“Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor”. Domingo 14 de mayo de 2023. 6º Domingo de Pascua.
Leído en Koinonia:
Hechos de los apóstoles 8,5-8.14-17: Les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo
Salmo responsorial: 65: Aclamad al Señor, tierra entera.
1Pedro 3,15-18: Como era hombre, lo mataron; pero, como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida
Juan 14,15-21: Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor
La palabra de Felipe, un misionero que lleva el mensaje de Jesús a nuevas fronteras, es escuchada con atención porque hay coherencia entre lo que dice y lo que hace. La palabra y el poder sanador de Felipe son motivo de alegría para la comunidad samaritana. Para que una comunidad se mantenga firme en el evangelio es necesario tener la fuerza y la gracia del Espíritu Santo, algo que solo se logra con la oración, la imposición de las manos como signo de herencia fraterna y el bautismo comprometido con la misión de Jesús. Los discípulos y discípulas de ayer y de hoy tenemos la gracia de haber recibido el Espíritu Santo a través del Bautismo y la imposición de las manos. El Espíritu Santo es el único que puede garantizar el éxito y la eficacia de la misión. Discipulado, Espíritu y misión son las marcas que identifican al misionero de Jesús.
El pasaje de la carta de Pedro insta a la comunidad a ser santos. Una santidad que está siempre ligada al seguimiento y a las consecuencias que esta opción misionera imponga en nuestras vidas.
El Evangelio de Juan nos da la clave del verdadero seguimiento: AMAR. Este amor es el mandamiento que Jesús da a quienes quieran seguirlo. Ser discípulos o discípulas de Jesús implica tener como norma de vida el amor, un amor activo, liberador y eficaz. Ésta es la esencia del Evangelio, éste es el corazón de la vida y la práctica de Jesús, esto es lo que identifica a todos aquellos y aquellas que han asumido su misión.
Jesús teme por el futuro de sus discípulos. Sabe que las fuerzas del mal son poderosas y no escatiman esfuerzos para eliminar a las fuerzas del bien. Reconoce que sus discípulos no tienen todavía la formación y la convicción necesaria para enfrentar estas fuerzas malignas. Por esto, en un gesto de amor profundo, Jesús le pide al Padre que derrame el Espíritu sobre los discípulos de ayer y de hoy, para no dejarnos huérfanos, para que permanezca siempre con nosotros en la continuidad de la misión. Mientras el mundo permanece ciego, el Espíritu permite a los discípulos de Jesús reconocerlo en los hermanos. En el amor a los demás se reconoce el verdadero rostro de Jesús. Sólo el amor, al que somos llamados, es garantía de la presencia de Dios en nosotros y en nuestras comunidades. Si el amor es la clave del seguimiento de Jesús, tendremos que preguntarnos que estamos haciendo en nuestra vida y en nuestras comunidades para impregnar el mundo de amor, un amor que con la fuerza del Espíritu, permita que la verdad, la justicia y la fraternidad sean las huellas del Reino en el mundo de hoy.
La 1ª lectura, tomada del libro de los Hechos, nos presenta a Felipe predicando a los samaritanos en su capital. Es una noticia inusitada si tenemos en cuenta la enemistad tradicional entre judíos y samaritanos, tan presente en los evangelios, en pasajes como la parábola del buen samaritano (Lc 10,29-37), o la conversación de Jesús con la samaritana (Jn 4,1-42) o en otros pasajes más breves (Mt 10,5; Lc 9,51-56; 17,16; Jn 8,48). Los judíos consideraban a los samaritanos como herejes y extranjeros (cfr. 2Re 17,24-41) pues, aunque adoraban al único Dios y vivían de acuerdo con su ley, no querían rendir culto en Jerusalén, ni aceptaban ninguna revelación ni otras normas que las contenidas en el Pentateuco. Los samaritanos pagaban a los judíos con la misma moneda, pues los habían hostigado en los períodos de su poderío y habían llegado a destruir su templo en el monte Garitzín. Por todo esto nos parece sorprendente encontrar a Felipe predicando entre ellos, en su propia capital, y con tanto éxito como sugiere el pasaje que hemos leído, hasta concluir con un hermoso final: que su ciudad, la de los samaritanos, “se llenó de alegría”.
