El populismo cristiano se convierte en fuerza política en Francia.
Leemos en El País:
“La Francia mohosa”, según la definió en 1999 el escritor, ensayista y editor Philippe Sollers en un espléndido texto, lleva año y medio movilizada contra el Gobierno socialista. Para entender de dónde viene y qué pulsiones la mueven, conviene releer a Sollers: “Estaba ahí, siempre ha estado ahí”, escribía. “Viene de lejos, pero nunca ha comprendido ni entendido nada, su obstinación resiste a todas las lecciones de la Historia, y está atrapada de una vez para siempre en sus prejuicios viscerales. Tiene su cuerpo, sus contraseñas, sus hábitos, sus reflejos. Habla bajo en los salones, los ministerios, las comisarías, las fábricas, en el campo igual que en las oficinas. Tiene su catálogo de estereotipos y su voz característica”.
Esa “Francia mohosa”, añadía el escritor, “siempre ha odiado a los alemanes, los ingleses, los judíos, los árabes, los extranjeros en general, el arte moderno, los intelectuales que parten un pelo en cuatro, las mujeres demasiado independientes o que piensan, los obreros rebeldes y, finalmente, la libertad”.
Su origen, según Sollers, “es la fuerza tranquila de los pueblos, el sopor de las provincias, la tierra que no miente, el matrimonio polémico, pero necesario, entre el campanario y la escuela republicana. Es lo nacional social y lo social nacional. Hay la versión familiar Vichy, la célula Moscú del Sena. No nos queremos, pero estamos juntos. Somos avaros, suspicaces, cascarrabias, pero de vez en cuando La Marsellesa se nos sube a la garganta y agitamos la bandera tricolor”.
¿Su lema? “Volvamos al sentido común, a la moral elemental, a la sociedad policial, a la caridad bien entendida que comienza por ellos mismos. Prietas las filas, el país está en peligro”.
Hoy, esta derecha populista y cristiana se ha convertido en una fuerza política autónoma que supera y va más allá de los partidos. Heredera de Juana de Arco, seguidora de Pétain y nostálgica del imperio colonial, ha llegado hasta el siglo XXI haciéndose visible de explosión en explosión contra los avances políticos y sociales: el divorcio, el aborto, la abolición de la pena de muerte, la igualdad, el referéndum europeo, el matrimonio homosexual, y ahora su objetivo es la supuesta enseñanza de la teoría de género en la escuela primaria, y la falsa regulación de las madres de alquiler en la ley de la familia.
Este heterogéneo movimiento de familias más o menos integristas, que sacan a los niños a la calle a gritar contra el presidente, los gays, los negros o los judíos, cuenta con el apoyo de asociaciones de estudiantes antisemitas, de grupúsculos neonazis y homófobos, y de ideólogos negacionistas como Alain Soral, pero no duda en incorporar a jóvenes con velo y últimamente ha sumado a una vieja militante de extrema izquierda, figura de la Marche des Beurs (marcha de hijos de inmigrantes magrebíes) de los años ochenta, Farida Belghoul.
Esta ha acusado al Gobierno de camuflar bajo el Abecedario de la Igualdad la enseñanza de la teoría de género, de modo que favorecería la homosexualidad al enseñar “que no se nace niña o niño sino que cada cual debe decidir lo que es”, y hasta de “demostrar y enseñar la masturbación desde la guardería”.
Sociólogos y politólogos recordaban este jueves en Le Monde que el rechazo de la teoría de género “es una maquinación” del entonces cardenal Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) en 2004 e “importada en Francia por la derecha religiosa que repudia la ciencia en nombre del sentido común”.
La batalla de los rumores y patrañas repite en parte la que se vivió en España contra la Educación para la Ciudadanía. Coordinado en la sombra por los obispados, y asesorado desde Roma y EE UU por una Internacional católica liderada por el Opus Dei, el movimiento hace de la propaganda un arte y combina las redes sociales, los SMS y los viejos métodos de agitación. La abogada Caroline Mécary, especialista en derecho de familia, resume así la estrategia: “Negación de la realidad y propagación de medidas falsas o delirantes”. Así, el populismo católico ha obligado al Gobierno a enterrar la concesión del derecho de voto a los extranjeros en las elecciones locales; la prohibición de los controles policiales racistas, y la mejora del tratamiento a los romaníes. La familia es su último triunfo.
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