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“La primavera fallida del papa Francisco”, por José Arregi

Sábado, 12 de abril de 2025

IMG_0034De su blog Umbrales de Luz:

Es triste ver a un papa de 86 años gravemente enfermo en un hospital, un hombre absolutamente desbordado desde el primer día de su elección, como todo papa, por un sistema inhumano –el poder absoluto del papado–; un hombre que no puede caminar y apenas puede respirar, obligado por el sistema a seguir desempeñando o fingiendo más bien el desempeño de su función de sumo pontífice, de “puente” imposible entre un “Dios” omnipotente y una institución humana histórica, cultural, espiritualmente agotada.

No es hora de panegíricos ni reprobaciones de este hombre convertido en rehén de su función insostenible, ni de prolongar el morbo de los partes médicos o de las cábalas sobre el próximo cónclave. No es hora ciertamente de fomentar piadosas oraciones a “Dios” para que el hombre Jorge o Francisco recupere sus fuerzas, retome su función y culmine su misión irrealizable. Es hora más bien de una seria y serena reflexión sobre este pontificado con sus inevitables contradicciones personales e institucionales. Es hora, sobre todo, de reimaginar una Iglesia de Jesús sin clero ni papado.

Traslado a esta página web dos colaboraciones escritas para un libro que acaba de ser publicado en francés: Réformer ou abolir la papauté. Un enjeu d’avenir pour l’Eglise catholique. Ésta de hoy propongo una evaluación del pontificado de Francisco. Dentro de unos días publicaré la segunda colaboración: “Reimaginar una Iglesia de Jesús más allá del clericalismo”.

Deseo al hermano Francisco una paz profunda dentro de sí y en todo su entorno.

El papa Francisco cumplirá pronto 12 años de pontificado. ¿Qué queda de las esperanzas despertadas por el obispo de Roma venido de la pampa argentina?

Las páginas que siguen no quieren ni acusar ni excusar, sino entender la situación y comprender a la persona en su contexto: el sistema clerical tan arraigado y en contradicción con el evangelio y la cultura. No pretendo dictar responsabilidades, sino mirar los hechos, entender su contexto, y captar en lo posible las señales del presente y la llamada del futuro.

  1. Unos gestos iniciales sugerentes y equívocos

En la tarde del 13 de marzo de 2013 supimos que había sido elegido papa Jorge Bergoglio, un obispo “venido de lejos”, el primer papa del continente americano y el primer jesuita papa.

Primer gesto: adoptó como nombre Francisco. Sugerente combinación para una reforma eclesial profunda, me dije. Francisco de Asís: humilde y libre, manso y subversivo, y siempre el menor. Ignacio de Loyola: lleno de luz en la mente y de lágrimas en los ojos, maestro y director de almas y de obras, y siempre peregrino. A tres siglos de distancia –en el umbral del Renacimiento Francisco, en el umbral de la Modernidad Ignacio–, ambos soñaron con que la Iglesia volviera a Jesús, con que aquel imponente aparato de poder y de riqueza erigido en torno a Roma se despojara, se desarmara, se humanizara, se evangelizara, y pudiera ofrecer consuelo y liberación a un mundo nuevo. Pero no sucedió. A Francisco le organizaron una gran Orden, y a Ignacio le utilizaron para la Contrarreforma, y sus sueños no se realización. Pero siguen en pie, y son más urgentes que nunca [1].

Al atardecer, en su primera intervención, improvisada, dijo: “Y ahora quisiera dar la bendición, pero antes os pido un favor: antes que el obispo bendiga al pueblo, os pido que vosotros recéis para que el Señor me bendiga: la oración del pueblo, pidiendo la bendición para su obispo”. El gesto era encomiable, pero quedaba fuera de lugar la distinción, entre el obispo que da la bendición y el pueblo que se limita a rezar a Dios para que bendiga a su obispo. El pueblo puede ser bendecido, pero no bendecir. No es un detalle anodino; es el quid de la cuestión que planteo en estas páginas: el modelo clerical falsea la Iglesia en su raíz.

En esa misma intervención, el papa se presentó como “obispo de Roma”, pero todo el mundo sabe que nadie viene de Argentina (o de Polonia) al Vaticano para ser “obispo de Roma”, ni para ser solamente “el primero entre iguales” (los demás obispos), sino justamente para ser “papa”, investido de la autoridad suprema y de la última palabra sobre todas las iglesias y sus obispos. ¿Elegido e investido por quién? No por la Iglesia de Roma. Investido por Cristo y elegido por “sucesores de los apóstoles” escogidos y nombrados por “el sucesor de Pedro”, a quien Cristo habría entregó las llaves. ¿Tiene sentido todavía este lenguaje?

El nuevo papa decidió enseguida no residir en el Palacio Apostólico, sino la Residencia Santa Marta, que hospeda a obispos de paso por Roma. Parecía renunciar al protocolo y al boato. ¿Renunciaría también al poder y a las prerrogativas teológicas del papado?

Si a los gestos unimos el porte natural, la mirada directa, el rostro afable, el trato llano, el estilo personal austero, la palabra descomplicada y fresca…, es más que comprensible que en muchas católicas y católicos despertara la ilusión de una reforma profunda e irreversible, de una primavera eclesial.

A pesar de todo ello, a los 100 días del nuevo pontificado expresé mis reservas: “No basta con que el papa sea buena persona. Tampoco basta con reformar la Curia. El problema de fondo es el sistema católico: un sistema teocrático, una monarquía absoluta sustentada en ‘dios’. La gran reforma que, desde el corazón del mundo de hoy y de todas las criaturas, el Espíritu o la Ruah creadora y consoladora reclama es que el papa, con su poder todavía absoluto, declare nulo dicho poder: que anule los dos dogmas que lo sustentan, que fueron promulgados por el Concilio Vaticano I (1870) y que el Vaticano II dejó intactos por imposición de Pablo VI: la infalibilidad y el primado absoluto del papa sobre todas las iglesias. Y mientras eso no cambie, nada sustancial cambiará, por bueno que sea el papa. No basta con que el papa Francisco sea un nuevo Juan XXIII, pues después de éste vinieron Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, y 60 años después estamos donde estábamos antes; en realidad, estamos mucho más lejos del mundo, pues el mundo ha cambiado mucho desde entonces. Mientras el papa detente todo el poder, todo dependerá de cómo sea el papa siguiente (y los poderes ocultos nombrados o tolerados por él). A mi modo de ver, nada de lo que sabemos de su pasado y le hemos oído decir o visto hacer en estos 110 días permite esperar que promueva la reforma radical que urge en la Iglesia. No se lo reprocho, pues también él, con toda su bondad, es rehén del sistema” [2].

  1. Una voz eco-política de tono profético

El papa Francisco será reconocido sobre todo por su Exhortación apostólica Evangelii gaudium (2013) y su Encíclica Laudato si’. El mensaje socio-ecológico, político-económico, son mucho más importantes que todos sus gestos y que su doctrina teológica. Los textos mismos dan fe de ello, pues vienen a afirmar que la sanación integral de los heridos y la liberación integral de todos los oprimidos constituyen el centro, el fondo y la esencia del Evangelio y de todas las doctrinas y leyes.

Me referiré sobre todo a la Exhortación Evangelii gaudium, un texto excepcional lleno de aliento y frescura, me atrevería a decir que el mejor documento emanado de Roma desde el inicio del papado hace 1000 años. El Evangelio es gracia y liberación. La “primacía de la gracia” (n. 112) es su única norma y norma absoluto. En agosto de 2013, seis meses después de su elección. en una entrevista con Antonio Spadaro, s.j. para L’Osservatore Romano, en agosto de 2013, había dicho: “En esta vida, Dios acompaña a las personas y es nuestro deber acompañarlas a partir de su condición. Hay que acompañarlas con misericordia”. Evangelii gaudium, publicada tres meses después, desarrolla las implicaciones políticas y eclesiales de estas palabras precursoras. Traslado aquí algunas de las afirmaciones más destacables de esta Exhortación, profética en su conjunto.

Contra una economía que mata.Hoy tenemos que decir ‘no a una economía de la exclusión y la inequidad’. Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa” (n. 53). “Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera… A todo ello se añade una corrupción ramificada y una evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones mundiales” (n. 56). “La inequidad es raíz de los males sociales” (n. 202). “Hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia” (n. 59). “La inequidad genera tarde o temprano una violencia que las carreras armamentistas no resuelven ni resolverán jamás” (n. 60).

Una Iglesia con los últimos y con todos los heridos.La Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas” (n. 47). “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (n. 50). “La Iglesia ‘en salida’ es una Iglesia con las puertas abiertas” (n. 46). Jesús llama a la Iglesia “a la revolución de la ternura” (n. 88). “La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio (n. 114). “Estamos llamados a cuidar la fragilidad del pueblo y del mundo en que vivimos” (n. 216). “Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás” (n. 270). “Hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha” (n. 195). “Quiero una Iglesia pobre para los pobres” (n. 198).

Una Iglesia encarnada en diversas culturas. Una cultura inédita late y se elabora en la ciudad” (n. 73). “Es necesario llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas” (n. 74). “La Iglesia no evangeliza si no se deja continuamente evangelizar” (n. 174). “Se nos invita a dar razón de nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan” (n. 271). “Como podemos ver en la historia de la Iglesia, el cristianismo no tiene un único modo cultural” (n. 116).

Una Iglesia sin respuesta a todas las preguntas. En el diálogo con el Estado y con la sociedad, la Iglesia no tiene soluciones para todas las cuestiones particulares” (n. 241). “Tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones” (n. 16).

Una Iglesia en permanente reforma.La pastoral en clave de misión pretende abandonar el cómodo criterio pastoral del ‘siempre se ha hecho así’. Invito a todos a ser audaces y creativos (…), sin prohibiciones ni miedos” (n. 33). A no “desarrollar la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo” (n. 83). “No se pueden llenar los seminarios con cualquier tipo de motivaciones, y menos si éstas se relacionan con inseguridades afectivas, búsquedas de formas de poder, glorias humanas o bienestar económico” (n. 107). “No nos quedemos anclados en la nostalgia de estructuras y costumbres que ya no son cauces de vida en el mundo actual” (n. 108). “También debo pensar en una conversión del papado” (n. 32).

¡Bravo! Pero, para ser justo, debo señalar con la misma convicción que la exhortación papal no se mueve ni un ápice del marco dogmático tradicional y del modelo canónico –clerical– de la Iglesia católica romana. El llamamiento a la conversión de la Iglesia se limita fundamentalmente al plano personal, y las referencias a la conversión institucional son muy vagas y generales. Y surge la pregunta: ¿la profunda transformación socio-política que reclama el papa no pierde fuerza y credibilidad si la propia institución eclesial sigue aferrada a sus viejos paradigmas obsoletos, a sus formulaciones dogmáticas, a su sistema autoritario y jerárquico, a su ordenamiento clerical y patriarcal?

  1. Vino nuevo en odres viejos

Nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque el vino reventará los odres, y se perderán el vino y los odres. El vino nuevo en odres nuevos (Mc 2,22; Mt 9,17; Lc 5,37-38). A mundo nuevo, teología nueva, para que el Evangelio de Jesús no pierda su fuerza inspiradora y el mundo no pierda el aliento inspirador del Evangelio. Los nuevos paradigmas culturales requieren la revisión de los viejos lenguajes dogmáticos, al igual que la teoría einsteiniana de la relatividad obliga a corregir o ampliar el modelo newtoniano del espacio y del tiempo, del universo en su conjunto. Pero pienso que el marco teológico que subyace a esta Exhortación son “odre viejo”. Baste con señalar cuatro ejemplos.

Redención. Jesús dio su sangre por nosotros… Dios, en Cristo, no redime solamente la persona individual, sino también las relaciones sociales entre los hombres” (n. 178), “haciendo la paz mediante la sangre de su cruz (Col 1,20)” (n. 229). “Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa persona” (n. 274). Entiende la muerte de Jesús en la cruz en clave sacrificial expiatoria: “murió por nuestros pecados”, a causa de nuestros pecados, para reconciliar a la humanidad pecadora con Dios, o a Dios con la humanidad culpable. Un Dios soberano ofendido, Jesús como único Hijo de Dios encarnado para salvarnos, como víctima propiciatoria, su muerte como sacrificio, la cruz como altar, la salvación como perdón divino gracias a la muerte del Hijo de Dios… ¡Todo eso queda tan lejos del registro histórico, concreto, político-económico en el que se analiza y denuncia la inequidad del mundo!

Conversión del papado. “También debo pensar en una conversión del papado. Me corresponde, como Obispo de Roma, estar abierto a las sugerencias que se orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de la evangelización” (n. 32). ¿Acaso quiso Jesús dar un sentido al papado? ¿Acaso instituyó algo que tuviera algún remoto parecido con lo que se entiende por papado? Y aun en la hipótesis, enteramente infundada, de que Jesús lo hubiera instituido y organizado, ¿por qué habríamos de seguir vinculados a una institución de hace 2000 años? ¿No debemos ir mucho más allá que una reforma del papado?

Los “niños por nacer. En la sección dedicada a “Cuidar la fragilidad”, la Evangelii gaudium se refiere al tema del aborto, y lo hace sin matiz alguno, en un tono duro, en términos inflexible. “Entre esos débiles, que la Iglesia quiere cuidar con predilección, están también los niños por nacer, que son los más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy se les quiere negar su dignidad humana en orden a hacer con ellos lo que se quiera, quitándoles la vida y promoviendo legislaciones para que nadie pueda impedirlo. (…). Esta defensa de la vida por nacer está íntimamente ligada a la defensa de cualquier derecho humano (…). [Sin esta convicción, los derechos humanos en general y los de los “niños por nacer” en particular]siempre estarían sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno” (n. 213). “No debe esperarse que la Iglesia cambie su postura sobre esta cuestión” (n. 214).

Efectivamente, “la postura de la Iglesia” –la del Vaticano más bien– no ha cambiado al respecto. Bien es verdad que no lo ha sacado a relucir con la frecuencia con la que lo hicieron sus predecesores Benedicto XVI y Juan Pablo II, al igual que no ha condenado el mundo actual como “increyente, relativista y hedonista”, como hicieron sin tregua los mencionados predecesores. Tampoco se ha referido al aborto con la frecuencia con la que hicieron aquellos. Pero su doctrina no ha cambiado lo más mínimo.

El último ejemplo es muy reciente y revelador.  En septiembre de este mismo 2024, a bordo del avión de vuelta de su viaje a Luxemburgo y Bélgica, el papa Francisco afirmó que el aborto es un “homicidio” en todos los casos y a los profesionales médicos que lo realizan los llamó “sicarios”. ¿Es la manera de que la Iglesia alivie la angustia de muchas madres o padres, la manera de que se convierta en “puesto de socorro” o más bien “aduana”? Mucha gente, en Bélgica y en el mundo, se indignó ante estas palabras, injustamente ofensivas. Una condena general como ésta se halla fuera de lugar. La institución católica debiera considerar atentamente la opinión de tantos hombres y mujeres de hoy –entre las que se cuentan no pocos teólogos y teólogas– de profunda sensibilidad humana y probada honestidad intelectual. Y tomar en cuenta seriamente los datos científicos, unos datos que no constituyen la última palabra, pero que nunca deben ser ignorados. Hay razones científicas y antropológica de peso que nos disuaden de identificar al cigoto de un día con el feto de cuatro meses, o a éste con un “niño por nacer”. Pueden presentarse conflictos de valores extremadamente complejos, en los que se impone un discernimiento, principio al que Francisco ha apelado tantas veces.

