Teresa Muñoz Guillén: “El virus que paralizó nuestras vidas: su intrusión y sus efectos: Una mirada desde la Psicología.”
Teresa Muñoz Guillén ofreció en el 41 Congreso de Teología de la Asociación Teológica Juan XXIII, que se está celebrando en Madrid dedicado a la pandemia, sus consecuencias y la pospandemia, una análisis desde el impacto psicológico
“La pandemia —y todo lo que ello comporta— ha supuesto una invasión de algo que ha venido de fuera a ocupar nuestro modo de vida individual, personal y social, en una suerte de mundos superpuestos”
“Los efectos colaterales del confinamiento para la salud mental de las personas, sumados a la incertidumbre vital y social que no deja de hacer mella en el ánimo de la gente, incrementaron las consultas por problemas de ansiedad y depresión”
| Teresa Muñoz Guillén
Cuando la Humanidad que tiene al planeta Tierra como casa común parecía estar en un momento álgido de desarrollo y conquistas a todos los niveles: social, cultural, económico… de modo repentino, sin avisar, surge un elemento que, si bien no cabe considerarlo nuevo, puesto que en ámbitos científicos ya había sido observado e identificado, sí lo ha sido la forma intrusiva, voraz y letal con la que se instaló entre nosotros, haciéndonos vivir una realidad distópica. Se trata de un microorganismo que ha sido nominado como Coronavirus SARS-Cov-2 (acrónimo en inglés de Síndrome Agudo Respiratorio Severo) y a la enfermedad que causa la OMS la ha denominado oficialmente Covid 19 (COrona VIrus Desease del año 2019). Con esta compleja nomenclatura ha entrado en nuestras vidas un virus que ha trastocado el “orden establecido”, ha hecho que se impusieran medidas restrictivas, tanto que incluso estas medidas establecieron frontera con derechos ampliamente reconocidos y defendidos, tales como, por ej. el derecho de las personas a circular libremente, a relacionarse estrechamente con los suyos y, en definitiva, a participar en la vida social en interacciones mutuas. En unas semanas, el mundo se modificó, y bajo el miedo a la muerte que preside el trasfondo de la situación, observamos una serie de fenómenos que nos obligan a pensar lo que parecía imposible.
El enorme poder científico y tecnológico tiene un efecto perverso: el de que creíamos que lo podíamos todo, y en este punto la Naturaleza nos impacta con un golpe de realidad y nos pone en nuestro sitio, haciéndonos tomar conciencia de nuestros límites.
Un ejercicio de humildad para la humanidad. Una catástrofe mundial que nos desafía a todos. El dolor, la incertidumbre, el temor y la conciencia de los propios límites que despertó la pandemia, hacen resonar el llamado a repensar nuestros estilos de vida, nuestras relaciones, la organización de nuestras sociedades y sobre todo el sentido que le hemos dado a nuestra existencia. Si todo está conectado, es difícil pensar que este desastre mundial no tenga relación con nuestro modo de enfrentar la realidad.
No planteo que hubiera un mundo feliz anterior a la llegada del virus. Enemistades, odios, agresiones al medio ambiente, injusticias, abusos, hambrunas, guerras y otras muchas catástrofes y calamidades nos han acompañado y siguen presentes desde el principio de los tiempos. Entonces ¿por qué este invisible agente ha causado y producido la reacción global de peligro que, de un día para otro, ha hecho que diéramos un giro a nuestro modo de vida? Tomo prestadas unas reflexiones de nuestro veterano filósofo D. Emilio Lledó cuando a sus lúcidos más de 90 años dice: “De repente, mi cabeza se ha llenado de recuerdos de guerra. Yo era un niño, pero me vinieron imágenes muy vivas. La misma inseguridad. Los hábitos de miedo: no salir a la calle, protegerse, ponerse a cubierto. Pero aquel era un miedo concreto, sabíamos quiÉn era el enemigo. Sin embargo, Este es un miedo abstracto, difuso, extraño. Por eso estamos tan desconcertados y éste es el gran problema. El desconcierto no ayuda a pensar bien, cuando lo que más necesitamos en este momento es justo lo contrario: la razón contra el caos”.
Caos. De alguna manera esta ha sido la vivencia que el virus nos ha hecho sentir. Lo más elemental de nuestra vida cotidiana: salir a trabajar, visitar a los nuestros, abrazarnos, tocarnos, tiene que ser radicalmente alterado, porque todos y cada uno de nosotros nos convertimos en potencialmente peligrosos para los demás, porque en lugar del afecto que queremos compartir con los otros, lo que podíamos transmitirles es enfermedad, tal vez la muerte, el caos. El coronavirus ataca el corazón de los humanos en la base más esencial de su ser: la vida con el otro.
