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Estaba ahí

Martes, 9 de mayo de 2017
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Del blog Nova Bella:

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Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. En la habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica, de esas diminutas de una o dos bujías en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación ni en la vista, ni en el oído ni en el tacto ni en el olfato ni en el gusto. Sin embargo, lo percibía allí presente con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que lo percibía, aunque sin sensaciones.

No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que todo aquello -Él allí- durara eternamente, porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía… Era una caricia infinitamente suave, impalpable, incorpórea, que emanaba de Él y que me envolvía y me sustentaba en vilo, como la madre que tiene en sus brazos al niño… ¿Cómo terminó la estancia de Él allí? Tampoco lo sé. Terminó. En un instante desapareció. Una milésima de segundo antes estaba Él aún allí y yo lo percibía y me sentía inundado de ese gozo sobrehumano que he dicho. Una milésima de segundo después, ya Él no estaba allí, ya no había nadie en la habitación… Debió durar su presencia un poco más de una hora.

*

Manuel García Morente,
El hecho extraordinario
( París, noche del 29 al 30 de abril de 1937)

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"Migajas" de espiritualidad, Espiritualidad , ,

“Creer (III)”, por Gema Juan, OCD.

Miércoles, 14 de mayo de 2014
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14027474442_cb475e0120_mLeído en su blog Juntos Andemos:

El breve recorrido hecho apunta continuamente a la fe como encuentro y a la certidumbre de que «no estamos huecos en lo interior», sino habitados. El ser humano es más de lo que aparenta, como recuerda la misma Teresa: «Veo secretos en nosotros mismos que me traen espantada muchas veces».

Habitados por un Dios inmenso que, a la vez, está muy cerca. A Teresa le preocupa que se presente a Dios como un ser lejano e inalcanzable, porque impide encontrarse con Él: «viene todo el daño de no entender con verdad que está cerca, sino imaginarle lejos». Y anima a «no extrañarse de [tener] tan buen huésped», porque la grandeza de Dios está en que no se le «pueden agotar sus misericordias».

Como tantos creyentes, Teresa de Jesús ha vivido de fe y a través de la confianza se ha unido a Dios. Del mismo modo que ella, son muchos los que desde todos los márgenes, han buscado al verse asaltados por una presencia, al intuirla o, sencillamente, al desearla.

Algunos desde muy lejos, como Simone Weil, que decía: «en toda mi vida, jamás, en ningún momento, he buscado a Dios». Sin embargo, tendrá una experiencia de una intensidad estremecedora. Siente que Cristo se hace presente y la toma. Y dirá que era «una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano».

Pascal hablará de «una invasión» que le conmueve la vida, para expresar cómo Dios se le había acercado. Y, al igual que sucede a Simone y Teresa, una certeza inamovible se instala en su vida. Cuando Dios irrumpe, cuando se hace presente y caen las barreras interiores que impiden el encuentro, no queda rastro de duda —«queda una certidumbre grandísima», dirá Teresa.

Edith Stein, en cambio, refleja una experiencia serena y silenciosa, pero que contiene un impulso íntimo y una «certeza embriagadora», como ella misma dice. Hablará de un «hecho real, no sentimiento», de los testigos que la han despertado, de poner la vida entera «en contacto con Dios» y de «estar protegido por una bondad y un amor infinitos e inmutables».

Descubre la presencia viva: «Percibo nueva vida en mí… Esta corriente vivificadora proviene de una actividad y una energía que no son las mías, pero que se realizan en mí». Y una aventura que envuelve la vida entera: «Es un mundo infinito que se abre como algo absolutamente nuevo, si uno comienza, en lugar de vivir hacia fuera, hacia adentro».

A Manuel García Morente, que se había llegado a sentir roto en medio del mundo, resentido y perdido de sí, el Dios inmenso, desdeñado por su lejanía e insultante omnipotencia, se le presenta como real, de carne y hueso, tan cercano que no pudo esquivarlo: «Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí». En adelante, una «convicción inquebrantable» acompañará a Manuel: «era Él». Era Dios.

