agosto de ese mismo año. Se ha dicho que sufría anorexia, que se dejó morir, que anhelaba el martirio. Su pasión por la metafísica platónica parecía haberse encarnado en su cuerpo, ahuyentando la materia. El escritor, político y periodista Maurice Schumann, uno de los primeros y más estrechos colaboradores de De Gaulle, observó que parecía “un espíritu casi desprendido de la carne”, el Verbo del Evangelio de Juan. Cuando los médicos insistían en que se alimentara mejor, descansara y se animara un poco, respondía: “No puedo sentirme feliz ni comer a gusto cuando siento que mi pueblo sufre”. O bien: “no estaré aquí mucho tiempo”.
Simone Weil consideraba deshonrosa su posición en Londres, lejos del peligro y las restricciones. Pedía que enviaran sus raciones de comida a los prisioneros de guerra franceses, avergonzada de no compartir sus penalidades. No le habían permitido combatir con la Resistencia. Su proyecto de lanzarse en paracaídas sobre Francia, sólo había provocado estupor e irrisión. Le contestaron que carecía de la preparación necesaria y que sería más útil elaborando informes para la Francia Libre. Weil aceptó, pero no sin imponerse unas durísimas jornadas de trabajo, que apenas le permitían unas horas de sueño. A veces, dormía en el suelo de su pequeño despacho y apenas comía. Su tuberculosis se agravó y acabó en el hospital. La perspectiva de morir no le inquietaba. Cuando su estómago apenas toleraba alimentos y ya no podía levantarse de la cama, le comentó a una de sus visitas: “Tú eres como yo, una porción mal cortada de Dios. Pero en mi caso no tardaré en dejar de ser algo cortado: estaré unida y vinculada”. Esas palabras no le impiden especular con su porvenir. No le agrada la actitud de la Francia combatiente con Argelia. Se alegra de no tener responsabilidades políticas. Después de la guerra, sólo desea volver a la enseñanza y pedir un permiso sin sueldo para leer y escribir. En el fondo, no se engaña. Sabe que no recobrará la salud. Cuando es trasladada a Ashford, se lleva sus libros, cuidadosamente empaquetados, pero cuando contempla su habitación, con dos camas y una ventana abierta sobre un prado lleno de árboles, musita: “Un hermoso lugar para morir”. Su muerte no resultó traumática. Sufrió una parada cardíaca mientras dormía. Los médicos anotaron que su aspecto era apacible, sin indicio de dolor. Sólo pasó dos días en coma. Poco antes de perder la conciencia, comentó que era judía, pero que deseaba hacerse católica, si bien no le convencían algunos aspectos de la doctrina y de la historia de la Iglesia romana. Un juez de instrucción ordenó una investigación y, tras examinar los informes médicos, dictaminó suicidio. Los periódicos locales publicaron la noticia en portada, con titulares que hablaban del “curioso sacrificio de una profesora francesa”. Fue enterrada el 30 de agosto en la zona reservada a los católicos del cementerio de Ashford. Asistieron siete personas a la ceremonia. Se avisó a un sacerdote, pero perdió el tren y no llegó a tiempo. Maurice Schumann leyó unas plegarias del Misal romano. Se depositó sobre la tumba un ramo atado con los colores de la bandera francesa.
Simone Weil murió con treinta y cuatro años. La mayor parte de su obra se hallaba inédita. Albert Camus, que admiraba su escritura y su trayectoria vital, editó y publicó gran parte de sus manuscritos, a veces con criterios muy subjetivos. En 1988, Gallimard publicó su obra completa en dieciséis volúmenes. Actualmente, disfruta de un amplio reconocimiento, pero su figura continúa despertando perplejidad, asombro y cierto malestar. ¿Quién era realmente esa joven judía, profesora de filosofía, sindicalista, operaria de Renault y excombatiente de la Columna Durruti, que experimentó en Asís la imperiosa necesidad de arrodillarse ante el altar? ¿Cómo había que interpretar su experiencia mística con Cristo mientras recitaba “Love”, el famoso poema de George Herbert, que le ayudaba a combatir sus terribles migrañas? ¿Era una revolucionaria, una mística, quizás una neurótica? Cuando uno de los médicos que la atendió durante sus últimos días le preguntó por su profesión, contestó: “Soy filósofa y me intereso por la humanidad”. Su búsqueda incansable de la verdad impulsó un peculiar itinerario desde el comunismo hasta el catolicismo, pero lejos de cualquier ortodoxia. Sería un tremendo error afirmar que con la edad derivó hacia posiciones reaccionarias, pues nunca se desvió de su preocupación esencial: el hombre. Tal vez por eso despertó la simpatía de Camus, otro rebelde que se debatió entre el marxismo y un ateísmo que desembocó en la doctrina estoica del amor fati (embrión –según Weil- del auténtico cristianismo). No se puede amar al hombre, sin amar el mundo, la tierra, el orden del cosmos. Eso sí, donde Camus sólo reconoce la impronta de lo absurdo, Weil advierte la gramática de Dios.
