Juan Yzuel
Zaragoza.
ECLESALIA, 23/12/15.- Vivimos un renacimiento de la gastronomía como arte y como dimensión esencial de toda cultura humana. Siempre hemos tenido la buena mesa como un placer esencial, pero actualmente vivimos la democratización de la alta cocina a través de la televisión. El mensaje es: en cada uno de nosotros, hay un chef en potencia esperando ser despertado… Sólo necesitamos una cosa: experimentar nuevas sensaciones gustativas, estar dispuestos a romper los tabúes culinarios y mezclar ingredientes que antes eran pensados como absolutamente opuestos, redescubrir sabores, darnos cuenta de que queda mucho aún por inventar. Y nuestra cocina, antes un lugar de sal, pimienta, ajo, aceite y vinagre, se ve invadida por decenas de botellitas con especias diversas, aromas exóticos y hierbas de nuestros montes que hasta hace poco habían quedado relegadas a las herboristerías.
Pero, para hallar nuevos mundos de sabor, hay que “deconstruir” nuestra memoria de sabores, educada y condicionada desde la más tierna infancia. Allí se nos dijo lo que estaba bueno, lo que estaba malo, lo que no se podía comer y lo que estaba reservado a momentos o personas especiales. Sólo cuando nos hemos enfrentado, en los viajes por todo el mundo, a culturas diferentes, hemos aprendido que el mundo de los sabores es muchos más amplio y rico de lo que nunca imaginamos.
Hay cinco sabores básicos: dulce, salado, amargo, ácido y umami. Este último se ha ido incorporando en la última década al catálogo que los niños aprenden en la escuela, pero aún no ha llegado a la cultura general de los adultos. Por ello, quedémonos por ahora con nuestros cuatro sabores principales.
El problema que hemos tenido es que se han extendido, sobre todo, dos sabores principales en nuestra cultura, el dulce y el salado. Casi todo está excesivamente azucarado o cubierto de sal. Esto no nos permite apreciar muchas veces el aroma de los frutos secos poco manipulados, el sabor de la carne en su propio jugo, el ácido natural de los cítricos o gusto fuerte del café solo y no edulcorado.
¿A qué me sabe esto?
En mis talleres de escritura del Diario personal me gusta proponer analogías sensitivas de nuestras experiencias. Si aquella mañana fuera un paisaje, ¿de qué paisaje se trataría? ¿O qué canción elegiríamos para asociarla con lo que pasó aquella tarde en el hospital? ¿Cuál es el olor primordial que parece flotar en esta memoria? También propongo sabores, que definamos nuestras experiencias vitales por el gusto. Esto descoloca al escritor, pues normalmente hacemos comparaciones visuales o auditivas con más facilidad que con sabores y los olores. ¿Qué sabor tenía ese día de tu cumpleaños? ¿Qué sabor domina en esta experiencia que estás describiendo? ¿Qué sabor me evoca esta persona tan importante en mi vida? ¿A qué me sabe, por ejemplo, mi hermano, mi padre, mi madre…? Cuando pienso en ella, ¿qué sabor fundamental me recuerda?
¿A qué me sabe María?
Vamos a aplicar esta exploración de sabores a María de Nazaret, madre de Jesús y madre nuestra. Para empezar, hemos de darnos cuenta de que muchas veces tenemos tan metida en nuestra memoria de sabores una forma exageradamente edulcorada de la Virgen, una versión dulzona y acaramelada que olvida, enmascara y oculta los ricos matices de una personalidad inabarcable. Para redescubrirla en todo su sabor, habremos de volver a los evangelios. Naturalmente, hay muchos textos sobre María que los exégetas analizan con lupa porque la María de Nazaret histórica no debió ser exactamente igual a la que vemos en el evangelio. No entraremos ahora en esas sutilezas; nos quedaremos con el retrato evangélico sencillo, el del pueblo llano.
