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Madeleine Delbrêl (1904-1964)

Miércoles, 16 de octubre de 2024
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PARA CONSTRUIR UNA IGLESIA MÁS AMABLE Y AMOROSA

Diego Fares, 

Madeleine Delbrêl

Escribir sobre Madeleine Delbrêl es escribir sobre «una de las más grandes místicas del siglo XX», cómo dijo el cardenal Martini [1]. Y si es verdad lo que el mismo cardenal afirmó sobre la Iglesia – «La Iglesia está atrasada 200 años. ¿Cómo es posible que no se sacuda? ¿Tenemos miedo, miedo en lugar de coraje?»[2] -, releyendo la vida de Madeleine podemos decir que en esta hija suya, en su testimonio de vida y en su pensamiento, la Iglesia se adelantó 80 años.

Martini, al hablar del atraso, se refería principalmente a la Iglesia en Europa y al aspecto institucional. Decía: «La Iglesia está cansada en la Europa del bienestar y en Estados Unidos. Nuestra cultura está envejecida, nuestras Iglesias son grandes, nuestras casas religiosas están vacías y el aparato burocrático de la Iglesia está fermentando, nuestros ritos y nuestra vestimenta son pomposos. ¿Acaso estas cosas expresan lo que somos nosotros hoy? […] El bienestar pesa. Estamos ahí como el joven rico que se marchó entristecido cuando Jesús lo llamó para convertirlo en su discípulo. Sé que no podemos dejar todo fácilmente. Pero al menos podemos buscar hombres libres que estén más cerca del prójimo. […] ¿Dónde están esas personas llenas de generosidad como el buen samaritano?, ¿que tienen fe como el centurión romano?, ¿el entusiasmo de Juan Bautista?, ¿quién busca lo nuevo como Pablo?, ¿quiénes son fieles como María Magdalena? Aconsejaría al Papa y a los obispos que busquen doce personas fuera de lo común para los puestos de dirigencia. Hombres que estén cerca de los más pobres y que estén rodeados de jóvenes y que prueben cosas nuevas. Necesitamos enfrentarnos con hombres que ardan, de modo que el espíritu pueda difundirse por todas partes»[3].

Madeleine es una de esas grandes mujeres que reúnen en sí la fidelidad de María Magdalena, la audacia de Pablo, la generosidad del buen samaritano y la fe y el entusiasmo en y por Jesús de tantos personajes del Evangelio. Muchas, por no decir todas sus propuestas de vida cristiana en medio del mundo – especialmente en los lugares de periferia geográfica y existencial, como la Ivry marxista de hace 80 años – , son las que Francisco actualiza hoy en sus gestos y escritos oficiales.

Retrato

Madeleine Delbrêl nació el 24 de octubre de 1904 en Mussidan (Dordoña, Francia). Inesperadamente para sus más cercanos, falleció un 13 de octubre de 1964, en su casa de la Rue Raspail 11, en Ivry-sur-Seine, la «villa marxista» donde había elegido ir a vivir y a servir con sus compañeras de comunidad, 30 años antes.

Su amigo y propagador de sus obras, Jacques Loew, nos brinda su mejor retrato, escrito por Krystyna W., compañera de Madeleine, del que tomamos un fragmento: «Vista de lejos, daba el perfil de una mujer sutil, ágil y frágil, pero su porte, y cada gesto, trasuntaba la energía y la decisión de un viejo combatiente en quien el reflejo de estar preparado para entrar en acción siguiendo las órdenes recibidas ha dejado huellas indelebles. Si uno se acercaba a ella, aparecían sus ojos: grandes, luminosos, color marrón claro, que te miraban con atención. Incluso si no tenías ganas de hablar hasta ese momento, algo hacía que se entablara un diálogo, una conversación, en el sentido profundo, etimológico de la palabra. Si no eras capaz de hablar o si no tenías necesidad, todo podía limitarse a un estrechón de manos, a una mirada profunda. Pero, si dejándote atraer por la expresión de su rostro, te animabas a correr el riesgo de dejar entrever un poco de tu alegría o de tu pena, entonces todo su rostro se animaba, como si el viento hiciera temblar la superficie transparente del agua: las expresiones de la compasión, de la comprensión auténtica, del sufrimiento realmente sentido, permitían ver, como a través de una puerta entreabierta, el inmenso camino que había tenido que recorrer esta mujer para llegar a generar encuentros así»[4].

Hija única de Jules Delbrêl y de Lucile Junière, heredó de su padre, ferroviario, el dinamismo, el sentido de la organización y el don de la comunicación; y de su madre, la sensibilidad, la firmeza y el encanto cautivador. Debido a los traslados por el trabajo de su padre y a su salud frágil, Madeleine recibió una formación no convencional. A los doce años hizo su primera comunión, deseada y ferviente, pero a partir de entonces, el trato con amigos cultos y no creyentes de su padre ejercería en ella una fuerte influencia que la llevó a declararse atea a los 17 años. Marcó su vida el encuentro con Jean Maydieu, joven del que se enamora y que la corresponde, pero que la dejará para entrar en la orden dominicana en 1925.

En 1926, Dios se abre una brecha en su vida y Madeleine, deslumbrada, se convierte. Al reflexionar que no es rigurosamente imposible que Dios exista, decide tratarlo como una persona viva y, en consecuencia, comienza a rezar[5]. Según ella testimonia, el Evangelio, con el que el padre Jacques Lorenzo le enseñó a interactuar, «le explotó» en el corazón y la convirtió de atea de un Dios abstracto en creyente fiel del Dios vivo, una persona a quien se puede amar, como dice Santa Teresa.

