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Del blog Nova Bella:
“El hombre es un sol
y sus sentidos son los planetas”
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“El hombre es un sol
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¿Cuál es mi proyecto espiritual para este momento de mi existencia histórica?
“Si la vida espiritual, al cabo de los años, no favorece en nosotros el sentido de la realidad y el crecimiento de nuestra libertad interior, no está siendo bien llevada”, escribía el teólogo Jean Gouvernaire
La espiritualidad que hoy se sigue desplegando, enseñando y validando es aquella que podríamos llamar “la mística del alma”, que propone cerrar la puerta a los sentidos y buscar a Dios en lo profundo
Sin negar sus aportes, hoy urge una relectura de su espiritualidad desde una antropología más integral. Releer sus intuiciones para generar una nueva síntesis: una mística cotidiana, corporal, solidaria e integradora
17.07.2021 | Marco Enrique Salas Laure
La escritora, filosofa, ensayista y directora de cine, Susan Sontag, en su ensayo La estética del silencio, con contundencia afirmaba: “Cada época debe reinventar para sí misma su proyecto de espiritualidad”. Desde que leí esta frase, me es inevitable pensar sobre el proyecto de esta época, de este momento histórico. Además, pienso en un proyecto no solo universal sino y, sobre todo, personal. ¿Cuál es mi proyecto espiritual para este momento de mi existencia histórica? Sin duda, sigo buscando caminos y respuestas. Hace unos días también recordaba aquella expresión del teólogo Jean Gouvernaire sj sobre la espiritualidad: “Si la vida espiritual al cabo de los años, no favorece en nosotros el sentido de la realidad y el crecimiento de nuestra libertad interior, no está siendo bien llevada”.
Creo que “reinventar para sí” significa hacer una relectura de lo que hemos creído, orado y meditado desde el cristianismo y a qué le hemos llamado Espiritualidad en la amplia biografía de este movimiento de seguidores y seguidoras de Jesús. Esta relectura se plantearía en estos términos: “encontrar una nueva hermenéutica, de arriesgar una nueva síntesis, de proponer, partiendo del acto de creer, pero también del acto de vivir, una nueva gramática sapiencial” (José Tolentino Mendonça).
Tan solo me pregunto: todos, ¿estamos listos para hacer una nueva síntesis? ¿Estamos abiertos a una nueva gramática sapiencial? Tal vez sí, tal vez no. Lo que si es cierto es que en muchos espacios pastorales y eclesiales la espiritualidad que hoy se sigue desplegando, enseñando y validando es aquella que podríamos llamar “la mística del alma”.
La mística del alma
Esta mística (proyecto de espiritualidad) propone cerrar la puerta a los sentidos y buscar a Dios en lo profundo. De esto se sigue que, si una persona quiere encontrarse con Dios, caminar hacía él, solo podrá hacerlo en el ejercicio de la interioridad. Curiosamente, esta propuesta de interioridad en muchos gestó una atrofia y desprecio por los sentidos. Esta mística busca relativizar y renunciar a los sentidos corporales. Estos sentidos se categorizan como malignos y fuentes del error (en la filosofía encontramos a un Descartes, por ejemplo, defendiendo esta postura) y, por tanto, no es bueno confiarse de ellos. Dicho esto, si los sentidos son fuente del error y no se puede confiar en ellos y si la persona quiere alcanzar a Dios y la divinidad: se ve obligado a renunciar a su sensibilidad. En muchos espacios comunitarios esto significa renunciar a llorar, a preguntarse, a dudar, a entrar en crisis de fe o, lo que es más grave, no poder orar desde lo que uno es y siente sino desde las oraciones del folleto.
Además, esta mística desarrolló una ascesis y una rigurosidad muy clara, consolidando la idea de que la divinidad huye y se oculta de las posibilidades del cuerpo y su gramática (su manera de comunicarse, de hablar). Todo esto llevó a que muchos adoptaran el camino de la fuga mundi: desligarse del mundo, desligarse del mundo habitual y cotidiano; y por tanto, de los sentidos. El objetivo era entrar a un espacio más digno de la divinidad: el interior. Según esta mirada, la auténtica morada de Dios es la interioridad del ser humano. En esta dirección tenemos a grandes exponentes como San Agustín y San Juan de la Cruz.
