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“Yo también busco cada mañana”, por Carmen Notario.

Martes, 17 de diciembre de 2024

pastor-9Me vienen a la mente imágenes del viaje que hicimos a Tierra Santa hace ya algunos años y en concreto el recorrido por Galilea. ¡Qué diferente es Galilea del resto del país! Una tierra verde, con colinas, agua abundante y allí abajo el lago de Tiberíades. Un paisaje que no pareciera pertenecer a un país tan lleno de desiertos, tan árido, tan seco.

No es de extrañar que Jesús se encontrara a gusto en su tierra, donde se crio, donde experimentó la armonía entre la tierra y los seres que la habitan, a pesar de la pobreza, de los escasos medios y del duro trabajo. También se encontraba a gusto lejos de los poderes políticos y religiosos por los que no sentía aprecio y criticaba duramente.

Con tantos rebaños alrededor, experimenta a Dios como pastor que cuida, que conduce, que sacia y que procura el descanso. Esa experiencia diaria de haber dado con la fuente, con el sustento, le da fuerza para convertirse él en pastor de quien se quiera acercar.

Yo también, busco cada mañana en el silencio de todo y de todos el alimento para el día, sabiendo que tanto si lo siento como si no, Dios tiene dispuesta la mesa para mí. “Me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa” (Salmo 22, 5). Mi encuentro con Él es una fiesta donde no falta nada.

Me prepara para el camino, para el seguimiento al que me invita diariamente. Mucha parte del sendero se me presenta oscuro, contradictorio. Experimento el miedo de tantas cosas: de no hacerlo bien, de estar confundida, el miedo a la soledad y a la indiferencia de tantos.

Nada temo porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan” (Salmo 23, 4)

Tampoco temo porque sé que camino en comunidad, que no voy sola; entre todos hacemos luz y nos ayudamos a discernir cuando se presentan los dilemas y las dificultades.

Tu bondad y tu amor nos acompañan todos los días de nuestra vida; transfórmanos en esa misma bondad y compasión.

Carmen Notario, SFCC

Fuente: espiritualidadcym@gmail.com

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“El silencio, la quietud del Espíritu”, por Pepe Sánchez Ramos

Viernes, 22 de noviembre de 2024
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IMG_9896El silencio no es hijo de la superficialidad, sino de vivir desde la conciencia profunda. Pero esto exige un adiestramiento. Él nos ayuda a realizar el camino del silencio que termina en la quietud del corazón. Es lo que nos aporta este artículo.

Hace siglos, los Padres del desierto vivían conducidos por este principio de sabiduría: “Fuge, tace, quiesce”:”Huye calla y reposa”.

Desde la perspectiva de quienes queremos vivir la contemplación en medio de la vida diaria, creo que podríamos hacer esta traducción de aquel principio sabio: “Huye de la dispersión de la superficialidad, sosiégate, serénate, y serás conducido a la quietud del Espíritu”.

Para que el agua del Espíritu que mana dentro de nosotros pueda inundarnos e inundar todo lo que tocamos, necesitamos tener una actitud de sosiego, de serenidad y de quietud, en medio del mundo de relaciones y de acontecimientos en los que vivimos. No es fácil, pero es posible y es imprescindible, si queremos dejar al Espíritu del Padre hacer sus obras en nosotros.

Huyo de la dispersión, de la superficialidad.

Los grandes regalos que la civilización actual ofrece al hombre, entrañan una gran dificultad para vivir dentro y en reposo profundo.

Hay más posibilidades de moverse, existe un diluvio de información, nos llegan medios de presiones masivas, de estímulos de todo tipo en una sociedad rica, pluralista y libre, nuevas comodidades y objetos de todo tipo.

El uso indiscriminado de estas realidades está haciéndonos personas llenas de estrés, muy dispersas, personas nerviosas que viven fuera de sí, personas superficiales a caballo de la última novedad, personas poco silenciadas, que no viven a tope el presente, disfrutándolo; personas evadidas y desarmónicas. En El arte llamar de amar, Eric Fromm escribe: “Nuestra cultura lleva a una forma difusa y descentrada, que casi no registra paralelo en la historia. Se hacen muchas cosas a la vez… Somos consumidores con la boca siempre abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo. Esta falta de concentración se manifiesta claramente en nuestra dificultad para estar a solas con nosotros mismos”.

Es tan fuerte esta situación que incluso se percibe en la vida de muchos sacerdotes y en las comunidades religiosas de vida activa, a quienes vemos estresados, sin tiempo para el encuentro personal, cogidos por horas de TV, sin espacios gratuitos y con un clima de parloteo que, a veces, son para preocupar.

Hemos de ser conscientes de esta situación quiénes queremos dejarnos conducir por el Espíritu hacia “el estado del hombre adulto, la madura es de la plenitud de Cristo” (Ef. 4,13). Así superamos positivamente la ambivalencia de la realidad actual en la que debemos vivir.

Es necesario vivir desde la profundidad.

No es posible que se dé en nosotros un nivel de conciencia mística, viviendo el nivel de conciencia superficial. Es necesario hacer fondo. Vivir desde lo hondo de nosotros, desde dentro, desde “la sustancia del alma”.

La vida del Espíritu es una sorprendente revelación de nuestra realidad fundamental y del Dios que vive en lo profundo de nosotros. Esto exige del creyente vivir desde su realidad esencial

Viviendo desde la profundidad, nuestra personalidad se armoniza Y cada pieza de nuestro puzle se va colocando en su sitio y aflorando nuestro rostro original.

Viviendo en ella, nos relacionamos con las personas desde una actitud de veracidad. Es mi yo verdadero quien sale a acoger al otro con quien me relaciono. Desde la profundidad puedo percibir los acontecimientos en su objetividad y puedo implicarme ycomprometerme con ellos en lo que desde mi verdadera realidad puede aportarles.

Desde la profundidad capto las ataduras, las distorsiones que desde mi falso yo están interceptando la relación verdadera con todo cuanto existe. Situo bien las tormentas de superficie que se dan en mí.

Por último solo desde la profundidad puedo valorar, puedo vivir en comunión con lo que es el Núcleo Esencial de cuánto existe, puedo ser introducido en el nivel de conciencia cristica para ir siendo unificado a Jesucristo.

Sosiégate, serénate.

Para poder vivir desde la hondura, es necesario no solo serenar la superficie, si no hacer todo el camino de sosiego que nos introduzca en la quietud del Espíritu.

Comencemos por cuidar el lugar donde vivimos. Muchos de los ruidos y de las tensiones que nos rodean son controlables. En tu casa, en el trabajo, en tu vida de relaciones pueden disminuirse los ritmos para ir construyendo un ambiente sereno, relajado, acogedor.

Una habitación ordenada, el detalle de una flor, el modo de caminar, tu manera de relacionarte con quienes vives, un tono de música apropiada, la hostilidad en los muebles y en los adornos de tu casa… son medios muy eficaces para vivir en un ambiente sereno y sosegado. Todos tenemos la experiencia de lugares que solo entrar en ellos nos sosiegan y no sitúan dentro de nosotros.

Otro paso es el sosiego de la persona. Soltar las tensiones musculares innecesarias, lograr un tono de relajación corporal que mantenga nuestro cuerpo en armonía. Hay que revisar nuestras costumbres en la comida, equilibrar más la tensión y el descanso, hacer un pequeño tiempo diario de ejercicio corporal. El cuerpo es la cara del espíritu, es la expresión sensible de la transcendencia es el templo de la divinidad… y debemos ayudarle para que puede transparentarla.

Llegamos así al sosiego psicológico.

IMG_2402Este es la armonía de todas nuestras dificultades. Fruto de ser señores de nuestro ser. De vivir conscientemente cada una de nuestras actividades, de estar aquí y ahora con aquellas dimensiones del ser que ahora necesitamos ejercitar.

La serenidad es el fruto de una adecuación del adentro con el afuera, en todo momento. La serenidad no es posible, además, sino en la medida en que nuestro mundo inconsciente vaya estando aclarado y descongestionado. Miedos, ansiedades, conflictos internos, influjos sutiles… todo debe irse limpiando para que haya también una adecuación entre nuestro consciente y nuestro inconsciente. La serenidad es el fruto de esta adecuación.

San Juan de la Cruz nos dirá que para que “el entendimiento está dispuesto para la divina unión ha de quedar limpio del todo. Un entendimiento íntimamente sosegado y acallado puesto en la fe”. (2 S. 9,11).

Así llegamos al gran sosiego, a la serenidad fundamental, la serenidad del corazón. Es el silencio de las raíces del ser, de donde nace el desorden radical: “Lo que sale del corazón del hombre es lo que contamina al hombre. Porque de dentro del corazón de los hombres salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraudes, libertinaje, enviada, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas prevaricaciones salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc. 7,20-23). Por eso Tony de Mello ha dicho que el silencio profundo es “la ausencia del egoísmo”.

La persona sosegada del todo es aquella que vive en la paz del corazón. La que domina sus apetencias, la que ha salido de si para vivir en el amor al Otro y a los otros, es la persona libre que tiene todo bajo sus pies, es el indiferente positivo de San Ignacio: “Igual muerte que vida, salud que enfermedad, riqueza que pobreza…”, Es aquel que ve todo solo desde el querer de Dios, es el pobre de corazón.

En esta desnudez halla la persona espiritual su quietud y descanso, porque no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba y nada le oprime así abajo porque está en el centro de su humildad”, dice San Juan de la Cruz (1S.13, 13). En este silencio del corazón el que nos capacita para ver a Dios. “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Y nos capacita para ver al hermano desde la verdad, para acogerlo en su realidad, sin proyectar sobre él nuestras ilusiones o nuestras frustraciones, nuestras tentaciones del dominio. Este sosiego del corazón nos capacita para amar, un amor adulto y un amor teologal. Hace salir de nosotros la actividad verdadera, ese hacer ya que nos madura y hace crecer el Reino de Dios en la vida humana.

Necesidad de adiestramiento.

Todo este proceso de sosiego y de serenidad, impulsado en nosotros por el Espíritu, necesita de nuestra colaboración.

Hace falta todo un nuevo estilo de ascesis que deje crecer en nosotros la armonía y la unidad a la que somos llamados, en medio de un ambiente consumista y burgués en el que nos toca vivir.

Es necesaria una disciplina personal, comunitaria y ambiental. Jesús lo deja claro en el Evangelio: Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas se os darán por añadidura. No os preocupéis de la mañana: el mañana se preocupara de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propia dificultad” (Mt 6, 33-34). “El que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33). “Venid a un lugar solitario para descansar un poco. (p. 31). Porque eran tantos los que iban y venían que no les quedaba tiempo para comer” (Mc 6,31) “Si alguno quiere seguir conmigo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 16, 24-25).

Necesitamos incluso, alguna metodología que nos acompañe durante esta peregrinación hacia el sosiego del corazón, al menos durante las primeras etapas. Las diversas generaciones creyentes han ido ejercitando, en su época, el método popular adecuado que conduciría al sosiego y la serenidad del espíritu.

Hoy también se nos ofrece viejos y nuevos métodos para el silencio del ser. Cada uno ha de encontrar el que más le ayude. Urge también encontrar el espacio de soledad y el ritmo de soledad que cada uno necesita para crecer. Jesús armonizaba soledad y servicio. A veces de noche, otras de madrugada. A veces marchando a la montaña, otras internándose en el mar o en el huerto de un amigo. A veces, los pequeños momentos oracionales que cada día realizaba como un buen israelita, a veces la fidelidad a los momentos semanales en la sinagoga o las grandes semanas en las que subía a Jerusalén.

La soledad es imprescindible en dimensiones diversas y en equilibrio con la actividad y el tiempo dedicado a las relaciones fraternales. La actividad será motor de crecimiento de nosotros, si encontramos el ritmo adecuado de soledad y de presencia en la vida.

El abad Moisés dijo a el abad Macario: “Yo deseo estar en sosiego y serenidad, pero los hermanos no me dejan”. Él le contesto; “Me parece que tú eres de natural tierno y delicado y no eres capaz de deshacerte de un hermano inoportuno. Si realmente buscas el sosiego de corazón ve al desierto, bien dentro, a Petra, verás cómo allá encontrarás el reposo que buscas”. Así lo hizo y consiguió la paz”.

Cada uno según su modo de ser y las circunstancias en las que debe vivir, debe encontrar la medida de soledad que necesita para responder a las exigencias que Dios pone en su corazón.

Así entrarás en la quietud del espíritu.

El sosiego y la serenidad de toda la persona van introduciéndonos en una activa quietud que en su momento va siendo madurada por el don de la quietud del Espíritu.

La verdadera quietud es intensidad de amor. Es poner en dirección de Dios todas las fuerzas, todas las capacidades, todo el corazón. Es amar sin medida a quien nos ama desmesuradamente.

