Pedro Miguel Lamet: El autor de ‘Amén y aleluya’ dice que “Arrupe ya es seguido y reconocido en todo el mundo sin ser oficialmente santo”
“En Francisco se está cumpliendo la profecía de Arrupe”
“La ocasión más obvia es que parece que finalmente ha llegado la hora del reconocimiento eclesial de este gran hombre, vetado por la cúpula de la Iglesia durante décadas, con la apertura del proceso de canonización el 5 de febrero de 2019”
“Era al mismo tiempo alegre y sobrio, delicado y cordial, magnético y cercano, sencillo y exquisito, asceta para sí mismo y cariñoso con los demás, provisto de un excelente sentido del humor”
“Fue en cierto modo un precursor del papa Francisco en su lucha a favor de los más pobres y olvidados de este mundo”
“Afortunadamente la causa de Arrupe no va meteórica, como otras que han causado recientemente ciertas perplejidades. No hay prisa. La hornacina no le viene mal, pero Arrupe ya es seguido y reconocido en todo el mundo sin ser oficialmente santo”
Se podría decir que Pedro Arrupe sedujo a Pedro Miguel Lamet desde aquel ya lejano mes de agosto de 1983, cuando el entonces periodista vivió una experiencia que le marcaría para siempre: “Entrevistarme durante quince días con un santo”. Desde entonces, Lamet ha publicado más de 50 libros y ha reeditado varias veces la biografía de Arrupe, que ahora, en ‘Amén y aleluya. Vida y mensaje de Pedro Arrupe’ (Editorial Mensajero) presenta por su lado ‘más espiritual’, de místico que “tenía conocimientos extrasensoriales de las personas y el don de la profecía”.
A juicio de Lamet, el padre Arrupe “era al mismo tiempo alegre y sobrio, delicado y cordial, magnético y cercano, sencillo y exquisito, asceta para sí mismo y cariñoso con los demás, provisto de un excelente sentido del humor”. Y cree, además, que “fue precursor de Francisco” y que “en Francisco se está cumpliendo la profecía de Arrupe”.
Por eso, el escritor está convencido de que “ha llegado la hora del reconocimiento eclesial de este gran hombre, vetado por la cúpula de la Iglesia durante décadas, con la apertura del proceso de canonización el 5 de febrero de 2019“. Y, aunque no haya todavía milagros reconocidos a su intercesión, Lamet cree que “no hay milagro mayor que el que un hombre de Dios siga convirtiendo, entusiasmando y provocando seguimiento de Cristo incluso heroico después de muerto, como si estuviera vivo“.
Eso sí, tampoco quiere que sea un santo exprés: “Afortunadamente la causa de Arrupe no va meteórica, como otras que han causado recientemente ciertas perplejidades. No hay prisa. La hornacina no le viene mal, pero Arrupe ya es seguido y reconocido en todo el mundo sin ser oficialmente santo”
Arrupe y Lamet en los años 80
– ¿Por qué otro libro sobre Arrupe? ¿Tenías cosas nuevas que contar o querías centrarte especialmente en su alma y en su espiritualidad?
– Mi trayectoria con esta obra ha sido larga. Mi sueño hace más de cuarenta años era escribir esta biografía. Pero cuando Arrupe era el general mediático y en la cresta de la ola, los superiores me lo negaron. Hasta que cayó enfermo de trombosis y en desgracia del Vaticano, como todo el mundo sabe, en 1981. Entonces fue el provincial de España, a la sazón Ignacio Iglesias, quien, por iniciativa propia, en 1982 me llamó y me pidió que comenzara a trabajar en la proyectada obra, subrayando que era urgente ir a entrevistarle en la enfermería de la curia generalicia de Roma antes de que perdiera la facultad del habla ya bastante mermada por un ictus cerebral al regresar de Tailandia y Filipinas.