La experiencia mística de Simone Weil no consistió en una aparición, sino en una vivencia. Como explicó al padre Perrin en una carta, “en ese súbito apoderamiento de mi ser por Cristo, ni la imaginación ni los sentidos tuvieron nada que ver; sólo sentí a través del sufrimiento la presencia de un amor semejante al que se observa en la sonrisa de un rostro amado”. En su correspondencia con Joë Bousquet, destacó que se había tratado de “una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano”. En esas fechas, Weil no había leído a los místicos y siempre había contemplado con rechazo esa clase de experiencias. El problema de Dios le parecía insoluble y sumamente impenetrable: “No había previsto la posibilidad de algo como esto, de un contacto real, aquí abajo, de persona a persona, entre un ser humano y Dios”. Su amiga y biógrafa Simone Pétrement, escéptica en el plano religioso, concede credibilidad a la experiencia mística de Weil por su incapacidad de mentir y su integridad moral: “Si alguien me dice que ha encontrado a Dios, yo no le creo. Pero si quien me dice eso es un santo, debo prestar gran atención a lo que dice”. El santo se caracteriza por un amor puro hacia los demás, por un absoluto desapego a su yo, por una búsqueda perpetua e intransigente de la verdad. Un amor de estas características, que jamás comerciaría con la gloria o la vanidad, merece ser creído, pues no está contaminado por ningún interés mundano. Pétrement reconoce esa clase de amor en Simone Weil. Su vida está impregnada de santidad y, por eso, su encuentro con Cristo posee la certeza de las verdades indubitables, de esos principios lógicos que sirven de fundamento al razonar, pero que no pueden ser justificados. Escoger como confidente a Joë Bousquet, el poeta confinado en una cama por una herida sufrida en el frente durante la primera guerra mundial, sólo corrobora la autenticidad de una vivencia que sólo acontece en los umbrales del dolor o la inocencia.
¿Cómo es posible transitar de la conciencia revolucionaria a la conciencia mística? ¿Son posiciones antitéticas, irreconciliables, o dos meras variaciones de un mesianismo acunado por la inmadurez neurótica? Nada menos esclarecedor que la simple descalificación, donde no hay voluntad de compresión, sino incapacidad para asimilar y tolerar la alteridad. Todas las etapas de la vida de Simone Weil están comunicadas por un ardiente anhelo de verdad. El revolucionario y el místico se rebelan contra su época, invocando un porvenir diferente. Su sentido del tiempo no es el del hombre común, demasiado apegado a lo inmediato. El inconformismo no es un desorden interior, sino una perspectiva crítica sobre lo real que apunta hacia lo utópico o trascendente. La rebeldía no es un sentimiento negativo. Detrás de su descontento, anida el impulso primario de echar raíces, de vincularse firmemente a creencias profundas y expectativas liberadoras: “Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana”. Echar raíces, sí, pero no como un derecho, sino como una obligación incondicionada hacia el otro. La obligación hacia el ser humano es un deber eterno. Esta obligación “no está basada en nada de este mundo”. Para Simone Weil, Dios es la garantía de que en el universo el bien prevalecerá sobre el mal. Ninguna ideología política puede usurpar el papel de la providencia divina, que imprime un sentido y una finalidad a la historia, salvando a la humanidad del despiadado reino del azar. En la filosofía de Platón, ya se aprecia esa interpretación del cosmos. El Bien es real, eterno, inmutable, imperecedero. Por el contrario, el mal sólo es privación, defecto, desarraigo. Weil piensa que el Bien triunfará cuando todos los hombres se sientan vinculados y resulte imposible contemplar las penurias ajenas con indiferencia. Pensar que ese horizonte jamás se consumará, sólo contribuye a retrasar su advenimiento. El pesimismo es el peor enemigo de la esperanza.
Simone Weil no se acerca al catolicismo por miedo a morir. De hecho, la idea de la inmortalidad le produce incredulidad. Su aproximación a Dios surge de la gratitud: “Aun cuando no hubiera nada más para nosotros que la vida terrena, aun cuando el instante de la muerte no nos aportase nada nuevo, la sobreabundancia infinita de la misericordia divina está ya secretamente presente, aquí, en toda su integridad”. ¿Cómo es posible que Camus, ateo convencido, se interesara por un pensamiento semejante? ¿Quizás le sucedía lo que a algunos lectores contemporáneos, que admiran a Simone Weil como pensadora política, pero reaccionan con frialdad ante sus inquietudes religiosas, atribuyéndolas a su extraño temperamento? No creo. Camus comprendió que la grandeza de Weil residía en su amor incondicional a la vida y en su honda solidaridad con los humillados y ofendidos. Jamás la consideró una loca y, menos aún, una impostora. Desde itinerarios distintos, Camus y Weil dicen sí a la experiencia de estar en el mundo, incluso cuando aparecen el dolor y el absurdo. Al igual que Sísifo, ambos empujan la piedra hasta la cima y sonríen cuando contemplan el paisaje, sin olvidar que otros más desdichados nunca conocerán esa serenidad. El otro, la amistad, la belleza del mundo, la poesía, el arte, sólo se hacen reales cuando olvidamos que la verdadera libertad consiste en amar la plenitud del instante, rechazando la tentación del suicidio. El mayor delito del hombre no es haber nacido, sino exigir más de lo que razonablemente cabe esperar. Se debe luchar contra la injusticia, pero no contra la vida, que nos colma de dones, como el privilegio de pensar, el sentido estético y el sentimiento de fraternidad. Simone Weil atribuye la vida a Dios. Camus no acepta este planteamiento, manteniéndose –a su pesar- en la órbita de Antoine Ronquetin, incapaz de soportar la irracional hegemonía de la materia.
