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“Familia: ¿Qué quiere la Iglesia?”, por José María Castillo, teólogo

Domingo, 26 de octubre de 2014
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Dios es FamiliaDe su blog Teología sin Censura:

¿Qué quiere resolver la Iglesia en lo que se refiere a los problemas que más preocupan ahora mismo a la familia? Como es lógico, lo primero que llama la atención – y resulta difícil de explicar – es que los problemas que ha tratado el Sínodo no son los que más interesan y preocupan a la gran mayoría de las familias del mundo. El angustioso problema de la vivienda, el problema de un jornal o un sueldo con el que llegar dignamente a fin de mes, el problema de la salud y de la seguridad social, el de la educación de los hijos. Por lo menos, estos asuntos tan graves y que tanto angustian a la gente no han estado – que sepamos – como problema centrales en el orden del día de ninguna de las comisiones o de las sesiones del Sínodo.

Esto da pie para pensar o quizá sospechar – al menos, en principio – que quienes han preparado y organizado los trabajos del Sínodo son personas que pueden dar la impresión de que viven más preocupadas por los dogmas católicos y la moral, que predica el clero, que por los sufrimientos y humillaciones que están soportando muchas más familias de las que imaginamos. No hay que ser ni un sabio ni un santo para darse cuenta de esto. Para hacerse lógicamente la pregunta que acabo de plantear. Y que nadie me diga que los asuntos, que acabo de apuntar, son problemas que tienen que ser resueltos por economistas y por políticos. Por supuesto, lo que he dicho es asunto que concierne directamente a la economía y a la política. Pero, ¿sólo a economistas y políticos? Y entonces, ¿el sufrimiento, la dignidad, la seguridad y los derechos de la gente, los derechos fundamentales de las familias, no nos tienen que interesar, ni por ellos podemos ni tenemos que hacer nada?

Esta es la primera gran cuestión que, a mi modesto entender, tendría que interesar sobre todo – y antes que ninguna otra cosa – a la Iglesia, especialmente a sus dirigentes. Lo digo con tiempo, cuando todavía tenemos un año por delante para llegar a las conclusiones finales del Sínodo.

Pero, viniendo ya a los problemas que el Sínodo ha tratado, mi pregunta es la siguiente: a la Jerarquía de la Iglesia, ¿qué es lo que más le interesa y le preocupa? ¿gente que “se quiere”? o ¿gente que “se somete”? Confieso que estas preguntas se me han ocurrido pensando y recordando lo que yo mismo estoy viendo en el mundo eclesiástico desde hace más de 60 años, es decir, desde que ando metido en ambientes clericales. Lo mismo en España que fuera de España, lo que yo he palpado, en los ambientes de Iglesia, es que los problemas de la economía y los asuntos sociales no suelen preocupar demasiado. Porque normalmente tales problemas (en las instituciones eclesiásticas) están resueltos. Mientras que los asuntos relacionados con la ortodoxia dogmática (sumisión a la Jerarquía) y con el sexo (observancia de la moral), no sólo suelen ser muy preocupantes, sino que con frecuencia resultan casi obsesivos o rozando la obsesión. La consecuencia, que se suele seguir de este estado de cosas, y que la gente nota mucho, está a la vista de todos: los obispos no suelen hablar (o se limitan a alusiones genéricas) sobre la corrupción política y sus consecuencias, mientras que esos mismos obispos suelen poner el grito en el cielo si lo que se plantea es el problema de los matrimonios entre personas homosexuales o, en general, cuestiones relacionadas con el sexo. De ahí, por poner un ejemplo, la diferencia de trato que reciben, en tantos confesionarios, los capitalistas y banqueros o los gays y lesbianas.

