Del “Dios objeto” a la “Fuente común”
Stefano Cartabia, Oblato,
Uruguay
ECLESALIA, 13/07/20.- Tal vez el “gran pecado” del cristianismo fue haber transformado a Dios en un objeto. Sin duda fue un proceso inconsciente y hasta necesario en su desarrollo y en el desarrollo de la conciencia humana. Estoy convencido que buena parte de la crisis actual de la iglesia católica y del cristianismo se deba a esta desviación.
Un objeto es algo que –por definición– está en frente a un sujeto que puede verlo, conocerlo, manipularlo.
No hay que entender “objeto” simple y solamente en su sentido material, como una “cosa”, sino en su sentido más amplio. En este sentido una imagen mental puede ser considerada un “objeto”. Es justamente en este sentido que el cristianismo ha reducido el Misterio: Dios como una imagen mental, algo que puede ser pensado y aislado independientemente del sujeto pensante. El objeto es otro del sujeto, hay separación entre sujeto y objeto.
Desde estas verdades tan simples se desencadenan unas cuantas y problemáticas consecuencias: Dios pasa a ser un Superente, separado, distante, externo, manipulable.
Y, desde esta concepción de Dios, siguen otras consecuencias y las formas de vivir el cristianismo que bien conocemos: la separación entre fe y vida, una liturgia aséptica y que poco o nada tiene que ver con la vida, una fe centrada en una moral heterónoma, un cristianismo centrado en la doctrina y siempre pendiente de la jerarquía, una vida de oración estéril y aburrida, el aniquilamiento de la alegría y la creatividad.
Reitero que esta deriva no se dio –así lo suponemos en clave general– por mala intención de alguien. Simplemente aconteció y, si aconteció, por algo aconteció. Sin duda tuvimos que pasar por esa etapa. Ahora estamos despertando y nos estamos dando cuenta del error, del límite de esta visión y estamos entrando en una nueva y fundamental etapa.
Lo que llamamos “Dios” no es un objeto y no puede serlo: por maravilloso, grandioso o infinito que sea el susodicho objeto. Comprender esto, hacer experiencia de esta verdad, es fundamental.
La mística es el camino de regreso a casa. El silencio nos conducirá a casa. Casa como lugar donde caen todas las ilusorias separaciones, donde ya no existe sujeto y objeto, donde vivimos la experiencia fundante de lo Uno.
En el silencio no hay objetos y se purifica nuestra terrible inercia de objetivar al Misterio.
Si logramos leer el evangelio libres de los condicionamientos mentales, doctrinales y culturales, lograremos percibir la auténtica experiencia de Jesús y entraremos en su experiencia y en su conciencia.
Entonces captaremos desde dentro sus palabras: “El Padre y yo somos una sola cosa” (Jn 10, 30): no hay objeto.
Para Jesús el “Padre” no es alguien o Algo que vive “afuera” e independientemente de él mismo. El “Padre” es la raíz de su propio ser, el Misterio de Amor en el cual Jesús se mueve, ama, actúa. El “Padre” es la Fuente común de la cual todos bebemos agua viva.
Obvio que el mismo Jesús tuvo que expresar esta experiencia no-dual en términos duales. No hay otro camino, porque el lenguaje es necesariamente dual. Por eso es fundamental ir más allá del lenguaje y sobre todo no absolutizarlo. La sabiduría consiste en captar la esencia no-dual que se esconde en su expresión dual.
¿Qué hay detrás de las palabras de Jesús “el Padre y yo somos una sola cosa”? Desde la experiencia mística en la cual el silencio nos introduce podemos comprender la frase de esta manera: la realidad es esencialmente Una y el fondo último de lo real es el Misterio de Amor que nos constituye y del cual somos expresión y revelación.
Jesús nos revela la esencia constitutiva de lo real: no solo él es Uno con el Misterio, sino todo vive de la profunda unidad con el Misterio. Todo se remite a la Fuente Una, brota desde ahí, fluye desde ahí y es revelación de la misma. Jesús descubre en él lo que somos todos y el secreto último de la vida.
Todo esto desemboca en el gran anuncio cristiano: Dios es relación, Dios es Trinidad. Cuando decimos que Dios es Trinidad estamos diciendo que la relación lo constituye y por eso vale la afirmación opuesta: la Relación es Dios. La estructura relacional del Universo expresa la esencia divina.