El legado de Simone Weil se puede condensar en una sola frase extraída de la penúltima carta a sus padres: “No perdáis la esperanza. Sed felices”. Pienso que Camus habría asentido desde la otra orilla, lejos de Dios, pero no del imperativo de buscar la dicha y amar al hombre.
Nota bibliográfica:
Ninguna de las obras de Simone Weil decepciona o produce indiferencia. Yo siento predilección por Echar raíces y A la espera de Dios, ambos publicados por la editorial Trotta, con excelentes prólogos y traducciones. Los dos libros se armaron póstumamente, reuniendo textos, cartas y apuntes. Albert Camus asumió la edición de L’enracinement, con ayuda de la madre de Simone, que mecanografió el manuscrito.
SIMONE WEIL. Profesión de Fe. Antología.
Fuente El Cultural
Nuevo libro de Josep Otón en Fragmenta
El día 23 de junio llegaba a las librerías ‘Simone Weil: el silencio de Dios‘, de Josep Otón, una aproximación al legado filosófico y la reflexión espiritual de una de las autoras más relevantes y sugerentes de la primera mitad del siglo xx
A partir del ‘Prologue’, un texto enigmático de Weil, Otón desvela algunos rasgos fundamentales de la relación entre el ser humano y el Misterio
(Fragmenta Editorial).- «¿Por qué Dios guardó silencio ante las atrocidades de Auschwitz?», se pregunta Josep Otón en la introducción de Simone Weil: el silencio de Dios. «¿Por qué increíble motivo el silencio de Dios era la única respuesta a los lamentos de unas víctimas despojadas de su voz en la culta civilización europea?»
A partir del «Prologue», un texto enigmático de Weil, Otón desvela algunos rasgos fundamentales de la relación entre el ser humano y el Misterio. El «Prologue» narra dos experiencias contrapuestas con un personaje desconocido, un encuentro y una ausencia, una suerte de metáfora de la vida espiritual, en la que Dios se revela y se oculta.
Con una trayectoria inmersa en el contexto de la II Guerra Mundial, y a la sombra de Auschwitz y de la pregunta por el silencio de Dios, Josep Otón prosigue su estudio de la interioridad de místicos, artistas y pensadores centrándose en el análisis de la experiencia personal de Simone Weil para quien, según el autor, no hay ninguna ruptura entre su faceta revolucionaria y comprometida con la lucha obrera y la dedicada a la búsqueda religiosa.
El autor cree que «esta pensadora, como tantos otros místicos, al captar unos niveles de profundidad de la realidad que a los demás nos pasan desapercibidos, vive apasionadamente su relación con los vulnerables, con las víctimas de la “desdicha”, en un contexto marcado por la “ausencia” o el “silencio de Dios” que, a su vez, interpreta como una experiencia de lo sagrado».Simone Weil (París 1909 – Ashford, Reino Unido, 1943). Filósofa, profesora, sindicalista y miembro de la resistencia francesa. A pesar de su condición acomodada, una fuerte conciencia social y la empatía por la pobreza la llevaron a participar voluntariamente en el dolor comunitario que asolaba la Europa de entreguerras.
Estudió filosofía en París y obtuvo una plaza de profesora, pero en 1935 se enroló en el mundo obrero. Eso le condicionó todo su pensamiento filosófico y antropológico posterior, marcado asimismo por una sacudida espiritual en constante evolución.
En 1942 se exilia a Nueva York y, posteriormente, a Londres, donde su decisión de no comer más que un obrero de la resistencia francesa aceleró su muerte. Gran parte de su obra proviene de sus cuadernos personales, publicados póstumamente. Fragmenta ha publicado en catalánLa gravetat i la gràcia (2021).
Josep Otón (Barcelona – 1963) es doctor por la Universitat de Barcelona con una tesis sobre la filosofía de la historia de Simone Weil. Es catedrático de enseñanza secundaria y docente en el Institut Superior de Ciències Religioses de Barcelona. Ha recibido diversos premios por sus obras de ensayo. Es autor de una veintena de libros sobre interioridad, espiritualidad y pensamiento religioso, algunos publicados en catalán, portugués (Brasil) y francés.
