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Dice Queiruga…

Lunes, 10 de noviembre de 2014
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jesus-crucificado1Leído en Cristianismo y Justicia:

Josep CoboA propósito de la charla inaugural del curso de CiJ, valgan estas anotaciones, al menos como estímulo para el debate. Cada entrada o párrafo gira en torno a las tesis del ponente, Andrés Torres Queiruga, sobre la oración de petición, el Mal, el silencio de Dios…

I

Según Torres Queiruga la oración de petición es, de por sí, absurda. ¿Acaso Dios no sabe qué podamos querer o necesitar? Y, ciertamente, algo de absurdo tiene. Sin embargo, ¿es lo mismo pedirle a Dios que te ayude a aprobar un examen que dirigirse a Dios con el cadáver de tu hijo en brazos, degollado por los hutus de turno? El niño soldado que ha tenido que comerse a sus padres ¿acaso se equivoca cuando dirige su mirada al cielo, mejor dicho, a un cielo vaciado de divinidad? ¿Es absurda la oración del publicano en los últimos bancos del Templo? ¿Se equivocó Jesús de Nazareth al caer de rodillas en Getsemaní? ¿Acaso no cabe un implorar que no se dirija al deus ex machina y que, sin embargo, se encuentre ante Dios? ¿No hay ningún resto de verdad en el hecho de que los judíos se lamenten ante Dios… encarando un muro? ¿Es que el clamor de los que se encuentran hundidos en la miseria es puro grito animal, como si fueran cerdos que chillan cuando notan en la garganta el cuchillo del carnicero? Es posible que ante Dios y a la vista de tanto sufrimiento indecente no podamos ser otra cosa que cuerpos arrodillados. No es verdad que por el solo hecho de ponernos de rodillas ya estemos ante Dios. Pero sí que cualquiera que esté en verdad ante Dios no puede menos que caer de rodillas. ¿A quién se dirige, pues, Torres Queiruga cuando dice lo que dice acerca de la oración de petición? Sospecho que a nosotros: hombres y mujeres lo suficientemente satisfechos como para permanecer de pie ante Dios. Y es cierto: nosotros, los que no nos hallamos en la situación de quienes son capaces de Dios, no podemos pedirle nada sin caer en el absurdo, sin hacer de Dios un deus ex machina o un fantasma bueno. Pues nosotros no podemos hacernos una idea de Dios que no implique una deformación de Dios. Para nosotros, solo vale la meditación. Pero es posible que quienes permanecen de rodillas ante Dios no sean más que ese permanecer de rodillas: ni siquiera pueden hacerse una idea de Dios. Aunque lo esperen absurdamente.

II

Dice Torres Queiruga que en el fondo del corazón de los hombres no puede haber más que bondad. Incluso en el de los grandes genocidas. Hitler, en el fondo, era bueno. Así, según Torres Queiruga, el Mal no alcanzaría ese resto de bondad que habita en las profundidades del alma humana. Se supone que porque es de Dios. Esa bondad última, subyacente, sería algo así como un depósito de reserva en el que arraigaría la esperanza del hombre, la posibilidad de su redención. Desde esta óptica, la redención consistiría, precisamente, en liberar ese repositorio de bondad de las losas del egoísmo. Esto sin duda es muy bonito, muy roussoniano, aunque también muy gnóstico. Al menos en la medida en que nos recuerda a esa chispa divina que, según los gnósticos, se hallaría enquistada en lo más íntimo. Sin embargo, la realidad del Mal nos obliga a admitir que la chispa divina puede morir. El infierno, sin duda, existe. Y está en este mundo. El Mal puede encarnarse en los hombres de modo indeleble. Lucifer no deja de ser, aunque caído, un ángel de Dios. Poca coña, pues. Tomarse en serio el Mal supone, por tanto, creer que cualquiera de nosotros es capaz de ahogar con sus propias manos al niño que lleva dentro. ¿O acaso quienes vieron arder el cuerpo de sus hijos en los hornos de los campos de la muerte pueden creer que el Mal es simplemente un error existencial? De ahí que digamos que solo un Dios puede salvarnos. Como también que solo Dios puede resucitar a los muertos. Pues, si es cierto que hay algo en el hombre que no puede morir con la muerte, entonces no hace falta un Dios para levantar a los muertos. Basta con la muerte.