La quietud es como un enraizamiento en Dios; es tenerlo ahí como la única tierra en que hemos sido plantados, en la que crecemos y desde la que fructificamos. Va haciéndose nosotros en la medida que estamos cogidos por el único necesario. “Marta, Marta aún estás cogida por muchas preocupaciones y no te das cuenta que solo una es necesaria. María la ha encontrado y por eso, su quietud y su enraizamiento en la tierra auténtica” (Lc 10, 41-42).

Esta quietud es contemplación. Así define la contemplación San Juan de la Cruz: “La atención amorosa a Dios en paz interior y quietud y descanso” (2S. 13,4). Y también: “Es una quietud amorosa y sustancial” (2S. 14,4). Y en el mismo capítulo: “Poniéndose la persona delante de Dios, se pone en acto de noticia confusa, pacífica, amorosa y sosegada, en que está la persona bebiendo sabiduría, amor y sabor” (2S. 14,2).

La quietud es la paz de Dios que insufla en el fondo del corazón.

La quietud no es inactividad. Lo místicos han actuado, han hecho lo que tenían que hacer, pero desde ese núcleo sagrado y quieto de quien solo busca “la honra y la gloria de Dios”.

IMG_7149La quietud tampoco es ausencia de sufrimientos. No hay verdadera quietud sin buena cruz. Pero se puede sufrir mucho y crecer en la quietud. Algunas personas me han dicho: “Estoy sufriendo mucho desde esta situación sin salida, pero hay un núcleo dentro de mí que sigue inalterable, en total paz”.

Cuando este don de la quietud va asentándose en la persona de Dios siendo el único Maestro, el guía espiritual del ser humano. Ya no necesita otros medios y maestros que le conduzcan en su claridad oscuridad.

“En soledad vivía
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido

(Canción 35)

Es la sabiduría de Dios, la única sabiduría del que vive en esta quietud: “Sabiduría de Dios, secreta, escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual, como en silencio y quietud, a oscuras de todo lo sensitivo y natural, enseña Dios cultísima y secretísimamente a la persona, sin ella saber cómo, lo cual algunos llaman “entender no entendiendo” (Canción 39,12).

Es el punto final de este largo camino del sosiego y la serenidad. “Hay personas que con sosiego y quietud van aprovechando“, (S. prologo 7).

Aventura maravillosa la que hemos descrito. Aventura esencial que va a lograr en nosotros la integración de toda nuestra persona, la fecundidad en su quehacer y el crecer sin cesar en esta tierra teologal del único Dios

Pepe SÁNCHEZ RAMOS.

Fuente https://www.carlosdefoucauld.es/pdf/Boletin-083.pdf#page=24

Espiritualidad, Hinduísmo ,

Somos reservas de silencio

Jueves, 7 de noviembre de 2024
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IMG_6645Sé que el título es provocativo. ¿Qué significa que somos reservas de silencio? Quisiera reflexionar contigo, despacio, sin prisa. Si estás liada, déjalo para otro momento. No quiero aumentar la cantidad de palabras que consumimos al día, deseo comunicarme desde otro registro.

Es frecuente que la gente nos pregunte que repitamos lo que acabamos de decir porque no lo han escuchado o leído bien, o que le demos información de algo que está todo en la presentación, me refiero a nuestro ministerio, nos hacen repetir mucho.  Es frecuente la falta de atención, las prisas en terminar algo para ir a otra cosa.

La escucha atenta es un lujo que pocas personas proporcionan.

A veces la vida nos para, podemos padecer una enfermedad o una simple torcedura de pie; algo así hace que de pronto todo se ralentice y que la perspectiva de la vida cambie en un momento. Ya no puedes ir agitada haciendo cosas, yendo a sitios, de pronto estás sentada o tumbada, sola, con tiempo infinito en tus manos.

¿Y, entonces qué?  En lenguaje agrícola esos tiempos “de no hacer nada” se llaman tiempo de barbecho.  Período de mínimo uno o dos años en que la tierra se recupera sola si la dejamos descansar.

El barbecho es fundamental para evitar el agotamiento del terreno y para que pueda renovarse y equilibrarse. La vida, los nutrientes, todos están deseando apoyar a esa tierra hoy agotada, para que vuelva a ser ella misma, con toda su energía y fecundidad.

Para que recupere su propia vida natural interior sin químicas, sin maquinaria que la hiere, sin la mano humana que le mete prisa ¿qué necesita la tierra?

Necesita silencio. Necesita que la dejen tranquila. Que la respeten. Que le dejen  respetarse a sí misma, dándose su tiempo.

Algo parecido nos ocurre a las personas conscientes de que necesitamos recuperar la vitalidad interior, o seguir dando sentido a un día a día, a veces oscuro o por lo menos difícil de gestionar con serenidad ante los numerosos retos sociales y planetarios.

También es importante para personas que tal vez menos conscientes de su necesidad expresan síntomas de ansiedad, o desazón o insatisfacción…

El trabajo de no-trabajar, de estar en “modo barbecho” es difícil pero no imposible. La clave de recuperar nuestro humus fecundo, la clave de ser de nuevo yo misma, la clave de saborear la interioridad como nunca antes llegué a gustarla, ni siquiera en retiros si no entro a fondo en ese registro; la clave está en situarme cerca de las grandes reservas de silencio.

El barbecho necesita silencio. Yo necesito silencio. Sin esas reservas de silencio prolongado que permea mi día, es difícil que me entere del evangelio, del encuentro personal con el Amor, ni del sentido de todo.

El evangelio se predica en campos y montañas y lagos, lugares de intensos silencios.  Como la tierra en barbecho, el evangelio necesita silencio para que sea fecundo en nuestra vida. Solo la tierra que ha estado en barbecho recibe la semilla de un modo que la fortalece y dignifica.

Y ¿qué ocurre con la escucha del Evangelio?

El Evangelio necesita de tierras en barbecho,  tierras de surcos abiertos, de oídos y corazones  sencillamente disponibles.

Escuchar a la vez el llanto de la tierra y el dolor y el hambre de la humanidad supone ir más allá de las noticias, supone estar cerca de las reservas de silencio, como de las grandes antenas que nos ofrecen cobertura segura.

El deseo de compartir y de ayudar a las personas es muy  bueno pero podemos no compartir evangelio sino más de nosotras, de nuestras conversaciones medio pesadas, o de nuestros silencios huecos y estériles, si nosotras no estamos en silencio.

Vivir cerca de reservas de silencio significa empezar y terminar el día envueltas y sumergidas como en un baño de silencio. Silencio que suaviza tensiones, que equilibra nuestra respiración, nuestro aliento vital. Que nos devuelve el color a nuestras mejillas, porque al fin oxigenamos, respiramos bien, estamos bien, en el silencio.

Entra en tu silencio. Déjale entrar. Dale permiso para quedarse. Es el mejor compañero de camino.

En la vida de Jesús hay muchas ocasiones en las que se nos indica que se escapa al monte, o al mar, y pasa la noche en el silencio. Su noche, sus dudas, sus miedos, no son tan distintos de los nuestros. Jesús lo recoloca todo en el silencio.

Hay lugares que invitan al silencio: decoraciones de nuestras casas que invitan a la sencillez del silencio vivo, acogedor. Hay muebles que ocupan demasiado espacio, armarios demasiado cargados, despensas con alimentos caducados y almacenados. Todo lo que sobra es ruido, lo que sobra puede romper el equilibrio en el que reside la belleza y la sencilla sabiduría y la fuerza del evangelio.

El silencio no se improvisa. Es la consecuencia de un vaciamiento consciente y liberador de cosas y de actividades que nos ocupan, y como “okupas” no es buena su presencia, le roban el espacio vital a “otros amores y ocupaciones“.

Cuando nos acercamos a nuestras reservas de silencio rápido conectamos con lo que es auténtico, con lo que nos construye y nos predispone a recibir la semilla.

Una casa en barbecho, una vida en barbecho, todo a la espera de en su momento acoger la semilla, que no sabemos cuándo se nos regalará, este es el gran lujo fruto del silencio que pocos descubren. Esto es ya la antesala del reino.

Con el tiempo el silencio va siendo el mejor amigo. Acompaña nuestra noche, y también nuestro amanecer; siempre está cuando lo busco, nunca falla en su sabiduría. Siento su presencia que me llama, que me descansa, que me reconduce a mi espacio de barbecho para que, cuando la Ruah lo disponga, pueda dar vida.

En este maravilloso mes de Septiembre, inicio de otoño y de cosecha, inicio de primavera y de siembra en otras latitudes, te deseo que en tu apretada agenda pongas “barbecho” en algunas de las páginas de tu vida.

Desde el silencio, buen principio de otoño y de primavera

Magda Bennásar Oliver, sfcc

Fuente Fe Adulta

Espiritualidad

Un silencio que sea comunión.

Miércoles, 2 de octubre de 2024
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Del blog Amigos de Thomas Merton:

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Qué desastre edificar la vida contemplativa sobre la negación de la comunicación… Ésta es la razón de que haya tanto ruido en un monasterio trapense. Parloteo y algarabía infernales, continuo rugido de maquinaria, estrépito de objetos que caen de las manos de aturrullados contemplativos; todo ello atestigua que odiamos el silencio con todas nuestras fuerzas, porque, debido a nuestra errónea motivación para buscarlo, está destrozando nuestra vida. Sin embargo, sigue en pie el hecho de que el silencio es nuestra vida, pero un silencio que sea comunión y mejor comunicación que las palabras. ¡Ojalá alguien pudiera decirnos cómo encontrarlo!

*

Thomas Merton,
Diarios, agosto 1956)

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Un cristianismo que no hace más que hablar.

Martes, 24 de septiembre de 2024
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Del blog Amigos de Thomas Merton:

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Un cristianismo que no hace más que hablar, proclamar, explicar —en suma, un cristianismo que nunca está en silencio—, pierde la profundidad de la escucha de la que está hecha la fe. Y, por consiguiente, perderá el espíritu de la oración: la invocación y la confessio laudis se transformarán en estéril protesta y reivindicación”

*

Pierangelo Sequeri

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“La palabra ¿es de los hombres?”, por Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Miércoles, 4 de septiembre de 2024
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Mujeres-Afganistan_2700039971_17250829_660x371Tres años después de ocupar Afganistán, los talibanes prohiben ahora el sonido en público de la voz de la mujer

Naciones Unidas: Afganistán: La “ley de la moralidad” borra por completo la presencia de las mujeres en público y debe derogarse

“La humillante afrenta de silenciar a las mujeres con indiferencia es una experiencia tan arraigada en nuestra vida cotidiana que los ejemplos de imponer silencio a otro ser humano pueden ayudar, incluso mejor que casos más sensacionales para aclarar qué papel tiene el silencio en el mantenimiento de la actual distribución del poder en la sociedad”

“No estaría de más, quizá, que alguien nos ayudase a los hombres a ser conscientes de nuestra tendencia de a interrumpir a las mujeres mientras hablan”

“Negada y degradada, ridiculizada y temida, la voz femenina ha sido reducida al silencio, un silencio, sin embargo, que siglos después todavía parece pesar sobre el deseo de las mujeres de ser escuchadas, tomadas en serio y consideradas por sus capacidades y destrezas”

En un mundo que avanza de manera febril, inquietante y caótica, el silencio es cada vez más capaz de expresar las pasiones humanas mejor que las palabras, desde las más estimulantes y virtuosas hasta las más tristes. En el silencio podemos reordenar los pensamientos sacudidos por el frenesí de la vida cotidiana, encontrar la paz después de haber sufrido decepciones o abusos; pero también podemos experimentar la angustia de la espera, la inquietud de lo desconocido, el espectro de la soledad.

El silencio de los cobardes puede encubrir atrocidades y opresión, pero el silencio de los fuertes puede ser un gesto de valentía extrema, de oposición orgullosa a los halagos y las amenazas del poder. John Biguenet, dramaturgo y escritor estadounidense, en su libro ‘Silencio’, nos recuerda que perseguir el frágil y utópico hechizo del silencio es hoy la mejor manera de cuidar de nosotros mismos y de los demás.

Con todo, no es menos verdad que vivimos en un mundo donde las mujeres suelen ser silenciadas, a veces de forma violenta. Pero la humillante afrenta de silenciar a las mujeres con indiferencia es una experiencia tan arraigada en nuestra vida cotidiana que los ejemplos de imponer silencio a otro ser humano pueden ayudar, incluso mejor que casos más sensacionales para aclarar qué papel tiene el silencio en el mantenimiento de la actual distribución del poder en la sociedad.

