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“Orar sin creer en un dios teísta”, por José Arregi.

Sábado, 23 de marzo de 2024
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De su blog Umbrales de Luz:

12/02/2024/en Reflexiones /

Teísmo” es tan ambiguo como theos (dios en griego) del que se deriva, pero hoy se entiende en general como la creencia en un dios-ente metafísico supremo, creador omnipotente y extrínseco al mundo, que interviene en él cuando y como quiere. Un dios en el que una mayoría creciente de nuestra sociedad ya no puede creer, al que ya no puede rezar. Yo tampoco creo en ese dios ni le oro rezando plegarias [1].

Pero ¿qué es orar? ¿Qué es rezar? ¿Qué es plegaria? Los tres términos no carecen de relación, aunque distan mucho de ser sinónimos. El término plegaria (prière en francés) proviene del latino precari (rogar, suplicar, pedir) y éste se remonta a la raíz indoeuropea prek (rogar). De esta raíz se deriva igualmente precario, que en Derecho se utiliza para referirse a una facultad que solo se ejerce gracias a una autorización revocable y en el lenguaje ordinario es sinónimo de inestable, efímero, pasajero. El lenguaje no engaña. Somos y nos sentimos radicalmente precarios: inestables, pasajeros, necesitados de otro. Por eso pedimos, rogamos, rezamos preces o plegarias. Por eso oramos en sentido amplio (pero la oración en su sentido profundo excluye más que incluye la plegaria de ruego o de petición).

Todos los seres son precarios, contingentes, dependientes. Y los humanos tenemos una aguda conciencia de serlo. Dependemos del aire que respiramos, del agua que bebemos, del fuego que nos calienta, de la tierra que nos sustenta, de la mano que nos sostiene, de la mirada que nos afirma y consuela. Dependemos del universo entero, y todo en el universo depende de todo, desde la onda o partícula de lo infinitamente pequeño hasta las estrellas incontables de incontables galaxias en expansión del universo o multiverso. El universo es una fecunda red sin fin de mutua dependencia creadora. Cada ser es gracias a otro, pero ese mismo otro también es en alguna medida gracias a quien lo hace ser. Los hijos son gracias a los padres, pero también los padres son gracias a los hijos. En realidad, todos somos gracias a todo lo que es. La precariedad es un aspecto de la comunión universal de la gracia de ser.

Esta conciencia (en sentido amplio, universal, no exclusivamente humano) de precariedad dependiente se traduce en oración de súplica y gratitud, de reconocimiento y queja, de celebración y pesar. La oración es la múltiple expresión de la infinita red relacional de interdependencia que nos constituye. Cada ser se expresa en su propio lenguaje. Recuérdese que el término latino orare se deriva de la raíz or-, y su primer significado, sin connotación religiosa alguna, es hablar, decir, perorar… Orar es decir a fondo nuestra precariedad y nuestra relacionalidad universal constitutiva. La existencia se vuelve una cadena de oración universal.

Cuanto existe ora – o reza, o recita o dice, se podría también decir –, expresa la gracia de ser gracias a todos los seres y la necesidad de todos los seres para ser uno mismo. Ora el silencio del desierto y el susurro del viento en el bosque. Oran el sol de día y la luna de noche y todas las estrellas y planetas del universo. Oran la fuente que mana y el río que discurre en el valle. Oran los pájaros y todos los animales de la Tierra y de otros planetas habitados. Oran los hijos de Haití y las madres de Gaza. Oran las palabras, los gestos corporales, el silencio profundo. Y toda oración brota del silencio y a él conduce y en su hondura nos escuchamos y respondemos.

