8.12.14. “Inmaculada. Una Mujer, la humanidad entera”
Casi todos los años, en este entorno de Adviento, con ocasión de la fiesta de María sin Pecado (8.11) he venido presentando una reflexión sobre María Inmaculada, destacando sus rasgos humanos, femeninos y cristianos. Este año 2014 lo hago de un modo especial, retomando un capítulo de un libro sobre el Camino de María (¡Santa María de la Carne! Jn 1, 14), en la Biblia y en la Iglesia.
Éstas son sus ideas centrales:
1) Los hombres nacemos en un mundo de pecado y no podemos superarlo sólo con nuestras fuerzas. En esa línea, el pecado original es la existencia perturbada y destruida de los hombres, en clave histórica y social. Corremos el riesgo de destruir el futuro de la vida, de matarnos unos a otros. En un plano individual, el pecado se expresa como incapacidad de realizarnos como personas. Para ser personas en plenitud nos ha creado Dios; pero nosotros quedamos en caminos, perturbados en los tres aspectos primordiales de la propia vida: nacimiento, realización y muerte. En un plano social, nacemos en un mundo manchado, un mundo que nos marca ya desde el principio, introduciéndonos en sus redes de poder, mentira y egoísmo. En ese aspecto, el pecado constituye una experiencia (y una realidad) fundacional: nacemos desde un fondo o «seno» mundano de pecado
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2) Como María, la madre de Jesús:
‒ Ser Inmaculada no significa no equivocarse, sino poder equivocarse de una forma creadora, superando los errores, aprendiendo de las equivocaciones, manteniendo siempre un camino sincero de búsqueda, en diálogo, en humanidad. Ser Inmaculada no significa no ser discutida, pues los testimonios de los evangelios, de un modo o de otro, suponen y afirman que María lo ha sido, como hemos visto en la segunda parte de este libro sino ser discutida y discutir en un camino abierto al diálogo más hondo, a la fraternidad más intensa, superando los enfrentamientos destructores.‒ Ser Inmaculada no significa mantenerse alejada de los problemas, sino entrar en ellos con buena intención, con capacidad de aprendizaje, en un camino mesiánico. María ha sido Inmaculada habiendo nacido en un contexto de suma violencia, en condiciones hambre y de guerra. Ha sido Inmaculada pudiendo incluso haber sido “violada” (como he puesto de relieve al estudiar el evangelio de Marcos 6, 3: ¿no es éste el Hijo de María?). Ha sido Inmaculada negando incluso el mensaje de Jesús (¡no creyendo en él…!), pero maneniendo siempre un camino de fidelidad que ha desembocado en la Iglesia.
A muchos puede bastarles eso para situar el tema en la liturgia y vida de la Iglesia… Otros podrán seguir leyendo. Buen día de la Inmaculada a Todos. María, unida a Juan Bautista de quien he tratado ayer, es la figura principal del Adviento cristiano. Así aparecen con Cristo en el retablo del juicio del ábside de la Catedral Vieja de Salamanca (figura 2).Buen día para la “inmaculadas”, para las “conchas”, para todas y todos los que nos sentimos vinculados a la aventura creadora de María
1. Origen: Humanidad en pecado, Inmaculada.
En el fondo del dogma de la Inmaculada Concepción, que la Iglesia católica definió el año 1854 por intuición creyente de los fieles más que por razones conceptuales de la teología, hallamos un dato primordial de todo pensamiento antropológico cristiano: María es ante todo una persona. Ella ha sido concebida y nace como creatura de Dios, dentro del tiempo de la historia, como he comenzado a decir en la primera parte de este libro, cuyo tema reanudo y completo aquí.
María no pertenece al despliegue (positivo o negativo) de Dios, no es tampoco una apariencia, sombra de la tierra que deslumbra en un momento y luego pierde su fulgor, diluida en el gran mar de lo divino. Tampoco es un momento pasajero del gran círculo de vida en que las almas siempre giran en el tiempo hasta que un día consigan liberarse de sus ataduras temporales. María no es tampoco un momento del gran río de las cosas donde todo se desliza sin llegar nunca a su meta. Ella ha surgido desde Dios como persona finita y diferente, dentro de la historia.
Pues bien, naciendo desde Dios, María nace al mismo tiempo dentro de la historia de los hombres, inmersa en un proceso que conforme a la doctrina de la Iglesia, inspirada en la Escritura (cf. Gén 3, Rom 5), se encuentra perturbado, estropeado por la fuerza del pecado. Por eso decimos que los hombres nacen (emergen, se despliegan) como miembros de una humanidad que, aun recibiendo el impulso de la gracia de Dios, parece empeñada en destruirse, como sabe el Vaticano II:
Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios pero no le glorificaron como a Dios. Oscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la creatura, no al Creador (cf. Rom 1,21-25). Lo que la revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su Santo Creador… Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas… (Gaudium et Spes 13).
