Un artículo muy interesante y certero:
Cuando abordamos el sempiterno tema del armario, la diferenciación entre público y privado, tan básica para el feminismo, resulta ser la cuestión que más difícilmente se traslada a gran parte de las personas no heterosexuales. Quizá sea por eso que, de tarde en tarde, cualquiera de nosotros tenga que enfrentarse a este asunto y tratar, si es posible, de aportar alguna nueva idea a la materia específica de la visibilidad de lesbianas, gais, bisexuales y transexuales.
Esta misma semana hemos conocido dos noticias a este respecto: en primer lugar el número dos del ultraderechista Frente Nacional francés, Florian Philippot, ha sido sorprendido paseando por Viena con un hombre, cogidos de la mano, y tras esa fotografía que publicaba Closer han llovido las críticas a la formación ultraconservadora, tan beligerante con la inmigración y tan relativamente tolerante, de cara a la galería, con la homosexualidad –recordemos que su oposición al matrimonio igualitario en Francia se apoyaba en la descafeinada reivindicación de una ley de uniones civiles, gran medida para aplazar un debate y centrarse en generar otros odios antes de venir a por nosotros–; acusada de acoger en su seno al famoso e inexistente lobby gay, que para una mente irracional apoyada en el fanatismo heterosexual debe ser, sin duda alguna, el causante de gran parte de los males que padece el mundo. Ya se sabe que en ocasiones hay que inventar la paja en el ojo ajeno para disimular tantas vigas en los propios. Pero, por otra parte, por fin nos es posible felicitar a Sandra Barneda, nuestra querida persona, que aprovechando una entrevista a Patricia Yurena, la primera Miss España visiblemente lesbiana, declaró que su pareja es una mujer. Olvidó decirnos la palabra mágica, lesbiana o bisexual, pero, aunque las etiquetas con que acostumbramos definirnos estén cada vez más cuestionadas por el discurso académico, en muchas ocasiones se agradece que se visibilicen, sobre todo si eres una mujer adolescente que aún no sabe cómo llamarse frente a un mundo en el que no acaba de encajar y cuyo único referente puede estar en la televisión. Muchas gracias, Sandra: progresas adecuadamente.
Dos formas de salir del armario, una a la fuerza, el consabido outing, que veremos si cuesta votos al Frente Nacional –así lo quieran los dioses, que a quien veladamente nos odia jamás hay que desearle triunfo alguno–; y otra por voluntad propia, que nos hacen plantearnos de nuevo la eterna pregunta: ¿la orientación sexual es una cuestión privada o pública?
Lo habitual y lo necesario es, como siempre debe ser, recurrir al feminismo, donde encontraremos la celebérrima frase de Kate Millet, “lo personal es político”, que tanto ha ayudado a que, poco a poco, miles de mujeres se atrevan a denunciar una situación supuestamente privada pero necesariamente pública que podría costarles la vida y que, de hecho, se la cuesta. No olvidemos a las 74 mujeres víctimas de la violencia de género de las que hemos tenido noticia este 2014 que se acerca a su final. Pero, para nuestro tema específico, suele gustarme recordar a Denneny, que afirmaba con mucha razón cómo “ser gay es un aspecto más elemental de lo que soy que mi profesión, mi clase o mi raza” (1981: 165), y llegaba a realizar una distinción básica, en lo terminológico y en lo filosófico, defendiendo que “homosexual y gay no son la misma cosa; gay es cuando decides que sea importante” (1981: 166). Así nacía nuestro movimiento hiperidentitario, pero parece que años después una parte constitutiva de nuestra identidad como es nuestro propio amor, el sexo hacia el que nos empuja nuestro deseo, se ha convertido en una cuestión de menor importancia. ¿Cuántas veces hemos escuchado las ya clásicas expresiones “yo no tengo por qué hablar de mi vida privada”, “que yo sea lesbiana no es algo que tenga que ir pregonando”, “si soy gay es un tema que nos importa sólo a mí y a mi pareja”…?