La mujer excluida del ministerio “ordenado. Apenas 8 meses después de su elección, en la Evangelii gaudium el papa Francisco establece ya claramente el marco teológico y canónico del que no se moverá hasta el día de hoy en lo que respecta al lugar de la mujer en la Iglesia. Es el viejo marco clerical y patriarcal que nada tiene que ver con Jesús y su evangelio, ni con los primeros siglos de la Iglesia, y sobre todo con lo que el Espíritu de la vida nos inspira.

Dice: “… El sacerdocio reservado a los varones, como signo de Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone en discusión, pero puede volverse particularmente conflictiva si se identifica demasiado la potestad sacramental con el poder. No hay que olvidar que cuando hablamos de la potestad sacerdotal ‘nos encontramos en el ámbito de la función, no de la dignidad ni de la santidad’ [Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici 51, 1988]. El sacerdocio ministerial es uno de los medios que Jesús utiliza al servicio de su pueblo, pero la gran dignidad viene del Bautismo, que es accesible a todos. La configuración del sacerdote con Cristo Cabeza —es decir, como fuente capital de la gracia— no implica una exaltación que lo coloque por encima del resto. En la Iglesia las funciones ‘no dan lugar a la superioridad de los unos sobre los otros’ [Juan Pablo II, ib., nota 190]. De hecho, una mujer, María, es más importante que los obispos. Aun cuando la función del sacerdocio ministerial se considere ‘jerárquica’, hay que tener bien presente que ‘está ordenada totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo’ [Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem 27, 1988]. Su clave y su eje no son el poder entendido como dominio, sino la potestad de administrar el sacramento de la Eucaristía; de aquí deriva su autoridad, que es siempre un servicio al pueblo. Aquí hay un gran desafío para los pastores y para los teólogos, que podrían ayudar a reconocer mejor lo que esto implica con respecto al posible lugar de la mujer allí donde se toman decisiones importantes, en los diversos ámbitos de la Iglesia” (n. 104).

Puro odre viejo, como diré en los párrafos que siguen.

  1. La mujer ensalzada y subordinada

Este n. 104 de la Evangelii gaudium es una clara muestra del laberinto teológico-institucional en que sigue enredada Iglesia católica romana en relación con el lugar de la mujer en la Iglesia, más concretamente con el veto vigente contra su acceso a los “ministerios ordenados” o “consagrados” (diaconado, sacerdocio, episcopado).

El argumento fundamental –de hecho el único– al que recurre para sostener que tales ministerios deben ser reservados a los varones, y ello “sin discusión”, es que solo los varones pueden representar al Cristo varón, “a Cristo el Esposo” (tesis desarrollada en especial por Hans Urs von Balthasar, muy utilizada por Juan Pablo II y ahora por el papa Francisco). Nadie duda de que Jesús fuera varón, pero ¿tiene sentido afirmar que el Cristo o el Misterio crístico, divino, que en él reconocieron los cristianos es masculino? Me parece una idea delirante, tan delirante como afirmar que solo el varón representa a Dios o Aliento o Realidad fontal, o como pensar que un niño o una niña, un hombre o una mujer que participan en la Eucaristía debieran mirar al sacerdote que la preside como a su “Esposo divino”.

El papa hace malabares lingüísticos para refrendar no el argumento, sino la conclusión (previa al argumento) de la exclusión de la mujer del sacerdocio ordenado: distingue la “potestad” o “autoridad” o “función” sacerdotal por un lado, y la santidad o dignidad derivada del bautismo por otro; y señala que la potestad no se ha de identificar “demasiado” con el “poder”, menos aun con el “dominio”. Y, para ilustrarlo, afirma que “María es más importante que el obispo”… Papa Francisco, hermano: no se trata de que la autoridad o la potestad o la función sacerdotal se identifique o no con la santidad y la dignidad, sino solo de cuestionar que la potestad, autoridad o función sacerdotal sea reconocida exclusivamente a un varón, y de preguntarnos quién lo decide y en nombre de quién.

El papa se muestra abierto a reconocer un “posible lugar de la mujer allí donde se toman las decisiones importantes, en los diversos ámbitos de la Iglesia”. Pero la pregunta decisiva es: ¿piensa el pontífice que podría depender del voto de una mujer la decisión de la que aquí se trata, a saber, si la mujer puede o no desempeñar la “potestad” o “autoridad” o “función” de “representar a Cristo el Esposo”, de presidir la Eucaristía o de otorgar “la absolución de los pecados”, de ser en definitiva diácono, sacerdote u obispo? De hecho, esta decisión queda reservada al varón, y en último término al papa, tal como ha quedado claro durante todo el desarrollo del Sínodo sobre la sinodalidad y en su documento final refrendado por el papa. ¿Pero en qué razón se funda tal decisión “indiscutida”? Es lo que no se explica con un mínimo rigor teológico. Decir que Cristo lo decidió así no pasa de ser una petición de principio y una mera opinión, claramente desmentida por una gran parte de exégetas, historiadores y teólogos, y por muchas iglesias cristianas no ligadas a Roma.

Una vez más, queda al descubierto el fondo del discurso misógino típico de la teología clerical tradicional, aún vigente: el modelo de mujer es María, madre virgen inmaculada. Lógicamente, ninguna mujer de carne y hueso puede imitar a María, y acaba mirándose y siendo mirada como encarnación de Eva la pecadora y la tentadora, lo que, consciente o inconscientemente, justifica de hecho que se la mantenga apartada de lo sagrado, del altar o del sacerdocio, y que deba mantenerse subordinada al varón. Se la ensalza al máximo en la figura de María inmaculada, para mejor rebajarla y subordinarla en la institución.

Este tipo de discurso, tan frecuente en tantas páginas bíblicas del Antiguo y del Nuevo Testamente y de los Santos Padres, está muy presente en los textos de Juan Pablo II. Y también del papa Francisco, como acabamos de ver. Pero permítaseme ilustrarlo con un ejemplo muy reciente.

En una entrevista de mayo de 2024, Norah O’Donnell, periodista de CBS, preguntó al papa si una niña crecida hoy como católica tendrá “la oportunidad de ser diácono y de  participar como miembro del clero en la iglesia”. Francisco respondió rápidamente: “No”. Y, presionado, se explicó: “Si se trata de diácono con el orden sagrado, no. Pero las mujeres siempre han tenido, diría yo, la función de diaconisas sin ser diáconos, ¿no? Las mujeres son de gran servicio [diakonein en griego, como ministrare en latín, significa “servir”] como mujeres, no como ministras, como ministras en este sentido, dentro de las Sagradas Órdenes”. Y se extendió en el elogio de las mujeres: “Son las que impulsan los cambios, todo tipo de cambios (…). Son más valientes que los hombres (…). Saben cuál es la mejor manera de proteger la vida. Las mujeres son magistrales guardianas de la vida. Las mujeres son geniales. Son muy geniales. Y hacer espacio en la Iglesia a las mujeres no significa darles un ministerio, no. La Iglesia es madre, y las mujeres en la Iglesia son quienes ayudan a fomentar esa maternidad. No olvides que quienes nunca abandonaron a Jesús fueron las mujeres. Todos los hombres huyeron”.

Y todavía más recientemente (28 de septiembre de 2024), durante su visita a Bélgica –la misma en la que tildó de “asesina” la ley del aborto ante la tumba del rey Balduino, alabando la figura de éste por haber abdicado para no tener que firmar dicha ley–, en su discurso de la Universidad Católica de Lovaina dijo el papa:  “Es feo cuando la mujer quiere hacer de hombre, la mujer es mujer (…). La mujer es acogida fecunda, cuidado y entrega vital”.

  1. Una imagen fija de la orientación sexual y del género

No habrá primavera eclesial mientras no cambien la teología y el derecho canónico. Y el papa Francisco no ha cambiado ninguna doctrina ni canon de relevancia, cosa que deja patente en cuanto ha dicho y escrito sobre la orientación sexual y el género. Ha apelado una y otra vez a una actitud de acogida de las personas homosexuales o trans, pero se ha cerrado a cualquier cambio doctrinal, canónico, institucional.

Son conocidas las palabras del papa en el avión de regreso de su viaje a Brasil en julio de 2013, cuatro meses después de su elección, al ser preguntado sobre la posición de la Iglesia sobre las personas homosexuales: “Si una persona es gay y busca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?”. Muchas personas, gais y lesbianas incluidas, celebraron sus palabras, pero no dejan de ser problemáticas: en su trasfondo, se adivina un juicio negativo, más o menos consciente, sobre la homosexualidad. Suenan como si dijera: … no soy quién para juzgarlo, aunque sea homosexual. No puedo imaginar que, habiéndosele preguntado sobre una persona heterosexual, hubiera respondido: “… si busca a Dios y tiene voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?”. En la misma línea se sitúan las respuestas dadas en 2022 a una carta donde el conocido jesuita y escritor estadounidense James Martin le exponía las preguntas más frecuentas que le formulan las católicas/os LGTBIQ+ sobre Dios y la Iglesia:  “Dios es padre y no reniega de ninguno de sus hijos” (“tampoco de los homosexuales”, se entiende, aunque no lo dice…). Y también: “Una Iglesia selectiva, una Iglesia de pura sangre, no es la Santa Madre Iglesia, sino una secta” (y aunque no lo dice, en el fondo se entiende: “también a los homosexuales los acoge la Iglesia, aunque sean impuros”).

Es verdad que ha reclamado que los estados aprueben “una ley de unión civil”, de modo que “estén cubiertos legalmente” (documental “Francesco”, 2020). Se da la circunstancia de que casi todos los países de Europa y otros muchos ya cuentan con una ley civil de matrimonio homosexual, aprobada, eso sí, con la frontal oposición de sus respectivos episcopados católicos. Está muy bien que el papa reclame dicha ley estatal, pero tendría más efectivo que empezara por predicar con el ejemplo, reconociendo las “uniones homosexuales” como verdadero matrimonio y bendiciéndolas como tales, cosas ambas a las que se ha negado expresamente hasta hoy. La posición del papa sobre el tema queda claramente expresada cuando, en la Exhortación postsinodal Amoris laetitia sobre la familia de 2016, escribe: “No existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia” (n. 251). Ni siquiera remotas.

Lo mismo sucede en el tema, tan real y complejo, del género. El papa Francisco lo resuelve de manera muy simplista. La teoría del género, afirma, está “orientada a cancelar la diferencia sexual (catequesis, en 2015), es “una ideologización colonizadora” (a los obispos de Polonia en 2016), “presenta una sociedad sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la familia” (Amoris Laetitia 56, 2016), “va contra las cosas naturales” y “es diabólica” (diálogo con jesuitas de Eslovaquia, en 2021). ¿Dónde queda aquí el principio del “todos, todos, todos” tan recurrente en sus intervenciones?

  1. Cuatro sínodos y el clericalismo intacto

El clericalismo es la raíz de los peores males institucionales de la Iglesia católica romana. Pero después de 12 años de pontificado del papa Francisco, el clericalismo sigue intacto. La historia de los cuatro sínodos pone de manifiesto que todas las expectativas iniciales se han visto contrariadas por el desenlace final. Así, El sínodo de la Amazonía había aludido tímidamente a la posibilidad de ordenar varones casados “en regiones alejadas de la Amazonía” y a la posibilidad de una ordenación –“no sacramental”–  de mujeres como diaconisas; en la Exhortación apostólica postsinodal del papa Francisco desaparece incluso esa tímida alusión.

Nada ilustra mejor esta tendencia hacia la reafirmación del clericalismo célibe y patriarcal que el desarrollo y el final del reciente Sínodo sobre la sinodalidad [3]. En la síntesis de la primera sesión de la Asamblea Sinodal General en octubre de 2023, desaparecieron algunos de los temas más recurrentes y espinosos propuestos por algunas de las Conferencias Episcopales de los cinco continentes: ordenación sacerdotal de la mujer, bendición de los matrimonios homosexuales, reconocimiento de las personas LGTBIQ+. El documento-síntesis de dicha primera sesión menciona la ordenación diaconal de mujeres y la dispensa del celibato para sacerdotes en circunstancias particulares, aunque solo para pedir que se sigan estudiando esos temas. En cuanto al Instrumentum laboris para la segunda sesión (octubre de 2024), ni siquiera  mencionan el “diaconado consagrado” de mujeres, la dispensa del celibato de sacerdotes, las personas LGTBIQ+ (y no se diga la ordenación sacerdotal de la mujer). De todo ello no se debía ni hablar. Denuncia el clericalismo, sí, pero no cuestiona el poder clerical, sino la manera de ejercerlo. Y afirma sin ambages: “La sinodalidad no supone en modo alguno la devaluación de la autoridad particular y de la tarea específica que Cristo mismo confía a los pastores: los obispos con los presbíteros, sus colaboradores, y el Romano Pontífice como ‘principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de los fieles’ (LG 23)” (n. 8); y también: “en una Iglesia sinodal, la competencia decisoria del obispo, del Colegio Episcopal y del Romano Pontífice es inalienable, ya que está arraigada en la estructura jerárquica de la Iglesia establecida por Cristo” (n. 70). Con ese principio y fundamento tan claro y contundente, sobraban este sínodo y todos los demás. Ahí seguimos.

Y así llegamos al Documento final del Sínodo de la Sinodalidad, publicado el pasado 26 de octubre de 2024. Una vez más denuncia el clericalismo, pero incluyendo esta vez en la denuncia ¡también a los laicos!, colmo clerical: “El clericalismo, fomentado tanto por los mismos sacerdotes como por los laicos, genera un cisma en el cuerpo eclesial que fomenta y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos” (n. 74). ¿Algún camino concreto para superar el sistema clerical del poder sagrado, excluyente, masculino y célibe? Ninguno. Vuelve a ensalzar a la mujer, pero para mejor subordinarla: “No hay nada en las mujeres que les impida desempeñar funciones de liderazgo en las Iglesias: lo que viene del Espíritu Santo no debe detenerse”. Pero prosigue: “Sigue abierta la cuestión del acceso de las mujeres al ministerio diaconal. Es necesario un mayor discernimiento a este respecto” (n. 60).

En conclusión: Después de 12 años de papado, de cuatro sínodos, de múltiples Instrumenta laboris, síntesis sinodales, Exhortaciones apostólicas postsinodales, después de muchas esperanzas o sueños primaverales, de tanto documento, texto y voto, de tanta palabra, palabra y palabra, cuando el otoño llegaba a su cénit, la cosecha es nula. Los padres sinodales (las madres del último sínodo tenían la voz y el voto impedidos) no se atrevieron a liberarse de ideas, normas y privilegios del pasado. No se dejaron inspirar e impulsar por el Espíritu de la transformación permanente de todas las cosas, el Espíritu de la fraternidad-sororidad universal, el Espíritu de la “buena novedad” (Evangelio) que anunció Jesús. No meditaron suficientemente aquellas palabras que pronunciaron sus labios proféticos, su lengua libre y arriesgada: El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no es apto para el reino de Dios o el Aliento vital (Lc 9,62). El arado tropieza, la tierra no respira y se malogra la primavera, el nuevo pan de la Pascua universal.

Pero no, el sol amanece cada día, la luna brilla cada noche, el otoño camina al descanso, en el silencio del invierno germinará la espiga, celebraremos la Pascua. Queremos vivir y seguiremos caminando, seguiremos compartiendo el camino hecho de muchos y diversos caminos. Y, cada vez que el Espíritu sinodal así nos inspire, deberemos hacer caso omiso del Derecho Canónico, inmóvil e inamovible, para que la vida siga y crezca.

José Arregi, Aizarna, 26 de diciembre de 2024

(Publicado en Robert Ageneau, José Arregi, Gilles Castelnau, Paul Fleuret y Jacques Musset, Réformer ou abolir la papauté. Un enjeu d’avenir pour l’Église catholique, Ed. Karthala, París 2025, pp. 91-107).