Esta es la condición del hombre. Desde el mismo comienzo (ab exordio historiae) vive internamente dividido. (a) Es hijo de Dios, está invitado a la herencia de la vida. (b) Surge y se despliega en un campo de pecado. Esto es lo que el dogma de la Iglesia ha precisado desde antiguo cuando habla del pecado original: hay en nuestra vida una tragedia muy particular que está fundada en la misma opción humana. No es tragedia haber nacido, no somos hijos de un pecado de los dioses (de una división intradivina). Ni es tragedia el vivir, ni la materia ni la vida es mala. Mala es un tipo de vida oscurecida por los mismos hombres.
‒ En perspectiva sincrónica, el pecado original pertenece al hombre en su conjunto; es de «adam», la humanidad entera. Es totalmente secundario decir si al principio de esa humanidad había sólo un ser humano (una pareja) o existían múltiples parejas. La palabra de la Biblia afirma que el pecado pertenece al conjunto de la humanidad. No es un hombre aislado el que se pierde, es la misma humanidad, manchada y pervertida en su camino y en sus propias estructuras de vida compartida. La humanidad como tal está quebrada, se hace incapaz de tender hacia el futuro que Dios le ha prometido (al paraíso). Por eso, los que nacen en esa humanidad nacen en riesgo, en peligro de perderse.
‒ La tradición cristiana afirma que el pecado se transmite por herencia, pero en sentido cultural, no biologista, como a veces ha pensado cierta teología que en el fondo ha interpretado ya la misma forma «vital» (sexual) de de la “concepción” como si fuera en sí pecado. Entender así el problema del hombre sería contrario a la herencia judía del evangelio y al primitivo cristianismo, que nunca ha condenado el sexo como tal, y situaría el origen de la vida humana en un plano biológico (animal). Los animales evolucionan a través de mutaciones transmitidas por herencia biológica. Los hombres, en cambio, propagan su verdad y vida humana a través de la cultura. Lo que ellos transmiten humanamente, en clave de realización antropológica, es más que una existencia material; extienden y propagan unas formas de entender y realizar la propia vida, unas posibilidades humanas de existencia. En ese plano debe situarse el tema del pecado original .
Según eso, nuestra herencia cultural humana está manchada. Quiero entender esa palabra de manera muy extensa: cultura es aquello que desborda el nivel de la naturaleza interpretada en forma de necesidad vital o material (mecanicista). En ese aspecto ella trasciende nuestras posibilidades físico-biológicas. En ese plano de creatividad (donde también es posible la destrucción histórica) viene a situarnos el pecado. Aquí donde se expresa y se realiza de verdad nuestra existencia.
Con su posibilidad de creación nueva y pecado, la cultura configura todos los aspectos de la vida del hombre sobre el mundo. Cultura es la manera de buscar a Dios y rechazarlo; cultura son las formas de existencia social, las estructuras económico-políticas, la experiencia fundante de la vida. Sólo en ese nivel el hombre puede realizarse verdaderamente como humano, es decir, como persona: ser que es libre, responsable de sí mismo, abierto en gratuidad hacia los otros, partiendo de la gracia original del misterio (de Dios). Pues bien, conforme al testimonio de la Iglesia, esa cultura primordial que debería hallarse abierta hacia la vida y realización de las personas se encuentra “manchada”, por culpa de la misma actuación humana.
Los hombres nacemos en un mundo de pecado y no podemos superarlo sólo con nuestras fuerzas.
En esa línea, el pecado original es la existencia perturbada y destruida de los hombres, en clave histórica y social. Corremos el riesgo de destruir el futuro de la vida, de matarnos unos a otros. En un plano individual, el pecado se expresa como incapacidad de realizarnos como personas. Para ser personas en plenitud nos ha creado Dios; pero nosotros quedamos en caminos, perturbados en los tres aspectos primordiales de la propia vida: nacimiento, realización y muerte. En un plano social, nacemos en un mundo manchado, un mundo que nos marca ya desde el principio, introduciéndonos en sus redes de poder, mentira y egoísmo. En ese aspecto, el pecado constituye una experiencia (y una realidad) fundacional: nacemos desde un fondo o «seno» mundano de pecado .
El pecado original no es una pequeña nota de carácter moralista, sino nuestra forma de vida sobre el mundo: La manera en que acogemos (transmitimos), realizamos y acabamos la existencia. En esa línea, el NT nos advierte que estamos «bajo el signo insuperable del pecado»: hemos destruido el camino de la vida y por nosotros mismos no podemos ya encontrarlo y realizarlo. Dios nos creó para ser personas y nosotros nos hacemos seres de violencia y muerte. Eso es el pecado.
Pues bien, sobre ese fondo del pecado original, la Biblia afirma que Jesús, Hijo de Dios, ha desplegado su vida sin pecado. Nació en el mundo y recibió su herencia dura y conflictiva, pero surgió y se fue educando (madurando) siempre en gracia. En gracia respondió al asumir su propia vida y realizarse, en camino de Reino. Por eso se dice que fue tentado en todo «como nosotros, pero no tuvo pecado» (cf. Heb 4,15). En esa línea, partiendo del AT y fundándose en su propia experiencia de la gracia pascual, la Iglesia ha visto que en el fondo de la historia de pecado original (de la que surge Jesucristo) existe también una corriente poderosa de gracia y esperanza. Dios iba actuando ya en el mismo camino de la historia israelita, preparando la llegada de Jesús (cf. 2 Cor 5,21). Dios iba ofreciendo germen y principio de vida en la misma entraña de la historia, preparando así la llegada del mesías. En el campo de esa preparación encontramos a María.
