El empeño (o tozudez) del discipulado
Levantarse de nuevo, ponerse las zapatillas y caminar con el empeño cariñoso de recuperar algunos fragmentos de épocas pasadas.
El discipulado del Maestro es algo que apasiona (dice X. Quinzá que lo que apasiona “se padece”), y no siempre se logra con puños, a cabezazos contra la noche.
Pero sí es empeño avanzar por el camino, con zapatillas o descalza, a oscuras o alumbrada. El amor y la entrega (sinónimos la mayor parte de las veces) necesita de nuestra tozudez para avanzar, o para salir a flote. Difícilmente se termina aquello que renuevas con frecuencia, aquello que alimentas o llenas de vigor.
Aun en la indiferencia y el anonimato pesa el hecho de permanecer en la decisión. Ya llegará el momento en el que fragüe el cemento que ha estado tiempo dando vueltas. Necesita rocas vivas que unir. Argamasa que vincula piedras y construye edificios, vidas,…
¿Dónde está el equillibrio entre la gracia, el regalo, y la tozudez del amor? ¿En qué momento hay que ceder, dejarse llevar, aceptar? ¿En qué otro es necesario actuar hasta cansarse, aun sin resultados sensibles?
Primero es la pregunta, cierto, pero el acto de dar la respuesta es libre, es de cada cual.
El deseo despierta este cuerpo
levemente fatigado.
No es tiempo, no son horas para el descanso.
Pero tú apremias: ¡vamos, levántate!, ¡te aguardo!
Silencio alrededor.
Silencio, cuánto, en el interior.
Un encuentro en la noche que no ha muerto.
Un espacio lleno de vida acoge otra presencia.
¿Quién busca a quién?
Ya no hay cabida para ese verbo.
Hay espera, hay confianza.
Simple compañía disfrazada de ausencia.
Dos viejas conocidas:
tu entrega y la mía.
(A.A)
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Fuente Monasterio de Monjas Trinitarias de Suesa
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