Oscars 2017: La ‘venganza’ del cine negro (y gay)
Cuando se disipe la polvareda de la gala más surrealista de la historia, lo que se recordará de la 89ª edición de los Oscar será el ‘revolucionario’ triunfo de ‘Moonlight’, una película destinada a cambiar el paso de una industria dispuesta a reconocer un cine diferente.
Cuando se despeje la polvareda y Warren Beatty pida perdón a Faye Dunaway, cuando la incompetencia arrogante de PwC deje de arruinarnos la vida, cuando el presentador de TV Pablo Iglesias aprenda a pronunciar de tirón PricewaterhouseCoopers, cuando todo eso ocurra, que sucederá, entonces cobraremos consciencia del verdadero tamaño del hito alcanzado por Moonlight en la noche del domingo. A partir de ahora, para bien, los Oscar son otra cosa. Y a partir de esta misma semana, para mejor incluso, el cine es ya diferente. Diferente en el más amplio y riguroso sentido del término.
La película de Barry Jenkins no sólo consiguió romper todos los pronósticos y tendencias de los últimos años, sino que su triunfo acabó con las peores manías y obsesiones de una industria, la del cine, demasiado tiempo detenida en sí misma. En qué si no. La La Land, sin ánimo de desmerecer la melancólica sabiduría de su director, Damien Chazelle, representa la parte más amaneradamente blanca, en el peor sentido, de un Hollywood tan vanidoso que no se ha resistido a convertir cada una de sus últimas ceremonias en un homenaje a sí mismo cerca de la parodia.
En realidad, siempre ha sido así. Desde antes incluso de Eva al desnudo cada vez que una cinta ha mostrado pleitesía a todos los jubilados de Hollywood, los Oscar se han rendido a sus pies. Ocurrió recientemente con The Artist, con Birdman y, apurando, con Argo, la historia al fin y al cabo de un espía que jugaba a ser productor de cine. A todas ellas, a un lado sus méritos, les une el olor a naftalina y un cierto tufo autocomplaciente muy cerca de la arrogancia. Todo indicaba que esta vez también iba a ser así y que la aventura de un pianista blanco empeñado en rescatar a la música negra de las garras de los propios negros (es así) iba a ser la conclusión evidente a una gala fundamentalmente obvia.
Y no. Moonlight trajo al palmarés, y a la gloria que se quiera o no siempre significan los Oscar, la urgencia de un tiempo, el nuestro, que reclama para sí algo más que la necesidad de la evasión. Manchester frente al mar, Comanchería, Jackie o la ignorada Silencio habrían sido otras opciones. Todas ellas son cintas heridas que, de un modo u otro, colocan al espectador al borde de su propio vacío. Pero no sólo eso.
La película de Barry Jenkins es, además, la primera producción abiertamente gay (o LGTB) que conquista el mayor honor. Ni Milk ni Brokeback Mountain ni Dallas Buyers Club lo consiguieron con antelación. Pero, y esto es quizá lo más relevante, Moonlight es también la primera producción completamente negra que no hace de la reivindicación racial ni su prioridad ni siquiera su objetivo más visible. Desde 12 años de esclavitud a En el calor de la noche, las dos con Oscar a mejor película, son antes que nada cintas contra el horror de ser negro en un mundo blanco. Y, por ello, son trabajos a los que la izquierda progresista blanca concede el privilegio, sin duda paternalista, de la denuncia. Llamaba la atención, en la confusión de los sobres cambiados, ver sobre el escenario cómo el equipo blanquísimo de La La Land se apartaba ante los auténticos premiados. Todo un símbolo.
Y aquí conviene detenerse. Moonlight es antes que nada un ejercicio delicado, como no podía ser de otro modo, de autenticidad. Dos jóvenes pasean por la playa a la hora en la que los colores se desvanecen y cambian de forma. La piel también. Se besan. Es sólo un momento. Brillante, sutil, quizá perfecto. Y es ahí, precisamente, donde reside tal vez su encanto y precisión. Todo discurre en tres actos. Y en cada uno de ellos vemos tres formas de ser Chiron, el protagonista. De niño, de adolescente y ya de adulto. En un calculado equilibrio, todo se mueve a tientas por esos terrenos siempre desconocidos en los que la carne toma la densidad del deseo. Suena lírico y, en realidad, todo es más crudo. Por brutalmente cierto. De hecho, toda la cinta se resuelve en la certeza de la duda. Cualquiera de ellas.
Por supuesto que es una película política. Pero en su sentido más radical. No se trata sólo de una película notable, quizá memorable, sino, apurando, hasta necesaria. Y lo es por su voluntad de subvertir cada uno de los gestos aprendidos. Si el destino del cine, del auténtico, es enseñar el mundo por primera vez, Moonlight ocupa justo ese espacio, el hueco donde habita lo visto como nunca antes. Y por eso, por su voluntad universal de moverse contra los prejuicios y las barreras de los estereotipos (sean negros, hispanos o iraníes), Moonlight es ya otra cosa. Para siempre.
Si a lo anterior se suma que nunca antes en una ceremonia había habido tantos premiados afroamericanos (además, los actores Mahershala Ali y Viola Davis; el director del documental O.J.: Made in America, Ezra Edelman; y los guionistas Tarell Alvin McCraney y el propio Jenkins) y que el presupuesto de la cinta (1,5 millones de dólares) es exactamente nada comparado con los 30 millones de La La Land, el resultado de la gala bombardeada por PwC se acerca poco a poco a la revolución.
En 1969, Cowboy de medianoche abrió la industria de Hollywood a otra manera de mirar. Quién sabe si, cuando olvidemos la cantidad de consonantes que lleva PricewaterhouseCoopers, caigamos en la cuenta del milagro que acabamos de presenciar.
Fuente: El Mundo, vía SentidoG
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