En palabra de Raimon Panikkar: la estructura cosmoteandrica (cosmos/Dios/hombre) de lo real. La realidad –es decir, lo que es– está constituida armónicamente por lo divino, lo humano, lo cósmico.
No hay nada separado de nada. Dios, hombre y cosmos no son tres “cosas” que existen o puedan existir separadamente sino que constituyen la única realidad expresándose en formas distintas. La realidad es Una y está constituida por esa tres dimensiones: en la vida real y concreta de todos los días estas dimensiones conviven en profunda simbiosis y armonía. Donde encontramos una también está la otra.
En la constitución cosmoteándrica de la realidad es importante subrayar un fundamental matiz: el Misterio último de lo real –la Fuente– no se agota en su dimensión (expresión, revelación, manifestación) humana y cósmica. En la dimensión cosmoteándrica de lo real, lo divino tiene una prioridad ontológica esencial: es lo que hace ser y subsistir la misma realidad. El cosmos y el ser humano constituyen la misma realidad en cuanto manifestación de la misma, pero cuando la manifestación se termina, lo divino obviamente, continua. Lo manifestado vuelve a lo inmanifiesto. La Fuente no se agota.
En cuanto existe manifestación no es posible separación alguna: cada manifestación es necesariamente cosmoteándrica. En cuanto se termina la manifestación, queda la esencia inmanifiesta de la misma: lo divino que en ella se revelaba.
La realidad Una está constituida –mejor dicho: va constituyéndose a cada instante– por la relación. Todo está en relación, todo es relación. Todo existe y se define por la relación. Y este Misterio relacional no es otra cosa que el Misterio divino, inefable, indecible. El Misterio último de la realidad es entonces la relacionalidad.
Pongamos un ejemplo: salgo a la calle a caminar. Me detengo delante de un árbol que me gusta y me llama la atención. El árbol, a través de los sentidos (especialmente la vista, el tacto, el oído) entra en mi campo de consciencia. Soy consciente del árbol, el árbol está ahí, puedo tener experiencia del árbol. Una primera observación: el árbol está ahí porque soy consciente de él. El árbol surge simultáneamente con mi consciencia de él. En términos de física cuántica podríamos hablar del “colapso de la función de onda”.
Abro un paréntesis: me parece fascinante y sugerente la comparación con la física cuántica: abre caminos de comunión y comprensión reciproca entre la experiencia del Misterio y la visión científica. Mística y física cuántica se pueden fecundar y alimentar recíprocamente.
Seguimos con nuestro hilo argumental. La ciencia todavía no tiene muy claro como interpretar el “colapso de la función de onda”, quedan muchos enigmas a resolver. Yo tampoco soy un experto. Pero creo que vale la pena abrir está puerta, con humildad y confianza.
¿Qué es el “colapso de la función de la onda”? En palabras sencillas podemos decir que la energía (átomos, luz…) está por todo lado y por ninguno en cada momento; en cuanto interviene la consciencia observadora de un sujeto, la energía colapsa en una forma concreta. En realidad los experimentos que atestiguan esta verdad se hicieron sobre los átomos y las partículas subatómicas. Por eso que las leyes de la física cuántica valen por la realidad micro y todavía no logramos validarlas para lo macro, donde aparentemente sigue vigente la física de Newton.
Vamos a nuestro tema. La observación produce un colapso de la energía que asume un “rostro” concreto; en nuestro caso un árbol. El árbol no existe independientemente de mi consciencia de él… mentalmente me lo puedo imaginar y puedo suponer que seguirá ahí después de que yo siga mi camino. Pero, en sentido estricto, solo existe y solo puedo tener experiencia de él en el momento que aparece en mi conciencia. Este primer y sencillo paso evidencia desde ya la relacionalidad de lo real, a partir de las cosas más sencillas y cotidianas.
Podemos dar un ulterior paso. Si miro detenidamente el árbol que tengo delante de mí, puedo darme cuenta que solo existe y está existiendo en relación: con mi conciencia de él como vimos, con la tierra, el aire, el sol, los demás árboles, los pájaros y los insectos, las demás personas… No existe el árbol por sí solo, aisladamente.
Parece esencial entonces el rol del observador. Si es verdad que el árbol aparece porque lo estoy observando es también verdad que yo mismo soy parte del sistema, yo también soy “un colapso de la función de onda.”
¿Quién o Qué me está observando? Acá entra la experiencia mística, atestiguada por tantos y tantas a lo largo y ancho de la historia y del mundo.