¿Oramos o rezamos a Dios? Depende de lo que entendamos por Dios. No oramos ni rezamos plegarias a un dios ente supremo para que suceda algo que de otro modo no sucederá o para que deje de suceder algo que de otro modo sucederá. Esa oración contradice nuestro ser profundo en comunión. Pero innumerables creyentes han rezado y siguen rezando a dios, y lo hacen pidiendo por causas opuestas: uno le pide que luzca el sol y otro a su lado que llueva, uno le ruega por la victoria de su ejército y otro por su derrota, uno le da gracias por haberle curado de una enfermedad por la que su prójimo acaba muriendo (¿abandonado por dios?). Así sin fin. Tal oración/plegaria no tiene sentido para quien no crea en un dios “teísta”, un dios omnipotente exterior de voluntad cambiante que a veces interviene y otras veces no. Muchas personas de oración profunda, aun compartiendo un imaginario cultural teísta, se sintieron empujadas a superar dicha oración o plegaria teísta. Por ejemplo, Jesús dijo: “Al orar, no os perdáis en palabras… Vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de que vosotros se lo pidáis” (Mt 6,7-8). Y el Maestro Eckhart (hacia  1262-1328) enseñó: “Cuando no rezo por nadie y no pido nada, es cuando rezo del modo más verdadero”. El silencio pleno es la experiencia más profunda y su expresión más plena.

Con palabras o sin ellas, lo sepamos o no, todo nuestro ser ora o reza a todo. Pero no solo eso. Todo cuanto es, lo sepa o no, es pura expresión de su ser relacional con todo. Todo ora a todo. Ser, en el fondo, es oración. Todos los seres nos están rezando: agradeciendo, suplicando, confiando, invocando, llamando. La comunidad viviente de la Tierra y el cosmos por entero es una interminable plegaria en todas sus formas. La Realidad ilimitada es, en el fondo, una liturgia cósmica que se extiende desde el corazón del átomo hasta el universo/multiverso sin fin. El universo entero es una oración, una eterna comunión intercesora universal. Nuestra oración profunda, más allá de todo rezo y plegaria estrecha de petición, consiste en unir nuestro ser precario y orante al ser precario y orante de la realidad universal. El universo, se podría decir también, es una plegaria poética o un poema litúrgico creador (poiein en griego significa “crear”), como el poema de la creación de Gn 1: “Dijo Dios: ‘Hágase’ Y se hizo”.

¿Y Dios? Dios en cuanto Fondo fontal, Aliento vital, Relación creativa o Creatividad relacional es la oración profunda de cuanto existe a todo cuanto existe. Dios nos ora en todo. En el fondo, nuestra oración consiste en unirnos a la voz y al silencio poético, creador, de la oración de Dios. Y así nuestra oración se vuelve creadora del Dios que nos crea.

Aizarna, 25 de enero de 2024

www.josearregi.com

(Publicado en francés en Témoignage Chrétien, n° 4045, 8 de febrero de 2024, p. 7)

[1] Este texto fue publicado originariamente en francés con el título “Prier Dieu sans croire à sa ‘toute-puissance’ ”. La traducción al español ha requerido una mínima adaptación de la derivación del término francés prier (suplicar, rogar, rezar, pero también orar) a partir de la raíz latina precari (rogar, suplicar) e indoeuropea prek (suplicar). Las líneas que siguen se atienen a la sinonimia parcial de los términos españoles orar, rezar, plegaria.

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¿A quién oramos? II – (Beneficios de la oración de petición)

Jueves, 9 de agosto de 2018
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34808477162_41dd4ea564_zDel blog de Jairo del Agua:

Me había quedado en que la oración no es para mover a Dios, sino para movernos a nosotros, como afirma rotundamente san Agustín.

¿Contradice eso al Evangelio? En él se lee claramente: “Pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Porque el que pide recibe; el que busca encuentra, y al que llama se le abre” (Lc 11,9).

Para empezar, esas palabras me parecen una preciosa llamada a la constancia. Nada se construye sin permanecer en el proyecto. No se puede llegar sin permanecer en el esfuerzo de caminar. Quien pide, busca o llama está identificando sus aspiraciones, sus objetivos, y es lógico pensar que estará dispuesto a poner los medios para alcanzarlos.

Lo confirma la “parábola del juez injusto” (Lc 18,1). Una lección magistral sobre la perseverancia y NO un retrato del rostro de Dios, en nada parecido a un juez injusto y comodón.

La súplica tiene además más ventajas:

1. Reconocemos a Dios, su existencia, su superioridad, su cuidado.

¿Qué gritamos instintivamente cuando tenemos un dolor o un disgusto? ¡Ay madre! Aunque ella no esté, incluso aunque haya muerto. Llamamos instintivamente a nuestro apoyo, nuestro auxilio, nuestro amor. Eso nos consuela y sostiene sicológicamente.

