En estado puro.
Cualquiera puede tener un sueño. Yo he soñado hoy. Y me he imaginado viviendo al principio de la iglesia naciente. Aún sin más ley que el recuerdo de Jesús y la presencia viva de su memoria
No se sabe nada de palabras de poder, ni de leyes, ni de mandatos, ni de celebraciones. Únicamente nos juntamos al amanecer del día primero de la semana y recordamos al Señor. Con qué cariño, con qué entusiasmo bendecimos el pan y nos acordamos mucho de él. Y repetimos sus palabras. Y lo comemos entre todos. Y luego llevaremos comida a los pobres. La hemos traído entre todos.
Todo muy sencillo.
Me despisto un momento. Tengo la mesa llena de libros, papeles, bolis… hago una gran limpieza y dejo la mesa libre. La veo bien. Eso quiero hacer yo con Jesús. Verle, experimentarle sin tantas añadiduras, sin tantas leyes, sin tantos complementos… que casi me impiden ver a Jesús.
Nos entusiasmamos repitiendo palabras, parábolas, hechos de Él… Juan es el que mejor memoria guarda. Pero hacemos silencio cuando habla Maria. Todo lo que cuenta está pasado por su corazón de madre, por su recuerdo caliente y amoroso.
No nos ponemos ropas especiales. Solamente narrar, escuchar, acoger…
Nos reunimos en una casa, la que toca, y cuando nos juntamos se nota la presencia de Él, está con nosotros. Intentamos cada día narrar un dicho suyo y lo vamos comentando, saboreando, asimilando. Nos anima un montón. No hay normas, ni leyes, ni mandatos, ni ritos. Únicamente hablar y eso sí, de vez en cuando guardamos silencio.
Hoy han venido unas personas a las que hemos invitado. Han estado admiradas.
Y con la fuerza de esa Presencia de Jesús, hemos vuelto a la vida animados, decididos, impulsados a hablar de Él a la gente.
¡Ay! Es un sueño. Cuanto me gustaría que nuestras celebraciones fuesen algo así. Sin ritos, sin ropajes, sin normas. Solo con Él…
Pero no ha sido así. Yo estaba soñando y esperando a empezar en la iglesia una época nueva de verdad, en cuanto a la organización. Pensaba que ya no se nombrarían más cardenales. No es tan difícil. A la hora de consultar, de elegir papa, hay una forma fenomenal: que lo hagan los presidentes de las conferencias episcopales de cada país. Porque si no, puede ocurrir que cada papa nombre electores a los que él cree más oportunos. Y según los gustos y preferencias de cada papa, tendremos al papa siguiente.
No dejamos lugar a la aportación del Espíritu de la comunidad de base, a que vote primero a su obispo y luego al papa.
Veo el revuelo que se ha formado al nombrar a los últimos cardenales y los comentarios. Aún se sigue hablando de poderes, de príncipes de la iglesia, de tendencias, de fuerzas….Y creo que el Espíritu va por otro lado.
Siento que los nombramientos de esos servicios eclesiales debieran hacerse más desde la base, desde las comunidades eclesiales.
Me encantaría que tanto Roma como las demás diócesis fuesen el espejo donde mirarnos para animarnos a vivir el evangelio. Cada parroquia podría mirar a su catedral de turno, a la diócesis de Roma, y ver cómo funciona ahí la predicación, la catequesis, la economía, el servicio a los pobres. Y los demás aprenderíamos del modelo.
Y podríamos prescindir de todo lo que suene a trajes, poderes, cargos… Así canónigos, cardenales… son nombres que, por muy santos que sean y por muy bien que sirvan a la iglesia, siempre arrastran ya en su nombre, quizás por la historia, quizás por el fasto que le damos, a una organización con poderes muy fuertes. Y eso nos hace olvidar el evangelio.
Igual podemos llegar a que sea la comunidad cristiana de cada lugar quien elija a su animador en la fe. Y juntos elegimos al obispo. Y ellos al papa.
Ya sé que es un cambio fuerte, pero removería nuestra vivencia de iglesia, y nos dejaríamos impulsar por el Espíritu de Jesús. El concilio nos presenta un círculo y no una pirámide. Y dentro de ese círculo cada uno tenemos una misión que realizar, una tarea que hacer. Nadie es más importante que nadie. Únicamente el que sea más servidor de los pobres. ¿Qué te parece?
Gerardo Villar
Fuente Fe Adulta
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