Son solo unos pocos testigos, entre la muchedumbre de los que se ha encontrado con Dios, de quienes se han dado cuenta de que «es muy buen vecino». Han dejado atrás las dudas, porque la experiencia íntima que han vivido tiene efectos que se prolongan en el tiempo. Esa vivencia no quita las vacilaciones que acompañan la vida, ni otras soledades, pero regala una certeza única: «sabemos que siempre nos entiende Dios y está con nosotros. En esto no hay que dudar».

Creer es una decisión profundamente personal que se puede tomar de modos muy diversos. Desde la periferia de las religiones, tal vez sin confesar un Dios personal, pasando por encuentros arrebatadores o pacíficos, hasta decisiones como la de Teresa de Lisieux que, desde el seno mismo del cristianismo, elige creer en medio de la duda más dolorosa y radical.

Teresa explica que Dios «da de muchas maneras a beber», según es cada persona. Y que «hay muchos caminos en este camino del espíritu», para que cada ser humano pueda llegar a encontrarse con Dios. Tiene «tantas maneras y modos» de comunicarse, que no hay obstáculo que sea insalvable para «quien es la misma Sabiduría».

Y añadirá que, como quiera que se dé la experiencia, cualquiera que sea la manera en que Dios se comunica, ese contacto deja un rastro inequívoco: «Queda el deseo de vivir, si Él quiere, para servirle más; y si pudiese, ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase».

«Servirle más» es conectar el impulso íntimo del que habla Edith con el «inextinguible impulso, sostenido contra la realidad, de que esta debe cambiar… y se abra paso la justicia». Horkheimer definía de esta manera la religión «en el buen sentido». Así se puede definir la experiencia espiritual en el buen sentido y la mística, cuando lo es en verdad. La fe, en definitiva, cuando es auténtica y personal.

Los testigos que hablan de su encuentro con Dios son los mejores sherpas en el camino de la fe. Unos como destellos y otros como faros, todos dando luz y esperanza para no andar ciegos. Ellos, como Moisés, han visto la «espalda» de Dios: han experimentado su misericordia y su lealtad hecha carne, compañera de vida. Y, viendo, han creído.

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“Creer (I)”, por Gema Juan OCD.

Lunes, 5 de mayo de 2014
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13851118375_ba328b1ee9_mDe su blog Juntos Andemos:

El autor de la primera carta de Pedro escribió: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado». Desde los orígenes cristianos, el amor y la alegría son dos señales de la fe. Una fe que se remonta a tiempos anteriores y se proyecta a todos los futuros, porque la fe no tiene edad.

Agar, Tomás, Teresa de Jesús, Pascal, Edith Stein, García Morente, Simone Weil… Tantos creyentes diversos aparecen unidos por una experiencia profunda, marcada con esas dos señales. Vivida de diferentes maneras, en tiempos distintos, en culturas lejanas las unas de las otras, todos ellos firman una experiencia única, íntima e intransferible que, a la vez, les ha llevado a la salida más profunda de sí mismos: la certeza de la presencia del Viviente.

Todo parece indicar que no hay ninguna situación vital que impida o bloquee la posibilidad de descubrir a Dios. Ni ser un huido o expulsado, ni tener un pasado turbulento o un presente ambiguo. Tampoco el escepticismo, la ocupación o el sexo, ni la pertenencia a un estrato social u otro. Nada resulta para Dios una traba, salvo el rechazo expreso a la luz. Porque, como dice Teresa, «Él no ha de forzar nuestra voluntad» pero «da siempre oportunidad, si queremos».

Al comienzo de la historia de la fe, una mujer hace una conmovedora confesión: «¡He visto al que me ve!». Son las palabras de Agar, la esclava de Sara, mujer de Abraham. Agar, ni siempre inocente ni merecedora de repudio, fue primero una fugitiva y después una expulsada, pero Dios se hizo presente en su penuria y ella le reconoció como Aquel «que vive y me ve».