En esa línea se sitúa, el “dogma” de la Inmaculada Concepción (año 1854), que he presentado ya en la primera parte de este libro, pero que ahora debo precisar. Ese dogma forma parte de la experiencia pascual de la Iglesia católica, que descubre y concretiza en María un elemento clave de su experiencia antropológica: Por don de Dios, los hombres pueden superar y superan el pecado, viviendo de esa forma en comunión de Vida con la vida fundante de Dios, tal como se expresa en Jesucristo. El “dogma” de la Inmaculada pertenece no sólo al proceso de realización personal de María, que así va desplegando su camino en santidad, sino al proceso de maduración social de Israel y de la humanidad. En general, la Iglesia se ha fijado sólo en el primer aspecto, pero también destacarse el segundo.
Por eso no es extraño que entre los santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu santo y hecha una nueva creatura. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como llena de gracia (Lc 1,28) y ella responde al enviado celestial: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38) (Lumen gentium 56).
Este pasaje entiende la Inmaculada en perspectiva positiva, como signo de la gracia y santidad personales de María; Dios no realiza en ella un gesto negativo, liberándola de mancha original y de pecado, sino un gesto muy positivo, ofreciéndole su gracia, al servicio de la “nueva creación”, es decir, del surgimiento de una humanidad nueva, capaz de dialogar con Dios y de vivir en concordia mutua. María no es Inmaculada en su concepción biológica, sino en todo el proceso de su surgimiento y despliegue personal, en medio de una historia dramática, marcada por su pasado judío (galileo) y por su propio despliegue personal, a través de un diálogo difícil con Jesús su hijo, dentro de unas condiciones familiares “fuertes”. En ese sentido se puede afirmar que la Inmaculada forma parte de la “segunda inocencia” de María.
‒ Hay una primera inocencia que sería “no saber”, una especie de niñez continua, como si María hubiera pasado por el mundo sin “mezclarse” con las dificultades y violencias de la vida. Ésta es la imagen que han proyectado sobre ella no sólo gran parte de los tratados teológicos, sino (y sobre todo) las imágenes del arte, que le presentan como una mujer que no ha entrado en la lucha de la vida.
‒ La “dogma” de la Inmaculada ha de entenderse a la luz de la “segunda inocencia” de María, que no consiste en no saber, sino en saber y sentir, en sufrir y rehacer la vida de un modo más alto, en fidelidad humana, en vinculación dramática a Jesús. De esa forma, sólo al culminar su camino, ante la Cruz de Jesús y en la Iglesia, con los hermanos de Jesús y el resto de los cristianos, podemos afirmar que María ha sido y es Inmaculada.
‒ Ser Inmaculada no significa no equivocarse, sino poder equivocarse de una forma creadora, superando los errores, aprendiendo de las equivocaciones, manteniendo siempre un camino sincero de búsqueda, en diálogo, en humanidad. Ser Inmaculada no significa no ser discutida, pues los testimonios de los evangelios, de un modo o de otro, suponen y afirman que María lo ha sido, como hemos visto en la segunda parte de este libro sino ser discutida y discutir en un camino abierto al diálogo más hondo, a la fraternidad más intensa, superando los enfrentamientos destructores.
‒ Ser Inmaculada no significa mantenerse alejada de los problemas, sino entrar en ellos con buena intención, con capacidad de aprendizaje, en un camino mesiánico. María ha sido Inmaculada habiendo nacido en un contexto de suma violencia, en condiciones hambre y de guerra. Ha sido Inmaculada pudiendo incluso haber sido “violada” (como he puesto de relieve al estudiar el evangelio de Marcos 6, 3: ¿no es éste el Hijo de María?). Ha sido Inmaculada negando incluso el mensaje de Jesús (¡no creyendo en él…!), pero maneniendo siempre un camino de fidelidad que ha desembocado en la Iglesia.
2. Vida en libertad. Despliegue personal.
María ha nacido para irse realizando en libertad, como persona. Por eso, nacimiento y realización se vinculan, como he destacado en el apartado precedente. Así lo ha visto el Vaticano II:
Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús y abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin el impedimento de pecado alguno se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con él y bajo él, por la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, los santos Padres estiman a María no como un mero instrumento pasivo sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia (Lumen gentium 56).
Este pasaje supone que María ha surgido como persona independiente, como dueña de su propia vida, capaz de dialogar con el mismo Dios, de escucharle y responderle. No es un «instrumento» que Dios puede manejar a su capricho, ni un rasgo interior de la misma santidad de Dios, como un momento de su vida y su misterio. Ella es persona: dueña de sí misma, capaz de recibir una palabra de Dios y responderle; es persona en sentido radical como «sujeto frente a Dios», en clave de libertad, responsable de sí misma, de manera que ni el mismo Dios puede forzarla. Leer más…
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