Sin negar sus aportes, hoy urge una relectura de su espiritualidad desde una antropología más integral. Releer sus intuiciones para generar una nueva síntesis: una mística cotidiana, corporal, solidaria e integradora.
La mística del cuerpo
La espiritualidad cristiana más popular y vivida es aquella que, como hemos mencionado, acentúa el distanciamiento del cuerpo y del mundo. Esto tiene como base la idea de que lo espiritual es más elevado y digno que lo sensorial. Negando así que la espiritualidad se despliega desde y en el cuerpo.
Sin embargo, revisando la antropología bíblica descubrimos que las rivalidades y oposiciones que muchos hoy sostienen, a saber: alma y cuerpo, interior y exterior, practica religiosa y vida cotidiana, espiritualidad y encarnación no están en términos generales en conflicto. Por ejemplo, según el relato del Génesis, Dios modeló al ser humano con “arcilla del suelo” y sopló en su nariz el “aliento de vida”. Estos dos elementos, arcilla y aliento, hacen del ser humano un ser viviente. Creo que esta es la gramática sapiencial que urge reinventar y proponer a los seres humanos de este momento. Somos cuerpo y sensibilidad, espíritu valiente y apasionado, al mismo tiempo que abrazamos una fragilidad, unas aporías, unas tensiones internas que nos hacen ser quienes somos. Me parece que por estar “batallando”, “peleando” con esta porción de arcilla que somos hemos perdido la capacidad de reconciliarnos con nuestra propia contingencia, con que no podemos todo, con que hay días que nos duele más la vida y nos pesa más respirar.
Somos cuerpo y sensibilidad, espíritu valiente y apasionado, al mismo tiempo que abrazamos una fragilidad, unas aporías, unas tensiones internas que nos hacen ser quienes somos
Dicho esto, siento que es hermoso mirar esto desde el relato del mítico del Génesis. El ser humano que busca explicar los misterios profundos de la vida a través de relatos dice: Dios nos ha hecho de arcilla y soplo divino. Tal vez, el escritor del Génesis esta dejando plasmado su propia experiencia humana entretejida por la de otros porque ¿Quién no se ha sentido hecho de arcilla y espíritu?
Este relato, plantea una síntesis entre la espiritualidad divina, puesto que es Dios quien sopla su vida sobre el ser humano y la vitalidad terrena representada en la arcilla. Dicho de otro modo, el barro, nuestro barro, es el lugar donde nos encontramos con el soplo, con el Espíritu de Dios.
Urge recuperar esta visión unitaria del ser humano para superar la idea de que el cuerpo es un simple revestimiento exterior o la prisión del espíritu (platonismo y neoplatonismo). En este sentido, el teólogo francés Louis-Marie Chauvet afirma: “Lo más espiritual no sucede sino por mediación de lo más corpóreo”. A su vez, el teólogo portugués José Tolentino Mendonça dice: “Hay más espiritualidad en nuestro cuerpo que en nuestra mejor teología”. Ojalá que así sea.
Recuperar el camino de los sentidos
Sin duda, los sentidos son un camino que conduce al encuentro con Dios. Ellos nos abren a la presencia de Dios en el instante del mundo. Sentir es parte de nuestra experiencia humana, como muy bien decía el poeta: “No sé sentir, no sé ser humano” (Fernando Pessoa).
A propósito de esto, nos viene bien recordar que por medio de los sentidos “el cuerpo se informa” (Michel de Certeau, S.J.). ¿Sabes que es lo mas bello? El salmista dice que hay que “gustad y apreciad qué bueno es el Señor” (Salmo 34, 8). La palabra hebrea “ṭa-‘ă-mū” (טַעֲמ֣וּ) que sugiere la acción de comer, saborear, examinar probando. Dicho de otro modo, a Dios los “saboreamos” como cuando mi padre me hacia con amor y cariño patacones rellenos de carne (un plato que comimos tantas veces juntos). Ese sabor, ese momento en el que el paladar explota, ¿has pensado que a que sabe Dios? Pues para mi, sabe a patacones con carne. ¿Recuerdas que imagen usa Jesús para hablar del Reino? ¡Correcto! Un banquete. En fin, gustar, saborear a Dios es vivir, experimentar en el instante del mundo su presencia. Informar a nuestro cuerpo que Dios es el Padre del banquete alegre, cotidiano que parte su pan con nosotros y para todos.
