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“¿Nueva espiritualidad? (III)”, por Enrique Martínez Lozano

Lunes, 7 de noviembre de 2016
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espiritualidad-religion5. La cuestión del “yo”

Tras releer el texto de Carlos Barberá, me decido a añadir unas entregas más, centradas en puntos concretos, estrechamente relacionados con lo que venimos planteando: la cuestión del yo y la creencia en un Dios “personal”. Confío en que estas palabras sirvan para clarificar lo que se ventila en la más genuina espiritualidad.

Y quiero empezar comentando las siguientes expresiones que aparecen en su escrito: “Yo soy también mis ideas, mis sentimientos, mis acciones. Yo soy el que escribe este artículo, yo soy el que voto de esta o la otra manera, yo soy el que tiene tales o tales amigos”.

Si tales afirmaciones se leen dentro de la paradoja a la que me he referido en los comentarios anteriores, estoy totalmente de acuerdo. Soy la Consciencia una, que compartimos todos los seres, y soy también esta personalidad concreta en la que aquella se expresa. Aunque el “soy” no tenga la misma densidad en los dos casos –una cosa es el “soy” del nivel aparente y otra el realmente real–, me parece ajustado combinar el mencionado “principio de exclusión” (“no soy mi cuerpo…”) con el de inclusión (“soy también mi cuerpo…”).

Ahora bien, a mí me parece que ese “yo” no es una entidad separada que posea autonomía ni libertad individual. Lo que llamamos “yo” es solo un pensamiento más, producido por la mente a través del característico mecanismo mental de la apropiación. Nace, por tanto, con la mente, que se apropia de todo lo que percibe y, de ese modo, hace posible que surja el “mío”. Es así como nace la idea del yo, con todo lo que eso conlleva: creencias de separación, autonomía, libertad, control… y, sobre todo, egocentración. A partir de ahí, la identificación con él será sencilla: la mente, con su extraordinaria sutileza, se encargará de sostener aquella creencia que otorga un estatus –que parece real- a lo que solo era un pensamiento creado por ella misma.

Recientes investigaciones neurocientíficas han puesto en evidencia esta función del cerebro, a la que han bautizado con el nombre de “intérprete”. Según esos resultados, no existe algo así como un “yo” que actúe, sino más bien una capacidad de percibir lo ocurrido y un mecanismo automático para interpretarlo y apropiárselo. Se ha demostrado reiteradamente que el cerebro actúa antes de que la mente lo ordene pero, en cuanto algo sucede, esta se apresura a decir “lo he hecho yo”. Como escribe el físico teórico y estudioso neurocientífico Michio Kaku, “el cerebro toma las decisiones con antelación, sin la participación de la mente, y después trata de disimularlo (como acostumbra) haciendo creer que la decisión fue consciente”. A partir de ahí, será la memoria la que venga a otorgar una sensación de continuidad que afiance aún más la creencia en un sujeto autónomo, que posteriormente será avalada y fortalecida por el llamado “sentido común” –el mismo que nos hizo creer que la tierra era plana, que estaba fija en el centro del universo y que giraba en torno al sol, en un cosmos que se creía pequeño y sin cambios; y que, en ese cosmos, los humanos eran una especie aparte- y por toda la cultura ambiental, desde el primer momento de la existencia del bebé.

Pero, ¿acaso –viene a decir Carlos Barberá– no tengo conciencia de que soy yo quien actúa y de que puedo hacer una cosa u otra? Las mismas investigaciones neurocientíficas muestran que tal cuestión encierra una falacia, que consiste en confundir lo que ocurre con la creencia de que hay una autoría personal, un “yo personal” que sería el autor de lo que ocurre.

Una cosa es la innegable consciencia subjetiva de ser libre –ya hemos dicho que eso es justamente el resultado de aquella función del cerebro que se ha denominado “intérprete” – y otra el hecho de que haya un “yo hacedor”.