Todo esto nos lleva – me parece a mí – a una pregunta mucho más radical: ¿por qué las religiones afrontan de manera tan distinta los problemas relacionados con “la propiedad de los bienes” y los problemas que se refieren al “cariño entre las personas”? Desde el punto de vista de la sociología, uno de los especialistas más reconocidos en esta materia, Anthony Giddens, ha escrito: “La familia tradicional era, sobre todo, una unidad económica. La producción agrícola involucraba normalmente a todo el grupo familiar, mientras que entre las clases acomodadas y la aristocracia la transmisión de la propiedad era la base principal del matrimonio. En la Europa medieval el matrimonio no se contraía sobre la base del amor sexual, ni se consideraba como un espacio donde el amor debía florecer” (Un mundo desbocado, pg. 67-68).

En realidad, “la propiedad de los bienes” (y no “el cariño entre las personas”), como factor determinante de la familia tradicional, viene de más lejos y tiene su origen en otra fuente: el Derecho. Como es sabido, la familia era la unidad que interesaba al primer Derecho romano. Este Derecho no se ocupaba de lo que ocurría dentro de la familia. Las relaciones entre sus miembros eran un asunto privado, en el que la comunidad no intervenía. La familia estaba representada por su cabeza, el paterfamilias, en el que se concentraba toda la propiedad familiar. Y todos sus descendientes, en línea paterna estaban bajo su control. Cualquier hijo no dejaba de estar bajo su poder. Más aún, un hijo no dejaría de estar bajo el poder de su padre hasta que llegase a adulto e incluso, hasta que no muriese el padre, no podría tener propiedades por sí mismo. Consecuentemente toda la propiedad familiar se mantenía unida y los recursos de la familia, como un todo, se reforzaban (Peter G. Stein, El Derecho romano en la historia de Europa, pg. 7-8). Lo notable es que la Iglesia hizo plenamente suyo este Derecho. De forma que, por ejemplo, el concilio de Sevilla, del año 619, califica al Derecho romano como lex mundialis, es decir la ley por antonomasia a la que tendrían que someterse todos los pueblos (cf. E. Cortese, Le Grandi Linee della Storia Giuridica Medievale, pg. 48).

Pues bien, en este contexto de ideas y de leyes, resulta comprensible y lógico que la Iglesia, a medida que se fue acomodando a la cultura y al Derecho heredado del Imperio romano, en esa misma medida fue asumiendo e integrando en su vida y en su sistema organizativo lo que era común a las demás religiones. Me refiero a lo que, con razón, ha dicho uno de los más reconocidos especialistas en esta materia: “La religión es generalmente aceptada como un sistema de rangos, que implica dependencia, sumisión y subordinación a superiores invisibles” (Walter Burkert, La creación de lo sagrado, pg. 146). De ahí que las teologías y los rituales de las religiones, si en algo insisten y en algo son semejantes los unos a los otros, es precisamente en cuanto afecta a la “sumisión”. Y conste que, por lo que afecta concretamente a esta sumisión, los rituales que la crean, la fomentan y la mantienen, “no están limitados a una religión particular, sino que se encuentran en todo el planeta, y se puede demostrar que algunos de ellos son prehumanos” (o. c., pg. 156). La sumisión, desde las sociedades prehumanas, se expresa creando la impresión que uno produce al inclinarse, arrodillarse, tirarse al suelo, arrastrarse, en suma, todo lo que es “no agrandarse”. Y está demostrado que los rituales religiosos coinciden todos en esto (K. Lorenz, On Aggression, Nueva York, 1963, pg. 259-264; I. Eibl-Eibesfeldt, Liebe und Hass: Zur Naturgeschichte elementarer Verhaltensweisen, Munich, 1970, pg. 199 ss).

Ahora bien, lo más sorprendente, en todo este asunto, es comparar estos supuestos básicos de la familia y de la religión con los relatos de los evangelios que, repetidas veces, se refieren tanto a la familia como a la religión. Sabemos, en efecto, que Jesús, lo mismo en lo que se refiere a la familia como en lo que respecta a la religión, asumió públicamente y sin ambigüedades una actitud sumamente crítica. Me explico.