Nuestra biografía es, de alguna manera, una historia compuesta de tacto y piel. De allí que toquemos o no, de la manera en la que nos han o no nos han tocado
Así mismo podríamos ir revisando sentido por sentido: tacto, gusto, olfato, vista y oído. En cada uno de ellos encontraríamos mucho sobre la manera en la que entramos en relación con nosotros y con los demás. Ellos son “medio, contacto, diálogo, comunicación, encuentro con lo exterior, la realidad, el otro, es decir, Dios en el mundo” (Anna Sánchez Boira) y nos revelan “quiénes somos, qué nos interesa, qué nos afecta, dónde estamos y con quién nos relacionamos” (Ibíd.).
Finalmente, nuestro cuerpo se encarna en el mundo y se informa a través del acto cotidiano de presencia. Al mismo tiempo, nuestra vida interior, nuestro despliegue creativo y espiritual, lo que nos mueve y alimenta, lo que nos apasiona y nos derrumba, todo va acompañado por la vida de nuestro cuerpo.
Orar con el cuerpo
Concluyo esta provocación e intento de pensar y plantear un proyecto de espiritualidad pensando en esta expresión de Tolentino Mendonça: “Son nuestros cuerpos los que rezan, no sólo nuestros pensamientos. […] La oración ocupa cada uno de nuestros cinco sentidos”.
¿Qué tal sería orar con cada uno de ellos? ¿Ensayar la oración con el tacto, gusto, olfato, vista y oído, en diferentes momentos o días? Lo que si es seguro es que Dios es cómplice de nuestra afectividad, es omnipotente y frágil, sobrenatural y sensible. Por eso, necesitamos mirar de nuevo el cuerpo, reconciliarnos con él pues somos: la profecía de un amor incondicional y en nuestro cuerpo, gramática de Dios.
Si me preguntan por dónde empezar, como le decía a Maria Trivino de @teoelemental, hay que iniciar un proceso de conversación para saber que Dios no “solo” está en este espacio, tiempo o lugar sino que me puedo encontrar con él en muchos lugares, el aquí planteado: en mi cuerpo.
¿Terminamos orando? Te comparto estos versos de González Buelta:
—
No amanezcas, Señor,
que todavía mis ojos
no aprendieron a verte
en medio de la noche.
No me hables, Señor,
que todavía mis oídos
no logran escucharte
en los ruidos de la vida.
No me abraces, Señor,
que todavía mi cuerpo
no percibe tu piel
en los saludos y la brisa.
No me endulces, Señor,
que todavía mi garganta
no saborea tu ternura
en medio de lo amargo.
No me perfumes, Señor,
que todavía mi olfato
no huele tu presencia
en el olor de la miseria.
¡Bautiza mis sentidos
con el lento discurrir
de tu gracia encarnada
fluyendo por mi cuerpo!
Recomendaciones de lecturas para profundizar:
Aubin, Catherine O.P., and Isidro Arias Pérez. Las Ventanas Del Alma. Amar y Orar Con Los Cinco Sentidos. 1a ed. Sal Terrae, 2013.
Ciner, Patricia Andrea. Los sentidos espirituales en la teología de Orígenes. ¿Metáfora o realidad? en Peretó Rivas, R. y Martin De Blassi, F. (eds.) Atentos a sí mismos y atentos a la realidad. Reflexiones en torno a la atención y los sentidos espirituales. Buenos Aires: TeseoPress, 2020. Disponible en https://www.teseopress.com/atencionplena/chapter/los-sentidos-espirituales-en-la-teologia-de-origenes-metafora-o-realidad-2/
Isabel Gómez-Acebo (Ed.) Orar desde las relaciones humanas. Desclee de Brouwer, 2001.
Mendonça, José Tolentino, and Teresa Matarranz. Hacia Una Espiritualidad de Los Sentidos. Fragmenta, 2016.
Navarro Puerto, Mercedes, Isabel Gómez-Acebo, Trinidad MC León Martín, Alicia Fuertes Tuya, and Marta Zubía Guinea. Cinco Mujeres oran con los sentidos. Desclee de Brouwer, 1997.