En 1933, luego de haber obtenido el diplomado en enfermería y de ser admitida en la Escuela práctica de servicio social, junto a Suzanne Lacloche y Hélène Manuel ingresan para siempre en la comuna de Ivry, para vivir el evangelio entre la gente obrera y estar al servicio de la Parroquia de San Juan Bautista[6]. En 1943, visita su comunidad el padre Jacques Loew. Comienza entre ellos una colaboración y amistad estrecha. En diciembre del mismo año Madeleine publica Misioneros sin barca. Hasta 1946, en que decide dedicarse a tiempo completo a su comunidad, Madeleine desplegó una actividad incansable en el servicio social, primero privadamente y luego en cargos públicos, con diferentes administraciones, marxistas y anti-marxistas, siendo respetada y buscada por todos[7]. Madeleine resiste la «tentación marxista»: trabaja codo a codo con todos, pero desde su amor por Jesucristo y la Iglesia. Su fidelidad al Papa la lleva en agosto de 1952 a peregrinar a Roma con el fin de rezar en San Pedro por la renovación misionera que ha surgido en Francia, para que permanezca en la unidad de la Iglesia. En 1953, realiza una nueva peregrinación en medio de la crisis del movimiento de sacerdotes obreros, para interceder por ellos ante Pío XII. En 1961 abren una fraternidad en Costa de Marfil, adonde viajará a pesar de no encontrarse bien de salud. En 1962 se le pedirá un trabajo sobre las formas de ateísmo contemporáneo con vistas al Concilio. Madeleine envía un dossier sobre «Ateísmo y evangelización» pocos días antes de la apertura conciliar. Muere en 1964. En 1996 es declarada Sierva de Dios.

Madeleine y papa Francisco

Francisco confiesa no haber conocido en su juventud mucho de la vida y los escritos de Madeleine, pero lo que le impresiona de esta «gran mujer» es «cómo se metía en las barriadas más pobres»[8].

Dos breves menciones a la venerable. En el 2015, el papa Francisco y el resto de los miembros de la curia romana se reunieron en Ariccia, en la Casa Divin Maestro de los religiosos paulinos, para realizar los Ejercicios Espirituales. El retiro de Cuaresma estaba dedicado a la vida del profeta Elías; pero «junto a Elías, hubo una “compañera” de viaje en los ejercicios de la curia. En el programa preparado para la ocasión por la Prefectura de la Casa Pontificia, al lado de una imagen de un icono que representaba al profeta con su carro de fuego, hay un breve escrito de la mística francesa Madeleine Delbrêl. «La verdadera soledad», se lee, «no es la ausencia de los hombres, es la presencia de Dios», y continúa: «no hay soledad sin silencio. El silencio: a veces es callar, siempre es escuchar»[9].

El Papa también citó expresamente a Madeleine en la audiencia dirigida a los sacerdotes de la diócesis de Créteil, e invitó a rogar por su intercesión: «Pedid insistentemente al Espíritu Santo que os guíe e ilumine. Que os ayude, en el ejercicio de vuestro ministerio, a hacer que la Iglesia de Jesucristo sea amable y amorosa, de acuerdo con la bella expresión de la Venerable Madeleine Delbrȇl[10]. Con esta fuerza proveniente de lo alto, os sentiréis empujados a salir para estar más cerca de todos cada día, especialmente de aquellos que están heridos, marginados, excluidos»[11].

Madeleine_Delbrel2Madeleine Delbrêl es una de las Santas de la puerta de al lado de las que siempre habla el Papa; una mujer que situó su vida en medio de las barriadas pobres marxistas y ateas de Ivry. Es la mujer que, para escuchar a Dios, no se va al desierto de arena, sino al desierto de las multitudes, al medio de la calle, al metro, a los barrios más pobres: va con la actitud de la que quiere ser hermana de todos y servir a todos y, escuchando a cada uno, aprender a escuchar la voz de Dios, que habla siempre a través de los más pequeñitos y abandonados.

Escribir sobre Madeleine Delbrêl implica un continuo deshacer el camino andado hacia la literatura para reemprender el camino hacia el evangelio. En la corrección trabajosa de sus escritos se nota este empeño de Madeleine no de hacer literatura, sino de sacar todo lo que pueda quitar la palabra a Dios. En su meditación sobre el silencio hará notar que el silencio es activo: activa escucha de Dios. Que no lo impiden los ruidos normales ni las palabras normales de la vida. Lo impide la actitud del que con sus palabras le quita la palabra a Dios. El 15 de marzo de 1956 ella hace notar que no escribía por el gusto de escribir: «evitar caer un día u otro en la “literatura”, lo que me parecería el peor de los males»[12]. Por eso, cuando escribe, dice que no quiere hacer un trabajo de síntesis, sino dejar – siguiendo la vida – que se constituya un dossier sobre diversos aspectos de los temas.

Si Madeleine viviera hoy podríamos decir que cada exhortación apostólica y encíclica del Papa hubiera caído como anillo al dedo a su carisma y a sus aspiraciones. Al respecto, afirma don Luciano Luppi: «Cuando leemos hoy la Evangelii gaudium del papa Francisco, o Fratelli tutti, a la luz de muchos pasajes de la obra de Delbrêl, se observa una sorprendente consonancia entre los dos. Y, sin embargo, han pasado décadas desde entonces. ¿Por qué? Las motivaciones pueden ser múltiples. El papa Francisco y Madeleine Delbrêl tienen varias cosas en común: la cercanía a las enseñanzas espirituales de san Francisco y san Ignacio; una lectura del Evangelio que no es abstracta o espiritualista, sino preocupada de la adhesión profunda a lo concreto del Evangelio y de la vida; la voluntad de dejarse interpelar por el dolor de los pobres, escogiendo compartir la marginalidad y la pequeñez, el conocimiento vivo del Evangelio como el de una noticia sorprendente y decisiva, de la que el cristiano no puede sino sentirse en deuda con todos»[13].