III

Dice Torres Queiruga: “yo porque creo en Dios no creo en los milagros”. De acuerdo. En realidad, tampoco podría creer en ellos, aunque no creyese en Dios. Para ver un milagro como tal —para verlo como una intervención de Dios— deberíamos pertenecer a un mundo que ya no es el nuestro. Nosotros honestamente no podemos ver milagros. Un antiguo, por contra, no podía dejar de verlos. Así, nosotros decimos, por ejemplo, que si alguien oye voces es porque sufre una alteración mental, pues damos por descontado que no hay voces que oír. En cambio, un antiguo hubiera dicho que, debido a la alteración mental, puede oír las voces que hay que oír, las voces del más allá. Por tanto y al menos hasta cierto punto, hemos de darle la razón, cómo no, a Torres Queiruga cuando dice lo que dice. Sin embargo, ¿no deberíamos igualmente decir que nuestra incredulidad con respecto a una posible intervención de Dios afecta también al acontecimiento, pongamos por caso, de la Resurrección? Sabemos que Torres Queiruga defiende que ya no podemos leer literalmente los relatos de la Resurrección. Nuestras claves de lectura no son, ciertamente, las mismas que antes. Y lo que esto significa es que, si hoy en día tuviéramos la experiencia que, se supone, hay detrás de la fe en la Resurrección, no la expresaríamos en los términos de una resurrección. Ahora bien, sea como sea, lo cierto es que no parece que cristianamente pueda renunciarse a la declaración nuclear de dicha fe, a saber, aquella que proclama que el crucificado en nombre de Dios resucitó de entre los muertos por el poder de Dios. Jesús de Nazareth no resucita como quien no quiere la cosa. Es Dios quien libera a Jesús de la muerte para sentarlo a su derecha, como quien dice. ¿Es esto lo mismo que decir que Jesús sigue vivo por ahí, vete tu a saber cómo? No lo parece. Sin duda, uno es muy libre de creer en cualquier cosa que se le ocurra. Pero diría que creer en el Dios cristiano supone creer en la imposibilidad de Dios, mejor dicho, en la inconcebible intervención de Dios. Aquí conviene recordar que la fe en la resurrección responde, al menos de entrada, al problema del Mal. El problema no es si la muerte es el final, sino si la Injusticia, con mayúscula, es el final. ¿Qué pueden esperar las víctimas de la Historia, aquellos que murieron injustamente antes de tiempo, aquellos a los que la vida de Dios les fue impunemente arrebatada? ¿Cuál es el lugar de Dios en un mundo que parece abandonado por Dios? Ante la evidencia del Mal —ante el hecho innegable de que no parece que Dios esté por la labor de librar al justo de la desdicha—, creer en el poder de Dios es creer que Dios será capaz de hacer finalmente justicia… aunque para ello tenga que resucitar a los muertos. Esto es literalmente increíble. Tanto hoy en día como, probablemente, lo fue en su momento. Tampoco puede ser de otro modo, tratándose de Dios. Las imágenes de la esperanza creyente siempre fueron difíciles de tragar. De hecho, la prueba de fuego de la fidelidad creyente sería este esperar sin expectativa. Debe ser lo que no puede ser. En cualquier caso, una buena pregunta es si aún somos capaces de creer en la resurrección de la carne. Pero lo que parece intelectualmente deshonesto es decir que, puesto que nosotros no podemos ya creer, quienes sí pudieron, en realidad, tuvieron que creer en otra cosa.