Por lo que afecta a la religión, los evangelios nos informan de los enfrentamientos y conflictos constantes y crecientes que tuvo Jesús con los dirigentes religiosos y sus rituales. A esto se refieren los enfrentamientos con escribas y fariseos, con los sumos sacerdotes y senadores, incluso con el mismo Templo de Jerusalén. Hasta terminar siendo detenido por las autoridades religiosas, acabando en el juicio, la condena y la ejecución violenta en el tormento de los crucificados, los “lestaí” (Mc 15, 27; Mt 27, 38), es decir, no los simples ladrones, sino los rebeldes políticos, como explica F. Josefo (H. W. Kuhn: TRE vol. 19, 717). Jesús fue el hombre más profundamente religioso que podamos imaginar. Pero la religión de Jesús quedó desplazada del modelo establecido: su religión (como el Dios que representaba) no estuvo centrada en “lo sagrado”, sino en “lo humano”. Esto es capital para entender el Evangelio Y sin embargo, esto no es central para entender la Teología cristiana. Ni esto es tampoco el centro de la vida de la Iglesia.

Por lo que se refiere a la familia, es seguro que las relaciones de Jesús con su propia familia fueron tensas y complicadas: sus parientes lo tuvieron por loco (Mc 3, 21) y no creían en él, incluso lo despreciaban (Mc 6, 1-6; cf. Jn 7, 5). Por otra parte, lo primero que Jesús les exigía, a quienes pretendían seguirle, era abandonar la propia familia (Mt 8, 18-22; Lc 9, 57-62). Y cuando un día le dijeron que le buscaban su madre y sus hermanos, la respuesta de Jesús fue decir que su madre y sus hermanos son los que escuchan y cumplen lo que Dios quiere (Mc 3, 31-35; Mt 12, 46-50; Lc 8, 19-21). Pero Jesús, en lo que se refiere a las relaciones con la familia, llegó más lejos. Porque se atrevió a decir que él no había venido a traer paz, sino espadas, división y conflicto, precisamente entre los miembros de la propia familia (Mt 10, 34-42; Lc 12, 51-53; 14, 26-27). Es más, Jesús llegó a tocar en lo intocable de aquel modelo de familia: “No llaméis “padre” a nadie en la tierra” (Mt 23, 9). Una prohibición tan fuerte, en aquella cultura, que llegó a desmontar el eje mismo de aquel modelo de relaciones familiares. Los grandes, los importantes, no son los “padres” y “jerarcas”, sino los “niños”, los “pequeños”: el reinado de Dios es de los que se hacen como ellos (Mt 19, 14).

¿Qué quiere decir todo esto? ¿Dónde está el fondo del asunto? Las relaciones de parentesco no son libres, sino que nos son dadas e impuestas a cada ser humano que viene a este mundo. Por el contrario, las relaciones comunitarias y de amistad, dado que nacen de convicciones libres y de sentimientos que cada cual acepta libremente, son siempre relaciones que se basan en la libertad humana y se mantienen por la fuerza de la decisión libre. Lo más bello, lo más gratificante y lo más motivador de la relación de fe y confianza en el otro, y en Dios, es que siempre es posible porque es una relación libre. De tal manera que lo determinante, en este modelo de familia y de grupo, no es la sumisión, ni al “poder represivo”, ni al “poder seductor” (Byung-Chul Han), sino que lo decisivo es la fe y la confianza, en el encuentro (con el Otro, con los otros, con alguien en concreto) mediante la “relación pura” (A. Guiddens), que se basa en la comunicación emocional. La forma de comunicación en la que las recompensas derivadas de la misma son la base primordial para que tal comunicación pueda mantenerse y perdurar. Por esto precisamente la experiencia nos dice que donde hay cariño verdadero, por eso mismo hay libertad, mientras que donde hay religión (centrada en lo ritual y lo sagrado) hay sumisión.