No pocas veces el poder se ejerce a través de la palabra, pero, por otro lado, el poder también se puede ejercer a través del silencio. Charles de Gaulle escribió: «Nada fortalece la autoridad como el silencio, esplendor de los fuertes, refugio de los débiles». E, incluso, iba más allá: «El silencio es la última arma del poder». Seguramente también encontramos un significado similar en la frase de ‘Volviendo a Matusalén: un pentateuco metabiológico’ de George Bernard Shaw: «El silencio es la expresión más perfecta del desprecio». Sin embargo, más allá del desprecio, los poderosos pueden ignorar impunemente las cuestiones de los débiles y las peticiones de los desposeídos. Incluso Leonardo da Vinci está de acuerdo: «Nada fortalece la autoridad como el silencio». (Por supuesto, esta afirmación podría significar que el silencio de quienes sufren las leyes fortalece a quienes las dictan. Por un lado, Leonardo da Vinci, siempre bajo el control de mecenas poderosos, conocía bien las insoportablemente largas esperas para que un soberano rompiese su hermético silencio y encargara una nueva tarea).

No estaría de más, quizá, que alguien nos ayudase a los hombres a ser conscientes de nuestra tendencia de a interrumpir a las mujeres mientras hablan. Seguramente nosotros, los varones, nos consideramos exentos de tal comportamiento sexista. Es muy difícil creer que nuestro comportamiento masculino no haya producido o no produzca efectos en quienes son constantemente interrumpidas en sus intervenciones y hasta silenciadas por la presión, seguramente no tan evidente pero también muy real, de ceder ante las decisiones e imposiciones de la contraparte masculina.

Cuando en la Odisea homérica Penélope pide a Femio, el bardo, que cante algo menos triste sobre el peligroso regreso de los héroes aqueos de Troya, el imberbe Telémaco interviene bruscamente, invitando a su madre a regresar a sus habitaciones y recordándole que “la palabra es de los hombres”. Por sabia y madura que sea, Penélope inclina la cabeza delante de su hijo y se retira en silencio.

Negada y degradada, ridiculizada y temida, la voz femenina ha sido reducida al silencio, un silencio, sin embargo, que siglos después todavía parece pesar sobre el deseo de las mujeres de ser escuchadas, tomadas en serio y consideradas por sus capacidades y destrezas. Un silencio al que los hombres no parecemos siempre a querer renunciar, si pensamos en los insultos y las intimidaciones a las que son sometidas las mujeres -en las redes como en la política o en la cultura- no por lo que dicen sino por el simple hecho de querer hablar.

Evidentemente, en la alteridad radical de su voz, “diferente” y por tanto presagio de una concepción distinta del mundo, todavía se puede escuchar el eco de aquel peligro que temía el mundo griego, cuando, en las trágicas figuras de Medea, Antígona o Clitemnestra -por nombrar sólo algunos- vieron una amenaza real a la polis, a la comunidad, al orden establecido.

Cuando en la Odisea homérica Penélope pide a Femio, el bardo, que cante algo menos triste sobre el peligroso regreso de los héroes aqueos de Troya, el imberbe Telémaco interviene bruscamente, invitando a su madre a regresar a sus habitaciones y recordándole que “la palabra es de los hombres“. Por sabia y madura que sea, Penélope inclina la cabeza delante de su hijo y se retira en silencio.

Negada y degradada, ridiculizada y temida, la voz femenina ha sido reducida al silencio, un silencio, sin embargo, que siglos después todavía parece pesar sobre el deseo de las mujeres de ser escuchadas, tomadas en serio y consideradas por sus capacidades y destrezas. Un silencio al que los hombres no parecemos siempre a querer renunciar, si pensamos en los insultos y las intimidaciones a las que son sometidas las mujeres -en las redes como en la política o en la cultura- no por lo que dicen sino por el simple hecho de querer hablar.

Evidentemente, en la alteridad radical de su voz, “diferente” y por tanto presagio de una concepción distinta del mundo, todavía se puede escuchar el eco de aquel peligro que temía el mundo griego, cuando, en las trágicas figuras de Medea, Antígona o Clitemnestra -por nombrar sólo algunos- vieron una amenaza real a la polis, a la comunidad, al orden establecido.

Fuente Religión Digital

Cristianismo (Iglesias), Islam , , , ,

Sábado Santo… en silencio ante el Señor.

Sábado, 30 de marzo de 2024
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© Carmelo Blazquez 2013

© Carmelo Blazquez 2013

(Fotografía de Carmelo Blazquez)

Durante el Sábado Santo la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte hasta que con su resurrección se inauguren los gozos de la Pascua, cuya exuberancia inundará los cincuenta días pascuales.

Hombre en Soledad

 Contigo vengo, Dios, porque estás solo
en soledad de soledades prieta.
Conmigo vengo a Ti, porque estoy solo,
sintiendo por el pecho un mar de pena.
Qué tristeza me das, Dios, Dios, sin nadie
que te descanse, Dios, de tu grandeza,
que te descanse de ser Dios, sin nada
que te pueda inquietar o te comprenda.
Qué tristeza me doy, perdido en todo,
y todo mudo, tan lejano y cerca,
cada vez más presente ante mis ojos
en un mutismo que no se revela,
con el corazón loco por saberte,
preguntando en la noche que se adensa.
Con voz de espadas clamo por mi sangre,
rebusco con mis manos en la tierra
y escarbo en mi cerebro con mis ansias.
Y silencio, silencio, mudez tensa.
Dios, pobre mío, todo lo conoces.
Para Ti todo ha sido: nada esperas.
Hasta lo que me duele y no me encuentro
Tú lo conoces ya, porque en mí piensas.
Yo no conozco nada, Dios, y tengo
socavones de amor llenos de inquietas,
oscuras criaturas que me gritan
palabras, no sé dónde, que me queman,
preguntas que me tuercen y retuercen,
sábana viva chorreando estrellas.
Qué compasión me tengo, Dios, pequeño
llamando siempre a la inmutable puerta
con las palmas sangrando, a la intemperie
de mis luces y dudas y tormentas.
Qué compasión te tengo, Dios, tan solo,
siempre despierto, siempre Dios, alerta,
sin un pecho bastante, Dios, Dios mío,
que ofrezca su descanso a tu cabeza.
Cómo me dueles, Dios. Cómo me dueles,
herido por la angustia que te llena,
sin poder descansarte, sin caberte
en mis entrañas ni aun en mis ideas.
No puedo más Contigo, que me rompes
creciendo por mi dentro y por mi fuera,
cercándome, estrechándome, ahogándome,
dejando, sin saberlo, en mí tu huella.
Y soy hombre, Señor. Soy todo caspa
de angustiosa esperanza contrapuesta,
arcilla informe de reseco olvido,
quizá, capricho de tu indiferencia.
Señor, qué solo estás. Cómo estoy solo,
yo con mi carga insoportable a cuestas.
Tú, con todo y sin nada —(¡todo, nada! —
más que Tú, Dios perdido en tu grandeza,
muerto de sed de amor de algo supremo,
Dios, algo que te alegre y que te encienda.
Sin nada superior a Ti creado,
mi voz alzada al límite no llega
a rumor que resbale por tus sienes,
a brisa en tus oídos, que se secan
de no oír desde nunca una palabra
que antes de estar en hombre no supieras,
pobre Creador, Dios mío sin sosiego,
preso en tu creación, en diferencia.
A Ti vengo, Señor, porque estoy solo,
a veces aun sin mí. Pero no temas,
Señor que has puesto en mí necesidades
sin darme el modo de satisfacerlas.
Perplejo, recomido de inquietudes,
de Ti tengo dolor; de mí, conciencia
de ser como no quiero: ser inútil,
vana palabra, humana ventolera
con sabor de cenizas y de ortigas
clavándome alfileres en la lengua,
y un huracán de vida por la carne
que no ha encontrado carne que florezca.
Versos, versos, mas versos, siempre versos,
¿y para qué, Dios mío? Dentro queda
una fuente de llanto sofocado
minándome la hirviente calavera,
sin encontrar salida a la congoja
cada vez más patente. Y todo niebla.
Contigo vengo, Dios, porque estoy solo;
me huyes cada vez, más te me alejas.
¿No tienes qué decirme, Dios, qué darme?
¿No ves, Señor, no ves, Dios, cómo tiembla
este vaho que se alza de mi vida,
hierbecilla perdida que se hiela?
Encallece mi alma, Dios. Haz dura
la mano y la mirada: hazme de piedra.
Quítame el sentimiento que me escuece.
Borra, Señor, con sol, mi inteligencia.
Déjame en paz, en flor, en roca, en árbol,
en muda, resignada, dulce bestia
caminante con ritmo y sin sentido
por un mundo de instintos e inocencia,
o dame con la luz aquel sosiego
original del prado que apacientas

*

Ramón de Garciasol,
Hombre en soledad,

***

jesus-500_500

La tierra está extenuada. Todo duerme y espera. También reposa el cuerpo de Jesús. Como en el caso de Lázaro, la muerte de Jesús no es más que un sueño. Mientras su alma descendía a llevar la victoria a lo más hondo de los infiernos, su cuerpo duerme pacíficamente en la tumba, esperando las maravillas de Dios.

Y es que este Gran Sábado no es como otros. Algo ha cambiado radicalmente. El velo del Templo se rasgó hace poco, brutalmente, dejando al descubierto al Santo de los Santos. El Templo ya no está en su lugar. El sábado ya no está en el sábado. Ni la pascua en la pascua.

Todo está en otro sitio. Todo está aquí cerca, cerca del cuerpo que duerme en la tumba. Todo es espera, ahora debe suceder todo. La Iglesia, esposa de Jesús, no se desorienta. Sigue ¡unto a la tumba que encierra el cuerpo amado. El amor no flaquea, no se desespera. El amor todo lo puede, todo lo espera. Sabe ser mas fuerte que la muerte.

¿Qué no habría hecho en aquella hora de tinieblas el amor de algunos, entre ellos el de la Virgen María, para que Jesús fuera arrancado de la muerte? Sólo Dios lo sabe. ¿Alguno ha presentido la densidad de vida que colma este cadáver y esta tumba, como jardín en primavera, donde incluso la noche es un crujido de vida y de savia que fluye? Nosotros no lo sabemos. Sólo sabemos que José de Arimatea hizo rodar una gran piedra hasta la boca de la tumba antes de irse, mientras María Magdalena y la otra María estaban allí, firmes junto a la tumba. Seguramente, no saben nada todavía, pero perseveran en el amor. El vacío que se ha creado de repente entre ellas es tan grande que sólo Dios puede llenarlo. Con ellas, toda la Iglesia espera en el amor.

*

André Louf,
Solo l’amore vi bastera.
Commento spirituale al Vangelo di Luca
,
Cásale Monf. 1985, 63s).

***

Biblia, Espiritualidad , , , ,

“El silencio y lo sagrado, entre otros silencios” (3/3), por Javier Elzo.

Sábado, 3 de febrero de 2024
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IMG_2366Calasso, Durkheim y la sociedad divinizada

        Voy a completar esta conferencia, reflexionando con la ayuda de un libro excepcional de Roberto Calasso. “La actualidad innombrable”, que ya he citado más arriba [1].

La sociedad – dios

        Calasso, en las primeras páginas de su trabajo, tras recordar tiempos no tan lejanos en los que “bastaba con divinizar al emperador para asegurar la cohesión social” añade que “ya no. Ahora es necesario divinizar a la sociedad misma”, pues, como dice Durkheim, “ella, (la sociedad) es para sus miembros, lo que un dios es para sus fieles”. (p.27) Así nace, en la era post- moderna, o post -secular, silenciado Dios, la “sociedad divinizada”.

        La referencia a Durkheim, junto a Max Weber, uno de los dos padres de la sociología de la religión, si no de la sociología sin más, me ha retrotraído a mis tiempos de estudiante y a la lectura compulsiva de las 638 páginas (la devoré en una semana, aunque, obviamente, sin asimilarla completamente) de una sus obras magnas, “Les formes élémentaires de la vie religieuse [2], publicación donde se encuentra la citación de Calasso. He localizado en mi ejemplar del libro de Durkheim esta referencia que traslado a continuación, más extensa que en la citación de Calasso, para contextualizarla.

        “De manera general, no hay duda de que una sociedad tiene todo lo que se necesita para despertar en las mentes, por la única acción que ejerce sobre ellas, la sensación de lo divino; porque la sociedad es para sus miembros lo que un dios es para sus fieles. Un dios, de hecho, es antes que nada un ser que el hombre representa, en cierto modo, como superior a sí mismo y del que él cree que depende. Ya sea una personalidad consciente, como Zeus o Yahvé, o fuerzas abstractas como las que están en juego en el totemismo, el creyente, en ambos casos, se siente ligado a ciertos modos de acción impuestos por la naturaleza del principio sagrado con el que se siente en relación comercial. Pero la sociedad también mantiene en nosotros la sensación de una dependencia perpetua. Debido a que tiene una naturaleza propia, diferente de nuestra naturaleza individual, persigue fines que también son especiales para ella, pero como solo puede alcanzarlos a través de nosotros, busca imperiosamente nuestra ayuda. La sociedad exige que, olvidando nuestros intereses, nos hagamos sus servidores, y nos obliga a toda suerte de incomodidades, privaciones y sacrificios sin los cuales la vida social sería imposible. Por lo tanto, en todo momento, estamos obligados a someternos a reglas de conducta y pensamiento que no hemos construido ni deseado, y que a veces son contrarias a nuestras inclinaciones e instintos más fundamentales” [3].