Cuando una parturienta grita no es que pida nada, puesto que está rodeada de sus cuidadores y tal vez de su esposo. Grita por el esfuerzo de alumbrar una vida. Es el instintivo desahogo, el impulso para su esforzada aventura.

Algo parecido ocurre o debería ocurrir cuando suplicamos a Dios: “Gritamos mientras empujamos”. Quien invoca se hace consciente de esa Presencia invisible que nos rodea, nos tutela y nos impulsa desde dentro. Él conoce, mejor que nadie, nuestra sicología y por eso nos dice “pedid”, agarraos, cógete de mi mano y… camina.

2. Reconocemos nuestras necesidades (con humildad nos confesamos limitados, pobres, frágiles, ciegos, inconstantes…) e identificamos nuestras aspiraciones (deseamos ser buenos, generosos, pacíficos, justos, fuertes, sabios…).

Eso es un gran avance porque nuestra vida suele estar embarrada en la inconsciencia y sólo las necesidades instintivas nos son evidentes. El identificar nuestras aspiraciones y necesidades es el primer paso para poner los medios y actuar. El más importante: mantener el rumbo (constancia).

La oración nos recordará que no estamos solos, que Él rema a nuestro lado, nos sostiene, nos ilumina, nos abraza y nos protege siempre, siempre, siempre.

3. Reconocemos las necesidades de los otros y nuestra aspiración a colmarlas. Así expresamos nuestra solidaridad, nuestro cuidado, nuestro amor gratuito. Eso abre el corazón, amplia nuestra mirada, pone nombre a la ayuda y nos predispone a actuar.

La “oración de petición”, cuando la vivimos bien, nos pone en nuestro sitio: Seres pequeños y limitados pero llamados a la inmensidad. Oscurecidos pero en camino hacia la luz. Temerosos pero a la conquista de seguridad. Apretados por el tiempo pero con vocación de eternidad. Sumergidos en los vaivenes de la vida pero abrazados por la paz en nuestro mismo centro.

La súplica nos alienta, nos motiva, nos sumerge en las aspiraciones profundas, nos ayuda a conocernos, a acercarnos al tesoro interior. Quien aspira -por ejemplo- a ser pacífico pedirá paz. Con esa petición estará descubriendo y alimentando la paz de su interior que clama por crecer y manifestarse. Podría afirmarse: “Dime qué pides y te diré quién eres”.

4. Conclusiones: En síntesis, la bondad de la oración -de toda oración- se manifiesta en estos tres efectos:

– ACTUAR frente a lo remediable (somos nosotros los protagonistas y administradores de nuestra vida libre y autónoma).

– ACEPTAR lo que no tiene solución (como una muerte).

– APRENDER de lo ocurrido (un descalabro económico, un accidente, una mala decisión, una muerte o enfermedad).

– ENVOLVERSE, es decir, dejarse acoger, amar e impulsar por esa Madre que nos habita y sostiene. Una de mis jaculatorias más repetidas es: “En ti somos, nos movemos y existimos” (He 17,28). Es muy gratificante hacerse consciente y cierto de que no estás solo, que te desarrollas en el líquido amniótico del seno de Dios.

Nadie conoce los planes divinos, se nos van mostrando a medida que caminamos: “Mis planes no son vuestros planes, ni vuestros caminos mis caminos” (Is 55,8). Lo que NO quiere decir que debamos dimitir de nuestra inteligencia, libertad y autonomía para colgarnos de un “dios niñera” que ya nos llevará en su carrito de bebé. La vida y la madurez nos la tenemos que currar nosotros mismos con las herramientas (talentos) que se nos han dado.

Nos da mucha seguridad, paz y gozo sabernos dando pasos de regreso al Padre, estar convencidos de que “todo es para bien de los que aman al Señor” (Rom 8,28). Pero amar al Señor significa TRABAJAR en su “viña terrenal”, ADMINISTRAR nuestros talentos, DECIDIR sabiamente a la luz de la inteligencia y posibles apoyos humanos a nuestro alcance.