Colección: Fragmentos
Volumen: 76
Núm. de páginas: 224
Primera edición: junio del 2021
ISBN: 978-84-17796-52-5
Encuadernación: Rústica, 13 x 21 cm
PVP: 18.00€
Fuente Religión Digital
“Hay en los hombres más cosas a admirar que a desdeñar”
“La vida y la obra de Camus nos dejan la impresión de que, a pesar de su formación cristiana en Argel, era un escéptico”
“Howard Mumma cuenta en su libro Albert Camus and the Minister que el autor de El hombre rebelde tuvo inquietudes religiosas en los últimos años de su vida”
“Camus (1913—1960) declaró en 1946 ante un público cristiano: ‘No parto del principio de que la verdad cristiana es ilusoria. Simplemente, nunca penetré en ella'”
Mumma recuerda que Camus se acercó a la iglesia cuando ya era un artista consagrado, en busca de ‘algo’. ‘Algo que no estoy seguro de poder siquiera definir’, admitió el escritor”
“Camus está muerto y es inútil preguntarse si al ser víctima de su accidente corría con el ansia de encontrar a Aquel que lo procuraba. Pero no hay duda de que hizo de su estética una apología radical de la ética”
La vida y la obra de Camus nos dejan la impresión de que, a pesar de su formación cristiana en Argel, era un escéptico. Los horrores de la Segunda Gran Guerra echaron por tierra los íconos del autor de El mito de Sísifo: Dios, el Partido Comunista, las instituciones políticas, las ideologías. Comenzó a considerar que todas las verdades “ideales” u “objetivas” eran un mito. Insistió en no ir “más allá de la razón”, fuera en nombre de lo que fuera: raza, Estado o partido. Desencantado, se resistió, sin embargo, a la cicuta de la “náusea” sartreana, aunque muchos insistan en ubicarlo entre los existencialistas.
Camus nunca se declaró discípulo de Sartre. Este llegó a manifestar que no había nada en común entre su pensamiento y el del autor de El extranjero. Una de sus pocas frases que se hace eco de la filosofía existencialista aparece en El mito de Sísifo, cuando el autor argelino se refiere al “hastío que se apodera del hombre ante lo absurdo de la vida”.
Para Camus, apegarse a un valor espiritual era una fuga de la realidad. Como Nietzsche, prefería la autenticidad a la verdad. No obstante, creía en el ser humano. Como escritor, asumió la condición de testigo del sufrimiento de los inocentes, e incluso del silencio de Dios. Pero imaginar que en sus últimos años de vida Camus llegó a tener añoranzas de una fe que no poseía es algo que no bordea lo insólito solo porque Mumma escribió que Camus admitió la posibilidad de encontrar en la fe un sentido para la vida. Por eso dialogó con el teólogo, quien lo introdujo en la lectura de la Biblia, lo que lo habría llevado del ateísmo al agnosticismo.
Camus, quien obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1957, le dijo a Mumma que ya había experimentado el impacto del testimonio evangélico gracias a la amistad que lo unía a Simone Weil, una judía agnóstica, mística sin fe, filósofa que abandonó la comodidad de la academia para sumergirse en el mundo de los pobres. Militante de la Resistencia francesa, trabajó como obrera en España. Solidaria con los hambrientos, se permitía una ración diaria de alimentos tan exigua que acabó poniendo en peligro su salud. Murió en 1943, a los 34 años de edad.
El epílogo de La peste pone de manifiesto la fe de Camus en el ser humano: “(…) el doctor Rieux decidió escribir el relato que aquí termina para no ser de los que se callan, para dar testimonio a favor de los apestados, para dejar al menos un recordatorio de la injusticia y la violencia de que fueron víctimas, y para decir sencillamente lo que se aprende durante los flagelos: que hay en los hombres más cosas a admirar que a desdeñar”.
Esa exaltación de lo humano caracteriza la literatura de Camus, iluminada por su énfasis en la felicidad, un tributo de su origen mediterráneo. No le preocupaba el destino, sino el presente, la posibilidad de ser feliz ahora. Sus camaradas son Montaigne, Voltaire y Rabelais, no Pascal, Baudelaire y Rimbaud, que oscilan entre la angustia y la desesperación. “En el corazón de mi obra hay un sol invencible” le declaró en una entrevista a G. d’Aubarède (Nouvelles litteraires, no. 1236, 10 de mayo de 1951). “No hay ninguna vergüenza en ser feliz”, le dijo al entrevistador. “Da vergüenza ser feliz solo”, añadió por boca de Rambert en La peste.
Camus está muerto y es inútil preguntarse si al ser víctima de su accidente corría con el ansia de encontrar a Aquel que lo procuraba. Pero no hay duda de que hizo de su estética una apología radical de la ética, como demuestra este fragmento de La Peste: “En resumen, dijo Tarrou simplemente, lo que me interesa es saber cómo un hombre se convierte en santo. Pero usted no cree en Dios, le respondió Rieux. Precisamente. El único problema concreto que me preocupa hoy es saber si un hombre puede convertirse en santo sin Dios”.
Frei Betto es autor, entre otros libros, de la novela Aldeia do silêncio (Rocco).
Frei Betto es autor de 69 libros, publicados en Brasil y en el extranjero. Puedes adquirirlos con descuento en Librería Virtual Allí los encontrarás a precios más económicos y los recibirás en casa por correo.
Traducción de Esther Perez
Fuente Religión Digital
Una de las verdades del cristianismo, hoy olvidada por todos es que lo que salva es la mirada. La serpiente de bronce ha sido elevada a fin de que los hombres que yacen mutilados en el fondo de la degradación la miren y se salven.
Es en los momentos en que uno se encuentra -como suele decirse mal dispuesto o incapaz de la elevación espiritual que conviene a las cosas sagradas, cuando la mirada dirigida a la pureza perfecta es más eficaz. Pues es entonces cuando el mal, o más bien la mediocridad, aflora a la superficie del alma en las mejores condiciones para ser quemada al contacto con el fuego.