        El texto, soberbio, me sugiere los siguientes subrayados (alimentados por otros textos del propio Durkheim).

  • La sociedad es más que la suma de individuos. Así como la conciencia colectiva es más que la suma de conciencias individuales.
  • La sociedad tiene entidad propia, aunque no es independiente de las personas que la componen, bien al contrario, necesita de las personas para alcanzar sus fines. Hay un “comercio”, dirá Durkheim, entre la sociedad y las personas que la componen.
  • Esa sociedad crea un dios, que “de hecho, es antes que nada un ser que el hombre representa, en cierto modo, como superior a sí mismo y del que él cree que depende”.
  • La sociedad tiene capacidad de coerción sobre los individuos, a partir del momento en que la divinizamos.
  • Esto es independiente de que el dios sea una figura concreta (Zeus o el Dios bíblico, Yahvé), sean fuerzas más o menos abstractas (tótem o las fuerzas de la naturaleza) sea la sociedad, como entidad propia.
  • La religión para Durkheim tiene como objeto crear o mantener cierta cohesión social. Que se haga por el tótem, el temor a la naturaleza, los dioses de la antigüedad o la sociedad de nuestros días, lo esencial no es la verdad de los dioses sino la función que cumplen.
  • Llegados a este punto, la pregunta, brutalmente planteada, es la de saber si salimos ganando, con los dioses totémicos, los dioses personalizados (uno o varios, de los judíos, persas, griegos, romanos, musulmanes, cristianos, etc.) o con el dios de la sociedad, con la sociedad – dios.

La sociedad fuente de lo sagrado

        Pero avancemos en la lectura de Durkheim y en lo que supone la divinización de la sociedad.

        Ya en las conclusiones de su estudio Durkheim escribe que “el ideal colectivo que la religión expresa no es consecuencia de no se sabe bien qué poder innato del individuo, pues es en la escuela de la vida colectiva donde el individuo ha aprendido a idealizar. Es asimilando los ideales elaborados por la sociedad que el individuo es capaz de concebir el ideal. Pues es la sociedad (….) la que le ha contraído la necesidad de alzarse por encima del mundo de la experiencia…”. (p.604). Es, pues, claro para Durkheim, el papel de la sociedad como agente primordial de creación de cosmovisiones, como agente de socialización, como instancia de lo políticamente correcto, de lo obvio, de lo indiscutible, de las certezas indiscutibles.

        Pero que estas cosmovisiones e imperativos, encarnando en cada individuo los ideales colectivos, estos tienden a individualizarse. Pero, insiste fuertemente en ello Durkheim, el ideal personal, aun individualizado, proviene del ideal social, de la conciencia colectiva que en cada momento conforma una sociedad determinada. Esto es particularmente cierto para Durkheim en el caso de la fe religiosa. En la página 607, luego ya avanzado en las conclusiones de su ensayo, podemos leer algo que ya me llamó la atención en mi primera lectura en Lovaina el año 1970, pues lo subrayé. Escribe Durkheim que “una filosofía puede elaborarse en el silencio de la meditación interior, pero no una fe”. Para Durkheim pensar en un individualismo radical que hiciera de la religión algo puramente individual supone desconocer las condiciones fundamentales de la vida religiosa y estas provienen de la sociedad de nuestros semejantes: “las fuerzas morales en las que podamos sustentar y crecer las nuestras son las que nos prestan otros” de la misma forma que “las creencias solamente son activas cuando son participadas”. Todo esto nos muestra la importancia capital que Durkheim concede a la sociedad como tal, más precisamente, a la conciencia colectiva que la sociedad tenga de sí misma.

        Pero, de nuevo aquí también, hay que ir más allá del dato, del hecho (el dominio y la prioridad de la conciencia colectiva sobre la individual en la sociedad) para reflexionar sobre su interpretación. Lo que exige, de forma capital, el silencio personal. Una cosa es que el “acto de fe”, la “experiencia extracotidiana”, en la terminología de Durkheim que, en la mayoría de los casos se produce en un ámbito colectivo, y otra es la asunción personal de tal experiencia como acto de fe, que exige el silencio, la reflexión, el dialogo y, habitualmente el recuerdo de lo recibido en herencia de la familia, educación y ámbito social en el que se ha crecido.

        Ahora bien, ¿cuál puede ser el tenor de esa conciencia colectiva? ¿Dependerá de las condiciones materiales que presidan, en cada momento, la sociedad en cuestión? Sin negar la importancia de estas condiciones materiales, sin embargo, Durkheim, con energía, se separa de una interpretación meramente materialista de la historia. Aquí la citación se impone: “hay que rechazar que mi teoría de la religión sea como un rejuvenecimiento del materialismo histórico: pensar así supondría equivocarse singularmente sobre nuestro pensamiento. Mostrando que la religión es una cosa esencialmente social, no entendemos de ninguna de las maneras que la religión se limite a traducir, en otro lenguaje, las formas materiales de la sociedad y sus necesidades vitales inmediatas. (….) Pues la conciencia colectiva es otra cosa que un simple epifenómeno de su base morfológica, así como la conciencia individual es otra que una simple eflorescencia del sistema nervioso. Para que la primera aparezca se precisa una síntesis sui generis [4] de las conciencias particulares”. Y a renglón seguido Durkheim nos muestra, en términos rotundos, la independencia de la conciencia colectiva respecto de las condiciones materiales de origen y de las conciencias individuales, así como su gran poder de coerción. En efecto, escribirá que “esa síntesis (que da lugar a la conciencia colectiva) tiene el efecto de liberar todo un mundo de sentimientos, de ideas, de imágenes que, una vez hayan nacido, obedecen a leyes que le son propias. Se llaman, se repelen, fusionan, se segmentan, proliferan sin que todas esas combinaciones sean directamente comandadas y necesitadas por el estado de la realidad subyacente. La vida así suscitada goza, incluso, de una independencia bastante grande, originando a veces manifestaciones sin objetivo concreto, sin utilidad alguna, simplemente por el solo placer de afirmarse”. (P.603). En otras palabras, la sociedad se presenta, según Durkheim, como el agente fundante de cosmovisiones, como agente básico de socialización, como instancia de lo políticamente correcto, de lo obvio, de lo indiscutible, de las certezas indiscutibles que condicionan en gran medida la conciencia individual. Lo mismo cabe decir, añado, de la fe religiosa. De ahí que Durkheim en su definición de la religión, introduzca la iglesia.

        En conclusión, frente a la sociedad estamos ante un dios absoluto, aunque necesitado en su origen, y después en su actuar, de los humanos. Es un dios todopoderoso, arbitrario, omnisciente, juez de los hombres (y mujeres, claro) pero que necesita de esos hombres y mujeres para ejercer su divinidad. Pues de ellos proviene. Durkheim no entra a discutir si hay una realidad divina, más allá de la humana, que esa realidad sea un tótem o un dios personal, o una realidad abstracta, pero sí reconoce, y de qué manera, su autoridad para sus “creyentes”, sus “fieles” (los humanos) una vez originados por la conciencia colectiva de la sociedad considerada, que así adviene, origen de la divinidad que, a su vez, deviene controlador de esa misma sociedad. Insisto, poco importa la forma que adopte esa divinidad, pero, eliminados, o consideradas rémoras de tiempos pasados los dioses de las religiones de antaño, sean animistas, naturalistas, o personales (unipersonales como los monoteísmos – Yahvé, Jesús el Cristo, Ala-, o colectivos- los politeísmos), ya solamente queda la propia sociedad que se eleva así a la condición de divinidad todopoderosa.

Cerrando estas páginas, que no concluyendo.

        Manifestaciones de lo sagrado, como fenómenos extra- cotidianos pueden darse en un conjunto de personas (ante un emotivo o fuerte encuentro religioso; ante un gol casi al final de un partido de futbol, ante un concierto multitudinario) o individuales (en una relación amorosa potente; un abandono religioso ante una situación complicada)

        Nos inclinamos a pensar que la divinización de la sociedad, que acabamos de mostrar, tras la exculturación social de lo religioso en general y de los dioses religiosos más en particular, en realidad nos lleva, en el actual mundo secular, a una nueva “guerra de dioses”. Pero, de entrada, debemos formularnos la cuestión de saber qué consecuencias tiene para nosotros, ciudadanos en la tercera década del siglo XXI, el hecho de que hayamos delegado en la sociedad, divinizándola, el sistema de legitimación de las relaciones sociales, de los valores dominantes que nos dicen lo que es bueno y lo que es malo, y cuáles son las prioridades por las que debemos esforzarnos para mantener, al menos, un simulacro de cohesión social.

        Es posible que el futuro nos depare otra guerra de dioses, cuyas primicias ya están a la vista. Los dioses del mundo secular nos muestran un politeísmo que nada tiene que envidiar al de las civilizaciones griegas y latinas, por limitarme al mundo occidental. Pero, a diferencia de las greco-romanas, los dioses de nuestros días son puramente seculares, no permiten atisbo del “más allá” como Zeus, Júpiter etc. A lo sumo, pero en tono menor, un humano casi dios, como el emperador nipón, pero hemos quedado que nos limitamos al mundo occidental. Y, si me aprietan las tuercas, al del sur este europeo: España, Francia, Portugal e Italia con sus diversas regiones (naciones, pueblos, autonomías, …) de personalidades bien distintas, en unas regiones más marcadas que en otras.

        Lo hemos visto en Durkheim, aunque también en nuestra sociedad actual: la manifestación colectiva de lo religioso. Así en las peregrinaciones y encuentros, a menudo multitudinarios, en lugares o eventos especiales como Lourdes, Fátima, Medjugorje, la Semana Santa, etc., y muchas fiestas locales en las que la celebración religiosa tiene arraigo. Pero, solamente el silencio permite una reflexión de lo sagrado y, en consecuencia, una jerarquización y un discernimiento de las diferentes modalidades de sacralidades en la actual era emergente, la era post-secular.

        Las personas que nos asomamos a los 80 años de edad, hemos transitado en nuestra biografía de la era de la cristiandad a la era post-secular, siendo la era secular, aún la dominante en España, la que ha tenido el mayor recorrido en nuestras vidas.

        Pero cuándo constatamos, con Peter Berger los “innumerables altares de la modernidad” y con Hans Joas, la crítica a la tesis weberiana del desencantamiento con la modernidad, la racionalidad, y la arreligiosidad institucionalizada, oteamos en el horizonte la era post-secular. Así observamos, por un lado, presencia de toda suerte de sacralidades laicas, en gran medida consecuencia de los límites de la era secular: la nación, el pueblo, el dinero, el culto al cuerpo, lo “natural”, el sexo, etc., y por el otro la emergencia de otra sacralidad religiosa, a menudo en pequeños colectivos, una sacralidad más de convicción que de adhesión, modalidad de religiosidad, esta última, en la era de la cristiandad, en neto declive social, lo que no quiere decir que haya que echar por la borda un cuerpo de doctrinas que la tradición de veinte siglos de cristianismo ha ido elaborando. Repitámoslo para cerrar este texto. Solamente el silencio, interior y exterior, permite que se abra paso una lectura reflexiva de las diversas sacralidades. Lectura que, solamente será fructífera si se desarrolla en un diálogo que exige el silencio propio para escuchar al otro. El silencio no es solipsismo. El silencio supone apertura al otro, en lo más profundo de su otredad. Solamente con esa condición la relación “yo-tu” puede tener como norte y objetivo la fraternidad y una ética universales. Religiosa o laica, pero universal. Aunque un cristiano puede bucear en el ethos del amor para cimentar su actitud y comportamientos (lo que no significa que estos sean acordes al ethos que predica), mientras que el laico, habitualmente, debe limitarse a la racionalidad con sus aporías. Pero, todos necesitan del silencio para bien aprehender vitalmente lo que defiendan.

Donostia San Sebastián 12 de agosto de 2021

Javier Elzo

NOTAS:

[1] Ed. Anagrama, Barcelona 2018, 173 p.

[2] El libro se editó el año 1912. En mi biblioteca he encontrado la edición de 1968, PUF, que leí y anoté en Lovaina en mis años de estudiante, edición con la que trabajo en estas líneas. Obviamente hay edición castellana de esta obra magna de la sociología: “Las formas elementales de la vida religiosa”. Alianza, Madrid, 1983. Pero las citas de mi texto provienen de la traducción que yo mismo he realizado del original en francés.

[3] Emile Durkheim. “Les formes élémentaires de la vie religieuse”, Presses Universitaires de France, Paris 1968, pp. 295-296. La traducción es mía.