Del Génesis al evangelio de Juan, los siglos corren y la experiencia de fe se repite. Con el apóstol Tomás, por ejemplo, que puede ser figura de los ausentes, los que llegan tarde o no están en el momento clave; imagen de quienes han perdido la oportunidad.

Es, también, un recordatorio del Dios que busca a los desencaminados y desorientados, a los que no han podido llegar, cualquiera que sea la causa. Porque para Él, todos están invitados. «Mirad que convida el Señor a todos»… y «si no nos queremos hacer bobos y cegar el entendimiento, no hay que dudar». Así lo dirá Teresa.

Tomás no deseaba cegarse, todo lo contrario. De él, decía Julián Marías, que podría muy bien ser el patrón de los filósofos, porque su actitud intelectual es irreprochable: «Pide la evidencia, y cuando la halla, la acoge con total entusiasmo y adhesión». Y su entrañable profesión de fe, ¡Señor mío y Dios mío!, ha sostenido la oración de muchos creyentes.

Tomás vio de golpe. En un instante, la presencia de Jesús se iluminó para él. A veces es así: un instante abre los ojos; «pasa en un momento» –dice Teresa–. Otras, es un largo despertar, «se entiende despacio… cuando anda el tiempo, por los efectos». Pero al fin, se puede ver y reconocer que es Jesús mismo «el que da vida… y anima para vivir por Él».

No cabe esperar que Dios se muestre a todos del mismo modo o por un mismo camino y, menos aún, que la vida se defina de la misma manera. Aunque una larga tradición viva confirma que cuando hay un encuentro auténtico con Dios, se dan señales inequívocas.

Teresa dirá: «El temor de Dios también anda muy al descubierto, como el amor; no va disimulado aun en lo exterior». Ante el misterio, el corazón se inclina y adora –de eso habla el temor de Dios–, y el amor pide salir hacia todo lo que rodea. Como sucedió a los discípulos al reconocer a Jesús: con su Espíritu, salieron a compartir la Buena Noticia.

Volviendo a los amigos de Tomás, es fácil ver qué próximos estaban a él. De Juan, dice el evangelio, que «vio y creyó». Los apóstoles, que estaban asustados y encerrados, «al verle, se llenaron de alegría» y, solo entonces, reconocieron a Jesús vivo. Y, según Marcos, cuando María Magdalena dijo que Jesús «vivía y que le había visto, se negaron a creer».

Tomás no fue muy diferente de todos ellos, en verdad. Tampoco aquellos discípulos «entristecidos, torpes y cerrados», que no vieron hasta que Jesús les iluminó el corazón. Teresa dirá de ella misma que «hasta que el Señor la dio la luz», su alma estaba ciega.

La paz es el saludo con el que Jesús resucitado se acerca a Tomás. Antes de abrir los ojos de su corazón, le da la confianza necesaria y la seguridad interior. También la paz acompaña la visión del Resucitado relatada en el Apocalipsis: «No temas… yo soy el que vive».

Es la experiencia de Agar en el desierto de Berseba, donde el Compasivo «le abrió los ojos» para salvarse, y le dijo: «No temas». Y será la de Teresa en su encuentro con el Cristo vivo: «No hayas miedo, hija, que Yo soy y no te desampararé; no temas». Una y otra vez será a través de la paz y la confianza como ella verá al que le mira: «Mira mis llagas. No estás sin mí».

Con muchos otros creyentes a lo largo de la historia, Teresa ha podido decir: ¡Señor mío y Dios mío! ¿Cómo vieron? ¿Qué les sucedió? Es posible entender con todos ellos la última bienaventuranza de Jesús: «Dichosos los que creen sin haber visto», y acercarse al misterio para «ver», de una manera que «no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero».

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