Ahora bien, supuesto lo dicho en esta (ya demasiado prolongada) reflexión, vuelve la pregunta inicial: ¿Qué quiere la Iglesia con todo lo que ha removido a propósito de la familia? Por supuesto, el papa Francisco, al convocar y programar el Sínodo de la Familia, ha querido responder a problemas apremiantes que tienen planteados miles de familias en todo el mundo. Pero es de suponer que el papa Francisco, al convocar este Sínodo, exigiendo libertad para hablar de los problemas y transparencia para informar de lo que se ha hablado en las sesiones sinodales, lo que ha hecho ha sido poner en marcha, sin posible vuelta atrás, un proceso de apertura de la Iglesia a los problemas reales y concretos que, en este momento histórico, se nos plantean a todos.

Pero lo que ha ocurrido es que, no sólo se ha puesto en marcha este proceso, sino que, además de eso, el mundo se ha enterado de que en la Iglesia persiste muy vivo un sector importante de clérigos (de todos los rangos) y de laicos que identifican las creencias cristianas con posiciones inmovilistas e intolerantes que, además, desde el punto de vista de la más documentada, sana y ortodoxa teología, son posiciones indemostrables. Y, por tanto, posiciones que ocultan pretensiones inconfesables de poder y autoridad que se orientan más a mantener intacta la “sumisión” de los fieles que a fomentar la “libertad” que brota del cariño entre los seres humanos.

La situación es delicada. Hay que evitar, a toda costa, un nuevo cisma en la Iglesia. Pero no podemos estar incondicionalmente con quienes identifican el cristianismo con una religión centrada en la observancia de rituales sagrados, que produce obsesivamente sumisión a jerarquías ancladas en un pasado y en una cultura que ya no son ni nuestro tiempo, ni la cultura en que vivimos. Un cristianismo así, produce personas muy religiosas y un clero fiel a jerarquías eclesiásticas que se identifican más con los privilegios que le ofrece el poder político que con la libertad indispensable para lograr una sociedad más justa en la que todos los ciudadanos podamos vivir en justicia e igualdad de derechos. Si nuestro proyecto de vida quiere ser fiel a Jesús y a su Evangelio, no tenemos más camino que la apertura al futuro que entre todos tenemos que construir. Es más, si de verdad queremos a la Iglesia y ser fieles a la ”memoria peligrosa” de Jesús, los cristianos tenemos, en el camino que nos está abriendo y trazando el papa Francisco, el itinerario cierto que nos lleva al fin que anhelamos.

José M. Castillo

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“No queremos una Iglesia que va a remolque”, por José María castillo, teólogo

Viernes, 17 de octubre de 2014
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19_jun_obispos190612Obispos piden “prudencia” ante la supuesta apertura con los homosexuales

Pablo Ordaz: Un sector del clero se opone al mensaje aperturista del Sínodo

De su blog Teología sin Censura:

Según el uso figurado, que se suele hacer del verbo “remolcar”, cuando decimos que alguien va “a remolque”, lo que en realidad estamos afirmando es que quien va así por la vida, eso sucede porque tiene que hacer lo que hace sin sentirse atraído para hacerlo. O lo hace a regañadientes y porque no le queda más remedio. Baste pensar que “remolcar” es sinónimo de “arrastrar”. Es decir, el que va “a remolque” es que va “arrastrado”. Y, la verdad, verse arrastrado, en este mundo y en la historia, no es una cosa agradable. Ni, por supuesto, ejemplar.

Pues bien, quienes tenemos creencias religiosas y, además, hemos puesto esas creencias en lo que hizo y dijo Jesús de Nazaret, tal como eso ha llegado hasta nosotros por medio de la Iglesia, con frecuencia tenemos la impresión de que esta Iglesia que vemos, va por la vida a remolque de los cambios que se producen en la historia, en la cultura y en la sociedad… A veces, me figuro a la Iglesia – ya lo he dicho en otra ocasión – como una cuadriga romana que avanza al trote de los caballos por una autopista en la que los coches corren a 120 por hora. Naturalmente, una cuadriga romana por una autopista es una cosa llamativa, curiosa, extraña, interesante, pero es poco práctica. Y, desde luego, con un transporte así, se llega siempre tarde y mal a todas partes. Porque siempre vas con retraso, sin duda con bastantes siglos de retraso.