El esfuerzo por el que el alma se salva se asemeja al esfuerzo por el que se mira, por el que se escucha, por el que una novia dice sí. Es un acto de atención y de consentimiento. Por el contrario, lo que suele llamarse voluntad es algo análogo al esfuerzo muscular.
La voluntad corresponde al nivel de la parte natural del alma. El correcto ejercicio de la voluntad es una condición necesaria de salvación, sin duda, pero lejana, inferior, muy subordinada, puramente negativa. El esfuerzo muscular realizado por el campesino sirve para arrancar las malas hierbas, pero sólo el sol y el agua hacen crecer el trigo. La voluntad no opera en el alma ningún bien.
Los esfuerzos de la voluntad sólo ocupan un lugar en el cumplimiento de las obligaciones estrictas. Allí donde no hay obligación estricta hay que seguir la inclinación natural o la vocación, es decir, el mandato de Dios. Y en los actos de obediencia a Dios se es pasivo; cualesquiera que sean las fatigas que los acompañen, cualquiera que sea el despliegue aparente de actividad, no se produce en el alma nada análogo al esfuerzo muscular; hay solamente espera, atención, silencio, inmovilidad a través del sufrimiento y la alegría. La crucifixión de Cristo es el modelo de todos los actos de obediencia.
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Simone Weil,
A la espera de Dios,
Editorial Trota. Madrid 1993, 159s passim
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Del blog Nova Bella:
La Providencia divina no es un desarreglo, una anomalía en el orden del mundo. Es el orden del mundo en sí. O, más bien, es el principio ordenador de este universo, extendido a través de toda una red subterránea de relaciones.
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Simone Weil
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Es necesario desarraigarse. Cortar el árbol y hacer con él una cruz, y llevarla después todos los días. La contradicción experimentada hasta el fondo del ser es la laceración, es la cruz. Hace falta un hombre justo al que imitar para que la imitación de Dios no sea una palabra vacía, pero nace falta también, a fin de que vayamos más allá de la voluntad, que sea imposible querer imitarle. No podemos querer la cruz. Podemos querer cualquier grado de ascetismo o de heroísmo, pero no la cruz, que es un sufrimiento penal.
El misterio de la cruz de Cristo reside en una contradicción, porque es, al mismo tiempo, una ofrenda voluntaria y un castigo que sufrió a su pesar. Si sólo viéramos la ofrenda, podríamos querer lo mismo para nosotros. Pero no es posible querer un castigo padecido a pesar nuestro. Quienes conciben la crucifixión sólo bajo el aspecto de la ofrenda cancelan el misterio salvífico y la amargura salvífica. Desear el martirio es desear verdaderamente demasiado poco. La cruz es infinitamente más que el martirio […].
La cruz es una palanca con la que un cuerpo frágil y ligero, pero que era Dios, ha levantado el peso de todo el mundo. «Dadme un punto de apoyo y levantaré el mundo.» Este punto de apoyo es la cruz. No puede haber otro. Es menester que se encuentre en la intercesión del mundo con lo que no es el mundo. La cruz es esta intercesión.
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Simone Weil
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Scott Warren se enfrenta a 10 años de cárcel por dejar agua en el desierto a personas migrantes en Estados Unidos. ¡Exige que se le retiren los cargos!
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“Las personas están hechas de tal modo que quienes oprimen no sienten nada;
es la persona oprimida la que siente lo que está ocurriendo.
A menos que nos hayamos puesto del lado de la persona oprimida,
para sentir como ella,
no podemos entender”.
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Simone Weil
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Dios ha creado por amor, y con los fines del amor. Dios no ha creado otra cosa que el amor mismo y los medios del amor. Ha creado seres capaces de amor a todas las distancias posibles.
Él mismo -puesto que ningún otro podía hacerlo- fue a la distancia máxima, a la distancia infinita. Esta distancia infinita entre Dios y Dios, desgarro supremo, dolor que no tiene par, milagro de amor, es la crucifixión. Nada puede estar más lejos de Dios que lo que fue hecho maldición. Este desgarro, encima del cual crea el amor supremo el vínculo de la unión suprema, resuena perpetuamente a través del universo, sobre un fondo de silencio, como dos notas separadas y fundidas, como una armonía pura y desgarradora. Es la Palabra de Dios. Toda la creación no es más que su vibración. Cuando hayamos aprendido a escuchar el silencio, será esto lo que, en medio del silencio, comprendamos con mayor distinción. Los que se aman, los amigos, tienen dos deseos: uno, amarse hasta el punto de penetrar el uno en el otro y convertirse en un solo ser; el otro, amarse hasta tal punto que, aunque estuvieran separados por los océanos, su unión no quedara debilitada. Todo lo que el hombre desea verdaderamente aquí abajo es real y perfecto en Dios. Todos estos deseos imposibles son en nosotros algo así como una señal de nuestro destino y tienen un efecto positivo sobre nosotros desde el momento en que esperamos alcanzarlos. El amor de Dios es el vínculo que une a dos seres hasta el punto de hacerlos imposibles de distinguir y realmente uno solo, y que, tendido por encima de las distancias, triunfa sobre la separación infinita. Por ese motivo, la cruz es nuestra única esperanza
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(Simone Weil,
A la espera de Dios,
Editorial Trotta, Madrid 1996.
