Plantar cara a la muerte.
Del blog Amigos de Thomas Merton:
“El absurdo de cualquier vida que no se viva teniendo presente la muerte. Esta idea me ha impresionado fuertemente leyendo el texto de un escritor y guerrero samurái zen del siglo XVII, citado por D. T. Suzuki.
Nuestra gran dignidad se comprueba en la muerte. Quiero decir: nuestra libertad. No hay muerte ordinaria, pero existe una gran diferencia entre evadirse de ella interiormente y hacerle frente con la libertad –es decir, con la aceptación– de un ser humano. Cuando llega el momento de la «separación», el hombre libre pone su pie alegremente en el camino que lo conduce fuera de este mundo. Este es un gran obsequio que nos hacemos a nosotros mismos; no a la muerte, sino a la vida. Y es que quien sabe cómo se ha de morir no solo vive más tiempo en esta vida (¡como si esto importase…!), sino que además vive eternamente en virtud de su libertad.
El desamparo del hombre frente a la muerte nunca ha sido más lastimoso que en nuestros días, en que el hombre puede hacerlo todo, menos librarse de dicha muerte. Si fuese incapaz de evitar otras muchas cosas, el hombre estaría mejor preparado para enfrentarse a la muerte.
Pero todo nuestro poder no ha hecho sino acrecentar en nosotros la ilusión de que podemos aferrarnos a la vida sin tener que prescindir de nuestro inconsciente temor a la muerte. A la muerte la mantenemos siempre a prudente distancia, tratando inconscientemente de pensar que nosotros mismos estamos fuera de su alcance. Esto genera una tensión insoportable que no tarda en convertirnos a todos en sus víctimas. Quien no teme la muerte está más dispuesto a no huir de ella y, llegado el momento, la afronta debidamente.
En este sentido, quien se enfrenta a la muerte puede ser feliz en esta vida y en la otra, mientras que quien no se enfrenta a ella no es feliz ni en esta ni en la otra vida. Esta es una realidad central y básica de la vida, independientemente de que uno sea o deje de ser «creyente». Y es que este acto de «plantar cara» a la muerte implica ya una cierta fe, un cierto grado de rectitud de corazón y la presencia de Cristo, prescindiendo de que uno piense o no en ello. (No me estoy refiriendo aquí a la temeridad de lo que podríamos llamar un «tipo duro», sino tan solo a la sinceridad de una persona honesta, sobria y sensible que se responsabiliza de toda su vida con alegría y libertad)”.
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Thomas Merton, Diarios
Noviembre 1958
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