La cuestión queda formulada en uno de los principios básicos de la psicología transpersonal: “Tú no eres nada que puedas observar; tú eres Eso que observa”. Cuerpo, mente, sentimientos, “yo”…, todo ello es objeto de observación. ¿Qué es Eso que observa?

Dicho de otro modo: al tomar distancia de la mente, percibes que tú no eres el “yo” con el que ella te había identificado. Lo que realmente eres no es una cosa o un objeto que la mente pudiera atrapar, sino Eso que observa todo, incluida la mente. Lo que eres es pura consciencia o presencia consciente.

En “ti” hay “ideas, sentimientos, acciones”. Puedes tener incluso la sensación subjetiva de que eres tú “el que escribe este artículo, el que vota de esta o la otra manera, el que tiene tales o tales amigos”. Pero solo es eso: una sensación subjetiva. Todo eso se hace en –a través de– ti, pero sin que haya ninguna autoría personal, tal como ponen de relieve los citados estudios neurocientíficos. La identificación con el propio yo –y lo que podríamos llamar su “mundo”– es perfectamente comprensible, debido al apego con que hemos crecido. Sin embargo, lo que llamamos “yo” es solo una ficción mental.

¿Pero no me dice mi propia sensación lo contrario? En efecto, la sensación subjetiva es muy fuerte, con el añadido de que la hemos asumido como completamente cierta desde el principio de nuestra existencia. Por ello es comprensible que la mente se rebele ante afirmaciones que la cuestionan. Pero tal rebeldía no prueba nada. Mi sensación también me dice que la mesa en la que escribo es completamente sólida cuando, en realidad, es vacía en un 80%. Tanto el yo como la materia pertenecen solo al mundo aparente; en el nivel profundo –por debajo del mundo que crea la mente– no hay “yo” ni materia; todo es información o consciencia –“inteligencia creativa”-, y eso es lo que realmente somos.

Pero seguramente carece de sentido discutir acerca de ello: la mente nunca nos podrá conducir más allá de ella misma; en su sutileza encontrará siempre justificaciones para mantenernos en el bucle que ella misma teje. Más bien, el camino adecuado parece ser el de acallar la mente –eso es la práctica meditativa o contemplativa– y, manteniéndose en el silencio mental o atención desnuda –pura consciencia de ser–, ver qué ocurre. Si nos adiestramos en la práctica, es probable que el “conocimiento mental” deje paso al “conocimiento silencioso” –del que han hablado siempre los sabios–, que abrirá ante nosotros un horizonte inédito y un nuevo modo de vivir.

Pero esto es justamente lo que más arduo resulta a quienes han crecido en un mundo estrictamente “racional” o han vivido una formación que absolutizaba la mente: comprender que existe otro modo de conocer que solo es posible cuando somos capaces de silenciar el pensamiento. Sin dar este paso, la no-dualidad aparecerá como una moda vacía y carente de sentido. Sin embargo, cuando se ha experimentado, se ve cómo a su lado palidece el razonamiento más elaborado. El motivo es simple: la razón se mueve únicamente en el mundo de las apariencias –en el nivel aparente de la realidad– que ella misma crea. Es solo el silenciamiento de la mente el que permite ver  en profundidad.

Enrique Martínez Lozano

Espiritualidad ,

“¿Nueva espiritualidad? (II)”, por Enrique Martínez Lozano

Miércoles, 2 de noviembre de 2016
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espiritualidad-religion3. La paradoja se resuelve (se transciende) en la no-dualidad

Voy a referirme a la paradoja que somos, recurriendo a la técnica terapéutica de la “rueda de la consciencia”, ideada por el psiquiatra Daniel Siegel: utilizando la imagen de una rueda de bicicleta distingue entre el eje –siempre estable- y la llanta que gira. Es obvio que si queremos que la rueda funcione adecuadamente, es preciso cuidar la llanta. Sin embargo, no lo es menos que, mientras esta se mueve constantemente, aquel permanece centrado. A partir de esa imagen –que él mismo utiliza como herramienta puramente terapéutica-, podemos entender el eje como la consciencia, que sostiene y constituye todo lo real, y la llanta como todas aquellas dimensiones en que se desarrolla nuestra existencia: el cuerpo, los pensamientos, los sentimientos, las relaciones…

