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“Aunque volvamos a ser doce”, por Beto Vargas

Miércoles, 11 de diciembre de 2024

12 - 1De su blog Dios en minúscula:

La verdad de Jesús es dejar de postergar la cercanía de dios “Aunque volvamos a ser doce” 

“Los Doce” significa: una comunidad capaz de alcanzar al mundo entero.

Jesús tejió una moral de cercanía y proximidad.

La verdad en la escritura es una fuente de confianza en uno mismo, en la vida y en las manos que sostienen la existencia.

Debemos defender la verdad a toda costa, aunque volvamos a ser doce” es la frase completa, tal como es posteada y reposteada por curas, youtubers e influencers de la pataleta cultural, que no alcanzan a ponerse de acuerdo en si la pronunció Karol Wojtyla, Joseph Ratzinger o un judaizante de los que se infiltraron entre los gálatas en los días en los que Pablo no tenía inconveniente en escribir palabras malsonantes en sus cartas, sin anticipar que sus escritos serían considerados palabra de dios unos siglos después.

Hay varios inconvenientes con esta famosa frase, copy/paste preferido de los intolerantes de nuestros días: Empezando por el final, nunca “fuimos” doce. El número usado en los evangelios para el grupo de los apóstoles no es el número de los amigos de Jesús, ni de sus discípulos, ni siquiera es en sentido estricto el número de los “enviados”. Tampoco es el número de los ungidos por Jesús para ninguna tarea jerárquica en una institución que no existía para el año 30, ni para el 60, ni para el 90, ni para el 180 después de Cristo. El 12 es un número simbólico, como tantos otros en la biblia – casi todos – que tiene una connotación ancestral, histórica en el sentido de identidad con las raíces. Le da al movimiento de Jesús una característica de continuidad respecto de Israel.

Si para el nuevo testamento decir que Jesús tuvo un grupo de 12 es una forma de decir que lo de Jesús era un “nuevo Israel”, también ese número trae del antiguo testamento otra fuerte carga simbólica que hace referencia a la comunidad, a la tribu, al clan que se hace familia y sobre el cual, la religión del post-exilio fue elaborando una promesa: Por medio de esas tribus llegaría la luz y la misericordia del Señor a todos los pueblos de la tierra. Por eso luego, en la matemática cifrada del apocalipsis de ese cristianismo cautivo de finales del siglo I y comienzos del II, esa misma idea se expresaría bajo la cifra 144.000 que nos habla de una comunidad capaz de alcanzar al mundo entero.

Usar el doce como una cifra que expresa un grupo reducido, una pequeña porción de radicales fieles a lo que consideran su verdad, una élite de bienaventurados que se autodenominan perseguidos porque su obstinada religión excluyente los aleja de la comunión, no solo demuestra una lamentable manipulación del texto bíblico, sino una teología opuesta a la revelación, en la que dios no se ofrece a la humanidad, sino que se reserva a una porción a la que ellos, fieles y únicos capaces de comprender, pertenecen. El cristianismo no es ni puede ser jamás un movimiento de contracción porque nació como una expansión seductora e incluyente, que se extendió a fuerza de contagio y adaptación, pues de cada cultura hacia la que se esparcía la buena nueva la comunidad iba acogiendo formas, expresiones y preguntas que le hicieron nunca reducirse a un uniforme doctrinal, litúrgico ni moral de una única sede, al menos durante sus primeros doscientos años.

Luego está la expresión “a toda costa”, que refleja muy bien el ánimo y la convicción de estos herederos de la cristiandad guerrerista e imperial, con sus summas y catecismos de teología monárquica y tiránica, en la que la buena noticia no tiene cabida porque el anuncio ha sido reemplazado por la imposición de un aparato doctrinal cerrado y unilateral, incapaz de ofrecer sentido sobre la realidad o arrojar luz sobre la incertidumbre de quienes la viven. Una imposición carente de humanismo, de ética, desde la que califican con absolutos las más variadas situaciones de la gente común, desde la que intentan que todos los creyentes sientan que son poca cosa, que son tontos y manipulables, que son confundidos desde todos los espectros de la vida, y que solo sus frases, sus clichés apologéticos, pueden salvarles. Ya no se trata solo de aquel exabrupto institucional: “fuera de la iglesia no hay salvación”, sino que fuera de la facción tridentina, juanpablosegundista y catecismática, no hay ni salvación, ni redención, ni liberación; aunque dentro tampoco haya nada.

A toda costa implica justificar los medios porque el fin que persiguen es “la salvación de las almas”, pues a esta gente 17 siglos de antropologías no han logrado moverlos un centímetro del platonismo de Agustín; y para lograrlo es permitido mentir sobre la historia de la iglesia, ocultar las inconsistencias de los últimos siglos de magisterio, tergiversar las cifras, los datos, los testimonios y las conclusiones de las investigaciones sobre abusos, porque aunque la Biblia sea escrita y pida ser leída desde la perspectiva de los marginados; el fin que persiguen les justifica convertirla en un vademécum de sus propios privilegios y soberbias.