Una Iglesia que “se construye”

Un hecho singular en la vida de Madeleine ayuda a comprender su concepción de la Iglesia. En 1952 Madeleine hizo un viaje relámpago a Roma para rezar ante la tumba de Pedro. Había manifestado a sus compañeras la necesidad de rezar por la misión de Francia. Estaba convencida de que a los sacerdotes obreros les estaba faltando el fundamento de la oración de todos los cristianos y había sentido la necesidad de hacer una peregrinación a Roma para orar ante la tumba de San Pedro. Iba a pedir que la gracia del apostolado que le había sido dado a Francia no se perdiera, sino que se mantuviera en la unidad y que esta gracia fuera reconocida y fortalecida por la Iglesia. Sin embargo, alguien le susurró al oído que le parecía un poco caro hacer un viaje de ida y vuelta a Roma sólo para rezar unas horas en San Pedro.

Esa misma semana, una amiga sudamericana de Madeleine que había visitado la comunidad, no habiendo podido comprar flores para dejar de regalo, compró un billete de lotería. Lo dejó sobre la mesa y nadie le prestó atención, hasta que se dieron cuenta de que era un billete ganador. ¡Y exactamente de la suma que se requería para hacer un viaje como el que quería hacer Madeleine! Fue así como ella viajó dos días y dos noches, estuvo 12 horas casi ininterrumpidas rezando en San Pedro – «à cœur perdu… et à perdre cœur» – y luego regresó a su tierra. Toda esta peripecia la hacía sin saber que un tal Jean Guègen la estaba esperando ese 6 de mayo de 1952 en Termini, con un billete para una audiencia con Pío XII.

En el prólogo a su biografía de Madeleine, Guéguen cuenta que en marzo de 1952 una amiga de Madeleine, con la que se habían conocido estando ella de gira por Roma, le escribió pidiéndole que recibiera «a una amiga» que llegaría a Roma, a la estación de Termini. Guèguen no conocía el aspecto de Madeleine y no lograron encontrarse[14]. Al regresar a su casa, Jean puso el billete para la audiencia con el Papa Pío XII en una carta y se lo envió a Madeleine al nº 11 de la calle Raspail, en Ivry. Cuando Madeleine lo recibió, le escribió una carta al Papa pidiendo perdón y así comenzó la amistad con Jean Guèguen[15]. Al año siguiente, Guèguen le ayudará a obtener la entrevista. Este es quizá un bello ejemplo del desfase de tiempos entre lo que el Espíritu obra en el corazón de un miembro pequeño del pueblo fiel de Dios y lo que obra en la maquinaria oficial de la iglesia jerárquica. Lo interesante no es el desfase, sino cómo lo vive con buen espíritu la primera interesada. En su libro Noi delle strade, Madeleine cuenta que fue a Roma para rezar y no para pedir «luces», pero algunas cosas se le impusieron como una misión[16]. Una, que Jesús, que había hablado tanto del poder del Espíritu Santo y de su vitalidad a propósito de la Iglesia, dijo que la habría edificado sobre Pedro, que se había convertido en una piedra. «¡Una piedra a la que se le ha pedido que ame! Según el pensamiento de Cristo la Iglesia no debe ser sólo algo vivo, sino algo construido[17]».

Esta revelación, que se le impone sencillamente, del pensamiento de Cristo acerca de una Iglesia que debe ser «construida», resuena en todas las dimensiones y acciones de la vida de Madeleine. Destacamos cuatro. La primera, que para construir la Iglesia hay que «hacer lugar a Dios». No necesariamente un gran lugar. Basta dejar que Él se abra una brecha y entre en nuestra vida. Segundo: para construir la Iglesia hace falta situarse. No en cualquier lugar ni en todo el espacio, sino allí donde el Espíritu abrió su brecha. A veces hemos confundido el espíritu de ir a todos los pueblos con ocupar territorialmente todo el mundo, cuando de hecho, hay lugares donde hay que permanecer y otros de los que hay que sacudir hasta el polvo de las sandalias, al menos hasta que venga un tiempo favorable. En tercer lugar, para construir la Iglesia hay que profundizar. Profundizar en la oración y en la conversión. Por último, para construir la Iglesia hay que incluir a todos.

La brecha: permitir que Dios se haga lugar

Para construir la Iglesia hay que permitirle al Señor que se haga lugar. «A los veinte años – confesaría años despúes Madeleine – fui literalmente “deslumbrada por Dios”; lo que había encontrado en Él no lo había encontrado en nada. Fue el abad Lorenzo quien hizo estallar, para mí, el Evangelio… el cual se convirtió no sólo en el libro del Señor vivo, sino en el libro del Señor para ser vivido»[18].

Madeleine descubre a un Señor que está del lado de la vida. Un Dios que no niega la danza, la poesía, la música, la literatura, el teatro, la filosofía… Ahora que ve la vida de esta manera cada minuto adquiere una importancia singular. Gracias al abad Lorenzo Dios deslumbró a Madeleine, el Evangelio se abrió paso en su vida no como una luz que viene de lo alto y entra en la oscuridad de un bosque, sino como una luz que «estalla», como una onda expansiva de luz que se expande desde adentro hacia afuera. Así concebirá Madeleine la misión del cristiano, como la misión de dar vida y salud al que nunca la tuvo o ya no la tiene. Afirma: «Si los cristianos deben recibir la Gracia en ellos, rezar y sufrir para que la evangelización del mundo sea eficaz, para que los pecadores sean curados, esto no puede eximirlos de ser, cada uno en la frontera con el no creyente con el que confina = brecha para el Evangelio»[19].