Parece innegable que el olvido del “eje” conduce al sinsentido completo. Pero no lo es menos que el olvido de la “llanta” promueve un descuido de dimensiones fundamentales como son la psicológica, la relacional, la social, la política… Olvido que potencia una pseudo-espiritualidad que con frecuencia desemboca en narcisismo autocomplaciente.

La genuina espiritualidad, aun siendo bien consciente de la diferencia entre lo “permanente” –realmente real- y lo “transitorio” –que pertenece al mundo de las “apariencias” o de las “formas”-, no niega ni descuida ninguna dimensión. Por decirlo con las expresiones utilizadas en el capítulo anterior, incluye ambos caminos: el de la exclusión y el de la inclusión. Del mismo modo, reconoce la polaridad de todo lo manifiesto: no existe realidad manifiesta que no tenga su polo opuesto. Pero sabe que “polaridad” no es sinónimo de “dualidad”, del mismo modo que “diferencia” no significa “separación”. La no-dualidad es la comprensión de que los dos polos son abrazados profunda y secretamente en una Unidad mayor: en este sentido, la espiritualidad afirma que la Realidad es no-dual; afirmación que es también sostenida por todo lo que está averiguando la misma ciencia moderna. Pero –de nuevo; no habría necesidad de insistir en ello- tal afirmación no quiere ser dogmática, sino evidente para quien lo ha visto y propositiva para quien se sienta cuestionado por ella.

Es solo una expresión que –con mayor o menor acierto- quiere compartir lo que se ha visto o vivido; por eso, nunca se propone como “objeto de fe” –al contrario, se anima a no creer en ella hasta que no se la haya experimentado-, sino únicamente como “instrucción” para que quien desee pueda experimentar por sí mismo la verdad o no de la misma.

Soy bien consciente de que todo lo humano es ambiguo y, por tanto, nunca se halla exento de riesgos, tanto más peligrosos cuanto más negados o inadvertidos. Tales riesgos suelen multiplicarse en todo aquello que se pone de “moda”. La idealización que nuestra mente (o ego) tiende a hacer de cualquier cosa que aparece con una aureola de prestigio induce fácilmente a engaños peligrosos. En concreto, por ceñirnos a nuestro ámbito sociocultural, en el campo de la espiritualidad –aunque no solo en él-, no es extraño que cundan sucedáneos egoicos, que se manifiestan como vaguedades sin contenido, tópicos repetidos, charlatanería y credulidad. Pero, en ningún campo, la existencia de sucedáneos engañosos invalida la verdad y el valor de lo genuino.

4. Espiritualidad es comprender la respuesta a la pregunta “¿Quién soy yo?”

La genuina espiritualidad –tanto “antigua” como “nueva”– no busca sino responder a la pregunta decisiva, aquella de la que penden todas las demás: ¿quién soy yo? A sabiendas de que, como proclamaba el Oráculo de Delfos, quien conoce su verdadera identidad, conoce todo lo que es: “Hombre, conócete a ti mismo, y conocerás al Universo y a los dioses”.

Ahora bien, esa respuesta no la puede proporcionar la mente. Más aún, la mente es incapaz de otorgarnos certeza alguna. Todo lo que viene de ella es solo una opinión, un punto de vista o una perspectiva; nunca la verdad.