Esa frase bíblica lo que nos asegura es que “Dios siempre rema a nuestro favor y todo nos lo tiene preconcedido”. No sería Dios si fuera un “prestamista a plazos” con precio e intereses. Pero es a nosotros a quien corresponde orientar y administrar nuestra existencia autónoma y libre.

Eso es realmente lo que “recibiréis”: Luz, Energía, Paz y Gozo. Y no exactamente el objeto de vuestro capricho, necesidad o congoja.

Se explicita en este otro pasaje: “Pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa” (Jn 16,24). Porque las consecuencias de la oración son alegría, luz, paz interior e impulso para actuar. Y no necesariamente que el niño apruebe o te toque la lotería. Ni siquiera que se te cure la rodilla (para eso están los médicos).

En realidad nos está diciendo: “abridme y os saciaré”, equivalente al “estoy a la puerta y llamo…” (Ap 3,20). Cuando uno se decide a abrirle de verdad, la “oración de petición” decae. Entonces rezas “Señor ten piedad” pero en realidad estás sintiendo “Señor abrázame” o confirmando “Señor TÚ tienes piedad”. Y en verdad que te sientes abrazado y seguro.

Estoy hablando de la oración de petición interiorizada, sentida, personalizada. La otra, la rutinaria, distraída e interesada, sirve para muy poco o para nada. Y, por supuesto, la superstición es pura imaginación baldía (cadenas de fotocopias o PPS, comerse o coleccionar imágenes, los fetiches religiosos de las iglesias, los milagros garantizados, las canonizaciones a la carta, las peticiones a los santos, las peticiones de salud o dinero, etc.).

Hacer “oración de petición” es zambullirse en el regazo del Padre y dejarse sentir su misericordia, su cuidado, su amor. Como el grano de trigo se hunde en la madre Tierra para descubrir su potencial de vida y multiplicarse, así el ser humano necesita sumergirse en el corazón de Dios, sentirse ínfimo y efímero ante su Creador, para poder abrirse al impulso de Vida.

Cuando decimos: ¡Señor ten piedad!, no es para arrancarle a Dios la piedad. Es para sentirnos pequeños y abrirnos a la piedad que el Padre nos regala permanentemente.

Nuestra fragilidad necesita ponerse de rodillas y suplicar, gemir, llorar… No para conseguir nada, sino para abrirnos al Torrente que nos regenera, fortalece y alimenta. Para sentirnos protegidos por el abrazo de Dios.

“Nunca es más grande ni más fuerte el ser humano que cuando está de rodillas ante su Hacedor”. Para eso es el “pedid y recibiréis”. Lo que no niega otros efectos que “se os darán por añadidura” (Mt 6,33).

Por desgracia, muchos cristianos pretenden conseguir de Dios lo que ellos no quieren esforzarse en lograr. En realidad pretenden chantajearle, negociar con Él, intentar manipularle: Si me concedes esto, empezaré a ser bueno. Si me curo, no volveré a fumar. Si me concedes dinero, empezaré a trabajar. Si me das, me pongo en camino… Cuando el proceso humano es el inverso: Si te pones en camino llegarás, si cambias de vida te irá mejor.

Finalmente conviene advertir que la “oración de petición” sólo es la bocamina. Habrá que adentrarse en la “oración de impregnación” -otros le dan nombres distintos- para alcanzar lo mejor de nosotros mismos, nuestras riquezas interiores, nuestro “santa santorum”.

Solo en lo profundo se produce el encuentro y el abrazo con el Dios que nos inunda. Quien se conforma con la “oración de petición” (habitualmente oración vocal) se ha sentado al borde de la bocamina sin llegar a tocar los tesoros de su yacimiento interior.

Trataré en la próxima meditación de un tipo de súplica sobre la que me han preguntado: la intercesión. En mi opinión desvirtúa el verdadero rostro de Dios. Lo someteré a vuestra consideración.