[1] Cf. https://josearregi.com/es/al-papa-francisco/

[2] https://josearregi.com/es/100-dias-de-papado/

[3] Cf. https://josearregi.com/es/?s=cuatro+s%C3%ADnodos+y+el+clericalismo+intacto

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Una crisis sin precedentes en la Iglesia católica: Autopsia de un sistema

Jueves, 3 de abril de 2025

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Autopsie d’un système
, disecciona una institución católica en decadencia. ¿Puede resucitar todavía?

Autopsie d’un système, disecciona una institución católica en decadencia. ¿Puede resucitar todavía?

“En la configuración de los abusos, la autora presenta seis tipologías cuyas «características propias de la Iglesia católica parecen constituir factores facilitadores de este dominio» (p. 47). Y lo que agrava la situación: la no separación de poderes permite ocultar los crímenes”

“La Iglesia católica ha pervertido poco a poco los términos que utiliza, llegando incluso a abusar de ellos hasta el punto de «elaborar una doctrina del poder como servicio»”

“Y ya es hora de recordar que en el Concilio Vaticano II se había previsto crear una sinodalia permanente, un consejo en torno al Papa formado por fieles de todo el mundo…”

(Golias).-Su libro: Autopsie d’un système, disecciona una institución católica en decadencia. ¿Puede resucitar todavía? ¡No nos engañemos! Para la autora, la Iglesia católica no está muerta. En esta obra se trata menos de ella que de su avatar institucional. Por supuesto, a lo largo de los siglos, la institución católica romana ha atravesado numerosas crisis y siempre ha mantenido el rumbo a pesar de estas provocaciones externas. Entonces, ¿deberíamos preocuparnos por lo que está sufriendo hoy en día o pensar que todo pasa y se arregla?

Christine Pedotti opta por dar la voz de alarma. No solo todos los síntomas muestran que lo peor es probable, sino que nos indican que es urgente intervenir, porque la gangrena se ha instalado. La Iglesia está siendo atacada desde dentro. Es la institución que la estructura y debería protegerla la que la aleja de las exigencias de amor y de compartir que reclama el Evangelio.

IMG_0500Autopsia de un sistema‘ denuncia un «sistema» que amenaza con sofocar la formidable asamblea del pueblo de Dios. Es esta estructura la que la autora va a diseccionar en un examen sin complacencia. Con la claridad que le es tan querida, Christine Pedotti establece primero un estado de la situación en profundidad del mal que ha salido a la luz.

Señala que la «crisis de abusos» no es la única constatación, por terrible que sea, de una comisión francesa que ella ha pedido desde la revista Témoignage chrétien que dirige. Para continuar con la metáfora médica, la autora detalla la proliferación de una crisis que resulta endémica. Ningún continente se salva. Los Estados Unidos fueron los primeros en levantar el velo que cubría los atroces abusos sexuales perpetrados por sacerdotes, ante la mirada horrorizada del público. El impacto vino de la investigación del periódico The Boston Globe en 2002, popularizada por la película Spotlight.

A partir de entonces, fue imposible ocultar los abusos cometidos por miembros de un clero pedófilo amparado por su jerarquía. Sin embargo, a pesar de los crímenes denunciados, la ocultación continuó y la curia cerró «piadosamente» los ojos. El cardenal Law, aunque se vio obligado a dimitir, permaneció bajo el amparo de Roma hasta participar en la elección de Benedicto XVI y obtener un gran funeral en San Pedro de Roma.

Una complicidad vaticana perjudicial que el tiempo no desmentirá, ni cuando se descubran las monstruosidades cometidas por Marcial Maciel, ni más tarde, como revela el ensordecedor silencio en torno a los desmanes criminales de quien ha sido llamado «el padre Pierre».

Contra estas perversiones, Témoignage Chrétien intervino en 2018 para solicitar la creación de una investigación parlamentaria sobre los abusos cometidos en Francia. La negativa de la comisión de leyes no frenó el impulso de la revista, que se unió al movimiento de víctimas de delitos sexuales La Parole libérée, hasta que la asamblea de obispos, reunida en Lourdes en noviembre de 2018, admitió la creación de una comisión independiente para evaluar el alcance de los abusos en Francia.

En 2021, el informe de esta investigación, realizada bajo la dirección de Jean-Marc Sauvé, cayó como una bomba en los oídos de un clero y una población atónitos. La CIASE acababa de revelar que, fuera del círculo familiar, la Iglesia católica es el lugar más peligroso en materia de abuso sexual. Tres veces más que los clubes deportivos u otras organizaciones que acogen a niños. La curación se encuentra sin duda en otra forma de hacer Iglesia.

Ante la magnitud de los daños, ante el horror del sufrimiento provocado por estos abusos, cuyos conmovedores testimonios prohíben cualquier relativización -por muchos esfuerzos que hayan hecho algunos defensores de un conservadurismo incorregible-, la autora analiza las causas y las localiza en el «sistema» establecido por la institución católica.

Un sistema que se concentra en una organización jerárquica exclusivamente masculina que instrumentaliza el concepto de lo sagrado. A través de estos tres ejes: jerarquía, masculinidad cerrada, desvío de lo sagrado, se tiran de todos los resortes para hacer estallar un corsé que se ha remendado a lo largo del tiempo, ocultando cada vez más sus fallas.

abusosUna vez hecha la diagnosis y analizadas las causas, ¿qué hacer? ¿Deberíamos renunciar a la universalización del mensaje que transmite el catolicismo? Desde luego que no. La curación se encuentra sin duda en otra forma de hacer Iglesia que proteja del abuso de poder, del abuso de confianza y del abuso sexual. Christine Pedotti reclama una nueva estructura capaz de renunciar «al poder sagrado y masculino, al celibato y a las formas feudales jerárquicas» (p. 201) que integre a las mujeres junto a los hombres.

Ciertamente, no se engaña. No será el fin absoluto de las situaciones de dominio. El gusto por el exceso y el poder habita en todo ser humano; pero, como ella subraya en la conclusión, si todo el Pueblo de Dios se reúne finalmente, será mucho más difícil que hombres y mujeres «perviertan el sistema cuando, hoy en día, es el sistema el que pervierte a las personas» (p. 201).

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La Iglesia católica: una crisis sin precedentes – Autopsia de un sistema

El diagnóstico de muerte del sistema clerical católico se anuncia desde el título de la obra. Da el tono dramático de la situación y exige un examen en profundidad de una organización criminógena que no solo produce las condiciones de los abusos que genera, sino que «los permite y los oculta». Por eso es importante poner de manifiesto cómo este sistema hace tambalearse todo el edificio. Se observa rápidamente que lo afecta desde tres ángulos a la vez: por los clérigos que se hacen culpables de perversiones sexuales, por sus cómplices que callan y por todo el entorno que la verdad ciega y que prefiere ver a posteriori el alcance del horror.

Sin embargo, si la crisis de abusos revelada por la Ciase en Francia merece ser reconsiderada con la perspectiva de unos años, si debe ser confrontada con lo que ha ocurrido en todo el mundo, es porque la autora no desespera de su Iglesia. Pero para salvarla, habrá que identificar las causas del mal que la carcome y proponer soluciones preguntándose qué es posible conservar de su estructura.

¿La Iglesia «ha visto otras»?

En su examen de los acontecimientos a los que se ha enfrentado la Iglesia católica desde las invasiones bárbaras hasta sus colisiones más o menos frontales con el comunismo, los otros totalitarismos, el relativismo, el consumismo, etc., Christine Pedotti nos señala que estos choques generalmente afectaban a la institución desde el exterior.

Sin embargo, en el drama que se ha puesto de manifiesto en los últimos años, el mal ha tomado otro rumbo: ahora proviene del interior del cuerpo clerical. Y se difracta en dos facetas, lamentablemente complementarias: por un lado, los delitos y crímenes propiamente dichos, y por otro, la negación y el silencio sobre ellos.

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Y en este mundo cerrado, «la cadena de mentiras y ocultaciones no perdona prácticamente a nadie » (p. 15), ni a los clérigos, ni a los religiosos, ni a los obispos, ni siquiera a los últimos papas, porque: «Siempre, el mismo primer reflejo ha sido negarse a ver y creer» (p. 18) que los depredadores se ocultaban en sus filas, fingiendo ignorar las heridas y el sufrimiento a su alrededor. La constatación es aún más grave porque, incluso geográficamente, ningún continente, ningún país, ha escapado al drama. Por lo tanto, al estar definitivamente excluida la «teoría del cordero negro», hay que tratar de comprender lo que sucedió exactamente para deducir las causas.

Diagnóstico y autopsia

La primera observación pone de manifiesto que la Iglesia es, de hecho, el lugar de las peores atrocidades, justo después del entorno familiar. Entre el 3 y el 4 % de los eclesiásticos serían depredadores sexuales, hasta el punto de que hoy en día «ya no es solo la disminución del número de sacerdotes lo que preocupa, sino también la sospecha que pesa sobre cada uno de ellos» (p. 21). Por lo tanto, el sacerdote, clave de bóveda del edificio católico, es el que atrae la desconfianza y, lo que lo hace aún más sospechoso: ninguna revelación es iniciativa de la Iglesia.

«No todos morían, pero todos eran golpeados»

A diferencia de los animales enfermos de peste a los que se refiere Jean de La Fontaine, las víctimas no son los protagonistas de los que se habla aquí. Esta peste que invade la Iglesia, probablemente activa desde hace siglos en las entrañas del cuerpo clerical, se manifestó a la luz pública a principios de la década de 2000 bajo la presión de investigaciones mediáticas ajenas a la institución. Tras las revelaciones del periódico The Boston Globe, un informe estadounidense informó de más de 10 000 víctimas en EE. UU.

«El informe John Jay, el primero de su clase, ya da las principales indicaciones del fenómeno, en particular la singularidad de la pedocriminalidad de los clérigos: en el 80 % de los casos, se dirige a niños principalmente prepúberes. » (p. 26) Por supuesto, la causa no es la homosexualidad, como algunos han pretendido vilmente, sino la oportunidad que pone a los delincuentes más a menudo en presencia de niños.

Francia, afirmándose indemne de este tipo de depredación, se contenta con proponer a los clérigos un opúsculo titulado Luchar contra la pedofilia, puntos de referencia para los educadores, y oculta eficazmente los casos que le llegan. Se silencian las conclusiones de la teóloga y médica Marie-Jo Thiel, que expuso en el año 2000 ante los obispos reunidos en Lourdes cuántas  abominaciones de este tipo destruyen a las víctimas de forma permanente. No importa cuando hay que proteger a la institución de cualquier ataque que dañe su imagen…

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Mientras tanto, en el resto del mundo, la plaga sigue avanzando con total impunidad. En Irlanda, se llevaron a cabo cuatro investigaciones entre 2005 y 2011 con un balance dramático, pero sin que los abusadores fueran molestados. «Se les protegió y simplemente se les trasladó cuando los escándalos amenazaron» (p. 31) hasta que finalmente el papa Benedicto XVI «reconoció la responsabilidad de toda la Iglesia católica en los abusos pedófilos cometidos por sacerdotes y religiosos de Irlanda y expresó su vergüenza» (p. 31). En Canadá, en Quebec, el maltrato y el abuso también son la norma. En cuanto a Australia, un informe de 2017 revelará que el 7 % de los sacerdotes cometieron abusos entre 1950 y 2010. Lo mismo ocurre en Alemania, Bélgica y Suiza: en todas partes la misma magnitud de los crímenes y los mismos reflejos de encubrimiento.

Por la importancia de las revelaciones y su difusión, este panorama ya anuncia que no se trata de un fenómeno secundario, sino que «está en juego algo más, que tiene que ver con la propia estructura de la Iglesia católica, con su organización, con la representación que tiene de sí misma» (p. 32).

El giro del caso chileno

IMG_0507Cuando el papa Francisco viajó a Chile en febrero de 2018, un sacerdote carismático, Fernando Karadima, había sido declarado culpable de agresiones a menores. Sin embargo, silencio. Otros también están acusados en un informe abrumador, pero las víctimas no son escuchadas. Para silenciar el ruido mediático que crece y retumba, el papa convoca a Roma a los 34 obispos chilenos. Todos presentaron su renuncia y siete fueron aceptadas. Karadima finalmente será destituido del estado eclesiástico en 2019.

Si se trata de un punto de inflexión en el caso de los abusos pedocriminales, es porque el papa Francisco, como gran estratega, supo revertir la situación para exculpar al Vaticano. Por fin se pone del lado de las víctimas y va más allá al señalar la causa del mal. Denuncia el clericalismo y escribe en una carta dirigida a los católicos de todo el mundo el 20 de agosto de 2018 (p. 36): «Decir no al abuso es decir no, de manera categórica, a toda forma de clericalismo.» ¡Por fin se ha hecho el diagnóstico! ¿Se vislumbra una reacción?

¿La Ciase como consecuencia lógica del análisis del Papa?

Todo sigue sucediendo en este periodo como si Francia escapara de lo que envenena a las demás iglesias, hasta que Témoignage chrétien, tras escuchar a un grupo de víctimas de Lyon, lanza una petición para que se lleve a cabo una investigación seria sobre el tema. Christine Pedotti, redactora jefe de la revista, dirigió de cerca los esfuerzos que, lamentablemente, solo lograron una negativa de la comisión de leyes, en «una forma de connivencia entre las instituciones, representada por el Senado que duda en cuestionar a la Iglesia católica» (p. 40). Gracias a la tenacidad de Christine Pedotti y a la energía de La Parole libérée, el apoyo de los medios de comunicación permitió, una vez más, la creación de una comisión para investigar los delitos y agresiones sexuales cometidos en Francia.

Así nació la Ciase, confiada al ex vicepresidente del Consejo de Estado Jean-Marc Sauvé. Un trabajo ejemplar que reunió a historiadores, sociólogos y otros expertos para escuchar a miles de víctimas. Muchos meses después, el resultado es aterrador. Se ha descubierto un sistema de una perversión inaudita que cuenta con más de 300.000 víctimas. Esta cifra alucinante señala la monstruosidad de la institución que ha silenciado tanto a los actores como a quienes los rodean, haciendo creer a los cómplices que «el escándalo ya no es la agresión, sino los gritos de la víctima» (p. 45).

En la configuración de los abusos, la autora presenta seis tipologías cuyas «características propias de la Iglesia católica parecen constituir factores facilitadores de este dominio» (p. 47). Y lo que agrava la situación: la no separación de poderes permite ocultar los crímenes.

Sin embargo, a pesar de la empatía del Papa por las víctimas, a pesar del interés del presidente de la Conferencia Episcopal, ni los miembros de la CIASE ni Jean-Marc Sauvé han sido recibidos hasta la fecha por el Papa Francisco. Esta negativa a escuchar la verdad puede deberse a la intervención de algunos intelectuales católicos franceses que querían cerrar el caso y pretendían «sustituir a los responsables de la Iglesia católica para defender finalmente a la institución a expensas de las víctimas; prueba de que el clericalismo también puede prosperar fuera del clero» (p. 56).

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Sin embargo, al explorar el alcance del mal, los ejemplos abundan, por desgracia, y las nuevas comunidades no se quedan atrás. Christine Pedotti repasa las innumerables atrocidades que han atravesado y nombra, una tras otra, estos «carismáticos» movimientos para mostrar que el horror no escatima a casi ninguno. Señala una primera causa de abuso a través de la consideración de la sexualidad dentro de estas instancias.