A partir de entonces me dediqué a investigar su vida durante cinco años en Roma, Japón y el País Vasco para preparar su biografía. De este modo, en octubre de 1989, el libro estaba en la calle en una editorial laica, “Temas de hoy”, y en la misma colección en que salían las biografías de Felipe González, los Albertos, Mario Conde…, y lentamente, aunque de forma implacable y sobre todo por el sistema de “boca a boca”, más allá de las expectativas de los editores ante la “vida de un cura”, ha venido reeditándose, con varias actualizaciones y títulos, hasta quince veces en diversas editoriales, formatos y lenguas. Recibí y sigo recibiendo numerosas cartas sobre su contenido, entre ellas las de algunos obispos, como la que me envió en su día el famoso cardenal Vicente Enrique y Tarancón, gran defensor y amigo de Arrupe, que alababa el libro y la capacidad de evocación del personaje con estas palabras: “Lo he leído con placer y entusiasmo. Se ve que eres poeta”. Lo que sí puedo decir es que intenté desde la emoción y frescura del momento presentar su vida y personalidad con la mayor autenticidad posible, y es a él, a mi biografiado, a la fuerza de su figura humana y espiritual, a lo que atribuyo el éxito del libro.
¿Que por qué ahora esta nueva obra? La ocasión más obvia es que parece que finalmente ha llegado la hora del reconocimiento eclesial de este gran hombre, vetado por la cúpula de la Iglesia durante décadas, con la apertura del proceso de canonización el 5 de febrero de 2019. Era la ocasión para reescribir mi obra, aligerarla de aparato crítico con intención de acercarla más al pueblo, profundizar en su itinerario espiritual, centrarla en el proceso interior de este gran hombre de Dios. Con este fin he añadido después de cada capítulo sugerencias para la reflexión y oración, una especie de “repetición ignaciana” para interiorizar mejor su vida y mensaje.
Poema de Lamet a Arrupe
– ¿El haber conocido a Arrupe en una larga entrevista a fondo marcó tu vida?
– La primera vez que le vi fue cuando yo era novicio, en una conferencia que nos dio sobre su experiencia con la bomba de Hiroshima. No imaginaba que iba a ser llamado personalmente por él para hacerle “de negro” en la redacción de un programa radiofónico destinado a Latinoamérica que fue grabado bajo mi dirección por el propio Arrupe en Radio Vaticana sobre “Las siete palabras de Cristo en la cruz”. También trabajé en la Oficina de Prensa de su viaje a España, le entrevisté para “Vida Nueva” y tuve el privilegio de que presentara en Verdú mi biografía de san Pedro Claver. La fascinación por Arrupe era entonces algo frecuente entre sus súbditos. Tanto que le pedíamos fotos dedicadas, cosa insólita en un superior.
Pero en agosto de 1983 viví una experiencia única, inolvidable, que me marcaría en mi vida de hombre, de jesuita y escritor: entrevistarme durante quince días con un santo. No fue un momento fácil. La Compañía estaba bajo vigilancia, en “estado de excepción”, gobernada por dos delegados de Juan Pablo II y con su proceso constitucional interrumpido. Arrupe se hallaba desautorizado y enfermo del ictus cerebral. Sí, efectivamente, puedo confesar que aquel encuentro se convertiría una de las vivencias más cruciales e impresionantes de mi vida, en una enorme gracia, una certeza interior de estar junto a un hombre de Dios, un místico, como he narrado repetidas veces y vuelvo a hacer en este libro.
– ¡Te has convertido, sin duda, en el ‘arrupólogo‘ más experto del mundo!
– Eso, la verdad, me importa bien poco. Quizás sea cierto que soy la persona que más tiempo le ha dedicado y que ha conseguido que mejor se le conozca entre la gente. Pero solo me veo como un mediador entre Arrupe y los lectores. Es él quien sigue actuando de forma admirable, cambiando vidas. Al final de las conferencias que he dado sobre él o después de haber leído mi biografía, muchas personas se me acercan o me escriben cartas para contarme que Arrupe les ha transformado, les ha empujado a seguir una vocación o al compromiso cristiano con la fe y la justicia. Lo mismo ocurre con Amén y aleluya. Después de cuarenta años Arrupe parece seguir teniendo una gran acogida entre los nuevos lectores; según me llegan ecos, a la gente le llega dentro. Nuevas generaciones acceden a él, quizás por una razón, porque se adelantó a un tiempo que es el que precisamente ahora estamos viviendo
– ¿Cómo era Arrupe por dentro? ¿Lloraba, se quejaba, contaba chistes?
