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“Qué es Dios para mí”, por Bruno Álvarez

Viernes, 11 de septiembre de 2015
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dios escondido Bruno Álvarez
Mendoza (Argentina).

ECLESALIA, 09/09/14.- A menudo, suelo preguntarme qué quieren decir las personas cuando utilizan la palabra “Dios”. Hablan de Él como si fuera una realidad evidente, algo que constatamos como si de un objeto se tratara, proyectando muchas veces sobre la divinidad una imagen pueril, y aprisionándola en todo tipo doctrinas que pretenden indicarnos en qué consiste el Ser de Dios.

La existencia de lo divino ha acontecido entre los hombres desde los albores de la humanidad. Aquellos primeros seres humanos que habitaron este planeta experimentaban una profunda admiración ante la realidad en la que se encontraban inmersos. Intuían el Misterio de la existencia y lo expresaban de diversas maneras. A pesar de  los miles de años que han trascurridos desde aquél entonces, los hombres modernos no hemos perdido la capacidad de admiración que apreciaban  los antiguos. La ciencia va revelando los enigmas de la existencia del mundo, en la medida que avanza en su investigación con métodos cada vez más rigurosos que nos permiten conocer el funcionamiento autónomo de nuestro universo, pero no puede desvelar el Misterio Inefable que habita detrás de lo incognoscible por el hombre y que habita en el fondo de nuestro ser . De ese Misterio pretendo hablar hoy, del cual  no sé nada, pero que experimento en mi vida diaria y al interpelarme sobre el sentido último de la existencia.

De esta realidad que llamamos Dios se han dicho muchas cosas: algunas personas lo ven como un Ser celestial que habita en el cielo, allá “arriba”; otros como un Dios que nos crea para servirle y brindarle adoración; hay quienes lo ven como un Ser Justiciero que recompensa a los buenos y castiga a los malos; están aquellos que piensan que interviene de vez en cuando en la historia con milagros y prodigios, reservado sólo para algunos privilegiados y elegidos; y hay quienes, como en el caso de Jesús de Nazaret,  lo percibe como el mejor compañero del hombre, que comparte nuestra existencia y acomete entre los hombres que desean hacer su voluntad y dejarse humanizar por Él. Yo por mi parte, soy  un poco más cauto para hablar de Dios: no sé qué es y no pretendo comprenderle. “Si comprendes, no es Dios” decía  San Agustín. Y me tomo en serio aquella frase de Wittgenstein que reza: “De todo lo que no se puede hablar, hay que callar”.

Es por ello, que pretendo interpretar a Dios siempre como Misterio, pero a su vez como una experiencia que aprendemos a conocer y amar cuando nos abrimos a esa realidad que nos impulsa a ejercer la justicia, la libertad, la compasión; a comprometernos por un mundo más equitativo e igualitario, a romper todas las cadenas que esclavizan al hombre y que soslayan la tarea más acuciante de la religión: la felicidad de los seres humanos en esta vida. Pues del “más allá” no tenemos ninguna certeza que exista, aunque  la mayoría de las veces la predicación religiosa se ocupe de la vida venidera descuidando en gran parte los asuntos mundanos que causan dolor y sufrimiento, inanición, desesperanza y desgana de enfrentar la dureza de la vida.

Decía que de Dios no podemos saber nada. La teología tradicional ha pretendido indicarnos la forma en la que Dios es y actúa. La visión del mundo impuesta por la modernidad cambió nuestro paradigma teológico y nuestra forma de comprender el misterio divino. Hay un hecho innegable: hemos creado a Dios nuestra imagen y semejanza, es decir, le hemos atiborrado de rasgos antropomórficos,  atribuyéndole todo tipo de atrocidades que cometemos  los humanos; basta leer la Biblia Hebrea o el Nuevo Testamento para comprender de qué hablo. El Dios judío Yavhé comporta valores morales inferiores a una persona considerada decente, instando a la matanza de niños inocentes, aprobando la guerra, ordenando el exterminio en masa, estableciendo directrices difíciles de cumplir para quienes quieran tener una relación apropiada con Él,  y un largo etc. Esta imagen sanguinaria de Dios del Antiguo Testamento, “uno de los libros más llenos de sangre de la literatura mundial” en palabras de Norbert Lohfink, uno de los exégetas más reconocidos del siglo XX, sigue imperando en la mente de muchos creyentes. Soy ateo de ese Dios. Pero el Nuevo Testamento no se queda atrás: se vislumbra a Dios como un Ser que sacrificó deliberadamente a su Hijo en la cruz para redimirnos de nuestros pecados y así poder perdonar las ofensas que habíamos cometido contra él. También soy ateo de ese Dios, claro está.

En los últimos años, y mediante la lectura de místicos y místicas de diversas corrientes religiosas, he descubierto con gozo una nueva forma de hablar de la divinidad: el apofatismo. Lo que quiere decir este término es que Dios es inefable, indecible. También se lo ha denominado teología negativa, esto es, que de Dios es más acertado decir lo que no es que lo que es. De Dios no podemos saber ni decir nada, pues escapa de nuestra limitada compresión de aquél Misterio que nos trasciende y nos habita. La única forma de  hablar de Dios es mediante los símbolos y las metáforas. El lenguaje literal sobre Dios no puede existir, pues no podemos captar lo infinito con nuestro ser finito. Ya Santo Tomás de Aquino decía que de Dios sólo podemos hablar por analogías.

Dicho todo esto, ¿qué es Dios para mí? Antes que nada Misterio; al cual accedemos mediante la experiencia contemplativa, creándonos una  reverencia y admiración irresistible aun en aquellos momentos en los que dudamos de su existencia.  Habrá que “pensar” menos a Dios y “sentirlo” más, convirtiéndose de este modo en criterio existencial para confrontar una vida lacerante que en ocasiones se nos presenta como un sinsentido.

Sin embargo, en aquellos momentos en los que pretendo desvelar la naturaleza insondable de Dios y encontrar un referente por cual pueda acceder a su misterio, no encuentro una manera más segura que acercarme a la fascinante figura de Jesús.  Cuando pienso en cómo es Dios, cómo actúa en los seres humanos y qué quiere para ellos, me basta con recurrir a la Buena Nueva del Evangelio de Jesús. Es en su lucha por la liberación de toda opresión que asedia al hombre, su amor para con el prójimo necesitado, su compasión ante los que sufren, su lucha por un mundo más fraterno y más justo en donde yo encuentro la inefabilidad divina. Intuyo, gracias al personaje histórico de Jesús, que a Dios lo puedo relacionar con la Justicia, la Libertad, la Compasión, el Amor, el Sentido y la Verdad.  Dios para mí es, a su vez, Presencia Ausente, o Ausencia Presente. Dios se manifiesta en la vida de Jesús y de todos aquellos que se comprometen por un mundo más justo y servicial. No obstante, nos da la impresión que “calla” frente a la cruz de Jesús y de todos los derrotados de la historia humana. Pero la experiencia de la resurrección que compartieron los apóstoles quiere indicarnos que el mal no tiene la última palabra. Detrás del sufrimiento y el dolor que provocan los humanos y los desastres naturales, se encuentra Dios suscitando la Vida. Es en esa Ausencia-Presencia donde trascurre nuestra existencia, entre la congoja de saberse finito y el coraje de existir sustentado por Dios (Paul Tilich).

(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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