“Vamos a la otra orilla del lago…”
Del blog de Oswaldo Gallo Serrato, Concordia:
“Pese a la homofobia y transfobia de algunos”
“En los veinte siglos de existencia de la Iglesia, sus relaciones con la comunidad judía han sido muy tortuosas”
“Fue necesario mucho tiempo para que el Concilio Vaticano II publicara Nostra Ætate, la declaración sobre las relaciones entre la Iglesia y las religiones no cristianas, en la que por vez primera se habla de las personas judías con dignidad y se reconoce la riqueza de la tradición judía en el catolicismo”
“Pienso en la motivación interna de ‘ir a la otra orilla del lago’, en las tormentas que enfrentaron por parte de grupos furibundamente antijudíos”
“Guardada toda proporción con el Holocausto, pensemos ahora en las millones de personas transexuales, homosexuales, no binarias, que sufren discriminación, persecución, violencia e incluso la muerte en no pocos países”
En los veinte siglos de existencia de la Iglesia, sus relaciones con la comunidad judíahan sido muy tortuosas. Tanto en las Escrituras como en la Tradición encontramos al respecto una retórica incenciaria: a los judíos se les acusa de deicidas, y un celo obsesivo por su conversión dio pie a una serie de políticas discriminatorias que pretendían apartarlos de su perfidia.
San Juan Crisóstomo lanzó contra los judíos un aluvión de insultos en Adversus Iudæos(ca. 386-387); san Agustín propuso como solución al “problema” judío una cierta tolerancia que no implicaba aceptación ni igualdad de condiciones de vida respecto de los cristianos; el IV Concilio de Letrán (1215) prohibió las relaciones entre judíos y cristianos, el ejercicio de cargos públicos y profesiones como la medicina, y la obligación de vivir en guetos, separados del resto de la población y con una prenda que los distinguiera. Alfonso X y san Luis IX, reyes de Castilla y de Francia, dispusieron en sus territorios que los judíos acataran las disposiciones que la Iglesia había determinado contra ellos. Se popularizó entonces el antijudaísmo típico del Medioevo. Miles de judíos fueron masacrados acusados de crímenes fantasiosos, hasta llegar a los horrores del Holocausto en el siglo XX: “El antisemitismo cristiano había preparado el terreno hasta cierto grado, es innegable […]. De hecho es un motivo para un constante examen de conciencia”, afirmó con justa razón el entonces cardenal Ratzinger en esa obra valiosísima que es La sal de la tierra (1997).
Hubo, sin embargo, en las décadas previas a la Segunda Guerra Mundial, movimientos católicos que propugnaban la revisión de la enseñanza de la Iglesia sobre las personas judías. El más importante de ellos, encabezado por Jules Isaac y Jacques Maritain, publicó en 1947 una suerte de manifiesto judeocristiano que encontró una fuerte oposición en muchos sectores del catolicismo preconciliar.
Fue necesario mucho tiempo de oración, de relaciones cordiales, de estudio y un examen de conciencia colectivo para que el Concilio Vaticano II publicara Nostra Ætate, la declaración sobre las relaciones entre la Iglesia y las religiones no cristianas, en la que por vez primera se habla de las personas judías con dignidad y se reconoce la riqueza de la tradición judía en el catolicismo, al tiempo que se promueven relaciones basadas en el diálogo y la mutua oración: “La Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles. Cree, pues, la Iglesia que Cristo, nuestra paz, reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en sí mismo” (§4).
Traigo a colación lo anterior a propósito del Evangelio del domingo pasado, en el que Jesús pide a sus discípulos que vayan a la otra orilla del lago para llevar la Buena Nueva a la región de Gerasa. Pienso en los miles de católicos que se embarcaron en la tarea de crear mejores relaciones con la comunidad judía. Pienso en su manera de reconocer, detrás de la enseñanza de la Iglesia, un tratamiento injusto hacia las personas judías que gestó por siglos el antisemitismo nazi. Pienso en su perplejidad al escuchar en la liturgia del Viernes Santo una oración “por los pérfidos judíos” (pro perfidis judæis, expresión omitida por san Juan XXIII en el misal de 1959). Pienso en la motivación interna de “ir a la otra orilla del lago”, en las tormentas que enfrentaron por parte de grupos furibundamente antijudíos, en la sensación de aparente abandono que exclamaron los discípulos en la barca: “¡Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?!”. Pienso en los años aciagos de encuentros a escondidas, de oraciones compartidas y de las muchas relaciones de amistad que maduraron entre católicos y judíos antes de la publicación de Nostra Ætate.
Si algo nos enseña el Evangelio de este domingo es que navegar junto con el Señor para cumplir su obra de salvación no nos exime de peligros, como la tormenta que narra el evangelista Marcos. Cuando las olas crujen contra la barca, el miedo se apodera de los discípulos. ¡Cuántas tormentas enfrentaron quienes antepusieron su ser discípulos al antijudaísmo cultural de tantos siglos! Y sin embargo, la voz poderosa del Señor fue mayor que las de aquellas tormentas, porque el Amor siempre se impone.
“Guardada toda proporción con el Holocausto, pensemos ahora en las millones de personas transexuales, homosexuales, no binarias, que sufren discriminación, persecución, violencia e incluso la muerte en no pocos países”
Nostra Ætate supuso un desarrollo sano de la enseñanza de la Iglesia sobre las personas judías. Guardada toda proporción con el Holocausto, pensemos ahora en las millones de personas transexuales, homosexuales, no binarias, que sufren discriminación, persecución, violencia e incluso la muerte en no pocos países; pensemos en la manera como ciertas enseñanzas de la Iglesia abonan el terreno para tales actos de crueldad, aun sin suscribirlas intencionadamente.
Pensemos, por último, en nuevas formas de relacionarnos, más acordes a nuestro bautismo, a pesar de la hostilidad y la socarronería de quienes abiertamente profesan su homofobia y transfobia, sobre todo en el mes de junio. Ir a esa otra orilla es atravesar montones de tormentas, pero en compañía del Señor.
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