– Un ser humano muy completo, lo que en la vieja tipología de Hartman se denominaba “carácter apasionado” (emotivo, activo, secundario). Era al mismo tiempo alegre y sobrio, delicado y cordial, magnético y cercano, sencillo y exquisito, asceta para sí mismo y cariñoso con los demás, provisto de un excelente sentido del humor. Tanto, que su talante vital puede describirse por anécdotas. Baste citar la del viajero, que sin saber que era Arrupe, se sentó a su lado en el avión y, al enterarse de que era jesuita, puso a caldo al nuevo general por “estar destruyendo la Compañía”. “¿Qué opina usted de él?”, preguntó. A lo que don Pedro respondió con una sonrisa: “Arrupe y yo estamos íntimamente identificados”.
Con una trayectoria providencial, llevado de la mano de Dios desde niño, gracias a familia cristiana vasca tradicional, la orfandad temprana de madre y padre, el contacto con la pobreza del cinturón de Madrid cuando estudiaba Medicina, dos milagros en Lourdes, un noviciado ejemplar, la expulsión de España, su vocación al Japón, su inculturación, la bomba atómica, un provincialato internacional, el Concilio, su elección a general, un duro posconcilio e inspiraciones osadas y proféticas, su calvario, muerte y resurrección, Dios le preparó para ser un hito en la historia contemporánea de la Iglesia.
¿Por dentro? El hombre que entrevisté en Roma era transparente. Desde su piel fina emanaba presencia de Dios. Despojado de todo, – el que hablaba nueve lenguas solo podía hacerlo en español, y los nombres propios por señas-, era sin duda el hombre del amén y el aleluya. Sus últimas palabras: “Para el presente amén, para el futuro aleluya” dan título a mi libro. Con un “así sea al ahora”, aceptaba un calvario físico y espiritual, provocado por las medidas de san Juan Pablo II, y una alegría esperanzada para el futuro. Decía su enfermero, el hermano Rafael Bandera: “Cuando entraba en su cuarto, solo con mirarlo y estar unos minutos junto a él, todo mi interior entraba en paz. Dios le había dado ese carisma: dar paz, contagiarla por su gran fe y amor a Cristo y la Compañía”. No se quejaba. Lloraba sí, pero nunca se sabía si era de dolor o consolación
– ¿Qué hacía para salir de sus noches oscuras?
– En mis encuentros recorrí su vida con él: risas, miradas soñadoras, dolor. Recuerdo que un día lo encontré más alicaído. Se impresionaba mucho con el recuerdo de las personas concretas, afectadas por la bomba atómica. Y repetía una y otra vez: “¡Ha sido una cosa única! ¡Qué bonito, padre!”. Pero tenía mucho interés en hablar de los últimos años: “¡Aquí solo con Dios, solo, solo…, todo roto, todo inútil!”. Le dije cómo muchos lo consideraban un profeta de nuestro tiempo y le admiraban en todo el mundo. Entonces sonreía, entre desprendido y sufriente.
Sobre las ocasiones difíciles de su generalato me dijo de sí mismo: “Pobre hombre: Hay que sufrir y ofrecerlo. Es la vida. Dios está más allá de todo. Siempre alegría en el Señor. Mi vida es estar en Dios. Tenemos que ver a Dios en todo. Yo no entiendo esto. Pero debe ser de Dios, de su providencia… Es algo muy especial. Para mí muy bien. Pero ¿y para la Compañía? Tiene que ser cosa de Dios. De vez en cuando siento una fuerza muy especial”. Me confirmó la luz sentida en su enfermedad, cuando estaba en el hospital. Con los ojos cerrados, se dio la vuelta y cogió el rosario: “De esto: mucho, mucho, mucho. ¿Hasta cuándo? Yo no sé. Espero, espero. Para mí nada, nada, nada. (Lo decía muy expresivamente, con enorme sentido trágico). Arriba, Dios trino. Luego, el Corazón del Señor, y este pobre. El Señor me da su luz. Yo quiero darle todo al Señor. Todo es muy difícil. Es lo que Dios permite. Algo especial que nos ha enviado de una manera muy rápida. Bendito él, benditos sean los hombres”. (Utilizaba el término hombres para referirse a los jesuitas). “Pero es tremendo, tremendo”. Lo decía con fuerza, pronunciando mucho una erre muy vasca. “Más que nunca, en las manos de Dios”.