Para la Iglesia católica, el marco de su ejercicio está estrictamente reservado a la relación sexual entre cónyuges, con una mirada aguda sobre los medios de regulación de la natalidad. «Este corsé extremadamente normativo se considera absoluto e intangible» (p. 79). Por lo tanto, fuera de este marco, todo acto sexual se convierte, sin jerarquía de prácticas, en una ofensa al sexto mandamiento. Todo se cataloga en el mismo plano en la categoría de pecado, desde la masturbación hasta la violación. Salvo que en los miles de agresiones reveladas, «no se viola ni la castidad ni el sexto mandamiento, sino el cuerpo de las mujeres y los niños» (p. 80), como analizará la autora a continuación.

IMG_0509Juan Pablo II con el cardenal pederasta abusador Theodore McCarrick.

Las raíces del mal

Christine Pedotti, cofundadora del Comité de la Jupe (Falda), no esperó a que se revelaran los crímenes y agresiones cometidos por los miembros de la institución para denunciar la forma en que se había desviado el mensaje del Evangelio. Mientras que Cristo abogó por una horizontalidad en la transmisión de la Buena Nueva, un clero estrictamente masculino se reservó muy pronto todos los poderes y se constituyó en una sociedad jerárquica poseedora de una sacralidad usurpada.

¡El arte de elaborar una doctrina de poder como servicio!

Jesús abolió toda jerarquía, porque en su enseñanza cuestiona tanto lo sagrado (hiéros) como el poder (archè). Los primeros cristianos lo entendieron bien y la autora lo recuerda: «No existe una organización de comunidades de creyentes similar a la que conocemos hoy en día con el nombre de Iglesia católica antes de mediados del siglo III d. C.» (p. 85). (p. 85).

Además, Jesús no solo critica repetidamente la toma de poder, sino que él mismo se pone en una posición subordinada, como ilustra la escena del lavatorio de pies. Por desgracia, la Iglesia católica ha pervertido poco a poco los términos que utiliza, llegando incluso a abusar de ellos hasta el punto de «elaborar una doctrina del poder como servicio» (p. 90), llegando a transcribirla así en el § 18 de Lumen Gentium: «Los ministros que disponen de la autoridad sagrada están al servicio de sus hermanos». Curioso oxímoron el de usar el poder sobre los hermanos con el pretexto de servirles…

Ciertamente, esta estructura jerárquica ha contribuido sin duda al mantenimiento de la institución a lo largo del tiempo, imponiendo lealtad y obediencia. Sin embargo, ¿es satisfactoria esta interpretación eclesiológica de la misión encomendada por Jesús?

Las extravagancias de la sumisión clerical se hacen evidentes incluso en el comentario de un obispo cómplice de un pederasta: «¿Cómo puede un padre ir a denunciar a la policía a su hijo (p. 95). Para salvar a sus otros hijos, tal vez uno querría replicarle. Y, como respuesta a la lealtad del clero a sus superiores, se exige la obediencia de los laicos con el pretexto de que los sacerdotes «representan a Cristo». El §37 de Lumen Gentium, citado en la p. 97, especifica a este respecto que los pastores «debido a sus cargos sagrados, ocupan el lugar de Cristo» sic.

La lógica que alimenta los abusos está, por tanto, firmemente establecida. Por un lado, la solidaridad del clero está garantizada bajo juramento desde la ordenación; en cuanto al pueblo llano, considerado ignorante, se le invita a seguir la orden de obediencia. La estructura, bien asentada sobre estos cimientos, debe conservar su control englobándola en un ámbito reservado.

¡Santo cromosoma Y!

En la Iglesia católica, solo los hombres tienen acceso a los cargos «ministeriales», en los que el concepto de servicio transmitido por la expresión «ministerio» se transforma instantáneamente en poder «magisterial». Ahora sabemos que los argumentos basados en supuestos textos bíblicos para discriminar a las mujeres son todos sesgados y carecen de valor teológico o antropológico. La interpretación patriarcal y androcéntrica del Nuevo Testamento, que reservaría los cargos a los hombres, ha sido rechazada con claridad desde hace más de medio siglo por numerosas teólogas y teólogos.

Como han desarrollado recientemente varios teólogos, los pretextos de impureza, la masculinidad de Jesús o la elección de los Doce para alejar a las mujeres de los cargos eclesiásticos han fracasado y casi se consideran un error teológico «en el seno de la Iglesia, donde la relación entre hombres y mujeres debe simbolizar la capacidad de reconocer y apreciar la alteridad» (p. 107). El masculino erigido en la única expresión de las misiones encomendadas por Cristo es una de las primeras causas de los abusos. ¿Es la única?

¿El celibato es una culpa?

Marie-Jo Thiel acaba de cuestionar en profundidad este extraño imperativo de celibato impuesto a los sacerdotes católicos romanos en su libro La gracia y la pesadez 1. Christine Pedotti vuelve sobre esta restricción que, al parecer, estaría relacionada con una exigencia de pureza, como si la sexualidad estuviera indefectiblemente asociada a la culpa, ¡la libido es fundamentalmente culpable! El deseo y el placer son siempre sospechosos y «el carácter relacional de la sexualidad también se ignora», paradójicamente (p. 118). La autora hace un buen análisis de la cualidad de «eunuco para el Reino», sugiriendo que tal vez sea el gusto por la dominación de los maridos lo que se cuestiona en esta forma de considerar las relaciones.

Christine Pedotti vuelve a subrayar que la amalgama entre crimen y pecado, y el hecho de considerar como una «violación» del sexto mandamiento todos los actos relacionados con la sexualidad fuera del matrimonio, acaba borrando las diferencias entre el horror de la pedocriminalidad y la masturbación, que es un signo de buena salud. Si la culpa es la misma, y si solo se trata de culpa, la víctima no existe en el escenario que se desarrolla fuera de ella, entre un arrepentido y su dios. El crimen se borra de la historia, lo que lo facilita. Quizás por eso Benedicto XVI está consternado por los abusos del clero irlandés.

Tiene toda la razón de estarlo, porque, de hecho, «los agresores violaron a niños, y no solo la santidad del sacramento del orden sagrado» (p. 126). Sería urgente darse cuenta de que «violar» la castidad «no equivale a violar a un niño o agredir a una religiosa invocando su deber de obediencia» (p. 127). Además, señala la autora, «si bien el celibato no causa directamente los abusos y los delitos, tiene como consecuencia una forma de indiferencia hacia los demás y sin duda contribuye en gran medida a la incapacidad de los clérigos para escuchar y comprender el sufrimiento de las víctimas, para simplemente compadecerse» (p. 131).

El concepto de sacralidad tomado en un ovillo de desviaciones

IMG_0506En otro plano que se suma a los anteriores, la pretensión clerical de convertirse en «alter Christus» hace que sus miembros adopten una postura de dominio, propicia para fomentar el abuso de confianza y el abuso de poder, que abren de par en par la puerta al abuso sexual.

Sin embargo, se olvida demasiado rápido que todo cristiano se convierte en «sacerdote, profeta y rey» por la unción bautismal, independientemente de lo que piense y diga «una visión totalmente jerárquica que establece una diferencia radical entre los fieles laicos y el clero» (p. 145). Y sobre todo, recordemos: «Lo que quiero es misericordia, no sacrificio», dice Jesús en Mateo 9:13 citando al profeta Oseas. Por lo tanto, habría que volver a cuestionar el carácter sagrado de un ser «apartado» (kléros).

Es difícil desenredar estas diversas y perversas intrincaciones dentro de la estructura clerical. La complejidad de la situación ha favorecido la negación. Por ejemplo, está claro «que no existe una relación directa y evidente entre el celibato y las agresiones sexuales » (p. 153), pero esta situación induce una visión irreal de la masculinidad y la sexualidad, alimentada por la ilusión de una ordenación que serviría de «vacuna» contra los impulsos sexuales. Del mismo modo, el entre-sí masculino no es ajeno al sentimiento de superioridad e impunidad que reafirma a los clérigos en el crimen, y la invisibilización de sus fechorías se sustenta en un poder sin contrapeso dentro de una organización jerárquica basada en lo sagrado.

El balance es, por lo tanto, bastante sombrío y ciertamente no se puede atribuir a una sociedad occidental de costumbres relajadas; sobre todo porque la institución protege a sus miembros mediante largos años de aislamiento en sus seminarios.

¿Existiría algún tratamiento?

Al final, Christine Pedotti se pregunta: «¿Qué quedaría del catolicismo si se eliminara la cuestión jerárquica y sagrada del clero, y su carácter masculino y célibe?» (p. 184-185). Quizás, al abandonar un sistema pervertido, recuperaríamos el pleno sentido del mensaje del Evangelio…

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Pero, por desgracia, aunque «muchos parecen creer que el temporal pasará y que podremos volver a vivir como antes» (p. 196), nada más falso. En cambio, hay que creer en la fuerza del genio católico. Además, «renunciar al poder sagrado de los sacerdotes y obispos no significa renunciar a los sacramentos, ni al sentido, ni a la dimensión de la trascendencia» (p. 194)… Y ya es hora de recordar que en el Concilio Vaticano II se había previsto crear una sinodalia permanente, un consejo en torno al Papa formado por fieles de todo el mundo…

¿Por qué no imaginar nuevas estructuras, más universales, más «católicas», y atreverse a poner en práctica por todas y todos en toda su fuerza el versículo de Mateo 28,19: «Id, pues, y haced discípulos a todas las naciones»?

Sylvaine Landrivon

1. Marie-Jo Thiel, La grâce et la pesanteur. Le célibat obligatoire des prêtres en question, París, Desclée de Brouwer, 2024, 252 p.

Fuente Religión Digital

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“La primavera pendiente “, por José Arregi

Viernes, 17 de marzo de 2023
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2014_11_el-papa-francisco1Leído en su blog Umbrales de luz:

Balance de los 10 años del papa Francisco

En noviembre de 2013, 8 meses después de su elección, el papa Francisco publicó el primero de sus grandes documentos, creo que el mejor de todos los textos escritos o firmados por él: la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium. Fue como un pregón programático. Como un pregón primaveral. Evocaba aquellas palabras que el relato evangélico de Lucas pone en boca de Jesús en la escena inaugural de su misión profética en la sinagoga de Nazaret: “El Espíritu de la Vida me envía a anunciar la buena noticia a los pobres, a proclamar la liberación de los cautivos, a promulgar el año de gracia, el Jubileo de la justicia y de la paz sobre toda la Tierra” (Lc 4,18-19).

Evangelii Gaudium: eso es todo y a eso vengo”, venía a decir el papa argentino, jesuita y franciscano a la vez: solo la bondad inseparablemente personal y política puede traer la alegría de vivir a esta tierra, solo la alegría compartida puede sostener a la larga la lucha por la paz y la justicia universal. La Evangelii Gaudium no denuncia la cultura actual, sino la economía financiera asesina. Afirma que “el gran peligro del mundo (y de los cristianos) es la tristeza” (n. 2), y el remedio no está en creer los dogmas, sino en realizar la “revolución de la ternura” (n. 88). Fue un pregón profético y primaveral con los pies en el suelo y el espíritu en la Buena Noticia de Jesús.

La Buena Noticia de Jesús fue y sigue siendo políticamente y religiosamente subversiva, y es posible que ningún documento de ningún papa anterior lo haya expresado con la fuerza, la libertad y la valentía con que lo hizo el papa Francisco en su programática Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium. Es lo primero que quiero afirmar en mi balance personal de sus 10 años de pontificado.

Y quiero destacar en particular la extraordinaria aportación de este papa a las grandes causas políticas globales de nuestro tiempo: su reivindicación de la justicia como condición de la paz, su denuncia de la economía financiarizada, su análisis de la emergencia ecológica, su reivindicación de la igualdad de los derechos de la mujer (con la grave incoherencia que luego señalaré…). Baste mencionar algunas afirmaciones de la misma Evangelii Gaudium. Denuncia sin titubeos “una economía de la exclusión y la inequidad”, “esa economía que mata (n. 53); y afirma rotundamente que “hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia” (n. 59); que “hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha (n. 195), y que “mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales” (n. 202).

Estas declaraciones y otras muchas similares que el papa Francisco ha proclamado a los cuatro vientos en los cinco continentes a lo largo de estos 10 años ininterrumpidamente –“Quitad vuestras manos de África”, y “El veneno de la codicia ha manchado de sangre sus diamantes”, dijo hace un mes en la República Democrática del Congo– han hecho de él el profeta político más importante de esta década, y no soy yo quien lo dice, sino analistas políticos de izquierda de prestigio internacional como Boaventura de Sousa Santos, y líderes y lideresas de Podemos como Juan Carlos Monedero, Pablo Iglesias y Yolanda Díaz. Esa es, a mi modo de ver, la mejor contribución del papa Francisco.

Claro que la contribución socio-política, aun siendo la primera condición, no permite sin más hablar de primavera eclesial. Esta requiere una profunda transformación de la institución eclesial en los campos de la teología, la moral y la organización del poder. ¿Sería posible? Para gran sorpresa de propios y extraños, el espíritu y la letra de Evangelii Gaudium sugerían una profunda transformación eclesial. Denunciaba sin tapujos a la gente de Iglesia que “se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar” (n. 94). Recalcaba que los hombres y las mujeres de hoy necesitan encontrar en la Iglesia “una espiritualidad que los sane, los libere, los llene de vida y de paz al mismo tiempo que los convoque a la comunión solidaria” (n. 89); que “la Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (n. 114); que, “pequeños pero fuertes en el amor de Dios, como san Francisco de Asís, todos los cristianos estamos llamados a cuidar la fragilidad del pueblo y del mundo en que vivimos” (n. 216); que “aun las personas que puedan ser cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar que no debe perderse” (n. 236); que “Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás” (n. 270). Y aseveraba que “no podemos pretender que los pueblos de todos los continentes, al expresar la fe cristiana, imiten los modos que encontraron los pueblos europeos en un determinado momento de la historia, porque la fe no puede encerrarse dentro de los confines de la comprensión y de la expresión de una cultura” (n. 118); que, por lo demás, “no hay que pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse  siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que expresen un contenido absolutamente invariable (n. 129). Y, antes de todo ello, afirmaba: “tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones (n. 16).

Es un texto lleno de aliento y frescura. Pero no todo era fresco y nuevo: sigue refiriéndose reiteradamente a la vieja teología de la muerte sacrificial, expiatoria, de Jesús que “dio su sangre por nosotros” (n. 178; cf. 128, 229, 274) (¿para quién puede eso resultar hoy buena noticia, motivo de alegría?); reivindica una mayor presencia de la mujer en la Iglesia, pero afirma a la vez que “el sacerdocio reservado a los varones, como signo de Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone en discusión” (n. 104) (¿una Iglesia clerical podrá comunicar el gozo del Evangelio a las mujeres y a los hombres de hoy?); habla de la defensa de los “niños por nacer”, sin hacer distinción alguna entre el cigoto de un día y el feto de cuatro meses (nn. 213-214) (lo que contradice los datos de la ciencia: ¿puede así la Iglesia aliviar la angustia de muchas madres y padres?). En resumidas cuentas: el mensaje político de la Evangelii Gaudium, tanto en su denuncia como en su anuncio, habla el lenguaje de hoy, mientras que el mensaje más propiamente religioso y eclesial sigue ligado a creencias y categorías del pasado incapaces de inspirar a la inmensa mayoría de nuestra sociedad.