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Del blog Nova Bella:
Todo lo que es valioso en mí,
sin excepción,
viene de fuera de mí,
no como un don,
sino como un préstamo
que debe ser renovado sin pausa.
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Simone Weil
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Del blog Amigos de Thomas Merton:
¡Qué mejor oración para un día como hoy que el Padre Nuestro! ¿Cuántas lecturas e interpretaciones? Cada quien tiene la suya, todos identifican al Padre a su real saber y entender. Es interesante acercarse a la interpretación de Simone Weil (Gracias a José Luis Navarro, que nos lo ha compartido en facebook).
Padre nuestro, el que está en los cielos
No hay que buscarle, basta con cambiar la orientación de la mirada; a él es a quien corresponde buscarnos. Hay que sentirse felices de que está infinitamente fuera de nuestro alcance.
Sea santificado tu nombre
Sólo Dios tiene el poder de nombrarse a sí mismo. Su nombre no puede ser pronunciado por labios humanos. Su nombre es una palabra, el Verbo. Su nombre es la única posibilidad para el hombre de acceder a Él. Así pues, es el Mediador.
Venga tu reino
Se trata ahora de algo que debe venir, que no está presente. El reino de Dios es el Espíritu Santo llenando por completo toda el alma de las criaturas inteligentes. El Espíritu sopla donde quiere; sólo podemos llamarle. No hay ni que pensar en llamarle de manera particular para uno mismo, para unos o para otros, ni siquiera para todos, sino llamarle pura y simplemente; que pensar en él sea una llamada y un grito. Así como cuando se está en el límite de la sed, muriendo de sed, uno ya no se representa el acto de beber en relación a sí mismo, ni siquiera el acto de beber en general, sino tan sólo el agua en sí; pero esta imagen del agua es como un grito de todo el ser.
Hágase tu voluntad
Es una actitud muy distinta a la resignación. La palabra aceptación es incluso demasiado débil. Hay que desear que todo lo que ha sucedido haya sucedido y nada más. No porque lo que haya sucedido esté bien a nuestros ojos, sino porque Dios lo ha permitido y porque la obediencia del curso de los acontecimientos a Dios es por sí mismo un bien absoluto.
Así en el cielo como en la tierra.
No hay que apegarse ni siquiera al desapego. Hay que pensar en la vida eterna como se piensa en el agua cuando se está a punto de morir de sed y, al mismo tiempo, desear para sí y para los seres queridos la privación eterna de esa agua antes que ser colmados con ella en contra de la voluntad de Dios, si tal cosa fuese concebible.
Nuestro pan, que es sobrenatural, dánoslo hoy
Debemos pedir este alimento. En el momento en que lo pedimos y por el hecho mismo de pedirlo, sabemos que Dios nos lo quiere dar. No debemos aceptar el estar un solo día sin él.
Y perdónanos nuestras deudas, así como también nosotros
Hemos perdonado a nuestros deudores
El perdón de las deudas es la pobreza espiritual, la desnudez espiritual, la muerte. Si aceptamos plenamente la muerte, podemos pedir a Dios que nos haga revivir purificados del mal que hay en nosotros. Hasta ese momento Dios nos perdona nuestras deudas parcialmente, en la medida en que perdonamos a nuestros deudores.
Y no nos arrojes a la tentación, sino protégenos del mal.
Esta oración contiene todas las peticiones posibles; no puede concebirse oración que no esté contenida en ella. El Padre Nuestro es a la oración lo que Cristo es a la humanidad. No cabe pronunciarla con atención plena en cada palabra sin que un cambio, quizá infinitesimal pero real, se opera en el alma.
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Todos los movimientos naturales están regidos por leyes análogas a las de la gravedad material. Sólo la gracia constituye una excepción. Es preciso esperar siempre que las cosas sucedan en conformidad con la gravedad, salvo intervención de lo sobrenatural.
Gravedad. En general, lo que esperamos de los otros está determinado por los efectos de la gravedad en nosotros; lo que recibimos de ellos está determinado por los efectos de la gravedad en ellos. En algunas ocasiones (por casualidad), ambos hechos coinciden; con frecuencia, no. […] El hombre tiene la fuente de su energía moral, así como la de su energía física (alimento, respiración) en el exterior. Por lo general, la encuentra, y eso le crea la ilusión -incluso respecto a su propio físico- de que su ser lleva en sí mismo el principio de su propia conservación. Sólo la privación hace sentir la necesidad. Y, en caso de privación, no se le puede impedir dirigirse hacia cualquier objeto comestible.
Existe un solo remedio: una clorofila que le permita alimentarse de luz. No juzgar. Todas las culpas son iguales. Existe una sola culpa: no tener la capacidad de alimentarse de luz. Porque, una vez abolida esta capacidad, son posibles todas las culpas. Mi alimento es hacer la voluntad de aquel que me envía. No existe el bien fuera de esta capacidad.
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Simone Weil,
La gravedad y la gracia,
Editorial Trotta, Madrid 1994.
