El ocaso de la Palabra.
Mt 13, 1-23
«Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta»
Quiero empezar con las palabras de José Enrique Ruiz de Galarreta en el comentario que en su día hizo al texto de esta semana:
«Hoy —decía— se nos ofrece la oportunidad de hacer un íntimo acto de fe. Pensamos en el fragor del mundo, el vértigo de los negocios, el poder de las multinacionales, la corrupción de los gobiernos, la crueldad de tantos nacionalismos e integrismos, la sistemática explotación de las personas y la destrucción de la naturaleza… y sentimos terror ante el poder de “el mal”, destructivo y avasallador. Comparado con todo esto, ¿qué son los hombres y mujeres de buena voluntad? ¿qué fuerza tiene la honradez, la solidaridad y la compasión…?»
«Es necesario —añadía— reduplicar nuestra fe en la Palabra, en el poder de Dios. La levadura fermentará esta masa. La pequeña semilla se hará árbol que romperá los muros de piedra. Jesús, grano de trigo sembrado y triturado, no fracasó. Dios no fracasa. Hay que hacer un acto de fe —por encima de toda apariencia— en que la Humanidad llegará a ser dada a luz por la fuerza de la Palabra» …
Es reconfortante la fe de José Enrique en un final feliz, pero no podemos olvidar que para lograrlo no basta con el poder de la Palabra, sino que también se precisa nuestro trabajo. Dios quiso hacernos a nosotros, sus hijos, partícipes ineludibles de su obra, sembró su Palabra en Jesús, Jesús la sembró en nosotros, y nos invitó a sembrarla a nuestro alrededor para que el poder del mal vaya decayendo; para que la humanidad alcance su destino: «Como mi Padre me envió, así os envío yo a vosotros» …
Era tal la fe de Jesús en el poder transformador de la Palabra, que no dudó en dar la vida para que prevaleciese; para que diese el fruto abundante que sin duda ha dado hasta llegar a nosotros. Pero nosotros, gente lista e ilustrada, hemos destruido todos los cauces de trasmisión de la Palabra, y lo hemos hecho de manera tan eficaz, que nuestros hijos o nuestros nietos ya no la conocen. Y éste es un problema de tal magnitud, que todos los demás palidecen ante él hasta casi desaparecer.
Y es que, si no hay Palabra, no hay semilla, ni cosecha, ni fruto, y el empeño de Jesús habrá sido en vano. Y, una vez más, cabe recordar que nuestra seña de identidad como cristianos es el compromiso con la misión. Que ser cristiano no consiste en hacer metafísica, ni en sentirse ufano de nuestro profundo conocimiento del evangelio, ni en abrazar espiritualidades ajenas o criticar a la jerarquía propia, sino en perdonar, en compadecer y en servir; es decir, en sembrar, en trabajar por el Reino… Pero claro, esta actitud es fruto de la Palabra… y desaparecerá si ésta desaparece.
La cultura religiosa ha sido tradicionalmente la cultura del pueblo, y el conocimiento generalizado de la Palabra hacía que la gente se comportase mejor. En el mundo de nuestros abuelos había un empeño colectivo en trasmitir la Palabra de padres a hijos, de generación en generación, y eso mantenía viva la esperanza en un mundo mejor y un final feliz. Pero hoy ese empeño ha desaparecido… y, sin Palabra, mantener la esperanza de la que hablaba José Enrique nos resulta cada vez más difícil.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
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Fuente Fe Adulta
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