IV

Dice Torres Queiruga que Dios no puede impedir el Mal como tampoco podría hacer círculos cuadrados. Un mundo sin Mal sería algo así como una imposibilidad lógica, una contradicción en los términos. Aquí hay una intuición profunda. Pues el Mal difícilmente puede ser enteramente imputado al error o a la ignorancia del hombre. El Mal se encuentra arraigado en la estructura del mundo. Donde hay luz, hay también oscuridad. Una cosa va con la otra. De hecho, donde no hubiera más que luz, no habría luz. Con todo, Dios no permanece en el más allá como si fuera el espectador de un naufragio. Dios está de nuestro lado —insiste Torres Queiruga—, apoyándonos en nuestra lucha contra el sufrimiento injusto. Ahora bien, ¿hemos de entender que Dios es algo así como una cheerleader de la humanidad sufriente? Cuesta de imaginar. Y es que un Dios de apoyo ¿acaso no supone que, por encima de Dios, se encuentran, como quien dice, el Bien y el Mal pugnando por la supremacía? Un Dios de apoyo ¿no implica de algún modo volver a navegar las antiguas aguas del maniqueísmo? ¿Cómo entender, desde esta óptica, el extraño verso de Isaías (Is 45, 7): “yo soy el Señor y no hay otro; el que forma la luz y crea las tinieblas, el que da el bienestar y crea calamidades”? Tampoco me imagino qué consuelo pueda llegar a tener la madre tutsi que ha perdido a todos sus hijos a golpe de machete, una vez se entera de que Dios está de su lado, ofreciéndole todo su apoyo. No sé. Quizá simplemente es que no puedo imaginármelo.

V

Para Andrés Torres Queiruga el silencio de Dios es teológicamente irrelevante, aunque no lo sea antropológicamente. Esto es, el silencio de Dios no tiene que ver con Dios —carece, podríamos decir, de poder revelador—, sino con nosotros los hombres, en concreto, con nuestra dificultad para percibir la presencia de Dios. A mí esto me parece cuanto menos desconcertante, sobre todo si tenemos en cuenta el sufirmiento indecente de las víctimas. ¿Es que Jesús de Nazareth, en Getsemaní, no fue capaz de escuchar a Dios? ¿Es que aquellos que fueron gaseados en la más absoluta oscuridad no fueron capaces de percibir la cercanía del espíritu divino? ¿Podríamos mantenerlo sin tomar el nombre de Dios en vano ante quienes murieron injustamente en los Gulag de la Historia? No me parece casual que la única vez que aparece en los evangelios la palabra Abba sea en el contexto del máximo desconcierto y desesperación (Mc 14,36): el hombre que venía de Dios es entregado a sus verdugos como un abandonado de Dios. Como si el momento de la máxima intimidad con Dios sea el momento en que el Hijo (re)clama inútilmente por su Padre. Como si no hubiera otra oración que la de quien se enfrenta a un Dios que se muestra como un muro de silencio. Como si solo fuera posible ponerse en manos de Dios como un abandonado de Dios. Como si, al fin y al cabo, solo sin Dios pudiéramos estar ante Dios. Así, uno puede preguntarse qué imagen de Dios hay detrás de la afirmación de Torres Queiruga. Qué Dios presuponemos cuando decimos que su silencio es el reverso de nuestra sordera. Me atrevería a decir que el Dios del positivismo religioso, algo así como un espectro invisible, cuya presencia cabe constatar, aunque sea indirectamente (como quien constata el fuego por el humo que provoca). Sin embargo, no diría que Dios, bíblicamente hablando, se dé según el modo de los entes (y un ente invisible no deja de ser un ente). Si la realidad de Dios se encuentra más allá de los entes —que se encuentra—, entonces Dios propiamente no habla, aunque todo hable de Dios. Podríamos decir, parafraseando a Pablo, que el mundo entero, en tanto que pendiente de Dios, clama a Dios por Dios. Sabemos que Dios es el que llama. Pero lo que a menudo se olvida es que Dios llama con la voz —el grito— de los marcados por el hambre. De ahí que su silencio sea tan revelador. Pues solo a través de su silencio podemos escuchar el clamor de los hombres como la voz imperativa de Dios. Ciertamente, hay Palabra de Dios. Ciertamente, Jesús de Nazareth muere perdonando a sus verdugos. Ciertamente, hubo una Etty Hillesum en los campos de la muerte. Pero me atrevería a decir que ese perdón no podría ser de Dios si no estuviera sostenido por su silencio. Pues es este silencio el que quiebra el mito del positivismo religioso, al fin y al cabo, el que nos permite confesar al que colgó de una cruz como Señor. Y es que cristianamente Dios no aparece como dios, sino como un Crucificado en nombre de Dios. Esto es, en su lugar.

Imagen extraída de: Karl Barth en Latinoamérica

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