Fuente Religión Digital
Cuando la Modernidad alboreó, allá por los finales del siglo barroco, hubo que volver a hacerse las viejas preguntas y las respuestas cambiaron. Por ejemplo, esta: “¿Por qué debemos ser morales?”. La respuesta admitida había estado clara más de un milenio: porque así lo quiere Dios Nuestro Señor y serlo evita las penas del infierno. Dios ha dado su ley, de una vez para siempre. Se debe cumplir y no hay más que contar. Si alguien duda de las llamas infernales, tenemos previstas llamas terrenales para que pierda cuidado.
Pero ahora es distinto. Vamos a sacar del matraz a Dios, dada su enorme masa, y dejemos fuera también el temor a los fuegos infernales y quizás a los de aquí. Vamos a buscar otras respuestas. ¿Por qué debemos ser morales? Bueno… porque… ¿para evitar líos? ¿Porque somos seres racionales y la razón nos exige que lo seamos? Quizá somos morales para no contravenir a nuestra racionalidad. Descartes, el primer y mayor de los racionalistas, no lo apoyó. Fue más bien partidario de no buscarse problemas. Esto tardó su tiempo. Sin ir más lejos, un tipo tan evidentemente genial como Hume, un escocés, se permitió bromear de esta manera: del hecho de que yo prefiera que estalle el mundo siempre que a mí no se me estropee un dedo, no se sigue ninguna falta de lógica. Va a ser que el universalismo moral no depende de la calidad de nuestra razón.
Las mejores respuestas a una pregunta tan compleja vinieron de Inglaterra y de Escocia. Se macizaron así: debemos ser morales porque… no tenemos más remedio que serlo. Estamos diseñados para ello. Somos morales porque tenemos un sexto sentido. Cuando vemos una acción directamente contraria a lo que es bueno, se nos levanta un asco, un horror, se nos despierta algo en el fondo de nuestro cuerpo que nos dice que aquello no está bien. Es nuestro sexto sentido, el sentido moral. Si vemos cómo se golpea a un niño, a un animal indefenso, se viola, se calumnia con gusto…, sentimos algo parecido al vértigo. Eso es el “sentido moral”. Con tan buena guía es difícil equivocarse. Es tal que la vista o los oídos. Y, como ellos, puede muy bien suceder que alguien lo tenga flojo o carezca por completo de él. Pero eso no lo invalida. La mayoría lo poseemos en su modo corriente. A quien lo tenga deficiente difícilmente se lo podemos mejorar. Lo mejor es precaverse de ese tipo de gente… o gentuza.
Estas cosas, en filosofía, nunca se afirman sin que se desate una polémica, pero dejémosla ahora callada. Hutchinson lo bordó: los sentimientos benévolos son parte inalienable de la condición natural humana. Están ahí. Antes de hablar ya sonreímos. No somos buenos por naturaleza, pero somos morales por destino. Para hacer desaparecer a ese nuestro sexto sentido hay que trabajar bastante. Porque es más fuerte que la voz de la conciencia. Es terror y vómito a un tiempo.
¿Y qué pasa con la crueldad? Pues que resultaría ser un aprendizaje. Poco a poco, mediante sucesivas y al principio pequeñas crueldades, aprenderíamos a orillar y evitar ese sentimiento innato. Iríamos subiendo la dosis. Ensayaríamos a distanciarnos con los objetos, los animales, los débiles, subiendo y alargando la distancia hasta ensordecer a nuestra naturaleza. Practicaríamos la crueldad en gustos y espectáculos. Distancia, risa, chacota del dolor ajeno. Gusto por la crueldad o incluso el ensañamiento. Lo llevaríamos a término con ciertas excepciones… con cualquiera que no pudiera devolvérnosla. Porque esa precaución siempre, quien no fuera definitivamente idiota, la guardaría. Así que desde el siglo ilustrado la humanidad supo que tenía un sentido que añadir a los cinco corrientes. Cierto problema había en que nunca antes hubiéramos sabido nada de él. Pero no seamos gente puntillosa. Reconocemos lo que se nos quiere decir.