DULCE
Posiblemente es el sabor fundamental de María. Como madre, evoca en nosotros la dulzura, el cariño, las caricias, el amor incondicional. María se muestra dulce en los evangelios: en Belén, junto a Jesús recién nacido, arropado y amamantado por su madre. En Ain Karén, cuidando a su prima. En Caná, preocupándose por la fiesta y la alegría de los recién casados. En Pentecostés, llenándose del vino dulce del Espíritu que alegra el corazón. María es alegría, servicio, acogida, amabilidad… Las letanías del Rosario la reconocen así: Causa de nuestra alegría, Madre amable, Madre del amor, refugio de los pecadores, estrella de los mares, esperanza nuestra,… Celebramos el “Dulce Nombre de María”. Infinidad de canciones la cantan en este sabor: “María tú, que velas junto a mí… enséñame a vivir con ritma alegre de juventud” (Gabaraín); “Madre de los hijos pobres” o “María, la madre buena” (Kairoi) nos invitan a acercarnos al amor materno de María.
María vive la alegría y la expresa. El Magníficat es todo una revelación de esa dulzura interior. Lo analizaremos en sus diferentes sabores, pero se arranca con la alegría: ¡Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador!
SALADO
La expresión “persona salada” incluye, en español, el ser graciosa, chistosa, divertida, chisposa,… Vemos a María como persona con encanto, que llega a ver a su prima y se arranca por soleares cantando al Señor su Magníficat. La podemos imaginar moviéndose por la casa prodigándose en este servicio, llenando la vivienda de vida y optimismo, de pasión y energía. También se necesita tener salero para resolver el problema de Caná de Galilea. “¡Ea, no tienen vino! Hay que hacer algo… Venga, Jesús, que tú puedes ayudar si quieres…”
Hay canciones como “María, Música de Dios” (Kairoi) que canta a esta mujer salada que comunica la alegría. “Madre de los jóvenes” (Gabaraín) nos habla de las tristezas de la juventud, de los peligros y la soledad de los adolescentes, pero que María puede sacarnos de las tristezas: “¡Ven, María a nuestra soledad,… a tantas esperanzas que se han muerto, a nuestro caminar sin ilusión…!
La sal nos recuerda también a las lágrimas. Y María tiene su ración de tristeza en los evangelios: ver a su hijo recién nacido en un establo porque no había para ellos dónde quedarse; contemplar a su pequeña familia huyendo a Egipto; buscar a su hijo con inquietud durante tres días en Jerusalén; verlo insultado y ensangrentado en las calles de Jerusalén camino del Calvario; contemplarlo en la cruz, pobre, desnudo, sufriente…; tenerlo frío y muerto en sus brazos al ser descolgado de la cruz… Se necesita un mar de lágrimas para vivir todas estas experiencias.
Si la María dulce es el primer tema de canciones de María, la María de las lágrimas es el segundo. La Salve nos recuerda que caminamos por un valle de lágrimas. “Hoy he vuelto” (Gabaraín) canta la nostalgia por la infancia; “Pienso en ti” (Matéu) nos dice que caminamos tristes sin María.
Por otro lado, la sal es la analogía elegida por Jesús en el evangelio para simbolizar que debemos ser sal de la tierra para que esta no se corrompa. María, como madre, fue sal con su propio hijo, sembrando en su corazón una forma de mirar al mundo que evitaba el nacionalismo, el extremismo, el machismo, el sexismo y todas las ideologías que ensucian la mirada limpia de un niño. María estuvo entre los apóstoles como sal, para que no se desvirtuara el mensaje del Maestro ni la esperanza en que su promesa se cumpliría. De allí que recibiera el encargo de Jesús crucificado “cuida de tu hijo” y formara parte de aquella primera iglesia a la que el Espíritu Santo animó en Pentecostés. No tenemos documentación sobre el papel de María entre los apóstoles, pero seguro que fue muy importante. Además del testimonio de su presencia en Pentecostés, está la tradición joánica de haber vivido con San Juan en Éfeso, y la jacobea de su aparición en Zaragoza, apoyando, animando, dando “rasmia”, como decimos en Aragón.