No obstante, la Evangelii Gaudium en su conjunto me hizo vibrar. Todo sonaba a puro Evangelio de aliento y renovación, libertad y liberación. Como innumerables cristianas y cristianos, la leí como un bello y firme himno a la primavera eclesial. Sin embargo, no me lo creía del todo, por dos motivos mayores. Primero, porque no veía señales claras de nuevo lenguaje teológico. Segundo, porque en el año 2013 yo ya no albergaba ilusiones de que en este pontificado se fuera a recuperar el retraso secular acumulado por la institución eclesial en los últimos 500 años (muchos más, en realidad), revertir la inercia tradicionalista de los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, colmar el desfase creciente entre la cultura moderna-posmoderna y el sistema eclesiástico en su conjunto. Ya era muy tarde para que la entera institución eclesial se dejara transformar por el espíritu de Jesús, por el aliento de la vida.

¿Y hoy, 10 años después? Lo diré abiertamente, y no sin algún pesar: sigo sin ver señales de aquella primavera anunciada. No obstante, constato con profunda extrañeza que muchas mujeres y hombres inteligentes y críticos celebran “la primavera del papa Francisco” como ya llegada, o al menos estrenada e irreversible. Por despacio que corra el tiempo en los relojes vaticanos y a pesar de que sus días sean como siglos, en estos tiempos de cambio acelerado, 10 años a la espera de la primavera son muchos años, demasiados para seguir aguardándola. En estos 10 años el mundo ha cambiado tanto y la Iglesia tan poco o nada, que su retraso se ha redoblado, la brecha entre la sociedad y la Iglesia ha seguido creciendo, y no porque la sociedad se haya alejado, sino porque la Iglesia sigue detenida en el pasado. 10 años son dos legislaturas en la mayoría de los parlamentos y gobiernos. Son suficientes para que quede bien de manifiesto aquello que un gobierno se propone hacer y lo que no, o aquello que puede hacer y lo que no podrá aunque se lo proponga. Una década es también suficiente para que un papa plenipotenciario dé signos inequívocos de lo que quiere y no quiere, de lo que puede y no puede hacer por plenipotenciario que sea (contradicción congénita del papado).

Entretanto, el zorzal común ha vuelto a cantar cada año sus variadas melodías siempre nuevas y el almendro ha florecido adelantándose cada año a la primavera general. La vida revive sin cesar y su incesante renacer es irreversible a pesar de todo, a pesar incluso de esta humanidad a la deriva. Pero, 10 años después, sigo sin ver las señales de la primavera eclesial. Porque quiere y no puede, porque puede y no quiere o porque ni quiere ni puede, la primavera no ha llegado ni la espero. ¿Y por qué lo digo así, tan tajantemente? He aquí 6 de los motivos principales:

  1. Una teología que se ha vuelto incomprensible. Las palabras del papa Francisco siguen aferradas a la misma teología de siempre; la misma imagen de Dios como Ente Supremo, aunque misericordioso, que interviene en el mundo; el mismo viejo “diablo”; la misma idea del ser humano como centro y culmen de la creación; el mismo pecado y la misma idea de la Cruz expiatoria de “nuestros pecados”; la misma presentación del cielo y del infierno del más allá. Los mismos dogmas y el mismo Derecho Canónico con dos o tres retoques irrelevantes. Y pienso que, mientras no cambie la teología, no habrá primavera en la Iglesia. ¿Por qué el cristianismo tiene que cambiar o morir? era el título de un libro publicado por el obispo episcopaliano John Shelby Spong en 1999. Hace 50 años como mínimo que, según todos los indicios, la Iglesia católica optó por morir en vez de renovarse y revivir.
  2. Una visión insostenible de la homosexualidad: “Si una persona es gay y busca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?”, dijo en el avión a la vuelta de Brasil en 2013, y mucha gente vio en esas palabras una ruptura con el pasado que yo sigo sin ver, pues alguien afirma que “no puede juzgar” a una determinada persona cuando ésta mantiene una conducta considerada en sí misma como condenable (“¿quién soy yo para juzgar a un homicida?”). De acuerdo con la tradición teológica general, el papa ha afirmado siempre que “la orientación homosexual no es pecaminosa, pero que los actos homosexuales sí lo son”, aunque en una reciente entrevista se enredó un poco diciendo que “la homosexualidad no es delito, pero sí pecado”. Sea como fuere, ha repetido numerosas veces que “el sacramento del matrimonio es entre un hombre y una mujer, y la Iglesia no puede cambiar eso”. Pues bien, no habrá primavera eclesial mientras perdure esa homofobia.
  3. Una perspectiva de género absolutamente fuera de lugar. Durante estos 10 años, hasta hoy, el papa Francisco se ha referido reiteradamente a la “teoría de género” como “una colonización ideológica”, “esa maldad que hoy se hace en el adoctrinamiento de la teoría del género”, tachada de “diabólica y de “atentado contra la Creación”, que “vacía el fundamento antropológico de la familia”. ¿Qué primavera cabe mientras se sigan lanzando tales falsedades y ofensas contra las personas LGTBIQ+ y contra la sensibilidad, imprescindible, de una mayoría social creciente?
  4. La mujer sublimada y marginada. A lo largo de esta década se han multiplicado en boca del papa las tomas de posición sobre la necesaria igualdad de derechos de la mujer en todos los ámbitos de la sociedad civil…, Pero no en el interior de la comunidad eclesial, en la que está vedado el acceso de la mujer a todos los puestos de responsabilidad y de poder, y ello “por voluntad divina”. Se ha referido tímidamente a la posible ordenación de “diaconisas”, y muy recientemente incluso a la posibilidad de que una mujer presida un dicasterio vaticano, pero en ambos casos se trataría de funciones subalternas, siempre desligadas del llamado “sacerdocio sacramental”, ordenado. Los argumentos aducidos –enteramente anacrónicos y carente de todo fundamento histórico y teológico– siguen siendo los de siempre: la diferencia absoluta entre “sacerdocio común” y “sacerdocio sacramental”, la elección por parte de Jesús de 12 apóstoles varones, la distinción entre la función administrativa y el “poder sacramental” derivado del “sacramento del Orden”, indispensable éste para la celebración de la eucaristía y la “absolución sacramental de los pecados”. Nada nuevo bajo las cúpulas vaticanas. En diciembre de 2022, el papa Francisco incluso hizo suya la teoría del doble principio, mariano y petrino, que rige la Iglesia, teoría propuesta y defendida por Hans Urs von Balthasar –uno de los principales teólogos del siglo XX, referente de la teología más conservadora– en su libro El complejo antirromano (1974): María simboliza el amor, y es lo esencial en la Iglesia, pero carece de poder; Pedro y sus “sucesores” –con amor o sin amor– poseen en exclusiva el poder de representar al varón Jesús, que como varón representa a Dios Padre… No florecerá la primavera en la Iglesia, mientras no se rompa este sistema patriarcal.
  5. El impasse de los sínodos. “Sínodo” significa “camino compartido”, si bien en el Derecho Canónico significa ante todo “asamblea del papa con los obispos”. Con el papa Francisco, llevamos tres Sínodos Generales y el cuarto está en marcha, y no han servido para caminar adelante sino para dar vueltas en el punto partida, y preveo que lo mismo pasará con el cuarto que está en curso. Primero fue el Sínodo de los jóvenes (2018), en el que los jóvenes brillaron por su ausencia. Luego se convocó el Sínodo de la Amazonía (2018-2019), en cuyo documento final se proponía que algunos varones casados “idóneos y reconocidos” que son diáconos permanentes puedan ser ordenados sacerdotes en “algunas zonas remotas de la región amazónica” (n. 111), pero el 3 de septiembre del año 2020 el papa Francisco desaprobó ese párrafo. En tercer lugar, se celebró el Sínodo de la Familia (2021-2022), del que se esperaba que dijera que los divorciados vueltos a casarse podrían comulgar, pero todo quedó en el aire, y cada uno hace como mejor le parece, como antes del Sínodo. Por fin, en 2021 se dio comienzo al cuarto Sínodo General, el Sínodo sobre la Sinodalidad, que recientemente se ha decidido prolongarlo hasta el 2024, no sé si para ganar tiempo o para perderlo. Pero no puedo pensar sino que acabará donde empezó: en efecto, en su Documento preparatorio se dice que “algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás” (n. 12), que aquellos “con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad” (n. 13), que los pastores son los “auténticos custodios, intérpretes y testimonios de la fe de toda la Iglesia” (n. 14), y se define a la Iglesia como “una comunidad jerárquicamente estructurada” (n. 14), contradicción en los términos. Si, después de dos años largos, no supera, que no superará, ese planteamiento, no habrá sido un auténtico Sínodo, “camino común”, sino un callejón clerical sin salida.

Mírese lo que está pasando, lo que ha pasado ya, con el “Camino Sinodal” de la Iglesia Católica alemana, puesto en marcha a finales de 2019. Por una amplísima mayoría de laicos y clérigos, obispos incluidos, han reclamado, entre otras cosas, la ordenación sacerdotal de mujeres y el reconocimiento de la unión de homosexuales como sacramento matrimonial, pero en el camino se han encontrado una y otra vez con el veto absoluto del Vaticano para esas y otras propuestas. Ante su insistencia, el cardenal Kasper, en otro tiempo prestigioso teólogo abierto, luego obispo y ahora principal asesor teológico del papa Francisco, a finales de 2021 declaró que “el Camino sinodal alemán se ha convertido en una farsa de sínodo”. “Maria 2.0”, el movimiento de mujeres católicas romanas de Alemania, acaba de advertir que el Camino Sinodal está en peligro de “fracasar fatalmente”.

  1. El clericalismo es la raíz de todos los males. La Iglesia Católica romana se define y funciona de acuerdo a un modelo clerical vertical, autoritario, masculino y célibe. Es un modelo enteramente obsoleto, sin fundamento alguno en Jesús y en las primeras generaciones cristianas (si bien hay que decir que dicho modelo no sería hoy vinculante ni en el caso, totalmente irreal, de que lo hubiese instaurado Jesús en persona y lo hubiesen aplicado todas las comunidades cristianas al unísono desde el principio, al igual que ya no son vinculantes para hoy el pergamino o el papiro y la tinta con que entonces escribían).

El papa Francisco ha advertido una y otra vez en términos severos contra la tentación del clericalismo, pero no ha dado ningún paso decisivo para hacerlo desaparecer, ni siquiera para relativizarlo. Ha denunciado con razón que “los laicos clericalizados son una plaga en la Iglesia”, pero no que esa plaga es derivada del modelo clerical de Iglesia ni que este modelo es la causa principal de los grandes males sistémicos de esta Iglesia católica romana –agresiones sexuales incluidas– y que hay que derogarlo en nombre de Jesús y de la fraternidad-sororidad universal a la que la humanidad aspira.

La erradicación del modelo clerical piramidal, autoritario y masculino requiere la transformación radical del discurso teológico en su conjunto y el desmantelamiento de los cimientos mismos del actual Código del Derecho Canónico. No habrá primavera en la Iglesia mientras eso no suceda, como no podrán avanzar los sínodos mientras la última palabra la tengan el papa y los obispos nombrados por él a dedo, ni mientras el papa siga siendo plenipotenciario, elegido por los cardenales nombrados por el papa anterior, y obligado lógicamente a ceder el poder real a curias que lo ejercerán en la mayor opacidad y fuera de todo control, y ello en nombre de Dios y del papa, que apenas se enterará y que poco podrá hacer aunque se entere. Y no bastará con reformar la burocracia curial, es decir, fundamentalmente, redistribuir dicasterios y poderes y cambiar protocolos.

Por todo lo dicho, la conclusión se me impone: la primavera del papa Francisco sigue pendiente, enteramente pendiente. Y no puede valer como excusa la existencia –por verdadera que sea– de grandes poderes que operan contra él desde fuera y sobre todo desde dentro mismo del sistema clerical (por ejemplo, cardenales como Pell, Burke, Brandmüller, Müller, Sarah, Rouco, Erdö, Ouellet, Viganò…), pues las luchas de poder y de intereses forman parte constitutiva del sistema del papado absolutista.

Pero quede muy claro: no reprocho nada al papa de mente jesuita y corazón franciscano. Es un hombre como cualquiera de nosotros, seguramente mejor que yo y que la mayoría de nosotros, pero eso no viene aquí al caso. Tiene su mentalidad, su teología, su modelo de Iglesia, con todo derecho, como cualquiera de nosotros. Y hace como mejor piensa y puede con la mejor voluntad. No le reprocho nada, ni le exijo nada más de lo que hace, a sus 86 años y con su salud quebrada. Pero representa un sistema eclesiástico obsoleto. Es rehén del papado y de su historia y de sus dogmas inamovibles. Y es el jefe absoluto de una institución en la que se halla enfrentado a una alternativa poco halagüeña: o intentar reformarla radicalmente (cosa improbable, por no decir imposible) o empeñarse en mantenerla con meros ajustes  de funcionamiento, reformas curiales y sínodos incluidos (lo que equivale a dejar que siga cayendo poco a poco, al ritmo aproximado de un punto porcentual al año, según las estadísticas –implacables– socio-religiosas mundiales; las cifras son implacables).

Tal es el balance general que hago después de 10 años. Puede parecer demasiado pesimista. Pero quiero dejar también muy claro: no me siento decepcionado por el papa Francisco (el lector puede corroborarlo leyendo la breve reflexión “100 días de papado” que escribí poco después de su elección). No me siento decepcionado por dos motivos, determinantes ambos: en primer lugar, porque hace 10 años no tenía expectativas de la gran reforma eclesial (que 50 años atrás era absolutamente indispensable y tal vez hubiera sido posible), y no hay decepción donde no hay expectativas; en segundo lugar, porque el hecho de que esta institución eclesial, que en el Concilio Vaticano II y en el inmediato postconcilio se negó a reformarse a fondo para empujar el anhelo de un mundo mejor en este mundo, que esta institución, digo, se vaya derrumbando ya no me parece ni una gran desgracia ni un motivo de desesperanza.

La esperanza del mundo ya no se juega en la suerte de este sistema eclesial. Con mis dudas y contradicciones, trataré de vivir en esperanza: de seguir cuidando en mí mismo y en los demás la llama vacilante que arde en la comunidad eclesial de las discípulas y discípulos de Jesús, pero sin esperar la reforma de esta institución eclesiástica ya irreformable. La esperanza no consiste en esperar o aguardar a que algo –aunque sea lo mejor– suceda, sino en vivir con espíritu, en respiro, dejándose inspirar por el Espíritu transformador y poniendo cada día una semillita de vida para la vida común más plena a la que aspiramos.

Aizarna, 28 de febrero de 2023

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¿Cómo entender el Papado? (Algunos apuntes de orden histórico), por Eduardo Hoornaert

Sábado, 3 de julio de 2021
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Nada más concluir el concilio Vaticano II hubo intensas discusiones sobre el papado. Muchas de ellas tuvieron eco en las páginas de la revista «Concilium» a lo largo de la década de 1960. De esos debates quedó la convicción de que es necesario conocer mejor la historia del papado, para evitar los anacronismos (proyectar al pasado las situaciones presentes) y las afirmaciones desprovistas de base histórica que permean el discurso acerca del gobierno central de la Iglesia católica. Ante un tema que toca puntos neurálgicos del sistema católico y de la sensibilidad católica, me parece importante anotar aquí algunos puntos básicos que suelen hacerse presentes cuando se habla sobre el papado.

1. Pedro en Roma

El obispo Eusebio de Cesarea, teórico de la política universalista del emperador Constantino, en el siglo IV, redactó para las principales ciudades del imperio romano listas de la sucesión de obispos, en el intento de adaptar el sistema cristiano al modelo sacerdotal romano. Lo hizo de una forma bastante aleatoria. Así, escribe, por ejemplo, que Clemente fue ‘el tercer obispo de Roma’, después de Lino y Anacleto. Conocemos a Clemente romano por sus cartas, pero nada sabemos acerca de Lino y de Anacleto. Nadie sabe de dónde sacó Eusebio esos nombres, trescientos años después de los acontecimientos.