Ahora le solemos llamar “inteligencia emocional”, esto es, la capacidad de ponerse en el lugar de otro o de casi poder sentir lo que siente si a ello nos afanamos. Goleman, cuyos libros fueron tan visitados a principios de milenio, es lo que cuenta. Que hay gente más o menos lista en ver y captar la emoción base de los demás. Percibimos que en esas intuiciones brilla una chispa de verdad. Por lo mismo sabemos cómo se educa en la falta de compasión. Sabemos que muchas culturas definitivamente han hecho de esa senda cruel su fundamento de existencia. Nos basta con ver su pedagogía de presentación. Las reconocemos. Todavía las usamos.
Amelia Valcárcel, El País, (publicado en el boletín de Enrique Martínez Lozano).
De su blog Teología sin Censura:
El relato de la incredulidad del apóstol Tomás, que se recuerda a los cristianos en el segundo domingo de Pascua (Jn 20, 19-31), nos viene a decir que la fe entra por los sentidos. Mucho antes que el IV evangelio, el apóstol Pablo había dicho que “la fe entra por el oído” (por lo que se escucha, “akoê”: Rom 10, 17). Pero el Evangelio añade que, no sólo por lo que se escucha, sino también por lo que se ve y se palpa. Que es lo que le pasó a Tomás. Cuando los otros apóstoles le dijeron que habían “visto al Señor” (Jn 20, 25), Tomás respondió lo que dice tanta gente: “Si no lo veo y lo toco, no lo creo”. Hasta que, a los ocho días, Jesús resucitado se plantó delante de Tomás y le dijo: “ven acá, mira, toca, palpa… y no seas incrédulo” (Jn 20, 27). Y Tomás no tuvo más remedio que decirle a Jesús: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28).
La cosa, al menos en principio, está clara: la fe entra, no sólo por lo que oímos, sino además por lo que vemos y palpamos. Pero aquí es donde está el problema. Porque, en realidad, ¿qué es lo que vio y lo que palpó Tomás? Vio y palpó llagas de dolor y muerte. Y entonces creyó. Pero el mismo Jesús añadió: “¿Por qué me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto” (Jn 20, 29).
El Evangelio se refiere obviamente a quienes vieron a Jesús resucitado. Pero, ¿y los que no lo vemos, ni podemos verlo? Insisto en que Tomas vio a Jesús. Pero no solo eso. Lo que Tomás dijo es que quería ver las llagas de los clavos y la herida del costado de Jesús. Entonces fue cuando Tomás creyó. No simplemente cuando vio a Jesús, sino cuando palpó sus llagas de sufrimiento y muerte.
Yo me pregunto por qué ahora hay tanta gente a la que no le interesa para nada el asunto de la fe. ¿Porque no vemos a Jesús? Por supuesto, a Jesús no podemos verlo. Pero, ¿y sus llagas de sufrimiento y muerte? ¿dónde las vemos? ¿en quiénes se palpan? Ahí están: en la vergüenza de los que se dejan la vida en las pateras, en las alambradas (con sus concertinas) que les hemos puesto a quienes vienen huyendo de la muerte, en los que se mueren en las hambrunas de África y en las guerras interminables del coltán. Porque nosotros, los “¡creyentes en Cristo!”, los cristianos de los países desarrollados, no soportamos las llagas de los clavos de la muerte de Jesús.
¿Y la Iglesia, que no se cansa de predicar la importancia de la fe? Los “hombres de Iglesia” se preocupan mucho por los que llevan en sus carnes las llagas de Cristo. Pero es que la Iglesia no sólo se preocupa por los que llevan las llagas. Además de eso, necesita mucho dinero para conservar sus templos, sus seminarios, sus palacios y sus curias, para mantener intacta su liturgia y su moral. Y si no, que se lo pregunten al papa Francisco. Este hombre se preocupa tanto por los desgraciados de las llagas, que más que un papa, parece – a veces – un “agitador social”. ¿Y nos vamos a quedar con los brazos cruzados ante semejante desvarío?
Es la pregunta que algunos se hacen. Yo – a lo mejor estoy equivocado – lo que me pregunto es si nos interesa de verdad creer en Jesús. O quizá lo que queremos, a toda costa, es que el solemne montaje religioso que tenemos siga como está. O incluso que, a ser posible, podamos recuperar la solemnidad de antaño.
Por eso, sólo me queda esta pregunta: ¿no nos estará ocurriendo que, en realidad, estamos más cerca de los sacerdotes del templo que de las llagas que tanto anhelaba tocar el apóstol Tomás?
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