Ello es así porque la mente, por más razonamientos eruditos que haga, nunca nos podrá llevar más allá de ella misma. Al ser situada, no puede ver la realidad, sino únicamente una perspectiva; y, debido a su naturaleza objetivadora –pensar equivale a delimitar y, por tanto, a objetivar-, no puede identificar otra cosa que objetos o, peor todavía, intentar objetivar lo que es inobjetivable. En resumen: la mente nos ayuda a mantener una actitud crítica que es irrenunciable, para evitar caer en la credulidad y la irracionalidad; nos sirve incluso para desenmascarar y denunciar falsas y pretendidas “verdades”, pero es incapaz de conducirnos a ver la verdad de lo que somos.

La honestidad y el rigor intelectual imponen llevar el “espíritu crítico”, del que hacen gala quienes hipervaloran la razón, hasta el final, es decir, hasta cuestionar los mismos presupuestos (pre-juicios) en los que la propia mente se asienta.

Por lo que se refiere a re-encontrar nuestra verdadera identidad, basta no poner pensamientos y conectar con Eso que se da cuenta –la consciencia que podemos detectar en nosotros mismos, aunque haya estado “sepultada” bajo la incesante actividad mental- para que se vaya abriendo paso la comprensión de lo que realmente somos. Ese es el “conocimiento silencioso” del que han hablado los sabios, porque no es pensando, sino atendiendo, como seremos conducidos a “casa”. La verdad no se halla al alcance de la mente; se revela a sí misma cuando no sobreimponemos pensamientos a lo que es.

Todo lo anteriormente expuesto no es sino un ofrecimiento o una propuesta, que se asienta en la certeza de que el cuidado de la genuina espiritualidad –que poco o nada tiene que ver con las creencias religiosas, y que no distingue entre una “antigua” y otra “nueva”- constituye lo más nuclear de nuestra existencia. Porque solo ese cuidado hace posible otro modo de ver que, trascendiendo la razón, nos muestra nuestro verdadero rostro. Si la fuente de todos nuestros males no es otra que la ignorancia acerca de nuestra verdadera identidad, la salida de ellos –de la ignorancia- solo será posible gracias a la comprensión que nos otorga el “conocimiento silencioso” o la atención desnuda.

No hay aquí nada dogmático. Solo la invitación libre para quien sienta el “impulso”, que lo lleve a experimentarlo por sí mismo.

Enrique Martínez Lozano

Espiritualidad ,

“¿Nueva espiritualidad?”, por Enrique Martínez Lozano

Lunes, 17 de octubre de 2016
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espiritualidad-religion1. ¿Nueva? espiritualidad

Me ha surgido este texto –que presentaré en cuatro entregas, para cuidar una extensión “adecuada” en este medio- tras la lectura de un artículo de Carlos F. Barberá, titulado “La nueva espiritualidad”, publicado en los portales digitales Atrio  y Fe Adulta .

En él, aunque sin citarme, probablemente por delicadeza, transcribe unas expresiones mías para ejemplificar el riesgo de lo que llama la “nueva espiritualidad”. Son las siguientes: “Si fiándome de la mente, me tomo por lo que ella piensa acerca de mí, me reduciré forzosamente a la apariencia de lo que soy, a un «objeto» aparente que responde al nombre de «yo». (…) Pero empieza por reconocer lo que no eres. Eso significa «dejar caer» todo aquello que puedes observar y nombrar adecuadamente: pensamientos, sentimientos, imágenes o ideas sobre ti mismo… Es claro que tú no eres ningún objeto que aparezca dentro del campo de la consciencia, porque tienes consciencia clara de ser «sujeto», el que «está detrás» de todo aquello que es observable, el que ve, el que sabe…”.

El error –viene a decir- radica en que tales afirmaciones recogerían solo una media verdad. Porque –escribe- “la verdad ha de formularse en afirmaciones dialécticas”.

No es mi ánimo polemizar ni entrar en discusiones, así como tampoco convencer a nadie. Busco sencillamente aportar mi perspectiva, con el único deseo de crecer en verdad para, sin renunciar en ningún momento al espíritu crítico ni al diálogo, evitar confusiones que nos priven de lo que, a mi modo de ver, considero una riqueza irrenunciable para avanzar en comprensión y vivencia de lo que realmente somos.