Tras el ictus cerebral Arrupe es trasladado del hospital a una habitación pobre y desnuda de la enfermería, no diferente de las de otros enfermos, de la Curia SJ. Comienza la larga noche oscura del padre General. Nombra vicario a Vicent O´Keefe. El 6 de octubre se presenta el Secretario de Estado, cardenal Agostino Casaroli. Pide entrevistarse a solas con el enfermo. Le entrega una carta del papa por la que interrumpía el curso institucional de la Compañía nombrando delegados suyos en la Orden a los padres Dezza y Pittau (el primero, octogenario confesor de dos papas; el segundo, conocido por sus atenciones al papa Wojtyla como provincial del Japón). El enfermero hermano Bandera no quiso dejarlo solo. Cuando O’Keefe entró, se lo encontró llorando. Según el enfermero, le pidió que le llevara al cuarto del anciano Dezza, pero el hermano le disuadió y le dijo que, siendo aún general, Dezza debía venir a verle a él. Según sus apuntes, Bandera oyó que Arrupe exclamó: “Dios así lo quiere, hágase su voluntad. Dios tiene sus caminos, es grande”. “Pasó treinta minutos (creo que sufrió mucho), cuando su rostro y sus ojos volvieron a ser los de siempre: sonrisa, serenidad, paz profunda”
– Dices, por ejemplo, que nunca se enfadaba. ¿Es posible algo así en un personaje con tanta responsabilidad?
– Hay un secreto para explicarlo: Después de su muerte se encontró en el reclinatorio de su cuarto una estampa del Corazón de Jesús. Detrás constaba algo insólito, que muy pocos santos han hecho en su vida: un voto de perfección realizado al parecer en Estados Unidos durante el año que hizo la Tercera Probación jesuítica y visitaba a presos en el Corredor de la Muerte. Consiste en, entre dos opciones de vida, elegir siempre la más perfecta. Y lo cumplía, incluso cuando sabía quién era su Judas: su secretario personal jesuita que le traicionaba revelando en la curia vaticana asuntos secretos de su cargo. Sin embargo, nunca lo relevó de su cargo.
– ¿Llegó a tener experiencias místicas: éxtasis, levitaciones…?
Por su modestia creo que no comunicó a nadie sus dones místicos, aunque muchos de sus compañeros estaban convencidos de ello. A mí, cuando le pregunté si su oración era occidental u oriental, me confió que su modo de oración era “total”. Varios testigos lo confirman, especialmente en los últimos tiempos. El hermano Bandera afirma que se transfiguraba en la oración y la misa como si no estuviera en este mundo.
Juan Pablo II y Arrupe. ¿Alguien se imagina un santo don esa mirada aviesa y cruel?
Pedro Arrupe, según me confesó él mismo, experimentó cuatro iluminaciones o ilustraciones en su vida, por las que vio todo claro:
De estudiante en Oña, cuando escuchó una voz que le dijo: “Tú serás el primero” (Profecía de su futuro generalato).
En Cleveland durante la “tercera probación”, posible fecha de su voto de perfección. “Comenzó para mí un mundo nuevo”.
En Hiroshima, cuando el reloj se paró tras la explosión de la bomba atómica y experimentó “el no tiempo“.
En la toma de decisiones de especial importancia: la opción por la justicia como una consecuencia de la fe. “Lo vi claro delante de Dios. Los jesuitas teníamos que dar ese paso. Fue algo precioso, bonitísimo” (Me lo comunicó con al rostro transportado).
Tenía conocimientos extrasensoriales de las personas. Casi todos los jesuitas se sentían percibidos y comprendidos antes de contarles nada. A mí, trabajando en Roma como periodista a la puerta del Sínodo, un día en que me sentía especialmente deprimido, me lo adivinó sin decirle yo nada, y en vez de darme la mano normalmente, me la cogió de lado y la apretó con cariño y firmemente.En la última entrevista en Roma me dijo: “Lo veo todo claro”. “Sí, todo claro. Veo un mundo nuevo. Servir a Dios. Todo por el Señor”. “¿Y antes, en las ocasiones difíciles, también?”-pregunté. “También”, me respondió. Leer más…
Comentarios recientes