Para dar consistencia a su tesis de que Pedro es el primer papa, Eusebio escribe, en el segundo libro (14,6) de su ‘Historia eclesiástica’, que el apóstol Pedro viajó a Roma al comienzo del reinado de Claudio, o sea, alrededor del año 44. ¿Qué dicen los escritos de Nuevo Testamento sobre eso? En Hechos de los apóstoles (12,17) se dice que Pedro, en el año 43, salió de Jerusalén y ‘fue a otro lugar’, sin especificar cuál. Los mismos Hechos relatan que Pedro está en Jerusalén en el año 49, con ocasión de la visita de Pablo. Nada se dice sobre la actuación del apóstol entre los años 43 y 49. Lo más probable es que haya viajado a Samaria como exorcista, pues los Hechos relatan su disputa con otro exorcista, de nombre Simón el Mago, que actuaba en aquella región. En fin, las fechas propuestas por Eusebio no se combinan con lo que los Hechos de los apóstoles nos narran.

Los historiadores hoy concuerdan en decir que Eusebio es un historiador sospechoso, pues está involucrado en un proyecto que tiene como finalidad articular la política imperial en su relación con el cristianismo, y contar el movimiento cristiano ajustándolo a un modelo dinástico de tipo romano. Eusebio proyecta la imagen de la Iglesia del siglo IV hacia el pasado. Por ejemplo, proyecta la repartición territorial de las áreas de influencia (diócesis) –repartición que forma parte de la administración romana– a los primeros tiempos del cristianismo, sin ninguna base historiográfica. En los capítulos 4 a 7 de su Historia Eclesiástica, elabora listas de obispos monárquicos que se remontan hasta los apóstoles. En todo ello aparece la intención de asimilar las estructuras cristianas a la organización imperial de la época.

Concluyendo, podemos decir que no hay base histórica para la afirmación de que Pedro haya estado en Roma, y con eso cae uno de los principales fundamentos del discurso oficial sobre el papado.

2. ‘Tu eres Pedro’

índiceHoy, las palabras ‘Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia’ figuran, con enormes letras, en el interior de la cúpula de la basílica de San Pedro, en Roma. Hay que recordar que se trata de un versículo aislado del evangelio de Mateo. Sin embargo, el sentido del versículo sólo aparece cuando es leído en el contexto, o sea, dentro de la secuencia de cuatro versículos: Mt 16,16-19. El historiador ortodoxo Meyendorff [1] muestra cómo esos versículos han sido entendidos en los siglos anteriores a Constantino y a la alianza entre las jerarquías cristianas y las autoridades del imperio romano.

Se trata, según el historiador, de un elogio de Jesús dirigido a Pedro. Cuando éste afirma que Jesús no es un profeta entre otros, sino el ungido de Dios, Pedro muestra que Jesús no sigue la tradicional manera de actuar de los profetas del Antiguo Testamento, que amenazaban e intimidaban a las personas hablando de la ira de Dios por causa de los pecados y de la necesidad de penitencia. Pedro entiende que Jesús, que no amenaza ni condena, sino que apunta hacia el Reino de Dios, la gracia, la misericordia, el perdón, es diferente. Debe ser el ungido de Dios tan esperado, piensa él. Y Jesús elogia a Pedro por expresar de forma tan feliz la novedad que él mismo viene a traer. Es como si quisiese decir: “tú captas mi intención, tú eres la piedra sobre la cual pretendo construir mi Iglesia, si todos entendiesen lo que tú dices aquí, mi Iglesia estaría bien fuerte”.

Eusebio de Cesarea y los demás teólogos comprometidos con la ideología imperial romana no leen el versículo 18 en su contexto, sino que lo aíslan de los demás versículos (16-19) y con ello dan un significado diferente a las palabras de Mateo.

Hoy Eusebio ha de ser severamente criticado (así como los que lo siguen en la exégesis de Mt 16,18), pues la exégesis actual es taxativa en afirmar que no se puede aislar un texto de su conjunto literario y transformarlo en un oráculo. Para quien lee los evangelios contextualmente queda claro que no dan pie para imaginar que Jesús haya planeado una dinastía apostólica de carácter corporativo, basada en sucesión de poderes.

3. La religión del pueblo (y de los papas)

Más y más me convenzo de que el camino cierto, para analizar el papado, consiste en prestar atención a la religión del pueblo. La palabra ‘papa’ (pope) pertenece al griego popular del siglo III y es un término derivado de la palabra griega ‘pater’ (padre). Expresa el cariño que los cristianos tenían hacia determinados obispos o sacerdotes. El término penetró en el vocabulario cristiano, tanto de la Iglesia ortodoxa como de la católica. En el interior de Rusia, hasta hoy, el pastor de la comunidad es llamado ‘pope’. La historia cuenta que el primer obispo en ser llamado ‘papa’ fue Cipriano, obispo de Cartago entre 248 y 258, y que el término ‘papa’ sólo apareció tardíamente en Roma: el primer obispo de aquella ciudad en recibir oficialmente ese nombre (según la documentación disponible) fue Juan I, en el siglo VI.

Entre nosotros no se ha concedido la debida atención a la religión popular en la construcción del cristianismo. Es un dato implícito a toda la historia de la Iglesia, pero que pasa ampliamente desapercibido y sin comentario. Ello proviene, en parte, del hecho de que, hasta hace poco tiempo, la historiografía cristiana estaba principalmente basada en el estudio de fuentes escritas. Ahora bien, esas fuentes prácticamente nunca abordan la religión del pueblo. Por lo demás, es la regla general: los intelectuales no acostumbran a mostrar interés por lo que ocurre en medio del pueblo común y anónimo.

La ‘plebe’ no consigue la atención de filósofos como Platón, Aristóteles, Cicerón o Séneca, ni de intelectuales prominentes como Galeno, Plotino o Marco Aurelio. Ni siquiera autores cristianos como Justino, Ireneo, Tertuliano, Cipriano, Clemente de Alejandría u Orígenes, describen lo que ocurre entre cristianos comunes. En definitiva, ellos también pertenecen a la élite letrada. Hoy existen ciencias que nos revelan la vida vivida de aquellos tiempos, más allá de los escritos, como la arqueología y la “iconografía”, o sea, el estudio del arte cristiano.

El estudio del arte cristiano en el transcurso del siglo IV muestra que prácticamente todo lo que se cuenta sobre Pedro proviene de la religión popular. En la época de la construcción de las primeras basílicas cristianas (segunda parte del siglo IV), fueron invitados artistas que trabajaban con mosaicos para cubrir las paredes de escenas relativas a los evangelios y a la vida de la Iglesia. Así, aparecieron las más variadas imágenes de Pedro: crucificado cabeza abajo, con las llaves en la mano, pescador, asegurando en la mano derecha la maqueta de alguna nueva Iglesia, con vestidos sacerdotales romanos (alba, estola, manípulo…), con la tiara persa o la mitra mesopotámica (de la liturgia del dios Mitra) en la cabeza, con su barco (que nunca se hunde), su red (que pesca hombres), su sello, su cátedra (la Santa ‘Sede’).

Pero la imagen que aparece con más frecuencia es la de la tumba de Pedro, al lado de la tumba de Paulo. Efectivamente, el papa es antes de nada visto como el guardián de las tumbas de Pedro y Paulo. Una tradición romana muy antigua cuenta que Pedro fue martirizado en el monte Vaticano y que Pablo lo fue ‘fuera de los muros’ de la ciudad. Desde muy pronto se registran ‘romerías’ a las tumbas de los apóstoles-mártires, Pedro y Pablo [2]. Sin documentación que probase la veracidad de la presencia de Pedro y Pablo en Roma, las historias sobre ambos proliferan en Roma. Ya en el siglo II, ir a Roma significa ir a visitar las tumbas sagradas, como se comprueba en los escritos de Justino e Ignacio de Antioquía.

El papa Pío XII todavía trató de reavivar la tradición de estas romerías por medio del ‘año santo’ de 1950, que fue un éxito, y más tarde, en 1956, mandó ejecutar excavaciones en un cementerio antiguo descubierto en 1956 bajo un garaje en construcción en el Vaticano. En ese cementerio eran enterradas personas pobres, esclavos y libertos, hasta en los siglos IV y V. El papa esperó encontrar ahí señales de la tumba de Pedro, pero las obras fueron suspensas por falta de evidencias[3].

Todo ello indica que la institución cristiana, tal como funciona concretamente, puede ser considerada una creación de la religión popular. Para los obispos, no es tan fácil aceptar eso, pero no hay cómo escapar de la evidencia. Todos sabemos que el pueblo sostiene financieramente a la jerarquía (de una u otra forma) y que él es quien confiere prestigio y honorabilidad a obispos y papas. En definitiva, ¿qué sería del papa si ya nadie saliese de casa para ir a verlo y aclamarlo?

Interesante observar que los propios papas tienen su ‘religiosidad’. Hasta ahora, ningún papa se ha atrevido a adoptar el nombre de Pedro. Sólo tardíamente, en el siglo VI, un papa adoptó el nombre de Juan, y sólo en el siglo VIII apareció el primer Pablo. Hay muchos detalles interesantes en ese sentido, que no menciono aquí por falta de espacio, pero que el lector puede investigar en google.

4. La lucha por la hegemonía

450_1000A partir del siglo III se desencadenó entre los obispos de las cuatro principales metrópolis del imperio romano (Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Roma) una dura lucha por el poder. Fue particularmente dramática en la parte oriental del imperio, donde se hablaba griego. Los obispos en litigio fueron llamados ‘patriarcas’, un término que acopla el ‘pater’ griego con el poder político (‘archè’, en griego, significa ‘poder’). El ‘patriarca’ es al mismo tempo ‘padre’ y ‘líder político’. Al principio Roma participaba poco en esta disputa, por quedar lejos de los grandes centros de poder de la época, y por usar una lengua menos universal (sólo usada en la administración y en el ejército del sistema imperial romano), el latín. Por su parte, Jerusalén, ciudad ‘matriz’ del movimiento cristiano, quedó fuera de la escena, por ser una ciudad de poca importancia política.

En el año 330 Constantinopla se autoproclama la ‘segunda Roma’, un título aceptado por los obispos en el año 381, con ocasión del concilio de Constantinopla.

De entonces en adelante, el poder divino (ejercido por Pedro) actúa en la ‘nueva Roma’, o sea, en Constantinopla. Fortalecidos por ese consenso, los patriarcas de Constantinopla se implican cada vez más en asuntos internos de las demás Iglesias, un proceso que culmina en Calcedonia (451), cuando Constantinopla nombra obispos para Antioquía y Alejandría. La idea de la transferencia del ‘poder de Pedro’ todavía tiene acogida favorable en el siglo XVI; cuando el patriarca Jeremías II Tranos, de Constantinopla, viaja a Rusia (1589), impresionado por el vigor del cristianismo en aquel país, y hace de Moscú una ‘tercera Roma’. Enseguida, la ciudad se convierte en un centro de peregrinación. Así como los francos y germanos peregrinan a Roma, los eslavos y rusos peregrinan hacia Moscú. La identificación entre el imperio romano, su memoria, sus símbolos, sus ritos, sus vestimentas y ceremonias, y los imperios bizantino, carolingio, ruso y católico es algo que salta a la vista del historiador. Efectivamente, ‘el mundo gira, pero la cruz permanece’ [4].

5. Durante siglos, Roma busca el poder

El patriarca de Roma, que al principio no ocupa un papel destacado en la lucha por la hegemonía sobre toda la cristiandad, no deja de hacer valer su poder en la parte occidental del imperio, desde muy pronto. Ya en el siglo III el ya citado obispo Cipriano, de Cartago, reacciona con energía ante las pretensiones hegemónicas del obispo de Roma, y repite que entre los obispos ha de reinar una ‘completa igualdad de funciones y de poder’. Pero la historia avanza inexorablemente. Con tenacidad, los sucesivos patriarcas de Roma consiguen ampliar su ascendencia sobre las demás Iglesias de Occidente. Es una larga historia, de la cual apunto aquí apenas algunos momentos más decisivos [5].

Pienso que es importante recorrer las sucesivas etapas, pues de ese modo resulta más fácil comprender que el papado es una construcción histórica condicionada por el tiempo y por el espacio, como todo lo que el ser humano hace. Y todo lo que el ser humano construye puede ser de-construido, remodelado u substituido por algo que sea más adecuado a las exigencias del momento.

– Hasta el final del siglo III el papado no interviene en las decisiones tomadas por las reuniones de los obispos. Ellos son libres y soberanos. Pero ya se anuncian problemas en el horizonte.

– La misma actitud perdura en la primera parte del siglo IV. Los obispos locales mantienen su independencia ante Roma, aunque siempre manifiesten respeto para con el patriarca de Roma. Así, en las reuniones episcopales de Arles (314), Nicea (325) y Sárdico (342). Cuando se produce alguna cuestión especial, el obispo de Roma es notificado, nada más. Los patriarcas Silvestre y Liberio no interfieren en las decisiones tomadas  en las reuniones de obispos (concilios).

– Las cosas comienza a cambiar en la segunda parte del siglo IV. Los patriarcas romanos Damasio (366-384) y Sirico (384-399) se muestran muy desinhibidos y atribuyen a Pedro (y sus sucesores) títulos de la nomenclatura religiosa romana, como ‘sumo pontífice’, ‘príncipe (de los apóstoles)’, ‘vicario (de Cristo)’. Obispos como Basilio y Ambrosio no aprueban las maniobras romanas, pero aun así, los patriarcas romanos avanzan en busca de control sobre los obispos.

– Con Inocencio I, al inicio del siglo V, avanza el proceso de la romanización de la Iglesia cristiana en Occidente. Inocencio interviene sistemáticamente en los asuntos de Iglesias locales de Francia, España e Iliria (región balcánica), exige informes, se reserva la última decisión… A las reuniones episcopales de Cartago y Mileve (sobre el pelagianismo), él manda decir que un problema sólo puede resolverse pasando por Roma. Celestino I sigue el mismo camino y resuelve soberanamente el caso de Nestorio (de Alejandría), y envía como delegado a Cirilo de Alejandría al concilio de Éfeso (431). Una vez más, los obispos y los teólogos reaccionan. Incluso Agustín no está de acuerdo, aunque se diga que él sea autor de la frase ‘Roma hablada, causa acabada’ [6]. Agustín mantiene la idea tradicional: la autoridad romana ha de respetar la soberanía de los concilios episcopales. El primado del obispo de Roma es solamente honorario.

– Pero el proceso de la centralización romana continúa. León I intensifica la mística petrina, y principalmente la mitología en torno a la imagen de Pedro. Tiene la osadía de afirmar que su autoridad (la ‘plenitud del poder’ [7]), proviene directamente de Cristo. El ‘vicario de Cristo’ es el ‘príncipe de los apóstoles’; no es el ‘primero entre los iguales [8]’ (como decía Eusebio), ni una autoridad ‘honoraria’ (como decía Agustín).

En los concilios realizados en España, Italia del Norte y de África del Norte, León actúa como jefe absoluto e interviene hasta en detalles mínimos. Incluso en Oriente se atreve a interferir. En la controversia monofisita, desprecia la intervención del patriarca de Alejandría y manda sus propios legados, transmite órdenes a los padres conciliares reunidos en Calcedonia y declara nulas las decisiones que no le agradan. Esa postura autoritaria impresiona mucho a los contemporáneos, que conservan cuidadosamente su correspondencia, que pasa a constituir la base de la teoría papal vigente hasta nuestros días.