Recibir la gracia en sí está en tensión con ser brecha para que la gracia llegue a los demás. No se trata solo de «ser» iluminados por el Evangelio, sino de, al mismo tiempo, ser «brecha» para que pase a los otros esta luz. Y no solo para que pase: importa también discernir dónde esta luz del Evangelio está ya operante: «Discernir en toda persona lo que es luz, incluso fragmentaria, incluso distorsionada. Ser conscientes de que es difícil arrancar la cizaña sin arrancar el trigo bueno. Buscar poner en toda persona siempre más y más grano bueno, sin ocuparse de la cizaña. Respetar a cada uno: no ensuciar su ideal a causa de sus desencantos o rencores. No combatir contra el mal, sino sembrar un poco de vida donde se encuentra el mal, ya que el mal es ausencia de bien[20].

Situarse

Para construir la Iglesia hay que situarse. Madeleine fue una mujer situada, que encontró su lugar en el mundo y allí echó raíces y fructificó. El lugar tiene que ver no solo con la construcción, sino con las cosas superfluas que se dejan de lado para que la vida crezca en lo esencial. Se va a vivir a las barriadas pobres porque la palabra, para ser experimentada y escuchada y entendida, necesita este espacio de la proximidad y cercanía.

Pero lo que maravilla es cómo se concreta esta concepción suya, que es a la vez la más simple y tradicional: la del mal como ausencia de bien. Se concreta en ir a vivir allí donde, más que «haber» mal, lo que hay es «ausencia de bien». Sin ocuparse de la cizaña, ir a sembrar un poco de bien y de vida donde falta. No se trata de ir a arrancar la cizaña sino a sembrar(se) como un poco de trigo bueno. Es todo lo contrario de alejarse del mundo e ir al desierto para vivir allí la propia santidad. Para Madeleine, es en medio de los hombres donde Dios ama estar. Se convierte así en la mujer que una y otra vez pone su vida como levadura en la masa. Madeleine como las santas de la puerta de al lado, se mete en medio de su pueblo para hacerle lugar a Dios en la acción y en la palabra.

La acción con la que Madeleine le hace lugar al obrar de Dios tiene que ver con el estilo de las bienaventuranzas. Afirma Madeleine en «Felices los mansos»: «Para cumplir tu obra sobre la tierra, tú Señor no tienes necesidad de nuestras acciones sensacionales, sino de un cierto volumen de acatamiento amoroso, de un cierto grado de obediente docilidad, de un cierto peso de ciego abandono, situado no importa donde en medio de la multitud de los hombres. Y si en un solo corazón se encontraran juntos todo este peso de abandono, este acatamiento amoroso y esta docilidad, el aspecto del mundo cambiaría, ciertamente. Porque este solo corazón te abriría el camino, se convertiría en la brecha para tu invasión, en el punto débil donde cedería la rebelión universal»[21]. La invasión de la que habla Madeleine recuerda lo que dice el papa Francisco acerca del «desborde de la Misericordia»: «Se trata de discernir el punto concreto – de apertura, de fragilidad, de abajamiento – que permite el desborde de Dios. Cuando decimos “punto concreto”, nos referimos al hecho de que el desborde puede ocurrir sea por medio de una intervención en el momento justo, sea por un cambio de tono, o quizás por un gesto de abajamiento y/o de acercamiento al otro, que desequilibria lo que bloqueaba la relación vital»[22].

Profundizar

Para construir la Iglesia es necesario profundizar. A partir de 1933, en que se establece en Ivry, Madeleine pasa de la idea de una «misión en extensión», con las consiguientes partidas a lugares lejanos, desarraigos y nuevas fundaciones, a lo que ella llama una «misión en profundidad»[23]. Lo expresa mejor que en ningún otro escrito en un breve retrato de Santa Teresita del Niño Jesús: «Quizás Teresa de Lisieux, patrona de todas las misiones, fue designada para vivir al comienzo de este siglo un destino en el cual el tiempo estaba reducido al mínimo, los actos reconducidos a lo minúsculo, el heroísmo indiscernible a los ojos que lo ven, la misión limitada a un metro cuadrado: y esto para que nos enseñase que ciertas eficacias se escapan a la medida del reloj, que la visibilidad de los actos no siempre los recupera, que a las misiones en extensión se estaban por agregar aquellas en intensidad (que van) al fondo de las almas humanas, las misiones en profundidad, allí donde el espíritu del hombre interroga al mundo y oscila entre el misterio de un Dios que lo quiere pequeño y despojado y el misterio del mundo que lo quiere poderoso y grande. Prueba evidente de que consolidar un compromiso misionero con el marxismo no es algo accesorio, un refuerzo artificial, sino un retomar las fuerzas vitales en el lugar mismo en que se quiere minar la fe»[24].

En una charla que dio a sus compañeras de comunidad en 1956[25], Madeleine hace unas reflexiones muy hermosas y prácticas acerca de saber aprovechar los momentos en que se nos vuelve cercano Jesús haciendo lugar a Dios en la profundidad. Su charla era sobre la oración, porque es en la oración donde se nos aproxima Jesús, donde maduran la apertura del Reino y nuestra capacidad para entrar en él. Madeleine afronta un problema muy actual: no tenemos ni espacios ni tiempos adecuados para rezar. No los tenemos tal como los imaginamos cuando pensamos cómo deberían ser un lugar y un tiempo de oración, según una imagen un poco idealizada de la vida contemplativa. Ella nos hace ver que la oración es encuentro con el Dios vivo: cuando rezamos «nos encontramos al Cristo vivo»[26]. Y para las personas vivas siempre hay tiempo y espacio, aunque no sea el ideal (y si no lo hay, las personas mismas se lo hacen).