Es decir, la inversión absoluta de nuestros valores tomó posiciones no sólo en nuestra cotidianeidad, sino también en nuestro mundo afectivo y mental. De alguna manera — en este caso intrusiva— un elemento extraño, ajeno, toma el rumbo de nuestra vida. Evento cataclísmico, imprevisible e inverosímil.
No es que un cambio de vida sea en sí mismo perjudicial o negativo, es algo que se hace continuamente. Las personas cambiamos nuestras condiciones de vida en razón de proyectos de mejora o incluso del propio discurrir de la vida en el proceso de maduración que debe darse en toda persona. Hablamos en estos casos de cambios conocidos, planificados e incluso deseados. Pero este virus ha introducido un cambio que ha hecho que de pronto nos hayamos descubierto frágiles, vulnerables y desasistidos. A la vulnerabilidad se le suma una gran cuota de incertidumbre. En términos generales diremos que la mente tiene poca capacidad para manejar la incertidumbre y poder darle un significado. Nuestra posibilidad de pensar quedó suspendida. Nuestros parámetros de control fueron trastocados. El virus ha puesto de rodillas al poderío humano: se detuvo el comercio, los juegos olímpicos, los aeropuertos, etc. dejó al descubierto nuestras falsas seguridades, nos creíamos a salvo en nuestras sociedades hiper-protegidas pero se dio un aumento a nivel mundial de trastornos de corte psicológico.
Disponemos de un enorme poder científico y un no menos inmenso desarrollo tecnológico con el que podemos controlar e incluso modificar coordenadas de realidad para ajustarlas a nuestras necesidades y deseos. Se han traspasado barreras que hasta no hace demasiado tiempo parecían infranqueables y se ha hecho posible lo que se consideraba imposible en otros tiempos.
En la cúspide de las sociedades de bienestar, el desconcierto y la confusión que ha traído la pandemia del virus, invadió nuestra capacidad de pensar y más aún, de mentalizar.
Mentalizar no es lo mismo que pensar, mentalización o (función reflexiva) se refiere a una actividad mental, muchas veces intuitiva que permite reconocer el estado emocional propio y ajeno, posibilitando así la autorregulación emocional, es decir, percibir e interpretar la conducta tomando conciencia de un hecho para afrontarlo adecuadamente. Se basa en el supuesto de que nuestros estados mentales influyen en nuestra conducta y en la de los otros. (Bateman y Fonagy, 2006). En un sentido amplio, alude a una capacidad esencial para la regulación emocional y el establecimiento de relaciones interpersonales satisfactorias. Nos permite tener una representación de nosotros mismos, es decir, nos permite sentirnos dueños de nuestras conductas y pensamientos, y de regular nuestras emociones y sentimientos. La mentalización dirigida hacia el otro, capta su estado emocional, y despierta una reacción afectiva acorde al mismo, es lo que llamamos empatía.
Emociones y sentimientos en la pandemia
Quiero señalar que emociones y sentimientos no son lo mismo, son procesos distintos, si bien estrechamente interconectados. Las emociones son percepciones que se acompañan de sensaciones corporales, están ligadas al cuerpo y por tanto sus manifestaciones son visibles (miedo → taquicardia, respiración entrecortada; vergüenza → sonrojo…) son estímulos del ambiente, que de manera innata generan una reacción corporal (gestos, tono de voz, ritmo cardíaco…..) Suceden de forma automática, sin necesidad de pensar. Su objetivo es regular el proceso vital, mantener la homeostasis a fin de evitar los peligros. Las emociones detectan las amenazas del exterior, forman parte de nuestro equipamiento biológico. “Las emociones proporcionan un medio natural para que el cerebro y la mente evalúen el ambiente interior y el que rodea al organismo, y para que respondan en consecuencia y de manera adaptativa” (A. Damasio).
Según Damasio las emociones más universales son: felicidad, tristeza, ira, miedo y asco. Cuando el cuerpo se adapta a los perfiles de una de estas emociones son sentimos felices, tristes, airados, temerosos o asqueados. Es decir, aunque las emociones puedan ser desagradables tienen una función adaptativa, que nos han servido para sobrevivir y evolucionar como especie.
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