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Dice Queiruga…

Lunes, 10 de noviembre de 2014
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jesus-crucificado1Leído en Cristianismo y Justicia:

Josep CoboA propósito de la charla inaugural del curso de CiJ, valgan estas anotaciones, al menos como estímulo para el debate. Cada entrada o párrafo gira en torno a las tesis del ponente, Andrés Torres Queiruga, sobre la oración de petición, el Mal, el silencio de Dios…

I

Según Torres Queiruga la oración de petición es, de por sí, absurda. ¿Acaso Dios no sabe qué podamos querer o necesitar? Y, ciertamente, algo de absurdo tiene. Sin embargo, ¿es lo mismo pedirle a Dios que te ayude a aprobar un examen que dirigirse a Dios con el cadáver de tu hijo en brazos, degollado por los hutus de turno? El niño soldado que ha tenido que comerse a sus padres ¿acaso se equivoca cuando dirige su mirada al cielo, mejor dicho, a un cielo vaciado de divinidad? ¿Es absurda la oración del publicano en los últimos bancos del Templo? ¿Se equivocó Jesús de Nazareth al caer de rodillas en Getsemaní? ¿Acaso no cabe un implorar que no se dirija al deus ex machina y que, sin embargo, se encuentre ante Dios? ¿No hay ningún resto de verdad en el hecho de que los judíos se lamenten ante Dios… encarando un muro? ¿Es que el clamor de los que se encuentran hundidos en la miseria es puro grito animal, como si fueran cerdos que chillan cuando notan en la garganta el cuchillo del carnicero? Es posible que ante Dios y a la vista de tanto sufrimiento indecente no podamos ser otra cosa que cuerpos arrodillados. No es verdad que por el solo hecho de ponernos de rodillas ya estemos ante Dios. Pero sí que cualquiera que esté en verdad ante Dios no puede menos que caer de rodillas. ¿A quién se dirige, pues, Torres Queiruga cuando dice lo que dice acerca de la oración de petición? Sospecho que a nosotros: hombres y mujeres lo suficientemente satisfechos como para permanecer de pie ante Dios. Y es cierto: nosotros, los que no nos hallamos en la situación de quienes son capaces de Dios, no podemos pedirle nada sin caer en el absurdo, sin hacer de Dios un deus ex machina o un fantasma bueno. Pues nosotros no podemos hacernos una idea de Dios que no implique una deformación de Dios. Para nosotros, solo vale la meditación. Pero es posible que quienes permanecen de rodillas ante Dios no sean más que ese permanecer de rodillas: ni siquiera pueden hacerse una idea de Dios. Aunque lo esperen absurdamente.

II

Dice Torres Queiruga que en el fondo del corazón de los hombres no puede haber más que bondad. Incluso en el de los grandes genocidas. Hitler, en el fondo, era bueno. Así, según Torres Queiruga, el Mal no alcanzaría ese resto de bondad que habita en las profundidades del alma humana. Se supone que porque es de Dios. Esa bondad última, subyacente, sería algo así como un depósito de reserva en el que arraigaría la esperanza del hombre, la posibilidad de su redención. Desde esta óptica, la redención consistiría, precisamente, en liberar ese repositorio de bondad de las losas del egoísmo. Esto sin duda es muy bonito, muy roussoniano, aunque también muy gnóstico. Al menos en la medida en que nos recuerda a esa chispa divina que, según los gnósticos, se hallaría enquistada en lo más íntimo. Sin embargo, la realidad del Mal nos obliga a admitir que la chispa divina puede morir. El infierno, sin duda, existe. Y está en este mundo. El Mal puede encarnarse en los hombres de modo indeleble. Lucifer no deja de ser, aunque caído, un ángel de Dios. Poca coña, pues. Tomarse en serio el Mal supone, por tanto, creer que cualquiera de nosotros es capaz de ahogar con sus propias manos al niño que lleva dentro. ¿O acaso quienes vieron arder el cuerpo de sus hijos en los hornos de los campos de la muerte pueden creer que el Mal es simplemente un error existencial? De ahí que digamos que solo un Dios puede salvarnos. Como también que solo Dios puede resucitar a los muertos. Pues, si es cierto que hay algo en el hombre que no puede morir con la muerte, entonces no hace falta un Dios para levantar a los muertos. Basta con la muerte.