Aquí, Madeleine hace una consideración muy interesante acerca de una cercanía que, si no se da «horizontalmente», siempre se puede dar «en profundidad»[27]. Recuerda que en la antigüedad, para obtener calor había que quemar madera o sacar carbón, lo cual requería trabajar sobre grandes extensiones de tierra. Hoy se «perfora» un pozo petrolífero y se obtiene un combustible aún mejor. La cuestión es que el deseo de calor y de energía es lo que mueve a buscar los medios. En la oración es igual: el deseo de Jesús – de su calidez y de su energía vital – es el que crea espacios de oración y hace que se encuentren momentos maduros dondesea que uno esté.

Escuchemos a Madeleine sobre los espacios y tiempos para rezar: «El retiro al desierto puede consistir en cinco estaciones del metro al fin de un día en el cual estuvimos perforando un pozo (profundizando con nuestro deseo de Jesús) hacia esos mínimos instantes que la vida nos regala. Y por el contrario, el desierto mismo puede ser sin “retiro” si hemos esperado a estar allí para empezar a desear el encuentro con el Señor. Nuestras idas y nuestros retornos – y no solamente aquellos que se hacen de un lugar a otro, sino también los momentos en los que nos vemos obligados a esperar – ya sea para pagar en la caja, para que se libere el teléfono o para que se haga un lugar en el micro, son momentos de oración preparados para nosotros en la medida en que nosotros nos hayamos preparado para ellos. A ver los momentos desperdiciados porque no estábamos listos, podemos considerarlos como aquello que son: un pecado venial. Pero si un día en nuestra relación con el Señor no se tratará más de considerar pecados, sino amor, quizá tomaríamos conciencia de haber sido ridículos amantes»[28]. «¡Ridículos amantes!» Qué bien captado lo esencial y qué bien expresado. El que ama aprende rápido de sus errores sin necesidad de que otro se los eche en cara.

La cercanía o lejanía del Reino, en la cosmovisión de Delbrêl, es cuestión de amor. El que está enamorado profundiza todo el día en el deseo de encontrar a la persona amada y no se pierde la oportunidad de un encuentro porque sea breve; al contrario, si se trata de un encuentro casual, en el que se tiene poquísimo tiempo, se aprovecha mejor, y da una alegría más grande que si se hubiera planeado y se contara con todo el tiempo del mundo. Continúa Madeleine: «Harían falta muchísimos ejemplos para hacer comprender que en el Evangelio no es el tiempo o el lugar lo que más cuenta. Entre personas que se aman, el tiempo que han tenido para decírselo a veces ha sido brevísimo. Cada uno ha tenido tal vez que salir para su trabajo o para cumplir con una obligación. Pero ese trabajo y esa obligación no habrán sido ese día otra cosa que el eco de las pocas palabras dichas con amor en pocos minutos. Si hemos perdido a alguien a quien amamos y nos encontramos con una carta suya o con alguna nota que nos dicen un poco de su vida nos parece haber encontrado un tesoro. Y nuestro espíritu queda verdaderamente pleno con este tesoro. Y si por casualidad estas notas hablaran acerca de lo que esta persona amada pensaba de nosotros, lo que deseaba que nosotros hiciéramos, esas palabras se convertirían en nuestro pensamiento dominante. El Evangelio es un poco todo esto para nosotros o, al menos, debería serlo. Si lo queremos estudiar desde el punto de vista histórico o teológico el Evangelio requerirá tiempo. Pero si en el Evangelio buscamos algo del Señor vivo que todavía ignoramos: su palabra, su pensamiento, su modo de obrar, aquello que quiere de nosotros; en fin, algo de Él mismo, éste “Él mismo” que buscamos en todos los lugares donde Él nos dice que está, y que nunca encontramos tanto como querríamos, para esto, no es de tiempo que tenemos necesidad. Más exactamente: es de todo nuestro tiempo que, en un cierto sentido, tendremos necesidad. En efecto, vivir no exige tiempo: se vive todo el tiempo, y el Evangelio debe ser, antes de todo, vida para nosotros. Para que las palabras del Evangelio que hemos leído, rezado, y que quizá hemos estudiado, puedan realizar su trabajo de vida en nosotros, es necesario llevarlas con nosotros todo el tiempo que les es propio, para que la luz que les es propia nos ilumine y vivifique»[29].

Incluir

Un modelo actual de inclusión era para ella Charles de Foucauld. «Para estos hombres [como el padre de Foucauld] el amor a Jesucristo lleva al amor a todosnuestros hermanos. […] Sin esperar resultados, sin alterarse por su total fracaso; conserva su paz cuando, después de pasar toda su vida en el desierto, su único balance es la conversión – no muy firme – de un africano y de una anciana. Ama por amar, porque Dios es amor y está en él, y porque amando «hasta el extremo» a todos los suyos, imita – en la medida de lo posible – a su Señor[30]. «Señor, haz que todos los humanos vayan al cielo», es la primera oración que se propone enseñar a los catecúmenos que nunca tendrá[31]. Para Madeleine, el Padre de Foucauld ha resucitado para nosotros «la figura fraterna de todos de Jesús en Palestina, que acoge en su corazón, a lo largo de los caminos, a obreros y sabios, judíos y gentiles, enfermos y niños, tan sencillo que a todos les resulta inteligible. Nos enseña que, al lado de los apostolados necesarios, en los que el apóstol debe impregnarse del medio que tiene que evangelizar y con el que casi tiene que desposarse, hay otro apostolado que requiere una simplificación de todo el ser, un rechazo de todo lo adquirido anteriormente, de todo nuestro yo social, una pobreza que da vértigo. Esta especie de pobreza evangélica o apostólica nos da una disponibilidad total para reunimos en cualquier sitio con cualquiera de nuestros hermanos, sin que ningún bagaje innato o adquirido nos impida correr hacia él. Al lado del apostolado especializado, se plantea la cuestión del todo a todos[32].