No se puede hacer iglesia “a toda costa”, ni se puede proponer la buena nueva “a toda costa”. No sin traicionar la esencia de la misión y la propuesta de Cristo, que no quiso convertir una sola palabra de la escritura en dogma inalterable, sino que acercó a cada persona al dios que acoge las realidades y las repara, según lo que cada uno es y necesita, y que tejió con sus seguidores una moral de cercanía y proximidad. Una moral samaritana. No hay dos tratos iguales en los encuentros de Jesús en el evangelio. Tampoco hay imposiciones religiosas. No seguimos a un estratega del proselitismo que preparó a un ejército de apologetas, sino a un sanador de enfermedades que acercó a sus amigas y amigos al dolor del mundo, y los envió a curar ese dolor.

El tercer y más grave problema de esta mentalidad – reduccionista y maniquea – de la ortodoxia de nuestros días, es el asunto de “Defender la verdad”. Una vocación ‘aristocrática’ que en principio entiende que la verdad es una afirmación, o un conjunto de afirmaciones que cumplen con las reglas de un aparato lógico aunque sus fundamentos consistan en olvidar toda lógica a la hora de literalizar el lenguaje mítico de los textos bíblicos o las analogías con las que los padres de la iglesia interpretaron ese lenguaje. Esa facción que con orgullo se autopercibe medieval, contrarrevolucionaria y guardiana de la tradición se precia de su rigidez y fundamentalismo en la defensa de la existencia del demonio – le tienen un cariño especial a ese oponente que su dios acusador no necesita – o del infierno, de la composición y taxonomía de los ángeles, de la metafísica aristotélica que hace posible la eucaristía (Para qué un Cenáculo teniendo un Liceo), de la necesidad inaplazable de un purgatorio dantesco, entre otros; pero a la vez se vuelve amplia, relativista y hermenéutica cuando se trata de las palabras del pentateuco sobre el derecho de propiedad, o las de los profetas sobre la primacía de las víctimas, o las de Jesús sobre el perdón o el dinero, o las de Pablo sobre lo que tendrían que hacer con sus prepucios los que no pueden deshacerse de sus prejuicios (también en Gálatas, versículo 12 del capítulo cinco, por cierto).

Hay que ver la cara de asco o de risita burlona que les sale a estos ‘defensores de la verdad’ cuando pronuncian la palabra “nefasto” o “intrínsecamente perverso” al referirse a las auténticas búsquedas desde las que las humanidades intentan resolver los desafíos heredados de épocas de segregación y exterminio. Hay que oír las lamentaciones y extensas quejas ante las experiencias que prueban las personas que no encuentran en esa facción repelente de la iglesia más que propuestas de piedad que nada tienen que ofrecer aparte de altas dosis de superstición. Que a los pueblos les cierren las fronteras, que tantos se ahoguen en deudas, que miles no sepan que hacer con su ansiedad, que, en fin, la vida no encuentre un asidero, no es importante para esta cofradía de curas, músicos, youtubers y “creadores de contenido”, desde que las personas sepan que el comunismo es malo, que el feminismo es malo, que el ambientalismo es malo, que el modernismo es malo y que el actual Papa es demasiado comunista, feminista, ambientalista y modernista. La ‘verdad’, para ellos es antagonismo, oposición, negación, es fijación y petrificación, es el motor inmóvil, apagado y sin combustible. La verdad ortodoxa es sepulcro, blanqueado, no vacío.

La verdad en la escritura, en cambio, es una fuente de confianza en uno mismo, en la vida y en las manos que sostienen la existencia; es un asidero ante la crudeza de los tiempos, de las desigualdades y el desamor; es una posibilidad de autenticidad y libertad en medio de las tiranías y sus intentos por quitarnos lo más personal de nosotros mismos. La verdad de Jesús es dejar de postergar la cercanía de dios, que hace posible la paz, la alegría, la resistencia cuando azotan la tempestad o el vendaval. La verdad de Cristo no necesita ser defendida, porque no es susceptible a ataques ni sofismas, sino inspirada en el interior de las personas como una luz que se hace brújula y hoguera, y evidente en la forma de tejer vínculos que hacen posible que cada quien se descubra como un ser valioso, capaz de ofrecer lo suyo, con un enorme aporte para dar y con una auténtica familia a la cual acogerse. La verdad cristiana no es un contenido ante el cual debamos decir: “sí creo” y quedarnos tranquilos porque no negamos lo que dijeron unos señores eclesiásticos con pretensión de infalibilidad, sino un acto en el que una y otra vez dejamos ver que vivimos desde la confianza, que elegimos desde la cercanía, y que celebramos desde la autenticidad; y que intentamos nunca cederle el timón a la malicia, la sospecha, al escrúpulo o el prejuicio, aunque quienes los tienen por dogma los vendan con etiqueta de “Verdad”.

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