III

Dice Torres Queiruga: “yo porque creo en Dios no creo en los milagros”. De acuerdo. En realidad, tampoco podría creer en ellos, aunque no creyese en Dios. Para ver un milagro como tal —para verlo como una intervención de Dios— deberíamos pertenecer a un mundo que ya no es el nuestro. Nosotros honestamente no podemos ver milagros. Un antiguo, por contra, no podía dejar de verlos. Así, nosotros decimos, por ejemplo, que si alguien oye voces es porque sufre una alteración mental, pues damos por descontado que no hay voces que oír. En cambio, un antiguo hubiera dicho que, debido a la alteración mental, puede oír las voces que hay que oír, las voces del más allá. Por tanto y al menos hasta cierto punto, hemos de darle la razón, cómo no, a Torres Queiruga cuando dice lo que dice. Sin embargo, ¿no deberíamos igualmente decir que nuestra incredulidad con respecto a una posible intervención de Dios afecta también al acontecimiento, pongamos por caso, de la Resurrección? Sabemos que Torres Queiruga defiende que ya no podemos leer literalmente los relatos de la Resurrección. Nuestras claves de lectura no son, ciertamente, las mismas que antes. Y lo que esto significa es que, si hoy en día tuviéramos la experiencia que, se supone, hay detrás de la fe en la Resurrección, no la expresaríamos en los términos de una resurrección. Ahora bien, sea como sea, lo cierto es que no parece que cristianamente pueda renunciarse a la declaración nuclear de dicha fe, a saber, aquella que proclama que el crucificado en nombre de Dios resucitó de entre los muertos por el poder de Dios. Jesús de Nazareth no resucita como quien no quiere la cosa. Es Dios quien libera a Jesús de la muerte para sentarlo a su derecha, como quien dice. ¿Es esto lo mismo que decir que Jesús sigue vivo por ahí, vete tu a saber cómo? No lo parece. Sin duda, uno es muy libre de creer en cualquier cosa que se le ocurra. Pero diría que creer en el Dios cristiano supone creer en la imposibilidad de Dios, mejor dicho, en la inconcebible intervención de Dios. Aquí conviene recordar que la fe en la resurrección responde, al menos de entrada, al problema del Mal. El problema no es si la muerte es el final, sino si la Injusticia, con mayúscula, es el final. ¿Qué pueden esperar las víctimas de la Historia, aquellos que murieron injustamente antes de tiempo, aquellos a los que la vida de Dios les fue impunemente arrebatada? ¿Cuál es el lugar de Dios en un mundo que parece abandonado por Dios? Ante la evidencia del Mal —ante el hecho innegable de que no parece que Dios esté por la labor de librar al justo de la desdicha—, creer en el poder de Dios es creer que Dios será capaz de hacer finalmente justicia… aunque para ello tenga que resucitar a los muertos. Esto es literalmente increíble. Tanto hoy en día como, probablemente, lo fue en su momento. Tampoco puede ser de otro modo, tratándose de Dios. Las imágenes de la esperanza creyente siempre fueron difíciles de tragar. De hecho, la prueba de fuego de la fidelidad creyente sería este esperar sin expectativa. Debe ser lo que no puede ser. En cualquier caso, una buena pregunta es si aún somos capaces de creer en la resurrección de la carne. Pero lo que parece intelectualmente deshonesto es decir que, puesto que nosotros no podemos ya creer, quienes sí pudieron, en realidad, tuvieron que creer en otra cosa.