[4] En cursiva en el original

Fuente Atrio

Espiritualidad , ,

“El silencio y lo sagrado, entre otros silencios” (2/3), por Javier Elzo.

Viernes, 2 de febrero de 2024
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IMG_23662ª Parte: “El silencio y lo sagrado

        Breve clarificación de unos conceptos

        Hay que clarificar, de entrada, algunos conceptos de uso común. Hay que distinguir entre sagrado /profano, trascendente/ inmanente (o mundano) y religioso/secular. Los conceptos sagrado, trascendente y religioso no son sinónimos. El concepto de sagrado apunta a un fenómeno antropológico universal que resulta de la experiencia humana de fenómenos extra – cotidianos. El concepto de trascendente designa las representaciones de una separación entre la esfera de lo divino y la de la realidad terrestre: estas representaciones no constituyen en absoluto un fenómeno antropológico universal. En cuanto al concepto de religioso tiene sentido plenamente desde la aparición de la opción secular.

La sociedad del ruido

        Arnoldo Liberman en su reflexión, ya mentada, “El otro silencio”, nos recuerda cómo George Steiner en El Castillo de Barba Azul hace una crítica demoledora de lo que él llama “la sociedad del ruido”. En nuestra sociedad la música estrepitosa, el estrépito en sí mismo, el aturdimiento feroz, han pasado a ser primordiales en nuestra vida cotidiana. Lo que antes era recogimiento, pausa reflexiva, comunicación serena y valiosa y que se realizaba en entornos silenciosos y en espacios íntimos, ahora estamos dominados por alborotadas y rotundas vocinglerías que no tienen límite y que invaden cualquier campo habitable. Vivimos en un mundo (y en una cultura) donde el silencio es un lujo prohibido, una antigualla recordada pero estéril, un deseo o un anhelo oculto pero difícil de hallar. El ruido ha creado cultura (si así puede decirse) pero esta cultura es intolerante, totalitaria, inexpresiva, ensordecedora, “anda en ruidosa motocicleta” (como dice un amigo).

Cuando el silencio es necesario

                En la compañía de Arnoldo Liberman, parafraseándole, quiero recordar la necesaria presencia del silencio en actos sustanciales del ser humano: leer, hacer el amor, asistir a un concierto, caminar por un parque, etc. Pero esos actos, aparentemente sólidos, así como la instrumentalización de los clásicos ritos iniciáticos del sentido de la vida, resultan un actual sinsentido en la sociedad del ruido, y que exigen un esfuerzo y un valor. El silencio es un enemigo del ciudadano y del habitante de la metrópolis, es un enemigo al que parece temerse porque nos llevaría a nuestros propios interrogantes y a nuestras verdades más íntimas. Lluís Duch, el monje intelectual heterodoxo del Monasterio de Montserrat, doctor en Teología y profesor de filosofía moral, pensador profundamente cristiano y humanista, autor de un pensamiento que ha calado escribe que “lo mejor de la religión es que crea herejes”. Es autor de una búsqueda que llamó “Dios después de Auschwitz” y ha insistido en que “sin ética no hay mística” y que “nadie debe sentirse extranjero” en el mundo. Señala que: “el hombre no puede prescindir de construir absolutos”, o si se quiere decir de otra manera, la idolatría es una presencia casi constante en la vida de los seres humanos. Es decir, el intento de dominar lo indomable, de expresar colectivamente lo inexpresable, de reducir lo indefinido a definido, son todas, formas que tenemos en el fondo para ejercer o controlar el poder o el miedo. Los seres humanos siempre queremos una referencia a algo que consideramos intangible, la necesitamos: es decir, siempre construimos lo sagrado, lo intocable, lo impalpable y esto es a causa de nuestra finitud. Las apetencias de infinito eran evidentes en la antigua URSS, en el nacionalsocialismo o, actualmente, en el American way of life, en todas partes, países de ruidos. Para muchos seres humanos la noche se ha tornado tan ruidosa como el día y una habitación silenciosa un infierno y una tortura”.

El silencio religioso de un creyente

        Hay que aprender a callar, no temer el silencio, regresar a la palabra válida y al diálogo constructivo, redefinir el concepto mismo de la cultura: se trata de un mandato imperativo. Cabe decirlo enfáticamente: la palabra debe dejar que el silencio hable. Aprender que el silencio no es mudo, que – como lo decía nuestro querido e idolatrado Anton Bruckner- Dios estaba más cerca cuando callaba. Así en su impresionante Motete, “Locus iste”.

Locus iste a Deo factus est, inaestimabile sacramentum, irreprehensibilis est. (Este lugar fue hecho por Dios, un sacramento de valor incalculable, libre de todo defecto).

        El texto se centra en el concepto del lugar sagrado, basado en la historia bíblica de la Escalera de Jacob, el dicho de Jacob “Ciertamente el Señor está en este lugar, y yo no lo sabía” (Génesis 28:16), y la historia de la zarza ardiente donde a Moisés se le dice “quita tus zapatos de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra santa” (Éxodo 3: 5). (Traducción de Enrique Yuste)

        En el Oratorio Elías de Felix Mendelssohn, podemos escuchar levitando un fragmento que dice así:

ELÍAS: Señor, la noche cae a mi alrededor, ¡no estés lejos de mí! ¡No me escondas tu rostro! Mi alma está sedienta de ti, como la tierra árida.
UN ÁNGEL: Sal ahí fuera, y ponte en el monte ante Yavé y su gloria resplandecerásobre ti. Cubre tu rostro, pues Yavé está cerca.
CORO: (Elías) vio pasar a Yavé, y un viento poderoso que rompía los montes y quebraba las piedras pasó delante de él, pero Yavé no estaba en elviento. Vio pasar a Yavé, y la tierra tembló y el mar rugió, pero Yavé no estaba en el terremoto. Tras el terremoto vino un fuego, pero Yavéno estaba en el fuego. Y tras el fuego vino un ligero y suave susurro. Y en el susurro vino Yavé. [1]

        ¿Y si Dios se manifestara, no con truenos y relámpagos, terremotos y fuegos, esto es, no al modo de grandes tratados ni en fórmulas perentorias e impositivas, sino en la insinuación (“a Dios nadie le ha visto, jamás” dirá el teólogo y filósofo Bellet, recordando los textos de Juan el Evangelista), al modo de susurro, “brisa tenue”, como traduce Schökel el texto de arriba? Lo que exige un silencio

        Como dice Roberto Calasso, “lo divino es aquello que Homo saecularis ha borrado con cuidado e insistencia. Lo ha suprimido del léxico de lo que existe. Pero lo divino no es como una roca que todos ven inevitablemente. Lo divino debe ser reconocido” [2].

        Aquí nos topamos con lo que no pocos cristianos del mundo de hoy entienden y viven su fe en el Dios, como la que se manifiesta en Jesús de Nazaret, quien llama a su Padre con el término, cercano y respetuoso al mismo tiempo, de Abbà (termino arameo, el lenguaje de Jesús, que significa “mi padre”, “papa”, “aitatxo” en euskera). Es una oración en la que no se privilegia la oración de alabanza, ni la oración de agradecimiento, menos aún la oración de petición, sino la oración de escucha, de confianza y abandono. Es una oración de silencio.

El silencio “religioso” de un ateo

        No hace mucho tiempo mantuve una larga conversación con un amigo, al que conozco bien, y con quien disfruto y aprendo conversando. Mi amigo, Dr. en Física y que trabaja en un centro de investigación de rango internacional, hace años que me confesó que era ateo. Ateo de convicción. Desde muy joven. Hablando de estas cosas, tras manifestarme su fascinación por la montaña, me confesó esto: “a menudo cuando estoy solo en la montaña, solo en el bosque nevado, tengo la certeza de que no estoy solo. En realidad, percibo, siento, que hay un espíritu, “el espíritu del bosque” que está ahí, que me protege, que me acompaña en la soledad y en el silencio de bosque”. Me recordó el libro de otro amigo que tituló “Sobre el Dios que está ahí” y no pude no decirle que no otra cosa era la experiencia religiosa. La experiencia religiosa no es otra cosa que lo que experimentamos en ciertas experiencias humanas, que no nacen en nosotros, que son externas a nosotros, con lo que, de entrada, derrumbamos las tesis de Feuerbach, a lo que denominamos, unos, experiencia religiosa, otros, experiencia secular o laica. Estamos ante lo sagrado en la terminología de Emile Durkheim.

Hans Joas, Habermas y Fraijó, ante el silencio de lo religioso en la sociedad de hoy

        En la actualidad el individualismo es omnipresente. Incluso un individualismo, no necesariamente utilitarista ni egocéntrico, pues mira a la universalidad ética del comportamiento, por ejemplo, en la defensa y promoción de los Derechos Humanos, en la custodia de la Tierra etc. Al mismo tiempo, en la cosmovisión judeo-cristiana, se habla expresamente de tradición bíblica, que incluye la tradición judía, así como la tradición cristiana. En la tradición bíblica el descentramiento moral es esencial. En esta concepción los seres humanos están obligados a tomar en consideración no solamente los otros seres humanos que pertenezcan a la misma familia, a la misma nación, a la misma religión, o la misma clase social sino a todos los seres humanos, comprendidas también las generaciones futuras. Es el “ethos del amor” bíblico.

        Por otra parte, filósofos como Kant, Rawls y Habermas, han elaborado una orientación universalista de este tipo desarrollando en detalle la lógica de la reflexión y la discusión moral universal, bajo el prisma de una ética racionalista. Pero una cuestión queda sin respuesta, nos apunta Hans Joas:

¿qué es lo que tiene que motivar a los seres humanos a reflexionar a las cuestiones morales y a la significación que pueden tener para la forma como ellos conciben y llevan su vida, máxime cuando tal reflexión corre el riesgo de ir en contra de sus propios intereses? Otro punto todavía queda muy oscuro: ¿cómo llegar a los individuos sensibles a los sufrimientos de los otros, teniendo en cuenta qué es cierto que esta sensibilidad no es el resultado de una argumentación racional?

        En esto reside, señala Joas, la superioridad de estos cristianos del amor – expresión a la que yo prefiero, la singularidad de estos cristianos del ethos del amor – incluso frente a formas de filosofía moral universalista y, evidentemente, frente a todas las formas de individualismo. La asunción de fe en un Dios que ama al hombre sin condiciones, conlleva una fe cristiana que puede, ciertamente, liberar el campo a la capacidad de amar, en los cristianos, y en todas las religiones del amor universal, sin condiciones y sin excepciones.

        Pero, a la reflexión que acabamos  de formular, parafraseando el texto de Joas, cuyo original es de 2014, hay que añadir la que realizó, años después Habermas, que presentamos a continuación. En efecto, Jürgen Habermas, a la demanda de “Le Monde des Livres” (“Le Monde“, 28/02/2018) redactó unas líneas sobre algunos de los temas centrales de su obra. Entre ellos su preocupación por encontrar un espacio a la creencia religiosa y a los creyentes, cuestión que le ocupa desde el final de los años 1990. Traigo aquí, traducido por mí, lo esencial de su aportación al cotidiano francés.

        “Debemos reservarnos la posibilidad de traducir contenidos semánticos enterrados, provenientes de tradiciones religiosas, ya que pueden ensanchar el horizonte conceptual de nuestro discurso público y nuestras sensibilidades trastornadas (“sensibilités tourneboulées”). Conceptos filosóficos, por muy cargados que sean, como “poder de la voluntad “, “ley”, autonomía “, “individualidad”, “conciencia”, “crisis”, “historicidad” y “emancipación” se han abierto paso en nuestro vocabulario actual. Pero, a la luz de la historia de los conceptos, varios siglos de constante trabajo filosófico han demostrado indispensable la importación de intuiciones con connotaciones religiosas al espacio universalmente accesible de los fundamentos racionales. (….)

        Esta elaboración discursiva de intuiciones enterradas no cuestiona en modo alguno el ateísmo metodológico practicado por los filósofos occidentales desde Hobbes y Spinoza. La moralidad basada en la razón tiene sus propios cimientos y no necesita apoyo religioso. El problema es más bien la desaparición de la solidaridad. Es legítimo que la moralidad racional atienda sus prescripciones, teniendo en cuenta al individuo. De repente, el surgimiento de una acción unida, que lleva por ejemplo a un movimiento social, pasa a depender de la improbable coincidencia y focalización de decisiones que emanan de conciencias individuales dispersas. En otras palabras, ¡es tan probable que suceda como que un camello atraviese el ojo de una aguja! Observo la tendencia actual a la disolución de la solidaridad, que acompaña directamente a la colonización de nuestro mundo vivida por los imperativos de una conducta cuya racionalidad es la del mercado. La mercantilización invasiva de las relaciones sociales, favoreciendo un tipo de comportamiento conforme a una racionalidad instrumental y egoísta, socava el poder abstracto de las normas universales y embota nuestra capacidad de reaccionar ante situaciones normativamente intolerables. Por el contrario, las comunidades religiosas se nutren (“puisent”), a través del culto, en las mismas fuentes de solidaridad. (en el “ethos del amor”, añado yo).