– La victoria definitiva del papado llega con Gregorio Magno, que crea en Lerins, en la actual Francia, una escuela de ‘aristócratas episcopales’ para establecer la organización eclesiástica en el sur de Galia. Intelectual de renombre, Gregorio inicia los tiempos gloriosos de Roma. Su figura puede ser colocada a la altura de otros exponentes da ‘aristocracia episcopal’, como Ambrosio, protagonista da supremacía de la Iglesia sobre el Estado; o Agustín, al mismo tempo ‘padre de la inquisición’ y genial teólogo; o Juan Crisóstomo, orador de renombre, o también Cirilo de Alejandría, fundador de la tradición teológica griega.

– El camino queda abierto. Después de la exitosa alianza con el emergente poder germánico en Occidente (Carlomagno, año 800), los papas romanos elevan cada vez más el tono de su voz y, con ello, sus relaciones con los patriarcas orientales (principalmente con el patriarca de Constantinopla) se hacen cada vez más tensas. El cisma de 1054 viene a cerrar una evolución de siglos. Se rompe la unidad del cuerpo cristiano y dos caminos se separan: el ortodoxo y el católico.

6. Roma en el auge del poder

Ahí comienza la historia de la Iglesia Católica Apostólica Romana propiamente dicha. Es una historia de siglos de éxito. Y ese éxito proviene principalmente de la diplomacia, o sea, del ‘arte de la Corte’ que Roma aprendió con Constantinopla. A lo largo de siglos, prácticamente todos los gobiernos de Europa occidental aprenden en Roma o por Roma ese arte. La diplomacia es un arte nada edificante, pero muy eficiente. Un arte que incluye hipocresía, apariencia, habilidad en saber lidiar con el pueblo, impunidad, sigilo, lenguaje codificado (inaccesible a los fieles), palabras piadosas (y engañosas), crueldad encubierta de caridad, acumulación financiera (indulgencias, amenaza del infierno, del miedo, etc.). La imponente ‘Historia criminal del cristianismo’, en 10 volúmenes, que el historiador K. Deschner acaba de concluir, describe con detalle ese arte eminentemente papal.

Es principalmente por medio del arte de la diplomacia como a lo largo de la Edad Media el papado cosecha éxitos fenomenales. Sin armas, Roma se enfrenta a los mayores poderes de Occidente y sale victoriosa (Canossa 1077). Como resultado, la Iglesia es afectada, al decir del historiador Toynbee, por la ‘embriaguez de la victoria’. El papa pierde el contacto con la realidad del mundo y pasa a vivir en un universo irreal, repleto de palabras sobrenaturales (que nadie entiende).

7. Roma al lado de los más fuertes

Con la llegada de la modernidad, el papado pierde paulatinamente espacio público. En el siglo XIX, principalmente durante el largo pontificado de Pío IX, la antigua estrategia de oponerse a los ‘poderes de este mundo’ ya no funciona. Ya no comporta más victorias, sólo registra derrotas. Entonces, el papa León XIII decide cambiar de estrategia, e inicia una política de apoyo a los más fuertes, estrategia que funcionará durante todo el siglo XX. Benedicto XV sale de la primera guerra mundial al lado de los vencedores; Pío XI apoya Mussolini, Hitler y Franco, mientras Pío XII practica la política del silencio ante los crímenes contra la humanidad, perpetrados durante la segunda guerra mundial a costa de incontables vidas humanas. Tras una breve interrupción con Juan XXIII, la política de apoyo silencioso a los ganadores (y de palabras genéricas de consuelo a los perdedores) continúa, hasta nuestros días.

8. El papado, un problema

Be_77DMhPor todo eso, se puede decir hoy que el papado no es una solución: es un problema. Pues el papa no es sólo un líder religioso, sino también un jefe de Estado. Cada vez aparece más claro cómo el papado es una excrecencia del episcopado. Ese episcopado registra, a lo largo de los siglos, páginas luminosas. Aquí, en América Latina hemos tenido, en los últimos tiempos, además de obispos mártires, como Romero y Angelelli, una generación de obispos excepcionales, entre los años 1960 y 1990. Es verdad que el Concilio Vaticano II avanzó la idea de la colegialidad episcopal, con la intención de fortalecer el poder de los obispos y limitar el poder del papa, pero no ha producido avances considerables, por lo menos hasta hoy. Aun así, hay que recordar que el catolicismo es mayor que el papa, y que la importancia de los valores vehiculados por el catolicismo es mayor que su actual sistema de gobierno.

Todo se resume en la siguiente pregunta: ¿‘puede la Iglesia católica subsistir sin papa?’ Es como preguntar ‘puede Francia subsistir sin rey, o Inglaterra sin reina, o Rusia sin zar, o Irán sin ayatolá?’. La propia historia da la respuesta. Francia no desapareció con la destitución del rey Luis XVI, e Irán ciertamente no se acabará con el fin del reinado de los ayatolás. El surgimiento del protestantismo en el siglo XVI demostró que el cristianismo puede subsistir sin papa. Se producirán ciertamente resiliencias y nostalgias, tentativas de vuelta al pasado, pero las instituciones no acostumbran a desaparecer con los cambios de gobierno. En general, el movimiento de la historia en dirección a una mayor participación popular es irreversible (según parece). Tarde o temprano, la Iglesia Católica tendrá que afrontar la cuestión de la superación del papado por un sistema de gobierno central más adecuada a los tiempos que vivimos.

***

[1] Meyendorff, The Primacy of Peter. Essays on Ecclesiology the Early Church and, Crestwood (NY), St. Vladimir‘s Seminary Press, 1992.

[2] Las romerías ‘ad limina apostolorum’.

[3] Vease: Revue d’ Histoire Écclésiastique, Louvain, 1976, 109-111, con comentario del libro de Väänänen sobre el asunto.

[4] Stat crux dum volvitur mundus.

[5] Veja Wojtowytsch, M., Papsstum und Konzile von den Anfängen bis zu Leo I (440-461). Studien zur Enstehung der Überordnung des Papstes über Konzile, Stuttgart, A Hiersemann Verlag, 1981.

[6] Roma locuta, causa finita.

[7] Plenitudo potestatis.

[8] Primus inter pares. Esa es la tesis clásica de Cipriano.

Fuente: Koinonía 

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Lutero y el Vaticano

Jueves, 12 de enero de 2017
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francisco-y-lutero-vaticano-03Tomás Maza Ruiz
Madrid.

ECLESALIA, 19/12/16.- La visita del obispo de Roma Francisco a Suecia para inaugurar, junto con la iglesia Luterana el   año de Lutero con ocasión del 500 aniversario de la reforma luterana y su reivindicación de la figura de Lutero como cristiano y teólogo es un hecho que marca un hito en las relaciones entre católicos y cristianos reformados.

Nadie entre los “papas” se había atrevido a tanto durante los quinientos años de separación de las iglesias cristianas, ni siquiera nuestro querido Juan XXIII. Es verdad que Francisco nos está deparando continuamente esta clase de agradables sorpresas. Nadie como él ha hablado tan claro criticando el criminal régimen económico y político que condena a la miseria a la mayor parte de la humanidad, nadie como él ha defendido el derecho de los refugiados a buscar una vida mejor huyendo de guerras provocadas por los poderosos que luego cierran sus fronteras y convierten el mar Mediterráneo en un inmenso cementerio marino, etc. etc…

Pero en el caso de Lutero hay algo que me llama la atención: Lutero se reveló, con toda la razón, contra la cúpula romana, representada en ese momento por León X, porque éste estaba recaudando dinero vendiendo indulgencias para la construcción de la Basílica de San Pedro. Esta magnífica basílica con sus incontables tesoros artísticos está construida en gran parte con el dinero de los cristianos a los que se les engañó diciéndoles que cada vez que sonaba una moneda en la hucha de las indulgencias un alma escapaba del Purgatorio y se elevaba hasta el cielo. Yo, cada vez que veo la Basílica y los palacios vaticanos, no puedo menos que pensar que en la base de esta gran obra hay un gran pecado de simonía, es decir la venta de supuestos bienes espirituales a cambio de dinero.

Por ello creo que Francisco podría, si lo dejan, abandonar esa sede de san Pedro y habitar en una casa normal, como cualquier vecino de Roma, renunciar al poder político del pequeño estado Vaticano (regalo del fascista Mussolini), a su servicio diplomático con sus nunciaturas y embajadas, a su corte papal de cardenales, reflejo de las cortes reales de la Edad Media y a su pretensión de ser el Vicario de Cristo, con autoridad en toda la Iglesia para nombrar y destituir obispos. Ya dijo en su tiempo Pablo VI que el mayor obstáculo para la unión de los cristianos era la institución del papado y su supuesta infalibilidad (añado yo).

Con estas acciones se conseguiría  una iglesia católica más democrática (en el mejor sentido de la palabra) con un representante oficial “primus inter pares”, con un colegio episcopal cuyos miembros serían elegidos por sus comunidades y éstas, a su vez, serían autónomas y relacionadas unas con otras mediante estructuras fraternas y entregadas a la lucha en favor de los pobres y de la justicia en el mundo. Esta iglesia estaría en condiciones de  establecer relaciones de colaboración con las iglesias reformadas y ortodoxas y emprender bajo nuevas bases un proceso de unidad de todas las iglesias cristianas.

Este es mi sueño que ahora parece imposible. Pero imposible nos parecía hasta hace poco tiempo que la iglesia católica reconociese su culpa en el origen de la reforma luterana y que reivindicara la persona de Lutero.

(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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“Conversión del Papado”, por José Mª Castillo

Domingo, 25 de octubre de 2015
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papa-francisco1Leído en su blog Teología sin Censura:

El papa Francisco lo ha dicho sin rodeos: es necesaria y urgente la “conversión del papado”. No se trata, por supuesto de que el papa se convierta. Francisco no ha dicho esto refiriéndose a una persona, el papa; sino afirmando que es una institución, el papado, lo que tiene que cambiar, es decir, organizarse de otra manera y funcionar de forma distinta a como lo viene haciendo desde hace ya bastantes siglos.

El mismo Francisco explicó ayer, en el Sínodo de Obispos, en qué tiene que consistir este cambio. Lo que el papa ve que es urgente cambiar en la Iglesia es el ejercicio del poder. Concretamente el ejercicio del poder por parte del papado. Se trata de “descentralizar” el modo de gobernar. Para que la Iglesia vuelva a ser gobernada como lo fue durante casi mil años, hasta el s. X. Durante aquellos siglos, el gobierno ordinario de las Iglesias locales, regionales y nacionales lo ejercían los Sínodos de cada región o de cada país. Sólo en circunstancias extraordinarias, y para asuntos que no se podían resolver en el ámbito local, intervenía el obispo de Roma, que, durante siglos, se resistió a ser llamado “papa”, tema en el que insiste con palabras fuertes el papa Gregorio I, San Gregorio Magno (s. VI).

Sería atrevido y desacertado precisar ahora en qué va a quedar esto. Y cómo se van a organizar las cosas de la Iglesia en los próximos años. Sea como sea, una cosa es cierta: la Iglesia no puede seguir viviendo en la enorme contradicción, en que vive ahora, en este orden de cosas. ¿En qué cabeza cabe que la autoridad oficial, que hoy habla en el mundo, en nombre de Jesús y su Evangelio, sea el único monarca absoluto que queda en Europa? ¿Con qué autoridad puede este monarca ponerse a explicar el Evangelio, en el que “los primeros tienen que hacerse los últimos”? ¿Cómo puede decirle a la gente que los discípulos de Cristo no pueden ejercer el poder como lo ejercen los grandes y poderosos de este mundo? (Mc 10, 35-45; Mt 20, 20-28; Lc 22, 24-27). ¿Y va a seguir diciendo esto un jefe de Estado que acepta (según el Derecho Canónico) ser el único hombre en la tierra que posee una potestad “suprema, plena, inmediata y universal, que puede ejercer siempre libremente”? (can. 331, 2).

O sea, el papado se atribuye un poder que no es como el de los “jefes de los pueblos”, sino más fuerte que todos los demás poderes. ¿Qué sentido tiene entonces la prohibición tajante del Evangelio: “No ha de ser así entre vosotros” (Mc 10, 43; Mt 20, 26)?

Impresiona la lucidez y la honradez de Francisco. Como impresiona (quizá más) la ceguera y la hipocresía de quienes se empeñan en que Francisco será la ruina de la Iglesia. Difícil va a ser la conversión del papado. Pero más lo va a ser la conversión de los fariseos. Porque ellos son los que se sienten más seguros en la posesión de la verdad.

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“Lo que nos ha enseñado el Sínodo”, por José María Castillo, teólogo

Domingo, 2 de noviembre de 2014
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papa-francisco1Leído en su blog Teología sin Censura:

1. El papado es necesario en la Iglesia. Ahora vemos, más claro que nunca, que la Iglesia necesita una autoridad suprema, que esté por encima de grupos, tendencias, divisiones y enfrentamientos. De no existir el papado, es posible (incluso probable) que en la Iglesia, después de lo ocurrido, se hubiera producido un cisma. Se sabe que cinco cardenales fueron a pedirle al dimitido Benedicto XVI que apoyara a los defensores de una Iglesia conservadora y tradicional, con una teología y una moral igualmente integrista. Pero el ex-papa Ratzinger les contestó a los cinco cardenales que en la Iglesia no hay más que un papa, que es Francisco. Es más, inmediatamente informó a Francisco de lo que estaba ocurriendo. El papado ha salvado la unidad de la Iglesia. Si un solo arzobispo, Lefebvre, pudo crear un cisma, ¿no habrían podido cinco cardenales ser origen de una fractura mayor?

2. Francisco está cambiando el papado. Lo está transformando más de lo que muchos se imaginan. Y con el papado, está transformado también a la Iglesia. Lo sagrado y lo ritual pierden fuerza. Y crece en importancia lo humano, la cercanía a la gente, la sencillez, la normalidad de la vida. Nace así un estilo nuevo de ejercer la autoridad en la Iglesia. Pierde importancia en ella la religión. Y gana presencia el Evangelio. Además, estamos viendo que este hombre es más fuerte y tiene más personalidad de lo que muchos decían. Una personalidad original, que no le ha llevado a subir, sino a bajar. No para alejarse de los últimos, sino para acercarse a ellos. El nuevo camino de la Iglesia está trazado.

3. El conservadurismo de la Curia pierde fuerza. En este Sínodo no ha ocurrido lo que pasó en el Concilio Vaticano II. Allí también los curiales integristas eran minoría. Pero eran una minoría más fuerte y determinante que la que ha participado en el Sínodo. De hecho, la minoría curial, en el Concilio, supo llevar las cosas a su terreno. Y fue determinante en las cuestiones determinantes para el futuro inmediato. Por eso el capítulo 3º de la Constitución sobre la Iglesia quedó redactado de forma que el papado y la curia han tenido incluso más poder después del Concilio que antes del Concilio. Por otra parte, los escándalos en asuntos de dinero y en abusos de menores han hundido la credibilidad del sistema curial de gobierno en la Iglesia.

4. Ya no son intocables determinados problemas morales que lo eran. ¿Se apela ahora, con la misma seguridad que antes del Sínodo, a la llamada “Ley Natural”? ¿Sigue siendo un tabú lo de la homosexualidad? ¿Alguien se atreve a decir que la Iglesia nunca podrá permitir que los sacerdotes se casen? ¿Es tan impensable, como antes, la posibilidad de que las mujeres lleguen a recibir el sacramento del Orden? ¿No es verdad que la familia tiene hoy problemas mucho más graves y apremiantes que los que se plantean en los confesionarios y en las sacristías? Si ahora nos hacemos estas preguntas – y otras similares -, esto nos viene a decir que en la Iglesia, sin que nos hayamos dado cuenta, el Sínodo nos ha cambiado (algo, por lo menos, o quizás mucho) en temas mucho más serios de lo que imaginamos.