A nadie extrañará que afirme que la consecución de ciertos derechos sociales por parte de las personas no heterosexuales ha provocado, además de una relativa igualdad legal, la despolitización de todo un movimiento porque, como dice otra frase habitual, “ya está todo conseguido“. Pero yo no dejo de preguntarme cómo es posible, si no nos queda nada por hacer, que las agresiones a lesbianas, gais, bisexuales y transexuales se produzcan diariamente y, de un tiempo a esta parte, con tanta fiereza que haya sido necesario que, en Madrid, Carla Antonelli le pregunte al gobierno regional, dominado por un Partido Popular aficionado al pinkwashing –que consiste básicamente en acariciarte una mejilla mientras te abofetea la otra, muy cristiano todo–, qué medidas va a tomar para afrontar los continuos ataques a personas no heterosexuales, sin que Carmen Pérez Anchuela, la Directora General de Servicios Sociales de la Comunidad de Madrid, sea capaz de exponer ninguna medida, más allá de defender las que ya existen y que, a todas luces, son tan inútiles como cualquier política social diseñada por esta recua de politicastros de derecha más o menos liberal, más o menos extrema.
Si algún incauto considera que ya está todo hecho, que como ya nos podemos casar no hace falta seguir trabajando, quizá sea porque por un lado desconoce que la existencia del matrimonio igualitario nos aporta poco más que el simple hecho de que nuestra pareja pueda legalmente ir a visitarnos al hospital después de una agresión y, por otra parte, ignora que si gran parte de los ataques que soportamos no se denuncian es, precisamente, porque para ello es necesario visibilizarnos como personas no heterosexuales. No en vano Sedgwick señaló hace más de una década que “el armario es la estructura que define la opresión gay en este siglo” (1998: 96), y que es precisamente el elemento que mayor consistencia ha aportado a nuestra identidad, porque a todos y todas nos afecta, incluso a las personas más visibles, que día a día deben enfrentar varias nuevas salidas del armario, si desconocen si su interlocutor conoce o no su sexualidad (Sedgwick, 1998: 92-93). Pero ese armario que es posible defender como un escudo, siempre de eficiencia cuestionable, para casos de extrema necesidad, aunque forme parte de nosotros, constituye una parte que nos es ajena, que se nos impone desde fuera.
La hegemonía heterosexual nos ha impuesto el yugo del armario y ha calado tanto en nuestra estructura social que hemos llegado a defender nuestra vinculación con el arado como una decisión personal, sin ser conscientes de que lo único que podemos decidir es arar las tierras de la heterosexualidad o morir de hambre, porque dejarán de darnos el alimento de relativa libertad que precisamos. Del mismo modo en que una mujer puede llegar a defender su propio burka, hay quienes reivindican el misterioso derecho a vivir ocultos bajo un velo de opresión, amparándose en la privacidad sin darse cuenta de que ese concepto de lo privado forma parte de las costuras del burka, de las correas que nos atan al arado. Porque lo público está diseñado para ser un dominio propio de la masculinidad y la heterosexualidad, y lo privado es la invención del constructor del arado para esconder todo aquello que pueda cuestionar su dominio inapelable de la vida pública.
A veces es posible encontrar un pequeño agujero en nuestro burka, unas horas de libertad para pastar en las praderas del sexo, como ha sabido hacer el líder de ultraderecha francés. El armario tiene una puerta de atrás que nos permite escapar en muy determinados momentos, pero a la vuelta a la oscuridad habrá que esconder bien la trampilla y ser un acérrimo crítico del buey descarriado. Prueba de ello es un estudio de la Universidad de Georgia que revela que los mayores índices de homofobia se encuentran precisamente en aquellas personas que viven clandestinamente su homosexualidad. Pero armario con dos puertas malo es que guardar y en algún momento el ingenio que permite vivir la sexualidad heterodoxa a escondidas será descubierto y, así, no quedará armario donde refugiarse para seguir disfrutando de los infinitos privilegios de la presunción de heterosexualidad.
Nunca se dirá suficientes veces: la visibilidad es una parte fundamental, primordial, para lograr aquello que queremos conseguir: si no nos conocen no podrán entender nuestras necesidades. Y, además, una sola muestra de visibilidad, por pequeña que sea, por sutil que nos parezca –hablar del sexo de nuestra pareja, hablar en primera persona–, cuando llega al receptor adecuado genera exponencialmente nuevas visibilidades. Porque ser visible es convertirse en un referente y, aunque nuestra visibilidad solo alcance a un reducidísimo número de personas, esa microrrevolución debidamente encadenada puede llegar a producir la gran revolución que anhelamos. La revolución que nos convertirá en dueños y dueñas de nuestras propias tierras.
Fuente Cáscara Amarga
Biblioteca, General
Armario, Carla Antonelli, Carmen Pérez Anchuela, Florian Philippot, Frente Nacional francés, Kate Millet, Patricia Yurena, Salir del armario, Sandra Barneda, Universidad de Georgia
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