Reza Madeleine en su «Liturgia de los sin oficio», una noche entre 1945 y 1950, en que va con sus compañeras a un café y contempla a tantas personas que «solo están allí por no estar en otro sitio»: «Dilata nuestro corazón para que quepan todos; grábalos en ese corazón para que queden inscritos en él para siempre»[33]. Para construir la Iglesia hay que incluir a todos. La presencia de todos en el deseo básico, inicial, cotidiano, y el trabajo por hacer real esta inclusión de todos, uno a uno, será lo que dé la medida y las estructuras de la construcción. El uno a uno es un universal concreto: es por donde se desborda la misericordia de Dios.

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  1. Cfr D. Roccheti, «Madeleine Delbrêl, una donna di fuoco», en https://www.amicidilazzaro.it/index.php/madaleine-delbrel-una-donna-di-fuoco/
  2. Cfr G. Sporgill, «Chiesa indietro di 200 anni», en Corriere della Sera (https//bit.ly/36pxMHI), 1 de septiembre de 2012.
  3. Ibid.
  4. M. Delbrêl, Noi delle strade, Milano, Gribaudi, 1969, 8-9, con la introducción de Jacques Loew, de 1957.
  5. Cfr. Ibid., 17; M. Delbrêl, Ville marxiste, terre de mision, París, Editions du Cerf, 1957, 225.
  6. La caridad de Jesús fue el nombre que dieron a su comunidad de mujeres laicas Madeleine y sus primeras compañeras en 1933. El grupo no estaba ligado a ninguna organización, no preveía votos ni promesas oficiales. La vida común era muy intensa. El fin era unirse lo más posible a Cristo en pleno mundo, imitar su vida, obedecer al Evangelio y transmitirlo. Lo cual exigía una vida de oración fuerte y dejarse conducir por la caridad hacia una acción siempre concreta, viendo un hermano en el prójimo, tratándolo sin tacticismos, sino con todo el amor de Jesús (cfr M. Delbrêl, «Pedido de información a propósito de su modo de vida», en https://it.cathopedia.org/wiki/Anne_Marie_Madeleine_Delbrêl#La_Charit.C3.A9_de_J.C3.A9sus.
  7. En 1937 obtiene con la nota máxima el diploma de asistente social. Su tesis «Amplitud independencia del servicio social» es publicada inmediatamente. En 1938 publica «Nosotros, gente de la calle» en la revista Études Carmelitaines. El 21 de septiembre de 1939 es nombrada asistente social de la comuna de Ivry. En 1940, la administración comunista es destituida en Ivry y Madeleine coordinará todo el servicio social. Cuando regresen los comunistas, en 1944, continuará su trabajo colaborando con ellos.
  8. Conversación personal con el autor.
  9. Cfr C. Santomiero, «Francesco agli esercizi: in compagnia di Elia e Madeleine Delbrel», en https://it.aleteia.org/2015/02/23/francesco-agli-esercizi-in-compagnia-di-elia-e-madeleine-delbrel/
  10. «L’Église, il faut s’acharner à la rendre aimable. L’Église, il faut s’acharner à la rendre aimante»: «Hay poner todo el empeño para volver amable a la Iglesia, hay que esforzarse al máximo para hacerla amable». (M. Delbrêl, Nous autres, gens des rues, París, Seuil, 1995, 137).
  11. Francisco, Discurso a los sacerdotes de la diócesis de Créteil, 1 de octubre de 2018.
  12. M. Delbrêl, La alegría de creer, Santander, Sal Terrae, 1997, 22.
  13. L. Luppi, «Delbrêl, la mistica che ama le periferie come Bergoglio», en Credere, 15 de Marzo de 2015, 48-51.
  14. Cfr J. Guèguen, Madeleine Delbrêl. Una mistica nel mondo, Milano, Massimo, 1997, 6-8.
  15. «Jean se convierte en el hombre de confianza y el facilitador de los contactos cada vez que va a Roma. Este visita con frecuencia el 11 rue Raspail, en Ivry, y se vuelve un familiar de los “Equipes Madeleine Delbrêl”, bastante después de la muerte de Madeleine, el 13 de octubre de 1964» (G. François, «Décès du Père Jean Gueguen, premier postulateur de la cause en béatification de Madeleine Delbrêl» en Église catholique en Val-de-Marne [https://bit.ly/36qm5R7].
  16. Le escribe Madeleine a Jean: «Cuatro personas que no conocía antes de estos últimos años me ayudaron sin motivo. Tú eres una de ellas y puedo decirte que las cuatro, en diferentes terrenos, me han dado incomparablemente más de lo que puedes imaginar» (M. Delbrêl, La alegría de creer, cit. 27). ¿De qué se había «hecho cargo» Madeleine cuando le escribió: «Lo que tengo como encargo, es, después de Dios, gracias a ti»? (traducción nuestra del francés). Tal vez, sin Jean Guéguen, Madeleine «sólo» habría ido a Roma a rezar. Para ella eso era lo esencial. Pero Jean la había «cargado» (con una misión) poniéndola en contacto con Pío XII y con el obispo Veuillot. A partir de entonces, Madeleine fue a Roma cada año durante los siguientes diez años. Guéguen la había ayudado a concretar ese «indispensable ir y venir entre la jerarquía y los fieles», sin el cual la misión no podría prosperar. Sobre todo y más allá de eso, Jean fue también el amigo inesperado durante los años más difíciles, de 1955 a 1958, cuando la «Caridad» estaba en crisis y el apoyo a Madeleine se había esfumado. Fueron entonces cuatro los que ayudaron a Madeleine «sin razón», cuatro personas providenciales mientras Madeleine vivía con gran dificultad este tiempo de gran dolor y aislamiento (cfr J. Guéguen, Madeleine Delbrêl. Una mistica nel mondo, cit., 66-67).
  17. M. Delbrêl, Noi delle strade, cit., 134-136.
  18. Cfr D. Roccheti, «Madaleine Delbrêl, una donna di fuoco», cit.
  19. M. Delbrêl, «Lettera del 18 aprile 1951 a padre J. Loew», en Id., Insieme a Cristo per le strade del mondo, vol. 2: Corrispondenza 1942-1952, Milano, Gribaudi, 2008, 167.
  20. Ibid., 176-177.
  21. Id., La alegría de creer, cit., 53.
  22. D. Fares, «Il cuore di “Querida Amazonia”. Trabbocare mentre si è in cammino», en Civ. Catt. 2020 I 535.
  23. M. Delbrêl, La alegría de creer, cit. 19.
  24. Id., Noi, delle strade, cit., 11-12.
  25. Cfr Id., La alegría de creer, cit., 209 ss.
  26. Ibid., 214.
  27. Cfr Ibid., 217-218.
  28. Ibid., 219.
  29. Ibid., 219-220.
  30. Id., «Por qué amamos al Padre de Foucauld», en La alegría de creer cit., 40-41.
  31. Ibid., 42.
  32. Ibid., 45.
  33. Ibid., 206.