Y es que, como ha escrito (no hace mucho) un conocido filósofo francés, Fréderic Lénoir, se ha hecho tan grande la distancia entre los mandamientos de Cristo y las prácticas de la institución eclesiástica, que estas prácticas responden cada vez menos al Evangelio, y cada vez más a la necesidad de asegurar la supervivencia, el desarrollo y la dominación de los hombres de Iglesia.

Un caso bien conocido fue el de la Inquisición, que se abolió en el s. XVIII (en España, ya entrado el XIX), pero ¿por qué? ¿fue porque la Iglesia se dio cuenta de su abominable comportamiento y decidió enmendarse? No. Simplemente porque ya no contaba con los medios que requería su voluntad de dominación. Porque la separación de la Iglesia y el Estado privó a los clérigos inquisidores del “brazo secular”, que era imprescindible para matar a los herejes. Cuando los poderes públicos se negaron a matar a la gente por sus ideas religiosas, entonces fue cuando la institución eclesiástica se puso a decir que no se podía quemar vivos a quienes no estaban de acuerdo con lo que pensaba el Santo Oficio. Y sabemos que, a lo largo del s. XIX, las ideas de la modernidad y de la Ilustración se fueron imponiendo en contra de la tenaz resistencia de los poderes de la Iglesia. Incluso antes, ya desde los siglos XVI, XVII y XVIII, el poder eclesiástico se opuso a Galileo, a Darwin, a la libertad, igualdad y fraternidad que defendió la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano, de la Asamblea francesa, en 1789. Una declaración a la que el papa Pío VI se opuso con firmeza en marzo de 1790. Y bien sabemos que todo el siglo XIX fue una secuencia de enfrentamientos continuos entre los hombres de la política y de la ciencia, por una parte, y los hombres de la Iglesia, por otra. Todavía, en 1878, León XIII se lamentaba de que los socialistas estuvieran enseñando que “todos los hombres son por naturaleza iguales” (ASS XI, 372), ya que, a juicio de aquel papa, “la desigualdad en derechos y poderes dimana del mismo Autor de la naturaleza”… para que “la obediencia se haga fácil y nobilísima” (ASS XI, 372).

Es demasiado larga la lista de estos enfrentamientos que, por otra parte, son de sobra conocidos. La pena es que, a estas alturas, cuando la Iglesia se va quedando más y más marginada por los escándalos y sombras oscuras que han obligado a un papa a dimitir de su cargo, y cuando nos encontramos con la grata esperanza de otro papa (Francisco) que nos abre ventanas de luz y de esperanza, todavía tenemos cardenales, obispos, curas y laicos que se empeñan en seguir manteniendo la misma intolerancia que hundió a la Iglesia en la miseria. Nos sobran razones para pensar y decir que son muchos los que quieren todavía que la Iglesia vaya siempre a remolque de la cultura, de la sociedad y de la historia.

Al decir estas cosas, estoy pensando en los problemas que, en estos mismos días, se plantean en el Sínodo sobre la familia, convocado por el papa Francisco. Lo indignante, en este momento, es que sobre la familia y el matrimonio no hay en la Iglesia ningún dogma de fe. Ni siquiera se puede demostrar que el matrimonio cristiano sea un sacramento, ya que los cánones de la Sesión VII del concilio de Trento no son definiciones dogmáticas. Según las Actas del concilio, a los obispos y teólogos, que tomaron las decisiones sobre los sacramentos, en contra de las enseñanzas de la Reforma de Lutero, se les preguntó si lo que condenaban eran “errores” o “herejías”. Pero no llegaron a ponerse de acuerdo sobre esta cuestión capital. No hubo, por tanto, ni siquiera sobre este asunto tan fundamental, un acuerdo vinculante para la fe de los católicos (ya demostré documentalmente esta cuestión en mi libro sobre los sacramentos, Símbolos de libertad, p. 320-343).

