Tocar…
Querido Dios:
¡Tengo tanto miedo de abrir mis puños cerrados!
¿Quién seré cuando ya no tenga nada a lo que aferrarme?
¿Quién seré cuando esté ante ti con las manos vacías?
Ayúdame, por favor, a abrir poco a poco mis manos
y a descubrir que no soy lo que tengo,
sino lo que tú quieres darme.
Y que lo que tú quieres darme es amor:
amor incondicional y eterno.
Amén.
***
Henri Nouwen
Con las manos abiertas.
Editorial lumen. Argentina 2003
***
Aquel mismo domingo, por la tarde, estaban reunidos los discípulos en una casa con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo:
– La paz esté con vosotros.
Y les mostró las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús les dijo de nuevo:
– La paz esté con vosotros.
Y añadió:
– Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros.
Sopló sobre ellos y les dijo:
– Recibid el Espíritu Santo.
A quienes les perdonéis los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se los retengáis, Dios se los retendrá.
Tomás, uno del grupo de los doce, a quien llamaban «El Mellizo», no estaba con ellos cuando se les apareció Jesús.
Le dijeron, pues, los demás discípulos:
– Hemos visto al Señor.
Tomás les contestó:
– Si no veo las señales dejadas en sus manos por los clavos y meto mi dedo en ellas, si no meto mi mano en la herida abierta en su costado, no lo creeré.
Ocho días después, se hallaban de nuevo reunidos en casa todos los discípulos de Jesús. Estaba también Tomás. Aunque las puertas estaban cerradas, Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo:
– La paz esté con vosotros.
Después dijo a Tomás:
– Acerca tu dedo y comprueba mis manos; acerca tu mano y mótela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente.
Tomás contestó:
– ¡Señor mío y Dios mío!
Jesús le dijo:
– ¿Crees porque me has visto? Dichosos los que creen sin haber visto.
Jesús hizo en presencia de sus discípulos muchos más signos de los que han sido recogidos en este libro.
Éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis en él vida eterna.
*
Juan 20,19-31
***
El mundo tiene una ardiente sed de la paz de Dios, anhela ver resplandecer el arco iris de la divina gracia después de la tempestad, pero no consigue liberarse de la agitación y de la inquietud, puesto que es un mundo caído al que se le ha infligido el destino inexorable de no conocer la paz. Si se me preguntara en qué consiste esa paz, sólo podría sugerir la imagen de algo que sea transitorio para proporcionar la idea de lo que es imperecedero. Conocéis la paz de un niño adormecido, también sabéis algo de la paz que experimenta un hombre en sí mismo cuando encuentra a la mujer amada, algo de la paz que encuentra el amigo cuando mira a los ojos del amigo fiel; conocéis algo de la paz que experimenta un niño en brazos de su madre, de la paz que reposa en ciertos rostros maduros en la hora de la muerte; de la paz del sol vespertino, de la noche que lo cubre todo y de las estrellas perennes; conocéis algo de la paz de aquel que murió en la cruz. Pues bien, tomad todo eso como signo caduco, como símbolo pobre de lo que puede ser la paz de Dios. Estar en paz significa saberse seguro, saberse amado, saberse custodiado; significa poder estar tranquilo, tranquilo del todo; estar en paz con un hombre significa poder construir firmemente sobre la fidelidad, significa saberse una sola cosa con él, saberse perdonados por él. La paz de Dios es la fidelidad de Dios a pesar de nuestra infidelidad.
En la paz de Dios nos sentimos seguros, protegidos y amados. Es cierto que no nos quita del todo nuestras preocupaciones, nuestras responsabilidades, nuestras inquietudes; pero por detrás de todas nuestras agitaciones y de todas nuestras preocupaciones se ha levantado el arco iris de la paz divina: sabemos que es él quien lleva nuestra vida, que ésta forma unidad con la vida eterna de Dios.
Que Dios haga de nosotros hombres de su paz incomparable, hombres que reposen en él, aun en medio del trastorno de las cosas del mundo, que esta paz purifique y serene nuestras almas y que algo de la pureza y de la luminosidad de la paz que Dios pone en nuestros corazones irradie en otras almas sin paz; que nos convirtamos el uno para el otro, el amigo para el amigo, el esposo para la esposa, la madre para el hijo, en portadores de esta paz que viene de Dios.
*
Dietrich Bonhoeffer,
Memoria y fidelidad,
Magnano 1995, pp. 146-149, passim.
***
***
***
Comentarios recientes