IV

Dice Torres Queiruga que Dios no puede impedir el Mal como tampoco podría hacer círculos cuadrados. Un mundo sin Mal sería algo así como una imposibilidad lógica, una contradicción en los términos. Aquí hay una intuición profunda. Pues el Mal difícilmente puede ser enteramente imputado al error o a la ignorancia del hombre. El Mal se encuentra arraigado en la estructura del mundo. Donde hay luz, hay también oscuridad. Una cosa va con la otra. De hecho, donde no hubiera más que luz, no habría luz. Con todo, Dios no permanece en el más allá como si fuera el espectador de un naufragio. Dios está de nuestro lado —insiste Torres Queiruga—, apoyándonos en nuestra lucha contra el sufrimiento injusto. Ahora bien, ¿hemos de entender que Dios es algo así como una cheerleader de la humanidad sufriente? Cuesta de imaginar. Y es que un Dios de apoyo ¿acaso no supone que, por encima de Dios, se encuentran, como quien dice, el Bien y el Mal pugnando por la supremacía? Un Dios de apoyo ¿no implica de algún modo volver a navegar las antiguas aguas del maniqueísmo? ¿Cómo entender, desde esta óptica, el extraño verso de Isaías (Is 45, 7): “yo soy el Señor y no hay otro; el que forma la luz y crea las tinieblas, el que da el bienestar y crea calamidades”? Tampoco me imagino qué consuelo pueda llegar a tener la madre tutsi que ha perdido a todos sus hijos a golpe de machete, una vez se entera de que Dios está de su lado, ofreciéndole todo su apoyo. No sé. Quizá simplemente es que no puedo imaginármelo.

V

Para Andrés Torres Queiruga el silencio de Dios es teológicamente irrelevante, aunque no lo sea antropológicamente. Esto es, el silencio de Dios no tiene que ver con Dios —carece, podríamos decir, de poder revelador—, sino con nosotros los hombres, en concreto, con nuestra dificultad para percibir la presencia de Dios. A mí esto me parece cuanto menos desconcertante, sobre todo si tenemos en cuenta el sufirmiento indecente de las víctimas. ¿Es que Jesús de Nazareth, en Getsemaní, no fue capaz de escuchar a Dios? ¿Es que aquellos que fueron gaseados en la más absoluta oscuridad no fueron capaces de percibir la cercanía del espíritu divino? ¿Podríamos mantenerlo sin tomar el nombre de Dios en vano ante quienes murieron injustamente en los Gulag de la Historia? No me parece casual que la única vez que aparece en los evangelios la palabra Abba sea en el contexto del máximo desconcierto y desesperación (Mc 14,36): el hombre que venía de Dios es entregado a sus verdugos como un abandonado de Dios. Como si el momento de la máxima intimidad con Dios sea el momento en que el Hijo (re)clama inútilmente por su Padre. Como si no hubiera otra oración que la de quien se enfrenta a un Dios que se muestra como un muro de silencio. Como si solo fuera posible ponerse en manos de Dios como un abandonado de Dios. Como si, al fin y al cabo, solo sin Dios pudiéramos estar ante Dios. Así, uno puede preguntarse qué imagen de Dios hay detrás de la afirmación de Torres Queiruga. Qué Dios presuponemos cuando decimos que su silencio es el reverso de nuestra sordera. Me atrevería a decir que el Dios del positivismo religioso, algo así como un espectro invisible, cuya presencia cabe constatar, aunque sea indirectamente (como quien constata el fuego por el humo que provoca). Sin embargo, no diría que Dios, bíblicamente hablando, se dé según el modo de los entes (y un ente invisible no deja de ser un ente). Si la realidad de Dios se encuentra más allá de los entes —que se encuentra—, entonces Dios propiamente no habla, aunque todo hable de Dios. Podríamos decir, parafraseando a Pablo, que el mundo entero, en tanto que pendiente de Dios, clama a Dios por Dios. Sabemos que Dios es el que llama. Pero lo que a menudo se olvida es que Dios llama con la voz —el grito— de los marcados por el hambre. De ahí que su silencio sea tan revelador. Pues solo a través de su silencio podemos escuchar el clamor de los hombres como la voz imperativa de Dios. Ciertamente, hay Palabra de Dios. Ciertamente, Jesús de Nazareth muere perdonando a sus verdugos. Ciertamente, hubo una Etty Hillesum en los campos de la muerte. Pero me atrevería a decir que ese perdón no podría ser de Dios si no estuviera sostenido por su silencio. Pues es este silencio el que quiebra el mito del positivismo religioso, al fin y al cabo, el que nos permite confesar al que colgó de una cruz como Señor. Y es que cristianamente Dios no aparece como dios, sino como un Crucificado en nombre de Dios. Esto es, en su lugar.

Imagen extraída de: Karl Barth en Latinoamérica

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