Pues bien, si el Sínodo no tiene que ajustar sus decisiones a previos dogmas de fe, que limiten a la máxima autoridad de la Iglesia su capacidad de decidir en asuntos de tanta importancia para la vida y la felicidad (o la desgracia) de familias, matrimonios, personas homosexuales, mujeres que reclaman los mismos derechos que tenemos los hombres…, ¿en qué argumentos se basan los más integristas para oponerse a determinadas decisiones que ya han sido tomadas por la cultura y la sociedad de nuestro tiempo en no pocos países de tradición cristiana? ¿no se dan cuentas esos integristas intolerantes de que, por mantener sus ideas y sus poderes, lo que realmente consiguen es aumentar el sufrimiento de millones de personas y desprestigiar cada día más a la Iglesia?

Quienes intervienen directamente en el Sínodo deberían tener presente que los cristianos siguieron los mismos condicionamientos y usos, por lo que se refiere al casamiento, que el contorno pagano. Esta situación duró, por lo menos, hasta el s. V. Y en asuntos, como el del divorcio, se sabe que el papa Gregorio II (año 726) le escribía a san Bonifacio una carta en la que le comunicaba que un feligrés al que su esposa, por enfermedad, no podía darle el débito conyugal, podía casarse con otra mujer (PL 89, 525). Por lo demás, los expertos en historia del Derecho en Europa saben que, durante la Edad Media, la Iglesia se regía por el Derecho Romano. Es más, “la custodia de la tradición jurídica romana recayó fundamentalmente en la Iglesia” (Peter G. Stein, El Derecho romano en la historia de Europa, p. 57). Incluso, en el concilio de Sevilla, presidido por san Isidoro en el año 619, se proclama que el Derecho romano era la lex mundialis (Conc. Hisp. II, can. 1-3; cf. Cth. 5.5.2).

Por lo demás, nunca deberíamos olvidar que cuando la Iglesia, precisamente en los asuntos que conciernen al matrimonio y a la familia, aceptó (sin más) las leyes civiles vigentes en la sociedad, entonces justamente fueron los tiempos en los que la Iglesia vivió su época de mayor crecimiento y su influencia en la transformación de Europa fue decisiva. Mientras que, por el contrario, cuando la Iglesia empezó a tener sus leyes propias, en asuntos sobre los que el Evangelio no se había pronunciado para nada, entonces ocurrió que los dirigentes eclesiásticos tuvieron que dedicar su tiempo y sus energías a defender unos derechos que ellos habían argumentado desde una presunta ley natural (que nadie sabe exactamente ni en qué se fundamenta ni qué obligaciones impone), cosa que sirvió para alejar a la Iglesia del pueblo, dando motivo para una serie de conflictos que ahora no sabemos cómo resolver.

Y así, nos encontramos con una lista interminable de contradicciones que ve todo el mundo, excepto las personas que acaban por cegarse con su fundamentalismo integrista. La última monarquía absoluta que queda en Europa es el Estado de la Ciudad del Vaticano. El único Estado que aún no ha firmado los pactos internacionales sobre los Derechos Humanos, es también el Vaticano. La única ley que no admite la igualdad entre hombres y mujeres es el Derecho Canónico. Cuando crece el número de los países cristianos que admiten, en sus leyes civiles, el matrimonio entre personas homosexuales, la autoridad eclesiástica se resiste a aceptar ese modelo de matrimonio y de familia. Cuando más de la mitad de las parroquias del mundo no tienen ya un sacerdote que las pueda atender, el integrismo clerical prefiere que la gente se quede sin sacramentos con tal de que ni los sacerdotes puedan ser hombres casados o que las mujeres puedan presidir una celebración de la eucaristía. La cosa, por tanto, está clara: la autoridad eclesiástica prefiere seguir a remolque de la sociedad, de la cultura y de la historia, con tal de mantener su autoridad intacta, por la sencilla razón de que quienes piensan así, prefieren mantener intactas sus ideas e intocable su poder, aunque la Iglesia termine de hundirse y la gente que todavía tiene creencias cristianas se hunda con ella en la desesperanza.

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