5. La forma de ejercer el poder se está desplazando. El integrismo conservador pierde fuerza porque se empeña en seguir ejerciendo el poder de una forma que cada día tiene menos poder. Cada día tiene menos fuerza el poder que prohíbe, impone, amenaza y castiga. El “poder represivo” es cada día menos poder. Mientras que el “poder seductor” no se enfrenta al sujeto, le da facilidades, es amable y responde a lo que necesita la gente. Es verdad que este poder, cuando “se universaliza”, como ocurre con la informática y su incesante oferta universal de satisfacción inmediata, entonces se convierte en un poder que somete a los sujetos de forma que cada sujeto sometido no es ni siquiera consciente de su sometimiento. Pero cuando el “poder seductor” no “se universaliza, sino que “se humaniza”, entonces lo que hace es que responde a los anhelos más profundos de las personas. Y esto justamente es lo que el mundo está percibiendo en el papa Francisco. Lo que las multitudes de Galilea percibían en Jesús de Nazaret, cuando Jesús anda por el mundo.

 

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“¿Desacralizar el papado?”, por José Ignacio González Faus

Sábado, 25 de octubre de 2014
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el-papa-camina-solo_560x280Confidencia de Francisco a un obispo que le fue a visitar a Roma:

“Reza por mí; la derecha eclesial me está despellejando. Me acusan de desacralizar el papado”

“Demos gracias a Dios por ello, porque contribuirá a purificar la fe de los católicos”

“Un ministerio de Pedro sacralizado sólo sirve para que la curia romana se autosacralice a sí misma bajo la sombra del papa “

Puedo garantizar la anécdota porque me la contó su protagonista: un obispo (de cuyo nombre no debo acordarme) a quien Francisco, el actual obispo de Roma, le dijo literalmente en conversación privada: “reza por mí; la derecha eclesial me está despellejando. Me acusan de desacralizar el papado”.

Permítaseme preguntar si lo que está haciendo Francisco es desacralizar el papado o más bien cristianizarlo. Hace unos diez siglos, san Bernardo escribió una carta al papa Eugenio III y lo que le pedía en ella viene a ser otra “desacralización” del papado: que se parezca a Pedro y no a Constantino (o al sumo sacerdote judío), y que recuerde que Pedro no necesitó grandes palacios, ni mantos de armiño, ni lujosos medios de transporte para anunciar a Cristo. Por si fuera poco, el nada sospechoso Benedicto XVI declaró poco antes de su renuncia que esa carta de san Bernardo debería ser libro de cabecera para todos los papas.

Pedro fue muy apreciado en la iglesia primera, pero el libro de los Hechos de los Apóstoles no da ningún testimonio de que ello se debiera a una sacralización de su persona o de su ministerio: se le quería porque era perseguido y encarcelado, porque tenía intuiciones de líder sobre los nuevos caminos que había de emprender la iglesia primera, quizá también porque era humano y se le podían pedir cuentas cuando daba un paso que algunos timoratos no entendían (como entrar en casa de un pagano), o incluso se le podía reprender públicamente como hizo Pablo…

Algo parecido a lo que pedía san Bernardo es lo que intenta Francisco. Pero eso es cristianizar al papado. ¿O acaso habrá que acusar al mismo Jesucristo de “desacralizar” a Dios, por haberse vaciado de su rango divino y haber asumido figura de siervo (Fil, 2,6 ss)? Pues no: más bien hay que decir que un ministerio de Pedro sacralizado no hace más fácil la evangelización, ni más auténtica la fe de los católicos. Sólo sirve para que la curia romana se autosacralice a sí misma bajo la sombra del papa.

Tratando de comprender esa desviación cabría decir que brota de lo que suele presentarse como lo más característico, la gran virtud y el gran peligro de lo “católico”. Kat-hólico significa universal, pero no en sentido cuantitativo sino cualitativo: significa que ninguna dimensión natural queda fuera de lo cristiano (salvo el pecado que, por muy metido que lo tengamos, es lo más antinatural). Católico deriva del mismo vocablo griego (“holon”, en lugar de “pan”) de donde procede nuestra palabra holístico puesta hoy tan de moda, y que se refiere a una totalidad, pero en sentido distinto al que pueden evocar palabras como ”pan-germanismo” o pan-sexualismo.

Por eso se decía antaño que la diferencia entre catolicismo y protestantismo estaba sólo en una “y” (fe y razón, Dios y hombre, Gracia y libertad, vertical y horizontal…). Ésta sería la gran virtud de lo católico. Su gran peligro, de ahí derivado, es que puede contribuir a que nos perdamos en detalles ensombreciendo lo esencial cristiano y creyendo que comulgar en la boca (por ejemplo) es más santo y más piadoso que hacerlo en la mano. Al querer afirmarlo todo, se da el mismo valor a todo y se difumina la tremenda radicalidad cristiana.

La reforma de Lutero buscó en realidad una concentración en eso esencial cristiano, que luego algunos tacharon de reducción. Pero también se ha podido tildar a algunas personas y posturas católicas de ser “muy católicas pero muy poco cristianas”, terrible aviso que ya lanzó Fernando de los Ríos en 1933. Los shows multitudinarios del papa Wojtila con los gritos de “totus tuus” o “santo súbito” podrían ser tachados de muy católicos pero quizá poco cristianos. Y en fin: no sé si cabe decir que el protestantismo es como el canto gregoriano y el catolicismo como la polifonía barroca (y esto lo escribe un católico admirador del gregoriano).

Todos esos entornos de vestimentas especiales (y con sastres especiales), residencias regias, genuflexiones, apelativos de “santo padre”, viajes especiales… son en realidad muy secundarios. Cuando se los exagera y se los absolutiza contribuyen a crear una aureola idolátrica en torno al sucesor de aquel pescador de Galilea, llamado Pedro. Jesús no se sirvió de esas auras sagradas para anunciar la paternidad de Dios y el reinado de Dios. Y con el cristianismo se ha abolido la distinción entre lo sagrado y lo profano: porque, según Jesús, lo único sagrado es el ser humano, que está por encima de todos los “sábados” de la historia. De modo que, seguramente, el Maestro repetiría hoy a todo esos monseñores preocupados, sus palabras de antaño: “deja a los muertos que entierren a sus muertos, y ve a anunciar el reinado de la libertad de los hijos de Dios y la fraternidad de los hermanos en Cristo” (Lc 9,60).

Así pues: ¿que Francisco está desacralizando el papado? Demos gracias a Dios por ello, porque contribuirá a purificar la fe de los católicos facilitando además el acercamiento de otras iglesias cristianas. Porque, aunque sea cierto que a Dios sólo llegamos a través de mediaciones, eso no significa que debamos sacralizarlas.

José Ignacio González Faus

Fuente Religión Digital

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¿Puso Jesús a Pedro como primer Papa de la Iglesia?

Domingo, 29 de junio de 2014
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ffeed19b363dcf645e3f60c6ad6e810dLeído en Religión Digital:

“El papado ha sido fundamental para la vida de la Iglesia”

“La Iglesia debería replantearse hoy el sentido y la misión del papado”

“Tanto la palabra “Iglesia” como el concepto de Iglesia aparecieron muchos años después”

(Ariel Álvarez, teólogo).- Muchos católicos creen que Pedro fue el primer papa que tuvo la Iglesia, y que el papado fue creado por el mismo Jesús el día que le dijo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). El Evangelio de Mateo es el único que cuenta esa escena.

Dice que cierto día en que Jesús estaba de viaje cerca de la ciudad de Cesarea de Filipo, al norte del país, les preguntó a sus discípulos qué opinaba la gente sobre él. Ellos le contestaron que todos estaban fascinados, y que lo comparaban con los grandes personajes de la historia de Israel: con Juan el Bautista, con Jeremías, y hasta con el glorioso Elías. Jesús había entrado, sin duda, en la galería de los grandes héroes. Pero Jesús volvió a interrogarlos: “¿Y ustedes quién dicen que soy yo?”.

Simón entonces contestó: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Al oír esta respuesta, Jesús lo felicitó diciendo: “Feliz de ti, Simón, porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. Y añadió: “Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16,13-19).

Este episodio es uno de los más discutidos por la exégesis bíblica, y desde hace siglos los estudiosos se preguntan qué significado tiene. Según la interpretación tradicional, aquí Jesús habría creado el papado, y habría puesto a Pedro al frente de la Iglesia. Sin embargo, serios argumentos impiden hoy seguir defendiendo esta interpretación.

Nadie fue a preguntarle

En primer lugar, si Jesús en verdad nombró a Pedro como jefe de la Iglesia, ¿cómo es que Mateo fue el único que se enteró, mientras los demás evangelistas ignoraron completamente un hecho tan trascendente?

En segundo lugar, si Jesús invistió a Pedro con semejante autoridad delante de todo el grupo, ¿por qué después encontramos a los discípulos discutiendo por los primeros puestos (Mt 18,1; 20,20-28)? ¿Y por qué Jesús, al verlos rivalizar así, no les recordó que ese lugar ya estaba asignado a Pedro, que era el nuevo jefe y guía de la Iglesia?

En tercer lugar, al morir Jesús y fundarse la primera comunidad cristiana, no vemos a Pedro actuar como se esperaría de un papa. Por ejemplo, cuando hubo que nombrar al sucesor de Judas, no es Pedro quien lo elige sino que es toda la asamblea la que ora, decide y lo acepta (Hch 1,23-26). Cuando hay que mandar predicadores para evangelizar Samaria, Pedro es enviado por los demás apóstoles como si fuera un misionero más, sometido a los otros (Hch 8,14). Cuando Pedro bautizó al centurión Cornelio, la comunidad entera se lo reprochó, y tuvo que presentarse en Jerusalén para dar explicaciones (Hch 11,1-18). Y cuando en Antioquía se discutió si los paganos debían o no circuncidarse, a nadie se le ocurrió consultarle a Pedro; se reunió un concilio, donde todos hablaron, y donde la opinión de Pedro fue una más, pero la decisión fue tomada por los apóstoles y presbíteros (Hch 15).

StPeterWithKeys.5xImposible adivinar

Finalmente, resulta difícil aceptar que Jesús le haya dicho a Pedro que sobre él iba a fundar la Iglesia, porque tanto la palabra “Iglesia” como el concepto de Iglesia aparecieron muchos años después, según se deduce del Nuevo Testamento. Aquí, de las 114 veces que figura el término, nunca lo encontramos expresado durante la vida de Jesús (fuera de un par de escenas tardías, narradas sólo por Mateo: 16,18; 18,17). Evidentemente el concepto de Iglesia surgió después de Jesús, cuando la comunidad cristiana ya se había organizado con sus autoridades, su jerarquía y su estructura propia.

Esto lo vemos muy bien en los escritos de san Lucas. En su primer libro (el Evangelio), que narra cuando Jesús todavía vivía, el evangelista nunca emplea la palabra “Iglesia” para referirse a la comunidad. Utiliza otros términos como “grupo”, “seguidores”, “discípulos“. Pero en su segundo libro (Los Hechos), cuando Jesús ya ha muerto y los cristianos se han organizado en Jerusalén, entonces sí comienza a hablar de “Iglesia”.

Es decir que el concepto de “Iglesia” como la reunión de las comunidades cristianas, al frente de la cual debía estar Pedro como papa, no existía en tiempos de Jesús, de modo que éste no pudo haberle encargado al apóstol que fuera su piedra fundamental. Tampoco Jesús podía haber imaginado que, luego de su muerte, sus seguidores iban a organizar la Iglesia con la presencia de sacerdotes y obispos, al frente de los cuales estaría la figura de un papa.

Debates en la ciudad

¿Por qué entonces Mateo relata la escena en la que Jesús le encarga a Pedro ponerse al frente de la Iglesia universal y conducirla? Leer más…

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“El problema no es el Papa, ni el papado”, por José María Castillo.

Domingo, 22 de junio de 2014
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pope1-870x1024Leído en su blog Teología sin Censura:

Hace tiempo no paro de darle vueltas a este asunto. Más de una vez he dicho que el problema no es el papa, sino el papado. Ahora caigo en la cuenta, después de estar unos días en Roma, de que estamos ante un problema mucho más grave. Un problema que – a mi modesto entender – muchísima gente no imagina. Lo digo ya. Y lo digo claramente. El problema no es ni el papa, ni el papado. El problema es la religión, que el papa y el papado representan.

Es verdad que el papa actual, el papa Francisco, es en este momento uno de los hombres más importantes del mundo. Es cierto también que este papa ha tenido (y tiene) tanta resonancia, en amplios sectores de la opinión pública mundial, porque la gente palpa en él una cercanía, una humanidad y una bondad que no es frecuente encontrar en los hombres importantes que gobiernan este mundo. Esto es así. Y nadie lo pone en duda.

Sin embargo, esto que está tan claro es precisamente lo que nos enfrenta al problema de fondo. Porque es evidente la preocupación del papa Francisco por los que sufren en el mundo. Pero, tan evidente como esa preocupación bondadosa del papa, está patente también la fidelidad religiosa del papa a la institución que representa, la Iglesia Católica Romana, regida y controlada por la Curia Vaticana.

El papa Francisco quiere, sin duda alguna, estar cerca de los que sufren. Pero quiere estar cerca de ellos desde la lejanía que representa para ellos la grandeza, la solemnidad, el enigma de la Ciudad del Vaticano, la ciudad sagrada, la ciudad por excelencia de la religión. La religión que seduce a la gente. Pero que, al mismo tiempo, es generalmente aceptada como un sistema de rangos, que implica dependencia, sumisión y subordinación a superiores invisibles.

El papa Francisco sabe estas cosas. Y sufre con estas cosas. Porque en sus carnes soporta la contradicción que lleva en sí mismo el cargo que ocupa. La contradicción que implica recibir a los pobres en la plaza de san Pedro, y a continuación recibir a los que oprimen a los pobres en el palacio papal. Lo que, en última instancia, equivale a potenciar la estabilidad del sistema establecido. La estabilidad que encuentra su garantía última en la autoridad invisible del poder más alto. Y es evidente que, para muchos ciudadanos del mundo, el representante visible de ese poder invisible es el papa.

¿Puede un papa, este papa, darle un giro tan radical y tan fuerte al papado, que no sólo modifique el gobierno de la Iglesia, sino que, sobre todo, el mundo entero pueda ver la coherencia y la armonía entre lo que el papa dice y lo que el papa hace? Reconozcamos que eso no está al alcance de un solo hombre. Sobre todo, si sabemos que ese hombre – el jesuita Jorge M. Bergoglio – está teniendo resistencias muy fuertes dentro de su propia casa. Por eso yo no paro de preguntarme: ¿será posible desalojar del Vaticano los interminables y detallados rituales, que legitiman y justifican tantos cargos, tantas codicias, tantos puestos de mando, ocupados (no pocas veces) por gente mediocre, y poner en su lugar el Evangelio de Jesús, que es tanto como poner, en el centro mismo de la Iglesia, la bondad de Jesús como sistema de gobierno?

Yo sé que todo esto es una utopía. Pero, ¿no fue también una utopía el Sermón del Monte (Mt 5-7), el juicio final que anunció el evangelio de Mateo (Mt 25), la vida entera de Jesús? Es cierto. Aquello fue una asombrosa utopía. Y sin embargo, es aquella utopía la que (sea como sea) guía los pasos del papa Francisco, en este momento, tan dramático como decisivo para el futuro de la Iglesia. Y quizá del mundo.

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