        Ciertamente, dada la naturaleza particularista de los dogmas y las creencias, estas energías pueden descarrilar y volverse hacia afuera con una violencia explosiva dirigida contra otras confesiones religiosas. Pero, ¿no es ésta una razón más para recordar la larga relación que la filosofía ha mantenido con estas fuentes religiosas que ha buscado racionalizar? Mientras la religión siga siendo una forma actual de la mente, representará un acicate plantado en la carne de la modernidad. No debe perder su tono, su vigor para trascender lo existente; lo que es capaz de generar lo realmente nuevo es esta facultad de una “trascendencia” que, viniendo desde dentro de nuestro mundo, y ya no desde el cielo, se esfuerza por ir más allá de él. La novedad de las mutaciones tecnológicas queda rápidamente obsoleta”.

        Es pues claro, el anhelo no satisfecho de un agnóstico de la profundidad y sinceridad como Habermas, quien, sosteniendo “el ateísmo metodológico” en la filosofía, y la moralidad racional sin necesidad de la religión, manifiesta sin ambages la aporía con la que se encuentra, al hablar de la solidaridad universal, sin acepción de personas.

        Este planteamiento lo resume magníficamente Manuel Fraijó en un artículo publicado en el diario “El País”, el año 2016, del que extraigo los últimos párrafos.

        “El afán por “durar” (Spinoza), la esperanza de algún género de futuro tras la muerte parece haber acompañado desde muy tempranamente a los seres humanos. Platón aseguró que no todo lo nuestro perece: perdura el alma inmortal. Una gran obsesión pareció acompañar siempre a este filósofo: el mundo sensible no puede, no debe, erigirse en explicación del mundo espiritual.

        Platón ha sido generosamente heredado. Solo una muestra: imposible no recordar el postulado de la inmortalidad kantiano. Un mundo que niega la felicidad a seres dignos de ella y se la otorga a los que no la merecen no puede ser la máxima expresión de lo que nos cabe esperar. Es lícito, obligado incluso, soñar con escenarios más justos. Kant, afirma Adorno, postuló la inmortalidad para huir de la “desesperación”, para abrirse “al ansia de salvar”. Y es que los defensores de la esperanza comprendieron siempre que no hay mejora en este mundo que alcance a hacer justicia a los muertos; las mejoras nunca las disfrutarán los que ya se fueron. Incontables seres humanos llegaron al final de sus días sin que hubiese sido tenida en cuenta su humilde solicitud de una vida digna; siempre fueron meros aspirantes a lo elemental, candidatos injustamente rechazados. De ahí que algunos grandes espíritus, ansiosos de reparar injusticias, hayan soñado con que nadie muera del todo para siempre. “La esperanza perdida de la resurrección —escribe Habermas— se siente a menudo como un gran vacío”. Es un anhelo profundamente humano. Eso sí: un anhelo de incierto cumplimiento. Laín Entralgo lo formuló así: “lo cierto es siempre lo penúltimo y lo último es siempre incierto”.

        Y, obviamente, son las religiones —especialmente las monoteístas— las más reacias al relato de la hamaca vacía (el mero recuerdo de alguien fallecido). Desde siempre ofrecieron su palabra de honor de que, tras la muerte, habrá nuevas acogidas, nuevos inicios, libres ya del signo de la actual precariedad. Eso sí: las religiones no informan de lo que saben, sino de lo que creen. De ahí que grandes creyentes como el cardenal Newmansuplicasen: “Que mis creencias soporten mis dudas”. En este sentido, el “más allá” no es científicamente verificable ni, por tanto, refutable. Las religiones consideran que algo puede ser significativo sin ser científico. Entre paréntesis: parece que, al principio, la nueva vida, la resurrección, solo se esperaba para los mártires, es decir, para los más afectados por el mal y el sufrimiento; pero lentamente se fue abriendo paso el convencimiento de que en mayor o menor medida todos terminamos compartiendo la condición de mártires: la muerte, que no es solo el final de la vida, sino su permanente amenaza, se encarga sobradamente de ello.

        Para concluir, escribe Fraijó: de especial trascendencia continúa siendo el anuncio cristiano de la resurrección de Jesús de Nazaret como anticipo de la resurrección universal. El teólogo Moltmann asegura que la resurrección de Jesús “ha hecho historia”. Es cierto: al menos iluminó muchos últimos instantes y suavizó innumerables despedidas” [3].

        Joas, Habermas y Fraijó nos manifiestan los dilemas de una racionalidad que se satisface a sí misma cuando se la pone en relación con una religión, la cristiana, aunque no solamente la cristiana, si defiende el ethos universal del amor. Y universal, quiere decir universal, sin excepciones espacio-temporales. Pero haremos bien los creyentes en no olvidar la reflexión de Newman de que “mis creencias soporten mis dudas”, pues, como decía Maurice Bellet, “una fe que no duda es una fe dudosa”.

        Claro que otra cosa es la práctica en los comportamientos de los creyentes que, en mil y una ocasiones de la historia, han mostrado que estaban bien lejos de la universalidad del amor. Ya Gandhi dijo que “cuando leo el Evangelio me siento cristiano; pero cuando veo a los cristianos me doy cuenta de que ellos no viven según el Evangelio”, el mismo Gandhi que sostenía que “nunca es bueno el amor a los otros, cuando es exclusivo y con excepciones. Yo no puedo amar a los hindúes o a los musulmanes y odiar a los ingleses”, añadía. Sí, la radicalidad no es solamente cosa de los violentos.

        Nada de todo esto, la universalidad del “ethos del amor” cristiano, en base a bucear en la figura y mensaje de Jesús de Nazaret, que denomina Abbà a Dios Padre, es posible sin el silencio interior, el silencio introspectivo, el silencio de escucha, el silencio de oración. Lo mismo cabe decir de la universalidad ética basada en la racionalidad humana como refieren los grandes filósofos arriba mentados. En efecto, es preciso el silencio interior para dar cabida a un atisbo de solidaridad con pretensiones de universalidad. Y esto, no viene de por sí. Es consecuencia de una reflexión, en silencio, (una oración en los religiosos) sobre el necesario impulso para la solidaridad.

        Y es también, en el silencio del temor, de la angustia por los hechos y actitudes de la vida pasada, que hemos mostrado más arriba. que el creyente puede reconocer que no ha sido fiel al mensaje heredado, haciendo buena la reflexión de Gandhi, de que estaba de acuerdo con el mensaje los evangelios, pero no con los creyentes que lo incumplían.

        Pero, hay que añadir, que las reflexiones y los comportamientos se complican, aún más, cuando las divinidades devienen seculares. Más todavía cuando es la propia sociedad la nueva divinidad de los tiempos actuales.

NOTAS:

[1] El texto original se encuentra en 1 Reyes, cap. 19, 10-13

[2] Roberto Calasso, “La actualidad innombrable”. Anagrama, Barcelona, 2018, p. 50

[3] Manuel Freijó. “La hamaca vacía”. El País, 13 de agosto de 2016. Yo subrayo.

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“El silencio y lo sagrado, entre otros silencios” (1/3), por Javier Elzo.

Jueves, 1 de febrero de 2024
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IMG_2366Este texto de Javier Elzo recoge los materiales usados por él para una intervención en el Curso de Verano 2021 de UPV/EHU, dirigido por Javier Urra con el título “El silencio. Sin aditivos” en Donostia- San Sebastián. Creo que es un texto básico para lo que queremos que sea ATRIO, donde el encuentro entre personas se produzca siempre en esa dimensión de escucha y palabras auténticas. Atrio invitará a ello presentando el texto en tres viernes seguidos. El guión previo que adelanta el autor muestra cada parte  en el contexto global. AD.

  •     Introducción

    1. – Los silencios en algunas de sus muchas acepciones

  1. El silencio introspectivo
  2. El silencio en relación con la escucha
  3. El silencio condición de la relación.
  4. El mutismo y sus variantes
  5. El silencio de la comunidad tácita
  6. El otro silencio de Arnoldo Liberman. Auschwitz
  7.  La muerte como el silencio absoluto. Jacques Sédat
  8.  El silencio angustioso.
  9.  Las trampas de la imprescindible memoria. Paul Ricoeur


2.- 
“El silencio y lo sagrado”

  1. Breve clarificación de unos conceptos
  2. La sociedad del ruido
  3.  Cuando el silencio es necesario
  4.  El silencio religioso de un creyente
  5.  El silencio “religioso” de un ateo
  6.  Joas, Habermas y Fraijó ante el silencio de lo religioso en la sociedad de hoy

    3.-  Calasso, Durkheim y la sociedad divinizada. La sociedad y los individuos

  1.  La sociedad – dios
  2.   La sociedad fuente de lo sagrado
  3.   Experiencias colectivas y ruidosas de lo sagrado y su interpretación personal y silenciosa

        Cerrando estas páginas, que no concluyendo.

  •  Sacralidades religiosas y laicas
  •   ¿Hacia una nueva guerra de dioses?

Introducción

        Cuando el mes de septiembre del año pasado, poco después de finalizado el curso sobre “Los miedos”, también en el marco de estos Cursos de Verano de la EHU/UPV, y también dirigido por Javier Urra, nuestro director nos envió un correo señalándonos que el título del curso de este año 2021, sería “El silencio. Sin aditivos”. Aquel verano de 2020 estuve trabajando en los contenidos de un libro, para mi excepcional, de un sociólogo alemán, no muy conocido en España, Hans Joas, del que no se habían traducido al castellano sus últimas publicaciones. Particularmente, la última, editada en alemán en 2019, traducida, entre otros idiomas al francés, idioma en el que lo leí, releí y llegué a escribir 120 páginas con recortes del libro, y añadidos de otros autores y reflexiones mías. El título del libre, en castellano, es “Los poderes de lo sagrado. Una alternativa al relato del desencantamiento” en referencia, principalmente, a los trabajos de Max Weber de hace un siglo y, también al de Marcel Gauchet de 1985, “El desencantamiento del mundo”, así como a la abundante literatura de los, – ya minoritarios, pero hace cincuenta años, muy mayoritarios -, defensores de la tesis de secularización. El libro de 330 páginas y otras cien de nutridas notas y bibliografías, libro de gran densidad, que exige lectura atenta con papel y bolígrafo, me resultó de enorme riqueza intelectual, que me obligaba a detenerme en su lectura pues no había página que no me incitara a la reflexión. Pero no voy a comentar aquí el libro, pero, si me detengo un poco en él, es para mostrar la razón inmediata, del motivo o circunstancia, por el que propuse a nuestro director, Javier Urra, el título de mi aportación a este curso, “El silencio y lo sagrado” y así redacté las líneas en las que explicitaba algunas ideas que pensaba exponer en mi conferencia, como aparecen en el Programa del Curso. Algunas de estas ideas provenían del libro de Hans Joas, en cuya lectura estaba enfrascado.

        Pero, meses después, a medida que se acercaba la fecha de esta intervención, me iba informando de otras reflexiones sobre “el silencio” de diferentes autores que iba anotando en mi Cuaderno de trabajo, junto a las ideas que, sobre “el silencio”, bullían en mi cabeza. Constaté, rápidamente, que el silencio, las ideas sobre el silencio, nos mostraban que el término “silencio” era polisémico, que reflejaba realidades bien distintas y, no solamente eso, sino que las valoraciones que cabía hacer de diferentes manifestaciones de “silencios” eran muy diversas. Desde las heroicas hasta las más abyectas e ignominiosas. De ahí que, como acabo de hacer, creo que es más correcto hablar de “los silencios” que de “el silencio”. Además, con la coletilla de “sin aditivos” al término Silencio, que nos enviaba nuestro director, nos permitía pasar al plural.

        En consecuencia, voy a entretenerme en esta conferencia en dos partes muy diferenciadas. En primer lugar, en la presentación de diferentes significados asociados al término silencio, para, en segundo lugar, centrarme en el silencio en relación a lo sagrado.

Primera Parte. Los silencios en algunas de sus muchas acepciones.

