Hace tan solo unos días hablábamos de su salida del armario…
Este domingo ha fallecido, a los 82 años de edad, Oliver Sacks, quizá el neurólogo más popular de las última décadas. Y es que Sacks es una de esas figuras cuya faceta de divulgador científico, alimentando la curiosidad de las mentes inquietas y despertando vocaciones, arrolla al resto. Una figura aún más engrandecida por un hecho que en muchas crónicas ha pasado desapercibido: Oliver Sacks no quiso desaparecer de este mundo sin visibilizar públicamente su condición homosexual.
Pese a su extrema timidez, obras como Migraña, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (donde describe diversos síndromes cognitivos de difícil comprensión para el profano) o Despertares (en la que cuenta su experiencia con algunos pacientes de encefalitis letárgica que experimentaron una espectacular –aunque transitoria– mejoría al ser tratados con levodopa) convirtieron a Sacks en una figura conocida, especialmente después de que Robin Williams y Robert de Niro recrearan esta última historia en el cine.
No se conocía demasiado, sin embargo, de su vida personal. Hasta que escribió On the Move: A Life, su autobiografía recién publicada. ”En diciembre de 2014, completé mis memorias, ‘On the Move’, y entregué el manuscrito a mi editor, sin imaginarme que unos días después me comunicarían que tenía cáncer metastásico, derivado del melanoma que tuve en mi ojo diez años antes. Estoy contento de haber podido completar mis memorias sin saberlo, y de haber podido, por primera vez en mi vida, hacer una declaración completa y honesta de mi sexualidad enfrentándome abiertamente al mundo, sin mantener ya más secretos culpables encerrados dentro de mí”, escribía Oliver Sacks en un artículo publicado en The New York Times hace solo dos semanas.
Aunque acabaria emigrando a los Estados Unidos al terminar su formación académica, Oliver Sacks nació en Londres, en el seno de una familia judía ortodoxa. “Recité la porción de mi Bar Mitzvah en 1946, en una sinagoga relativamente llena, en presencia de docenas de familiares. Fue, para mí, el final de mi práctica judía formal. No adopté las obligaciones rituales del un judío adulto -rezar cada día, colocarme los tefilín antes del rezo de cada mañana- y poco a poco me volví indiferente a las creencias y hábitos de mis padres, aunque no hubo un punto concreto de ruptura hasta que tuve 18. Fue cuando mi padre, preguntándome sobre mis sentimientos sexuales, me obligó a admitir que me gustaban los chicos”, escribía Sacks en ese mismo artículo.
“‘Yo no he hecho nada”, le dije, ‘es solo un sentimiento, pero no se lo digas a mamá, no podría soportarlo’. Sí se lo dijo, y a la mañana siguiente ella vino con una expresión de horror en la cara, y me gritó: ‘eres una abominación. Ojalá nunca hubieras nacido’ (…) El tema no volvió a mencionarse nunca, aunque sus duras palabras me hicieron odiar la capacidad de la religión para la intolerancia y la crueldad”, añadía en ese mismo artículo, en el que establecía un paralelismo entre el fin de la vida, que sabía ya muy próximo, y el Sabbath, día sagrado de los judíos, “cuando uno siente que el trabajo está hecho y puede, con la conciencia tranquila, descansar”.
La vida afectivo-sexual de Sacks estuvo siempre marcada por su extrema timidez. Cuando cumplió 40 años, tras una breve pero muy intensa relación de una semana con un joven estudiante de Harvard, decidió mantenerse célibe durante 35 años, hasta su vejez, cuando inició una relación con el escritor Bill Hayes. Así lo contó en sus memorias: nunca antes hizo pronunciamientos públicos sobre este aspecto de su vida.
“No puedo fingir que no tengo miedo. Pero mi sentimiento predominante es de gratitud. He amado y he sido amado; me han dado mucho, y algo he dado yo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. Me he relacionado con el mundo, esa relación especial de los escritores y los lectores. Sobre todo, he sido un ser que ha sentido, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso en sí mismo ha sido un enorme privilegio y una aventura”. Así terminaba Oliver Sacks la columna que publicaba en febrero en The New York Times, en la que hacía pública su enfermedad terminal. Sacks sabía que solo tenía unos pocos meses de vida por delante, y aún así su actitud fue la de gratitud por haber disfrutado de la vida. No se puede desear un mejor final.
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