AMARGO
La amargura la tenía María garantizada en cuanto dijo “sí” en la anunciación del ángel Gabriel. Por si no lo tenía claro, así se lo aseguró Simeón: “Los bendijo y dijo a María, la madre: —Mira, éste está colocado de modo que todos en Israel o caigan o se levanten; será una bandera discutida y así quedarán patentes los pensamientos de todos. En cuanto a ti, una espada te atravesará el corazón”. (Lc 2,34-35) María, guardaba todas estas cosas en el corazón (2,19), las meditaba y, a veces, las sufría en silencio, sin aspavientos, con serenidad. Fue amargo tener que ver que José sospechaba de ella y hasta hizo planes de repudiarla en secreto. Fue amargo tener que huir a Egipto, como lo es todo proceso de emigración forzosa. Fue difícil encajar las respuestas desconcertantes de Jesús (en el templo, en Cafarnaúm…) que parecen dar a entender que su Madre no es tan importante en su vida como lo es Dios o su Pueblo. ¡Es la experiencia de tantas madres de religiosos, religiosas, misioneros, cooperantes y locos del evangelio! Es la mezcla agridulce de saberse bendecida por un hijo especial, maravilloso, pero que no le dará las seguridades ni las alegrías pacíficas y sencillas que otro tipo de hijo le habría dado. María experimentará esa espada que atraviesa el alma al ver a Jesús en su pasión y muerte.
María vive su experiencia de amargura desde el silencio y la meditación. De igual manera que exteriorizaba su alegría, es parca en su lamento y su llanto. Lucas repite dos veces en el capítulo 2 que María guardaba todo esto en su corazón. Ni siquiera los artistas la han presentado en un gemido desesperado. Una de las obras más sublimes de la historia de la escultura es la Pietá de Miguel Ángel. Allí, María muestra dolor, pero no desesperación. Su amargura es mitigada por su gran confianza en el poder del amor del Padre.
María vive la amargura desde la salida hacia el otro, para cuidarlo y animarlo. De allí nace la petición de Jesús: “Mujer, he ahí a tu hijo”. María se sacude su propia amargura para dar consuelo, apoyo, paz, confianza… También desde la valentía. Se enfrenta a los problemas con resolución, sin evitar los conflictos.
Las letanías del Rosario no pueden dejar de bendecir a María en este trance: Consoladora de los afligidos, auxilio de los cristianos, reina de los mártires… Canciones como “Tú estás cerca” (Kairoi) canta el hecho de que María vive cerca del dolor de los hombres y mujeres. Muchas canciones están dedicadas a Nuestra Señora de los Dolores, como “Dolorosa” (Espinosa), “Madre de los creyentes” (Palazón), “Madre de todos los hombre” (Espinosa), “María, madre del dolor, das tu corazón al pie de la cruz” (Kairoi), “Quiero decir que sí” (Luis Alfredo)… Yo mismo compuse una canción para los presos de la cárcel de Rickers Island, en Nueva York, titulada “Señora de la prisión” con esta temática. Si la dulce María es la fuente de himnos de alabanza y María la salerosa de cantos de amor, María dolorosa es la fuente de las baladas, de la explicación detallada de nuestras dificultades y dudas y del camino largo e incierto pero, a la vez, alumbrado por la fe.
ÁCIDO
El ácido es un sabor unido a todo lo que limpia hasta el hueso y levanta las postillas, lo que hace salir el mal y lo sana de raíz, lo que quita la podredumbre y señala la fuente de la injusticia y la corrupción. Es el sabor de la crítica, de la denuncia, de la indignación, del descontento, de la manifestación en la calle, de la rebelión y de la lucha contra el tirano y el opresor. Es el sabor del visionario, del profeta, del rebelde.