El silencio introspectivo

        En efecto, hay silencios y silencios. Comencemos por el silencio introspectivo. Es ese silencio en nuestro alrededor, fuera de nosotros que buscamos y llegamos a exigir para poder introducirnos en nuestro yo más profundo mediante el ejercicio de la meditación. Es un silencio que exige recogimiento, un tiempo de descanso del ajetreo cotidiano con el propósito de reencontrarnos y renovarnos. Hay, además, lugares donde se requiere el silencio porque participa en el desarrollo de la vida interior, en el trabajo sobre uno mismo, en la meditación y, en los creyentes, en la oración. Un ejemplo manifiesto de este silencio es el de la vida monástica. La vida monástica nos invita a cultivar el silencio en toda circunstancia, en el quehacer diario, en el compartir las comidas, en la oración: “ya no se trata de interioridad, sino de intimidad entre Dios y cada hombre”, dirán no pocos monjes. Quizá Ustedes han visto el extraordinario film- reportaje, “El Gran Silencio”, en el que un cineasta, tras 17 años de larga espera, obtuvo el permiso para filmar durante casi seis meses la vida cotidiana de los cartujos de la “Grand Chartreuse” al pie de los Alpes franceses. Un film absolutamente extraordinario, que capta y mantiene la atención del espectador, pese a su larga duración.

        Pero este silencio introspectivo no es privativo de los monjes ni de los claustros de la vida monástica. Muchas personas buscan ese silencio en su vida cotidiana, cuando ponen en paréntesis el bullicio del día a día, para encontrarse consigo mismos. Unos practican el yoga, otros peregrinan a Guadalupe, a Lourdes, en búsqueda de ese silencio, otros hacen el Camino de Santiago, o un parte de mismo, en silencio, un Camino de Santiago, en el que la motivación religiosa se da en menos de la mitad de los que hacen el Camino. Luego la búsqueda del silencio exterior, lo repito, no es privativo de la experiencia religiosa. Cuantitativamente hablando, en la era secular, dominante en nuestros días, cabe afirmar que, en este modelo de silencio, hay una mayoría de personas que lo ejercen sin motivación religiosa alguna: simplemente se buscan a sí mismos.

El silencio en relación con la escucha

        Hay que detenerse también en el silencio que está fundamentalmente del lado de la escucha del otro, o de los otros. Exige estar en silencio, tiene que haber un silencio interior para poder escuchar al otro, aprehendiendo lo que realmente quiere decir. Es un silencio difícil y, desgraciadamente, poco frecuentado en demasiadas ocasiones. Pero, si no se aplica el silencio interior cuando el otro está expresándose, normalmente quiere decir que estamos pensado en replicarle más que en escucharle. Es una situación que podemos encontrar en los pugilatos dialecticos en muchos “debates” en los parlamentos, donde no se escucha al otro, sino que, en el mejor de los casos, se subraya algo de lo que el otro esgrime para oponerse o, también, se le contesta sin atender en nada a lo que ha dicho. “¿Qué tiempo hace? Manzanas traigo”.        El silencio de escucha es tanto la condición del habla del otro como la condición del propio habla como sujeto, en la medida en que uno responde en su propio nombre y no en lugar del otro, que actuaría como interlocutor impositivo, y que, al final anularía nuestro propio razonamiento. En efecto, cuando interrumpimos el silencio interior para interrumpir al otro, podemos decir que, al romper el discurso del otro, corremos el riesgo de poner nuestras palabras en las suyas.

El silencio condición de la relación

        Como corolario de lo anterior, cabe decir que el silencio es también, la condición de la relación. Para que haya una relación, tenemos que poder hacer el silencio interior. Pero, este silencio interior significa que estamos en lo relativo, es decir, escuchamos al otro como el discurso de un sujeto que nos habla, nos interpela, en un nivel de horizontalidad, donde todos estamos al mismo nivel. Algunos, como Jacques Sedat [1], a quien sigo en esta parte de mi reflexión, afirman que “no puede haber relación con el otro excepto en su propia relatividad con él. Solamente hay relación en lo relativo “. Pero no siempre es así. Pues no todas las relaciones con otra u otras personas se dan en un nivel de horizontalidad. Por ejemplo, cuando estamos en una relación de autoridad y, no digamos, de poder. El alumno ante su profesor, el marinero ante su capitán, el soldado ante su superior, el hijo menor ante sus padres, etc., etc. Aquí vivimos en una relación de diferenciación jerárquica en la que el silencio puede tener diferentes formas y modo de expresarse. Tanto, por decirlo simple y brevemente, en el lado del superior como en el del inferior.

El mutismo y sus variantes

       Así llegamos al mutismo como otra variante del silencio. O estamos atrincherados en una fortaleza interior que nos impide o desaconseja comunicarnos con el otro, o nos encerramos en un silencio que significa: “no quiero decirle nada al otro”. Si continuamos reflexionando sobre el silencio como condición para la relación, hemos de reconocer que, a menudo, el mutismo es una forma de silencio, que puede ser libremente adoptado (aun con motivaciones bien diversas) o forzado, por ejemplo, en al caso de una relación jerárquica.

        Hay diferentes manifestaciones de mutismo. Mutismo, tras consumos de drogas, por enfurruñamiento. Los jóvenes cuando sus padres les indican o abroncan, (así en la película “Historias del Kronen”), al descubrir su estado por haber abusado del alcohol o consumido drogas; en una entrevista, Marisol Touraine, siendo ministra con Hollande, confesaba que cuando su padre, el gran Alain Touraine se enfadaba, guardaba mutismo total durante dos días o, como me decía mi peluquera que cuando su pareja la enfadaba estaba dos o tres días sin dirigirle palabra alguna. 

       En una relación asimétrica puede haber un mutismo parcial por parte del superior. Por ejemplo, cuando un profesor se limita a decir con tacto a un alumno que debe estudiar más sin humillarle por un examen catastrófico.

       También en una relación horizontal, paralela, por ejemplo, en una matrimonio o pareja bien avenida, cuando uno de los dos enmudece ante alguna inconveniencia del otro, manifestándole con el silencio, su respeto y cariño. Es un mutismo de oro que mantiene la armonía de la pareja.

El silencio de la comunidad tácita

        En este orden de cosas, cabe una breve referencia al silencio que los antropólogos llaman comunidad tácita. Es el hecho de que las parejas no hablan mucho, sobre todo cuando llevan muchos años juntos. A menudo las únicas palabras que se intercambian se limitan a “pásame la sal”, porque no saben hablar y todo se desarrolla al nivel de los actos de la vida cotidiana, de su repetición, como si todo hubiera ya sido dicho. Se habla más con los amigos y amigas, en el trabajo, en los lugares de ocio y se calla, o habla menos, en el hogar. Encontramos en la vida social, incluso en nuestra vida cotidiana, silencios organizados de esta manera.

El otro silencio de Arnoldo Liberman. Auschwitz

        Quiero traer aquí el inicio de un texto de un buen amigo mío, judío ashkenazi, que nació hace 90 años en Argentina en donde sus padres recalaron huyendo del horror nazi. Me refiero a Arnoldo Liberman, musicólogo y psicoanalista. A menudo me envía sus textos antes de publicarlos. Este que hoy traigo aquí, y que no creo haya publicado todavía, lo titula “El otro silencio”. Lo inicia con estas palabras: “El silencio. Era el mismo silencio, el día de la partida, en el patio de la gran sinagoga que servía de lugar de agrupamiento. Locos de rabia, los nazis corrían en todas direcciones dando alaridos y golpeaban a los hombres, mujeres y niños, no tanto para hacerles daño como para quebrar su silencio. Pero la multitud guardaba silencio. Ni un grito. Ni un gemido. Herido en la cabeza, un anciano se ponía de pie con aspecto despistado. El rostro ensangrentado, una mujer caminaba sin aminorar el paso. Nunca se había conocido un silencio semejante. Ni un suspiro. Ni una queja. Ni siquiera los niños lloraban. El silencio perfecto del último acto. Los judíos hacían mutis. Para siempre”. Y cierra así su texto Liberman con unos versos que Pardo Zapatero cita, de autor aparentemente anónimo:

    1. “La botella ya vacía
      el mensaje por descifrar
      Ludwig se ha quedado dormido
      Sólo quedan los pajarillos /
      que en el olvido están
      junto al chapoteo de carcajadas
      la manía y tu callar”.

        “Tu callar”: ¿es necesario insistir que el otro silencio es Auschwitz?

La muerte como el silencio absoluto

        De una forma no tan trágica como la del exterminio de los judíos en el nazismo alemán, cabe hablar también la muerte como el silencio absoluto, en expresión de Jacques Sédat. “El silencio absoluto es muerte. Rendir el alma es perder la posibilidad tanto del habla como del silencio, ya que el silencio es correlativo del habla. El silencio definitivo ya no es silencio en el sentido de que el silencio es una experiencia subjetiva del sujeto. El muerto no guarda silencio desde este punto de vista. Está en el vacío, como sea que lo llamemos. Pero, el silencio es siempre, como el habla, una categoría del sujeto. El silencio de las estrellas no es silencio”.  

El silencia angustioso
     

Pues, un sujeto se construye con palabras y con silencios, que se concluye con la muerte. Pero, entre tanto, también está el silencio agonizante, el silencio angustioso: cuando uno se entrega al otro, al decirle al otro “te quiero”. Es un riesgo, una aventura. Es abrirse y comprometerse frente a alguien sin tener ningún poder sobre él, sin tener la seguridad de un eventual retorno positivo. Los que hemos vivido la experiencia del enamoramiento y hemos dado el paso de declararlo a la persona amada, sabemos de la angustia en la espera de la respuesta. En este caso, la ansiedad es, amén de legítima, evidente. Es abrirse en canal al otro lo que preocupa. Que puede ser fuente de sufrimiento si la respuesta es negativa. Es “el mal de amores” tantas veces evocado en la literatura de todos los tiempos y de todos los idiomas.

Las trampas de la imprescindible memoria. Paul Ricoeur

        Hay un silencio ante lo que es difícilmente verbalizable. Es, ciertamente el silencio del espacio que se produce en el análisis psicoanalítico. Un silencio muy difícilmente interpretable. Nunca se sabe lo que sucede en el silencio hasta que se llegue al habla. Entretanto no se puede interpretar, es decir, poner palabras en algo que no conoces. Es un silencio de espera por lo que pueden surgir como pensamientos, ya que la regla del análisis es dejarlos surgir, libremente. Y es, precisamente, esta libertad de expresión la que causa problema. Pues, a menudo, es un silencio de vergüenza para decir cosas difíciles que la psique humana, en un principio de autodefensa, lo envía al ámbito del subconsciente inconsciente. En el idioma francés hay una distinción entre el subconsciente consciente, con el término “reprimé” que lo diferencia del subconsciente inconsciente para el que utiliza el término “refoulé”. Para el que no encuentro término en castellano. 

       Pero esta situación se da también fuera del espacio psicoanalítico del que, si se trata del “refoulé” no tenemos consciencia, pero está ahí. Tiene que ver con lo que Paul Ricoeur denomina “las trampas de la memoria”, cuando se refiere a la memoria reprimida, memoria que hace que distorsionemos la memoria de lo sucedido para quedarnos con lo que nos satisface y ocultemos y tratemos de olvidar lo que nos denigra o nos avergüence de nuestro comportamiento, actitud o valores del ayer. Es, exactamente, lo que sucede, con la memoria de la guerra, del terrorismo, situaciones en la que, solamente a través del tiempo y la búsqueda de la verdad, es posible llegar a un relato compartido. Y no siempre. Así, más de un siglo después, no se ha llegado a un relato compartido del origen de la primera guerra mundial.

        Estamos ante un silencio de vergüenza para decir cosas difíciles que la psique humana, en un principio de autodefensa, lo envía al ámbito del subconsciente, a menudo, inconsciente. Según el concepto judío de memoria, nos recuerda Arnoldo Liberman, la memoria es antes que nada un asunto hermenéutico, pues consiste en ver lo que algunos intentan considerar olvidable o menos relevante. Pero, sin memoria, las injusticias pasadas dejan de ser injusticias pues dejan de existir. Sin memoria nos quedamos sin identidad. El sujeto se vuelve amnésico. Sin memoria la racionalidad sucumbe. Por eso la memoria es la única jurisprudencia posible, la que impide olvidar lo que no debe ser olvidado. La que es capaz de oír el silencio de los muertos y recordarlos para que no mueran por segunda vez.

        En las personas, existe el temor de que ciertas cosas del pasado estremezcan y nos flaqueen. Hay ciertas verdades que tenemos la impresión de que si las contamos nos amenazarán, ya que el trauma fue muy duro y decirlo será revivirlo. Lo que nos lleva al silencio. Se necesita tiempo para domesticar pensamientos terribles relacionados con hechos que pueden habernos trastornado, antes de poder transformarlos en palabras y salir de ese silencio cercano al terror, ese terror que, al superar el bloqueo y las digamos, vuelvan a la memoria del presente y las revivamos de nuevo, mientras que, sin embargo, es diciéndolas, como podemos conjurar el efecto que pueden haber tenido en nosotros, que puede llegar a ser un terror interior. Es el efecto benéfico de una confesión, una declaración a otro, de algo que nos pesaba en la conciencia y que nos impedía la serenidad de espíritu. Es, por eso, el efecto benéfico de una confesión, una declaración a otro de algo que nos pesaba en la conciencia y que nos impedía la serenidad de espíritu y descerrajar la verdad.