El Misterio, la Fuente (podemos llamarlo “Dios” si nos ayuda en la comprensión) me está observando y esta observación – una mirada de amor en términos cristianos – me está creando aquí y ahora.
Un paso más, decisivo. Esta Mirada divina no es distinta de mi propio mirar. “El ojo con el cual veo a Dios es el mismo ojo con el cual el me ve”, dice el místico alemán Angelo Silesio.
Existo por esa mirada y miro a través de esa mirada. Mi mirar es el mirar de Dios y el mirar de Dios es mi mirar: ni uno ni dos.
Eso obviamente vale para mi y para cualquier otro ser humano: el observar de Dios a través de la mirada humana es el mismo mirar. Un mismo mirar que se funde en simbiosis única y original con el mirar de cada cual.
Es en este sentido que somos co-creadores. Observando la realidad la estamos co-creando.
El famoso árbol manifiesta una colapso de la función de onda no solo por mi mirar, sino por el mirar del otro, de los otros. En estas múltiples y distintas miradas está la única mirada, el Único Observador que, observándonos, nos crea simultáneamente a nosotros y al árbol.
La creación y la vida misma son este juego de miradas conscientes y miradas de amor. Mi existencia es la mirada de Dios y mi existir es visión de Dios. Soy visto y en esta mirada estoy siendo y estoy viendo.
A esta altura la pregunta esencial y fundamental es:
¿Cómo hacer experiencia “de” Dios?
Podemos identificar dos caminos, siempre reconocidos por las tradiciones espirituales y que van de la mano: el camino de purificación o purgativo y el camino unitivo.
El camino purgativo es el camino de purificación: observar la mente, desconfiar de los pensamientos, silenciar la mente. La mente está pensada como herramienta para manejar lo manifiesto y lo manifiesto es siempre dual, sujeto y objeto. Por eso la mente no tiene la capacidad de percepción de lo Uno. Purificar la mente es volverse más sencillos, más transparentes, más libres de los pensamientos, sentimientos, emociones. Es un camino de autoconocimiento psico-espiritual que transita por varias etapas y varias capas de profundidad. Un camino nunca acabado en realidad.
El camino unitivo: percibir la Vida Una. Crecer en la percepción que somos Uno con la Vida. Confiar en el proceso de la Vida.
Hablando en sentido estricto no hay una experiencia “de” Dios. El “de” convierte automáticamente a Dios en objeto.
Dios es el “ambiente vital” desde el cual vivimos toda experiencia. Dios es la posibilidad última de toda experiencia. Por eso, desde este radical perspectiva, no podemos hablar de experiencia de Dios. Le hacemos esta concesión al lenguaje para poder comunicarnos y entendernos, pero sería importante ser consciente de los limites del lenguaje mismo.
En realidad lo que vivimos es pura experiencia, puro conocer, sin un “yo” que experimenta y lo experimentado, sin un conocedor y lo conocido. Cuando nos establecemos en la pura experiencia (pura conciencia) todo se vuelve trasparente y sencillo. En la pura experiencia solo hay Dios y todo se transforma en experiencia de Dios. Mejor dicho: experiencia y “Dios” coinciden.
La mente se vuelve serena y pacifica, se abre “el tercer ojo”, la visión interior, y desarrollamos la intuición. Empezamos a ver la realidad así como es, sin los filtros mentales e interpretativos. Todo se vuelve diáfano y luminoso. Todo es transparencia del Misterio, todo es símbolo del Ser.
Resumiendo. Los caminos de purificación y unitivo van de la mano, son simultáneos. No son etapas cronológicas. A cada momento vivimos los dos, aunque según los momentos y las etapas puede que uno prevalezca sobre el otro.
Para experimentar el Misterio estamos llamados a silenciar la mente, a crecer en conciencia y en autoconocimiento. Reconociendo nuestros estados mentales y emocionales aprenderemos a ser libres. Desde esta libertad radical podremos asumir y vivir con serenidad y totalidad cada acontecimiento que la Vida nos ofrece.
Descubriremos cada vez más que somos esa misma Vida, somos parte del mismo Misterio que estamos buscando. No necesitaremos seguir buscando, porque nos daremos cuenta que no hay una experiencia de Dios afuera de nosotros mismos. Somos esta misma experiencia. Somos Uno con el Misterio, Uno con la Vida.
Esa conciencia será la Paz total y la alegría plena.
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