Esta obra evangelizadora que rompe fronteras nacionales, que supera odios y rivalidades ancestrales, provocando en cambio la unidad y la concordia de los creyentes, es obra del Espíritu Santo, como comprueban los apóstoles Pedro y Juan, que con su presencia en Samaria confirman la labor de Felipe. Se trata de una especie de Pentecostés, de venida del Espíritu Santo sobre estos nuevos cristianos procedentes de un grupo tan despreciado por los judíos. Para el Espíritu divino, no hay barreras ni fronteras. Es Espíritu de unidad y de paz.
La 2ª lectura sigue siendo, como en los domingos anteriores, un pasaje de la 1ª carta de Pedro. Escuchamos una exhortación que con frecuencia se nos repite y recuerda: que los cristianos debemos estar dispuestos a «dar razón de nuestra esperanza» a todo el que nos la pida. ¿Por qué creemos, por qué esperamos, por qué nos empeñamos en confiar en la bondad de Dios en medio de los sufrimientos de la existencia, las injusticias y opresiones de la historia? Porque hemos experimentado el amor del Padre, y porque Jesucristo ha padecido por nosotros y por todos, para darnos la posibilidad de llegar a la plenitud de nuestra existencia en Dios. Por esta misma razón el apóstol nos exhorta a mostrarnos pacientes en los sufrimientos, contemplando al que es modelo perfecto para nosotros, a Jesucristo, el justo, el inocente, que en medio del suplicio oraba por sus verdugos y los perdonaba. La breve lectura termina con la mención del Espíritu Santo por cuyo poder Jesucristo fue resucitado de entre los muertos.
A quince días de que termine la cincuentena pascual, la Iglesia comienza a prepararnos para la gran celebración que la concluirá: la de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles. La manifestación pública de la Iglesia. Podríamos decir que su inauguración –teológicamente hablando, no históricamente hablando–. En la lectura del evangelio de san Juan, tomada de los discursos de despedida de Jesús que encontramos en los capítulos 13 a 17 de su evangelio, el Señor promete a sus discípulos el envío de un “Paráclito”, un Defensor o Consolador, que no es otro que el Espíritu mismo de Dios, su fuerza y su energía, Espíritu de verdad porque procede de Dios que es la verdad en plenitud, no un concepto, ni una fórmula, sino el mismo Ser Divino que ha dado la existencia a todo cuanto existe y que conduce la historia humana a su plenitud.
Los grandes personajes de la historia permanecen en el recuerdo agradecido de quienes les sobreviven, tal vez en las consecuencias benéficas de sus obras a favor de la humanidad. Cristo permanece en su Iglesia de una manera personal y efectiva: por medio del Espíritu divino que envía sobre los apóstoles y que no deja de alentar a los cristianos a lo largo de los siglos. Por eso puede decirles que no los dejará solos, que volverá con ellos, que por el Espíritu establecerá una comunión de amor entre el Padre, los fieles y El mismo.
El «mundo» (en el lenguaje de Juan) no puede recibir el Espíritu divino. El mundo de la injusticia, de la opresión contra los pobres, de la idolatría del dinero y del poder, de las vanidades de las que tanto nos enorgullecemos a veces los humanos. En ese mundo no puede tener parte Dios, porque Dios es amor, solidaridad, justicia, paz y fraternidad. El Espíritu alienta en quienes se comprometen con estos valores, esos son los discípulos de Jesús.
Esta presencia del Señor resucitado en su comunidad ha de manifestarse en un compromiso efectivo, en una alianza firme, en el cumplimiento de sus mandatos por parte de los discípulos, única forma de hacer efectivo y real el amor que se dice profesar al Señor. No es un regreso al legalismo judío, ni mucho menos. En el evangelio de San Juan ya sabemos que los mandamientos de Jesús se reducen a uno solo, el del amor: amor a Dios, amor entre los hermanos. Amor que se ha de mostrar creativo, operativo, salvífico. Leer más…
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