María nos sorprende con este sabor en el Magníficat:
«Él hizo proezas con su brazo:
dispersó a los soberbios de corazón,
derribó del trono a los poderosos
y enalteció a los humildes,
a los hambrientos los colmó de bienes
y a los ricos los despidió vacíos.»
Lc1,51-53
María hace así una afilada crítica social. Con acidez asegura que los poderosos, los famosos, los prestigiosos, los saciados, los adinerados, los escandalosamente ricos… nada tienen que ver con lo que Dios quiere. El Magníficat es un cántico judío; no hay atisbo todavía de cristianismo en él. María canta todavía desde el Antiguo Testamento, desde la teología de la promesa mesiánica que comienza a despuntar en esta joven muchacha de Nazaret. La promesa se ha hecho realidad. Sólo ella e Isabel lo saben. El Mesías no nacerá de entre los poderosos y los sabios, sino de entre los humildes y pequeños. No será rico ni buscará el poder y la influencia, sino que dejará que el mismo poder de Dios actúe en él. Y vendrá a instaurar un nuevo orden, basado en la fraternidad y la igualdad.
María la ácida, la activista, la revolucionaria, no está ahora en las grandes basílicas, sino en los barrios pobres y embrutecidos, en las largas horas de trabajo bajo el sol en los inmensos terrenos expropiados por las multinacionales, en las chozas de las mujeres agredidas sexualmente en las guerras africanas, en las luchas por los derechos de las mujeres en los países patriarcales y machistas, entre las abuelas de la Plaza de Mayo, en los círculos de silencio de quienes quieren acabar con la violencia sexista. María se hace así cercana al cambio y la causa del “otro mundo es posible”. Se hace voluntaria de una ONG, cooperante en un campo de refugiados, maestra en un barrio marginal, educadora en un piso de acogida para niños de la calle, médica que lucha incansablemente contra el ébola, guerrillera ecologista en el Rainbow Warrior de Greenpeace, analista de seguridad que denuncia el atropello de los derechos y libertades de todos y todas, abogada laboralista, enamorada de las causa de los últimos pueblos indios del Amazonas…
Su acidez le hace tomar partido, optar por los marginados, haciendo una opción preferencial por los pobres. No acepta ni la indiferencia ni la neutralidad ante lo injusto y lo inhumano. Es la Madre de todos, y como tal opta sobre todo por sus hijos más débiles y vulnerables. Es un amor duro, tajante, claro. No puede admitir en su casa el desorden del hambre, de la miseria, de la desigualdad, del abandono…
María la contestataria, la profetisa, es la más cantada por la Teología de la Liberación. Los poemas de Casaldáliga hablan de ella así. Su “Señora de Guadalupe” es una María que no se queda en el dolor pasivo, sino que sale a luchar por la justicia y la dignidad. Entre las canciones con esperanza ácida, con terca confianza en el compromiso, está “Mientras recorres la vida” (Gabaraín) y el más reciente proyecto artístico de varias cantantes: “Nuestra señora de los indignados”. Algunas canciones de Domingo Pérez, Pepe Laguna (Anawin), Vicente Morales (Brotes de Olivo), canta así a María. Un ejemplo claro: “Romance guadalupano”, de Domingo Pérez, con la letra de Pedro Casaldáliga.
Redescubrir los sabores de María
En las últimas décadas muchos cristianos hemos echado a María de nuestra oración y de la Eucaristía, donde durante siglos tuvo un lugar inapropiado y exagerado. Es tiempo de redescubrir sus sabores y saber combinarlos adecuadamente, encontrando el toque justo, como en la alta cocina. Es importante hacerlo también por razones ecuménicas, dado que el exceso de “salazón” mariano dificultó el diálogo durante siglos. Ni tanto, ni tan poco. La religiosidad popular necesita redescubrir otros sabores de María. Ella fue el regalo que nos dio Jesús y la puerta que han usado mucho para encontrarse con Él. Está allí, dispuesta a servir, como siempre. Gracias, Madre. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
*alcierzo.com
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