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IMG_7995Diego Fares: 

Fue un miembro del Colegio de Escritores de La Civiltà Cattolica, entre 2015 y 2022. Ingresó a la Compañía de Jesús en 1976, se ordenó sacerdote en 1986: su padrino de ordenación fue el entonces Provincial de los jesuitas en Argentina, Jorge Mario Bergoglio. Tras graduarse en teología, obtuvo un doctorado en filosofía con una tesis sobre “La fenomenología de la vida en el pensamiento de Hans Urs von Balthasar” (1995). Antes de incorporarse a nuestra revista, fue profesor de Metafísica en la Universidad del Salvador (USAL), en Buenos Aires, y de la Pontificia Universidad Católica Argentina (UCA). Entre los años 1995 y 2015 trabajó como Director de El Hogar de San José, para personas en situación de calle y pobreza extrema. El padre Fares falleció el día 19 de julio de 2022, dejando un valioso legado de escritos sobre diversos temas.

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“¿Y si Dios existiera?” Jacques Loew, primero ateo, luego sacerdote obrero, luego…

Lunes, 20 de noviembre de 2023
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IMG_1001“Para hablar de Dios, de la Iglesia, de su conversión en el otoño de 1932 y luego de su experiencia como sacerdote obrero, como misionero, como poeta, como hombre siempre en búsqueda, tomé el camino hacia la abadía de Échourgnac, en las colinas del Périgord, en diciembre de 1995”

“Jacques Loew había venido aquí a terminar sus días. Caminamos bajo los grandes árboles y lo vi encantado como lo hizo una vez frente a una flor y escuchando las voces de la creación”

“Tenía 87 años. Construcción poderosa, ojos penetrantes, sonrisa de bondad y coraje. Jacques Loew me contó su historia”

“Vivió tiempos de guerra, conoció a filósofos y escritores, ateos y creyentes, criticó a la Iglesia y la amó profundamente, se hizo amigo de las mujeres que hacían la calle y sintió una profunda simpatía por Madeleine Delbrêl, la atea en los altares”

(settimananews).- Para hablar de Dios, de la Iglesia, de su conversión en el otoño de 1932 y luego de su experiencia como sacerdote obrero, como misionero, como poeta, como hombre siempre en búsqueda, tomé el camino hacia la abadía de Échourgnac, en las colinas del Périgord, en diciembre de 1995.

Jacques Loew había venido aquí a terminar sus días. Caminamos bajo los grandes árboles y lo vi encantado como lo hizo una vez frente a una flor y escuchando las voces de la creación.

¿Y si Dios existiera?

Tenía 87 años. Construcción poderosa, ojos penetrantes, sonrisa de bondad y coraje. En su pequeña habitación en la abadía de Nuestra Señora de la Esperanza, en la Dordoña, una tierra que se extiende desde Burdeos hasta Périgueux, Jacques Loew me contó su historia. Vivió tiempos de guerra, conoció a filósofos y escritores, ateos y creyentes, criticó a la Iglesia y la amó profundamente, se hizo amigo de las mujeres que hacían la calle y sintió una profunda simpatía por Madeleine Delbrêl, la atea en los altares.

Nació en 1908 en Clermont Ferrand, Auvernia, pertenecía a una familia acomodada. Era un ateo total, fascinado por Anatole France, un escritor de moda, que le enseñó un “escepticismo elegante y sensual“. Bautizado en la Iglesia Católica, Jacques recibió su primera comunión en la Iglesia Protestante. Creció en la indiferencia religiosa.

A la edad de 24 años, abogado en Niza, cayó enfermo de tuberculosis. En la casa de cura se hizo la pregunta: “¿Existe Dios? ¿Es una leyenda? ¿No depende la negación de su existencia, por casualidad, de nuestra ignorancia”?