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Del blog Nova Bella:
“La atención consiste en suspender el pensamiento, en dejarlo disponible, vacío y penetrable al objeto[…]
Sobre todo la mente debe estar vacía, a la espera, sin buscar nada, dispuesta a recibir en su verdad desnuda el objeto que va a penetrar en ella”
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La espera no es una actitud muy popular. La espera no es algo en lo que la gente piensa con gran simpatía. En efecto, la mayoría de la gente considera la espera como una pérdida de tiempo. Para muchos, la espera es un desierto árido que se extiende entre el lugar en que se encuentran y aquel al que quieren ir. Y a la gente no le gusta demasiado un lugar así.
En realidad la espera es activa, La mayoría de nosotros piensa en la espera como algo muy pasivo, como un estado sin esperanza determinado por acontecimientos completamente fuera de nuestras manos. ¿Se retrasa el autobús? No podemos hacer nada, no nos queda más remedio que sentarnos y esperar. Sin embargo, no hay nada de esta pasividad cuando se nos habla en la Escritura de espera. Los que están a la espera están llamados a hacerlo de una manera activa. Espera significa estar plenamente presentes en el momento, con la convicción de que algo está sucediendo allí donde te encuentras y que quieres estar presente en ese momento. Una persona que está esperando es alguien que está presente en el momento, que cree que ese momento es el momento. Entonces la espera no es pasiva. Incluye alimentar ese momento, como una madre alimenta al niño que está creciendo en su seno. Es mantenerse vigilantes, atentos a la voz que dice al hablar: “¡No temáis! Va a suceder algo. Prestad atención”.
Esperar en tiempo indeterminado es una actitud enormemente radical hacia la vida. Es tener confianza en que nos sucederá algo que está mucho más allá de nuestra imaginación. Es abandonar el control de nuestro futuro y dejar que sea Dios quien determine nuestra vida. La vida espiritual es una vida en la que esperamos, en la que estamos a la espera, activamente presentes en el momento, esperando que nos sucedan cosas nuevas, cosas nuevas que están mucho más allá de nuestra capacidad de previsión. Esta es la razón por la que Simone Weil, una escritora judía, ha dicho: “Esperar pacientemente con esperanza es el fundamento de la vida espiritual”.
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Henri Nouwen,
Il sentiero dell’attesa,
Brescia 21997, pp. 6-18, pass/m.
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Celebramos hoy la festividad de Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), mártir en Auschwitz, por lo que es un momento adecuado (No olvidemos Siria, Israel/Palestina, Irak, África…) para leer este buen artículo que hemos leído en el blog de Xabier Pikaza:
Hoy hace setenta y cinco años, fue asesinada en el campo de concentración de Auschhwitz una de las mujeres más significativas del siglo XX, por su talla humana, por su pensamiento, por su martirio.
Fue judía y filósofa, discípula de E. Husserl, mente privilegiada, en búsqueda de la verdad, en línea fenomenológica.
Convertida al catolicismo por influjo de la lectura de El Libro de la Vida de Santa Teresa, abandona la filosofía profesional y profesa como Religiosa Carmelita, para recorrer con y como ella el camino de encuentro con Jesús, escribiendo alguno de los textos más profundo de espiritualidad del siglo XX.
Encarcelada por el sistema nazi alemán, fue encerrada en un campo de concentración, siendo asesinada en Auschwitz hace 75 años.
Como filósofa, como escritora de espiritualidad, como mártir… como testigo del amor judío y cristiano, dentro de una Europa torturada por sus demonios político-sociales, quiero hoy recordarla, y acudo una vez más al texto que Emilia Castellano, antropóloga, psicóloga y amiga, escribió para nuestro “Diccionario de Pensadores cristiano”, en cuya portada aparece (fila tres, derecha).
Gracias, Emilia, una vez más, por tu trabajo, por tu amistad.
Buen día a todos los amigos de Edith Stein
El “icono” está tomado del FB de G. Scalzo (también a ti gracias, Giuseppe). Nos seguimos comunicando.
STEIN, EDITH (TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ) (1881-1942)(Emilia Castellano).
Religiosa y filósofa católica, de origen judío. Nació en Breslau (hoy capital de Silesia en Polonia) el 12 de octubre de 1891. Cuando tiene dos años, muere su padre. En plena adolescencia toma la primera decisión importante y trascendental de su vida: dejar la escuela y el judaísmo porque, según nos cuenta, no encontraba en ellas sentido para la vida. Fue después filósofa y escritora espiritual. Para una mejor comprensión de su obra, podemos dividirla en (1) Escritos autobiográficos y cartas. (2) Escritos fenomenológicos. (3) Escritos de filosofía cristiana. (4) Escritos antropológicos y pedagógicos. (5) Escritos Espirituales.
Con 20 años ingresa en la Universidad de Breslau y estudia Historia y Germanística. Dos años después la encontramos en la Universidad de Gotinga donde había llegado atraída por la Fenomenología, una corriente filosófica que emergía en aquel momento y que enseñaba Husserl. Allí publica su tesis con el título Sobre el problema de la Empatía. Poco después escribirá Causalidad Sentiente e Individuo y Comunidad persiguiendo la idea de encontrar asiento para la nueva psicología que florece en Europa. A este periodo temprano pertenece también Una investigación sobre el Estado, con la que culmina la elaboración de una Antropología Fenomenológica, cuya pretensión es alcanzar a hablar del hombre y de la comunidad.