Por ello, quiero centrarme únicamente en el motivo que aduce. Y dejo de lado –aunque no me parecen acertadas– otras consideraciones acerca de la relación que hace entre religión y espiritualidad.

Con todo, deseo comentar que tampoco me parece adecuada la expresión “nueva espiritualidad”, con la que, particularmente en el mundo eclesiástico, se designa el innegable resurgir espiritual al que estamos asistiendo. Al etiquetarla de “nueva”, daría la impresión de que se trata de algo advenedizo y que no sería sino una moda pasajera. Comprendo que quienes se hallan instalados en una religión milenaria la vean de ese modo. En no pocos documentos magisteriales y escritos teológicos, se advierte una actitud recelosa hacia la espiritualidad, porque parecen percibirla como “competidora” y, por tanto, peligrosa para la religión.

Sin embargo, esta espiritualidad –si es genuina– conecta directamente con la llamada “filosofía perenne” y con las grandes tradiciones sapienciales de Oriente y de Occidente, desde el taoísmo y el confucianismo chinos hasta el estoicismo griego, pasando por el hinduismo y el budismo –por citar solo las tradiciones más conocidas–. En todos esos casos no existía la idea de una confrontación entre “filosofía” y “espiritualidad”: todo convergía en la búsqueda de la sabiduría al servicio de la vida. El objetivo era simplemente comprender la Realidad para “ajustarse” a ella y, de ese modo, asumir la actitud adecuada, que habría de conducir a experimentar la plenitud o felicidad.

Decir que una espiritualidad no religiosa o al margen de la creencia en un Dios separado es una “moda postmoderna” –o designarla despectivamente como “nueva” espiritualidad- manifiesta únicamente desconocimiento de aquellas grandes corrientes de sabiduría –que no eran “religiosas”– y no puede ser sino otro signo de un eurocentrismo (cristiano) que se erige como referencia última de verdad.

2. Nuestra naturaleza es paradójica: el “doble nivel” de lo Real

Me centro en el punto mencionado, que Carlos Barberá nombra como olvido de la “dialéctica”. Personalmente, me parece más acertado –en lugar de un término como ese que puede fácilmente prestarse a equívocos– hablar de paradoja. En ese sentido, estoy totalmente de acuerdo con él: la realidad manifiesta –y el ser humano en ella– es de naturaleza inexorablemente paradójica, por lo que no se le hace justicia cuando se olvida cualquiera de las dos caras que la (lo) constituyen: el nivel profundo –lo que somos– y el nivel aparente (o relativo) –lo que tenemos–.

De ahí que se haga necesario hablar de un “principio de exclusión” (“no soy mi cuerpo, no soy mis pensamientos, no soy mis sentimientos…”), pero acompañado del otro “principio de inclusión” (“soy también mi cuerpo, soy también mis pensamientos, soy también mis sentimientos…”). El texto que cita Carlos Barberá se refiere al primero de esos “principios”, pero eso no significa negación ni olvido del otro.

¿Por qué la insistencia precisamente en la afirmación “exclusiva”? En primer lugar, por un motivo pedagógico: es tal la identificación con nuestro cuerpo, nuestros pensamientos y nuestros sentimientos, que se hace urgente afirmar con rotundidad que, realmente, no somos nada de eso. Olvidarlo supone seguir viviendo sumergidos en un reduccionismo que es fuente inevitable de confusión y de sufrimiento. Y, en segundo lugar, porque, si bien es cierto que somos también cuerpo y mente, ese “somos” no tiene el mismo valor o radicalidad que aquel que se refiere a nuestra verdadera identidad. De un modo que, desde mi perspectiva, es el menos inadecuado, podría formularse así: “soy consciencia que tiene (se expresa, se experimenta en) esta forma (o persona)”.

Enrique Martínez Lozano

Espiritualidad ,

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