Y continuó: “Había traído al sanatorio el Nuevo Testamento, que me dio el pastor protestante al final de la escuela dominical. Pedí a los monjes cartujos, cerca del sanatorio, que me recibieran por unos días. Eran los días de la Semana Santa. Participé en los ritos litúrgicos, no entendí casi nada, pero me estremeció. El Jueves Santo todo el pueblo iba a comulgar y yo me quedé en  mi sitio. Una pregunta inquietante: ¿pero están locas estas personas que van a recibir la comunión? ¿Hay algo que no veo en la hostia que reciben”?

Estaba nevando. La nieve caía y recogí un copo de nieve. Admiré su perfección, su belleza. Tuve la intuición de que había alguien detrás del copo de nieve más pequeño. El arco no puede ser el fruto del caos. Debe haber una inteligencia, un artista supremo detrás de los copos de nieve. Sentí que tenía asegurada una belleza ilimitada y una inteligencia creativa. Fue la primera intuición de la posibilidad de la existencia de Dios”.

Comenzó a orar, aunque no estaba del todo seguro de la existencia de Dios. El Dios hecho hombre se convirtió en una idea fija. “Mi corazón, mi ser profundo, yo mismo, el ateo del pasado, quedó impregnado de gestos, frases, del destino de Jesús, que se convirtió en mi ser, mi actuar, mi oración, mi acción. Me reconocí en la parábola del tesoro escondido en un campo. Cavamos y encontré la fe, el tesoro de la fe”.

En 1934, Jacques entró en el noviciado de los dominicos y, cinco años más tarde, recibió la ordenación sacerdotal. Estudió la Biblia y tuvo la suerte de vivir al lado del padre Lagrange, el erudito alejado de Roma por su olor a herejía: “Nunca una palabra de resentimiento hacia Roma. Me enseñó a superar las dificultades, que luego me lloverían a mí”.

Conoció al padre Lebret, un ex oficial naval que se convirtió en dominico, quien le confió la tarea de estudiar la situación en Marsella, especialmente en el puerto, y llegó a la conclusión: “Para conocer verdaderamente a los hombres, es necesario convertirse en estibador, trabajador portuario”.

Trabajador en el puerto

El 1 de enero de 1941, comenzó a trabajar en el puerto, pensando estar allí el tiempo de una investigación sociológica, cinco o seis semanas, tal vez unos meses. Permaneció doce años y varios meses. «Vengo de un entorno burgués, tenía una cultura clásica y jurídica, había elegido ser dominico, un hombre de estudio y, en cambio, aquí estoy entre españoles, italianos, armenios, malteses que me han hecho comprender lo que es el hombre».

“Tenía dudas. Soñé con el mar, la tranquilidad, los libros. Pero recordé los momentos de mi conversión, aquellas frases evangélicas que habían removido mi vida hasta el punto de entregarla totalmente a Dios y al mundo entero. Comprendí entonces que no bastaba con compartir el cansancio del trabajo, sino que era necesario vivir en comunidades de vida y destino con los más humildes y los más desheredados. Como Jesús en el Evangelio”.

Golpe en el corazón. En 1954, la Santa Sede prohibió a los sacerdotes obreros continuar su trabajo. Sufrió mucho, aceptó y explicó a sus compañeros portuarios por qué, a diferencia de muchos otros, obedecía a Roma. No se desanimó y volvió a pensar en su viejo proyecto: la fundación de un instituto misionero que compartiera la vida de los barrios, a la manera del apóstol Pablo y que los sacerdotes se ganaran el pan trabajando.

Fundó la “Misión Obrera Santos Pedro y Pablo con un programa extremadamente pobre. Compartir la vida de Dios y unir a los hombres entre sí y con Dios en Jesucristo. El instituto fue aprobado por la autoridad eclesiástica y se extendió a varios países. En Friburgo, Suiza, fundó la “Escuela de la Fe”.

En el 70, Pablo VI, siempre atento a los asuntos de los sacerdotes obreros, lo llamó al Vaticano para predicar los ejercicios espirituales a la curia romana.

El encanto del silencio

En 1981, Loew volvió a sentir el encanto de una abadía. Primero se retiró a Citeaux, en Borgoña, la abadía fundada en 1098 y que se convirtió, con San Bernardo en 1104, en el centro de la orden cisterciense.

En 1986 ingresó en la abadía de Notre-Dame de Tamié en Alta Saboya. Luego eligió la abadía de Échourgnac: “Uno mi silencio al de las monjas trapenses de estricta observancia, un silencio que me devuelve la sirena de los barcos, el crujido de las cuerdas y también las blasfemias de mis compañeros de trabajo“.

¿Cómo te sientes ahora?Al final de mi vida, ¿sabes quién soy? Un hombre pobre que busca a Dios. No he terminado de buscar a Dios”.

¿Cómo explica su simpatía por Madeleine Delbrêl? Porque veo en su vida, en su experiencia, mi vida, mi experiencia. Ambos ateos, tanto contra la Iglesia como contra los sacerdotes, ambos buscando algo, Alguien“.

 Hacía frío ese día de 1995 cuando lo conocí. La abadía estaba en el silencio del invierno. Las monjas habían cantado las vísperas. Una cena frugal y luego completas, la oración que cierra el día.

Luego, el sueño. Para Jacques Loew, el sueño y la expectativa del encuentro con el Señor de su conversión, del testimonio en el puerto, de la alabanza y del silencio. Pero también del encuentro y abrazo con Michèle, la prostituta, que escribió su experiencia “De la calle a la libertad”.

Enferma de un tumor cancerígeno, murió el 25 de noviembre de 1986. Se había convertido en una mística. Y el encuentro con Madeleine Delbrêl, la atea, la conversa, la mística. “Creo … en la resurrección de la carne, la vida eterna. Déjame decirte que ya no puedo esperar para verlos nuevamente“.

Fuente Religión Digital

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