Siguiendo un orden cronológico, podemos citar las siguientes obras: Introducción a la Filosofía. Obra interesante y original, donde a través de un diálogo con (→ Kant) y Husserl establece la diferencia entre naturaleza y subjetividad mostrando conocimientos profundos de física, biología y filosofía. En la segunda parte de la obra formula algunas de sus ideas antropológicas a través del estudio de la libertad, la conciencia y la reflexión, como características del hombre. Finalmente esta obra se convertirá en el preámbulo de otra posterior La estructura de la persona humana, siendo el fruto de un curso impartido en el Instituto de Pedagogía Científica de Münster (1932-33).
En 1921 lee el Libro de la Vida de (→ Teresa de Jesús) y definitivamente orienta su vida hacia el cristianismo. En 1922 se bautiza y confirma. A partir de ese momento su pensamiento filosófico se abre a un conocimiento nuevo. Estudia las obras de (→ Tomás de Aquino) y (→ Duns Escoto). Apoyándose en la base de sus propias obras filosóficas de antropología escribe Potencia y Acto, obra de metafísica y ontología a través de la cual dialoga con el pensamiento de sus amigas fenomenólogas Gehrda Walter y Hedwing Conrad-Martius. Poco después escribirá Ser Finito y Ser Eterno, su gran obra, en la que desarrolla una metafísica inspirada en la filosofía de Santo Tomás y en la fenomenología de Husserl, convirtiéndose así en una de las tomistas más originales de la historia de la Filosofía. Mérito suyo es haber logrado generar en el ámbito de la antropología filosófica un pensamiento original, que no obstante sigue inédito y no suficientemente reconocido y estudiado. En 1932 dicta unas conferencias sobre La mujer y la Pedagogía. Seguidamente ingresa en el Carmelo Descalzo de Breslau con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz.
Tras la llegada de los nazis al poder se traslada al Carmelo de Colonia, y posteriormente (1938) al Carmelo de Echt en Holanda donde escribirá su última obra: La Ciencia de la Cruz, en un acto de obediencia a sus superiores. Es su obra más personal y autobiográfica. El 2 de agosto de 1942 es arrestada por la Gestapo. El primer destino: el Campo de concentración de Amersfoort, desde donde será trasladada el 9 de agosto a Auschwitz-Birkenau. Marcada con el número 44.074, muere como judía y mártir de la fe cristiana a los 51 años de edad en la cámara de gas del campo de concentración. Es canonizada el 11 de octubre de 1998 en la Plaza de san Pedro y declarada co-patrona de Europa el 13 de diciembre del año siguiente en el Sínodo de Europa.
1. El ángulo abierto de un triángulo cerrado.
Encontrarse con Edith Stein, es hallarse ante un pensamiento profundo y una antropología humanizada y humanizadora. La suya es una vida apasionada, ahíta de conocimiento y abierta a todo; una vida “al servicio de la Humanidad”, en palabras suyas. Sobre la base de una personalidad recia, independiente, voluntariosa y sincera hasta la transparencia, vemos evolucionar y transformarse a esta mujer singular cuyo mayor logro será, como en tantos santos del Carmelo Descalzo, haber conseguido encarnar su pensamiento filosófico, religioso y místico en la propia vida.
Edith Stein forma junto a (→ Simone Weil) y Hannah Arendt una especie de triángulo donde, de forma virtual, podríamos encerrar para su estudio y comprensión, gran parte del pensamiento del siglo XX en el corazón de Europa. Ciertamente no contienen todas las perspectivas de ese periodo, pero sí algunas muy representativas. Hablamos de un siglo que nos ha dejado parte de su complejidad en este triángulo de mujeres, grandes pensadoras, judías las tres, pero con recorridos vitales muy diferentes.
Los ojos de Hannah Arendt sondean el futuro histórico a través de la longitud de onda de la contingencia de los hechos humanos, hasta descubrir que la política no puede conseguir que la gente sea mejor, aunque es posible llegar a crear un espacio para la libertad, si las circunstancias acompañan, pero siempre dentro de unos límites estrechos. Como su pueblo judío, ella misma se convertirá en nómada, dentro de una sociedad en la que no termina de encontrar su nicho.
El pensamiento de Simone Weil conduce a reconocer el valor de la gracia en las condiciones intramundanas, en sus extremos de necesidad. El pensamiento de Weil, exige la no resistencia al orden de esa necesidad, llamada por ella “recreación”. De igual manera que Dios se decreó a sí mismo para que los seres tuvieran existencia, el alma debe renunciar a sí, exigiéndose el consentimiento del reino de la necesidad en el orden material mientras se es libre en el orden del espíritu. En este sentido, Simone Weil pide que el ser deseante viva en conformidad con la voluntad de Dios, entendida como acogimiento de todo lo que sucede bajo su permisión. Aceptando sus operaciones necesarias, alcanzara la perfección.
Esta forma de “mística” se convierte en un sublime afrontamiento del deseo de infinito, aunque sin lucha contra ese ángel que exige en la vida la acción, la duda y, sobre todo, el no poder cuadrar filosófica y teológicamente el paso oculto de Dios y nuestros propios pasos. De alguna manera, estamos condenados a no poder determinar con seguridad los pasos de Dios en la creación, sólo a intuirlos. Así, ella misma (Simone Weil) y su vida. Leer más…
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