        He aquí un ejemplo de un silencio difícil a negociar. De aquí, daremos el paso el próximo viernes a la segunda parte de este texto, sobre el silencio y lo sagrado.

[1] En Sophie Périac-Daoud et al., « Silences », Érès, 2004, p, 233 y ss.

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Silencio

Miércoles, 24 de enero de 2024
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Del blog Nova Bella: 

 

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Ninguna palabra puede decir tanto como el silencio

*

Kawabata

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Si amo a Dios, sólo seré silencio en el gran Silencio

Martes, 23 de enero de 2024
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Del Blog Alfonso J. Olaz El Rincón del Peregrino:

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Si amo a Dios, solo seré silencio en el gran Silencio

El hombre ha perdido la confianza.

Abusamos en nombre de Dios,
De su nombre, de todo su nombre.

De su nombre, sin letras, ya borrado de nuestra vaga memoria.

Nuestra vida ya arruinada
¡Ya no sabe a pan caliente del cielo!
Del horno del Maestro panadero
Ni a medias Lunas de dulzuras divinas
Y el café en la mañana, es amargo como la hiel.

Para ser Testigo de Dios

No desearé quererlo,
Ni pretender serlo,
Sin quererlo, ni pretenderlo,
Él lo será conmigo.

Para encontrarme con el Amor

Dejaré de hacerme el encontradizo

con lo que no es amor
Y así olvidándolo
El Amor se hará conmigo.

Para ser amado

No querré serlo con lo que no es amor
Y así siendo de mi ego todo olvidado
Seré amor amado, por el enamorado.

Para ser su presencia

Caminaré por el abismo de mi ausencia
Y en el vértigo de mis sentidos
Me encontraré con la Gran ausencia-

Y Él me hará así en su presencia, ser presencia.
Y llegado su tiempo
Me hará su testigo
Y me hará válido testigo silencioso-

En el Gran silencio
Donde los sentidos caminan a su diestra
Y los míos le siguen, confiando en Él.
Así entonces, Él hablará en mí.

¡Y si alguno me pregunta por Dios…!

Yo le responderé con Él.
Y con Él le descubriré a él.

 *
Alfonso Olaz

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Silencios

Sábado, 23 de diciembre de 2023
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Del blog Nova Bella:

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Los silencios a veces guardan palabras y ruidos.

*

Lolita Flores

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Aprender a saber escuchar.

Martes, 7 de noviembre de 2023
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IMG_1147       Una de mis experiencias, hace décadas, pero más aún hoy en día es “la necesidad que tienen, y tenemos, las personas de hablar y de ser escuchadas”. Y esto pide, como contrapartida “saber escuchar“. Y “saber escuchar” es un aprendizaje humano que pide un esfuerzo interior considerable. Es vaciarse de sí mismo/a para permitir que la otra persona te encuentre dispuesto. Pura empatía y compatía, que no es la simpatía. No te pide ni opinión ni consejo, sólo quiere ser escuchada. Pero cuando escuchamos debemos intentar evitar no formular y pensar la respuesta que le podemos dar… Una realidad relacional humana muy compleja.

      Pero es necesario hacer el esfuerzo de aprender a escuchar. Y me viene a la cabeza en estos momentos por propia experiencia y por comentarios de otros, la situación que se encuentran médicos y médicas: Escuchar y escribir en el ordenador a la vez. Debo constatar el esfuerzo que hacen por atender o escuchar humanamente…. Las nuevas tecnologías nos están pidiendo otra forma de escucha. No hay pedagogía porque todo es nuevo. Todo va deprisa. Y existe una cierta deshumanización. ¿Cómo lo haremos? Lo que queda claro es una faena totalmente personal. En otras palabras: adquirir madurez al hacer uso de los nuevos medios.

      Y “saber escuchar” requiere “querer escuchar”. Y aunque se quiere escuchar, existe la necesidad de hablar. ¿Cómo conjugarlo? Ciertamente, hay muchos libros que hablan. Por citar uno histórico: EL ARTE DE ESCUCHAR de Erich Fromm, del año 1975. Hay otros como también artículos. Es muy fácil escribir. Resumiendo, cada persona debe hacer su método desde la propia interioridad.

     Por tanto, un primer paso profundo y necesario para “saber escuchar” es necesario aprender a escucharse a sí mismo, auscultarse. Penetrar y compenetrarse con uno/a mismo/a. ¿Cómo soy? ¿Qué soy? ¿Quién soy? ¿Para qué sirvo? Y otros cuodlibetos. Todo ello por la sencilla razón si no te has enfrentado, no digo resolverlo porque probablemente nunca lo puedas resolverlo porque estamos siempre en proceso de cambio y mutación, puedes mezclar o proyectar o poner en la otra persona a los tuyos propios problemas, angustias o inquietudes.

        Entonces hay que pensar que el silencio interior es absolutamente imprescindible para poder escuchar sinceramente al prójimo. No matar al ego sino situarlo, en ese silencio, al margen, no marginado, de nuestra interioridad para que pueda contemplar la inmensidad de los mundos que hay, vivimos y somos. Y de ahí surgirá “la capacidad de escucha, que es un arte, no una ciencia”. Y hablando del silencio, un libro que fue publicado hace dos años, de una persona bien experimentada, Teresa Guardans: SILENCIO (2021) es muy inspirador por esta temática.

       Esta actitud pide, ciertamente, buscar aquellos lugares adecuados para ayudar a silenciar, pero también cualquier lugar físico es adecuado si se sabe gestionar la relación de hablar, no charlar, y escuchar, no oír. Pero al mismo tiempo entiendo que quien escucha se hace un gran favor a sí mismo/a por la riqueza humana que aprende al escuchar, que no es poca, además del gran bien que hace a quien habla.

        Resumiendo: “saber escucharse, dialogarse, comprenderse es el primer trabajo que hacer para aprender “el arte de saber escuchar”, lo que lleva a los verdaderos diálogos en los diferentes ámbitos. Y así, el diálogo, saber escuchar, es mucho más potente que la potencia de la violencia que hace comprender la impotencia de laviolencia. Y recordando que el ser, que llamamos humano, es un ser animal viviente, pero inacabado genéticamente, que la palabra lo completa, la cual crea la cultura y nos abre los ojos a una doble realidad: Vivir y contemplar. Y el arte de escuchar también está presidido por el arte de contemplar la inmensidad de los mundos.

       Y concluyo con un pensamiento que me llamó la atención. Escrito hace más de 25 siglos, hacia el s. IV aec, que se encuentra en un libro titulado Proverbios: Quien rechaza aprender, cae en desgracia.

 Jaume PATUEL pedapsicogogo

(Remitido)

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“Lavarse con silencio”, por Pedro Miguel Lamet.

Viernes, 20 de octubre de 2023
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IMG_0580Leído en su blog:

Vivimos dentro de una nube de ruidos, por dentro y por fuera

Vivimos más que nunca ensordecidos por el ruido. Hay un ruido exterior que no para: en el bar, en el coche, en casa, en la calle.

Hay otro ruido interior más peligroso, el de la mente, que runrunea dentro de nosotros desde un personaje que creemos ser y no somos.

La mente siempre nos contamina con sus ruidos, alejándonos de lo que es. Sólo el silencio nos libera. Pero le tenemos pavor, porque lo identificamos con soledad y vacío, sin apreciar que es una soledad acompañada del Universo y un vacío lleno.

El silencio interior es la mejor terapia que existe. Dice Ana María Schlutter que “el silencio es regresar a casa”, es decir, recuperar nuestra identidad

Se trata de sortear ese “loro interior” e ir conectando con el fondo de nuestro ser, donde estamos bien; quizás porque salimos así de fábrica y poco a poco nos hemos ido estropeando con palizas mentales e identificaciones absurdas

La tristeza mayor del hombre proviene de sentirse separado, en definitiva, solo en medio de una multitud, solicitado por millones de signos y sonidos. El silencio cura porque nos conecta con lo que somos,

Contaba una joven monja que muy agobiada fue a consultar a su director espiritual: “Mire, padre, estoy muy preocupada. Es que, cuando estoy mejor en la capilla, es cuando no hago nada, ni pienso en nada; simplemente estoy”. El sacerdote sonrió: “No se preocupe, hermana, acaba de descubrir el silencio”. La religiosa no se fue muy convencida. ¿Cómo podía alcanzar aquella paz interior sin pensar, reflexionar, sin leer algo? Y sin embargo, estando así simplemente, saboreaba una quietud y una alegría que nunca hasta entonces había disfrutado.

Vivimos más que nunca ensordecidos por el ruido. Hay un ruido exterior que no para: en el bar, en el coche, en casa, en la calle. La radio, la tele, el móvil, mensajes, publicidad nos embotan los sentidos.

Pero hay otro ruido interior más peligroso, el de la mente, que runrunea dentro de nosotros desde un personaje que creemos ser y no somos. Te da la tabarra con la culpabilidad del pasado, que ya no existe, y, por tanto, se convierte en una tortura inútil. O con las preocupaciones de lo que va a venir, un futuro lleno de miedos que nos adelantamos también inútilmente de forma masoquista, porque aún no sabemos realmente cómo será. La mente siempre nos contamina con sus ruidos, alejándonos de lo que es.

Sólo el silencio nos libera. Pero le tenemos pavor, porque lo identificamos con soledad y vacío, sin apreciar que es una soledad acompañada del Universo y un vacío lleno. Escribe Benedetti:

Qué espléndida laguna es el silencio
allá en la orilla una campana espera
pero nadie se anima a hundir un remo
en el espejo de las aguas quietas.

Si nada más levantarnos, se enciende la tele en casa, y se apaga al irnos a la cama; si las noticias, en su mayoría negativas, nos bombardean día y noche; si el teléfono móvil, la publicidad y las redes sociales se han convertido en nuestro cordón umbilical con la vida, vivimos dentro de una nube de ruidos.

Un autor anónimo medieval del siglo XIV escribió un libro titulado La nube del no saber. Es curioso lo moderno que resulta este viejo tratado en rechazo de toda conceptualización, en lo que coincide con el interés que despierta hoy en Occidente la meditación oriental del Yoga y el Zen. Quizás porque se ha convertido en una urgente necesidad de subsistir. Se trata de un hecho que va más allá de las religiones e incluso de la fe y la increencia. El silencio interior es la mejor terapia que existe. Dice Ana María Schlutter que “el silencio es regresar a casa”, es decir, recuperar nuestra identidad que está en el fondo de nuestro ser, sobre el cual hemos echado mucha hojarasca, mucho ruido.

A la gente le da miedo el silencio porque cree que cuando se queda sola consigo misma le van a morder todos sus monstruos interiores. O que no va a conseguirlo por las distracciones y pensamientos que reaparecen. Hay métodos sencillos como contar respiraciones de diez en diez o repetir una frase o una palabra. Pero el objetivo es intentar, sin tensiones, sortear ese “loro interior” e ir conectando con el fondo de nuestro ser, donde estamos bien; quizás porque salimos así de fábrica y poco a poco nos hemos ido estropeando con palizas mentales e identificaciones absurdas: nos centramos en el papel que representamos en la comedia de la vida más que en lo que en el fondo somos.

No deja de ser paradójico en un mundo hipercomunicado como el nuestro, que la tristeza mayor del hombre provenga de sentirse separado, en definitiva, solo en medio de una multitud, solicitado por millones de signos y sonidos. El silencio cura porque nos conecta con lo que somos, nos devuelve a la unidad con todo. Mejor lo sintetiza esta hermosa frase de Tagore: “Pues que se prende en ti el polvo de las palabras muertas, lava tu alma en el silencio”.

Espiritualidad

Silencio

Jueves, 3 de agosto de 2023
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Del blog Nova Bella:

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Las palabras pesan.

Si los pájaros hablaran,

no volarían.

*

Doctor en Alaska

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***

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Silencio

Viernes, 28 de julio de 2023
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Del blog Nova Bella:

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No es que el silencio no hable,

lo que no hace es dejar ecos.

*

Hugo Mugica

***

 

 

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Triunfo

Martes, 11 de julio de 2023
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Del blog Nova Bella:

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Que nuestro propio amor triunfe por su propia fuerza,

por su propia energía,

en silencio

*

Maria Casares a Albert Camus

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Cortar las alas

Martes, 27 de junio de 2023
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Del blog Nova Bella:

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Somos los hijos de la ley del silencio.

Somos los hijos del miedo. 

Somos los hijos del peligro

esos a los que no pudisteis

cortar las alas.

*

Hasier Larretxea

***

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Silencio

Sábado, 22 de abril de 2023
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Del blog Nova Bella:

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Si va a morir, con él muere;

Si va a vivir, con él vive.

Entre muerte y vida, calla,

Porque testigos no admite.

*

Luis Cernuda

***

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