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Pecado original o pecado en el origen

Viernes, 8 de diciembre de 2023
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Del blog de Tomás Muro La Verdad es libre:

01.- Dos motivos en esta fiesta.

    Celebramos hoy la fiesta de María Inmaculada.

    Y en nuestras diócesis en este día de la Inmaculada se celebra también el día del Seminario.

    Dos palabras sobre ambas cuestiones:

02.- María Inmaculada

El 8 de diciembre de 1854 el papa Pío IX proponía a la Iglesia el dogma de la Inmaculada Concepción.

* Las palabras del dogma son:

La Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano.

Dios estaba con María según le dijo el ángel: El Señor está contigo.

*  María Inmaculada:

El mal existe desde el comienzo: a esto le llamamos pecado original. El pecado existe y existirá siempre donde esté el ser humano (inteligente y libre) por aquello de que la libertad es una capacidad muy hermosa, al mismo tiempo que muy débil y difícil.

Adán y Eva, sean quienes fueren los primeros humanos, hicieron el mal, pecaron. Adán y Eva es -somos- la humanidad bajo el signo del mal. Por un tipo de humanidad, Adán y Eva, surgió el mal, el  pecado en la historia.

Por otra humanidad: la de Jesús y María sobreabundó la gracia y el bien, que dice San Pablo. María es la antítesis de Eva, como Jesús lo es de Adán. A pesar de los pesares: odios, pecado, guerras, muerte, estamos en una historia de gracia y salvación:

Dios estuvo presente en la vida de María: el Señor está contigo. Y por la misericordia de Dios no hubo pecado en María. En este sentido podríamos entender a María como Inmaculada, sin pecado en su vida

María entregó su vida y su persona, su libertad al designio salvífico de Dios.

03.- Día del seminario.

    En nuestras diócesis vascas, en este día de la Inmaculada celebramos el día del seminario.

tres apuntes y tres conclusiones elementales:

  1. seminaristas. En estos momentos en nuestra diócesis hay 1 seminarista y 1 diácono, que están estudiando en Pamplona. En estos momentos y por decisión del Obispo Munilla el seminario de San Sebastián está en Pamplona.
  2. clero. Hoy en día en nuestra diócesis hay alrededor de 60 presbíteros con menos de 75 años y otros tantos que sobrepasamos los 75 años. (Guipúzcoa ha perdido cerca de 700 presbíteros en 50 años).
  3. Si no hay presbíteros es porque no hay cristianos, o hay presbíteros en la misma medida en que hay cristianos.
  4. El clero en nuestra diócesis somos un grupo sociológicamente no solamente jubilado, sino más bien anciano. ¿Alguna institución funciona con una media de 70 años en su “mandos intermedios”?
  5. Previsiblemente el vacío de clero existente no se va a llenar en las próximas décadas con el número de seminaristas (1 + 1) existentes en nuestra diócesis.
  6. Con tales datos, es imposible pretender una pastoral como hace 30 o 40 años, mucho menos una pastoral de presencia en el pueblo, en las parroquias, etc.

(Si no somos buenos, que no lo somos, al menos seamos inteligentes).

04.- Recordemos para seguir soñando.

    Líneas o modos ministeriales se dieron diversos en la historia de la Iglesia: profetas, maestros, quienes aconsejaban, quienes servían las mesas, los siete elegidos, etc, la predicación de la Palabra. Incluso se sabe que hubo mujeres diaconisas y ministerios femeninos en la Iglesia.

¿Por qué no podrían hoy recuperar aquellas formas ministeriales e incluso abrirse nuevos ministerios en la Iglesia?

Nosotros hemos conocido una gran Escuela / Movimiento sacerdotal de Vitoria (proveniente de San Sulpicio de París, cardenal Bérulle, Concilio de Trento). Estilo y escuela sacerdotal que ha dado excelentes sacerdotes.

¿Se repetirá ese modelo sacerdotal u otro?

Pueden darse otros modelos y convivir diversos tipos ministeriales.

    En la época del NT, en las comunidades de San Pablo (comunidades carismáticas) era impensable una crisis vocacional, no existía carencia de seminaristas, porque los criterios para los ministerios eran atender las necesidades de la vida de la comunidad en comunión eclesial.

    La llamada (la vocación) la hacía la comunidad cristiana, la Iglesia.

Cada comunidad (iglesia local) había de atender sus propias necesidades y asumir las tareas de esa comunidad: profetas, doctores, maestros, jóvenes, incluso viudas.

Al final del NT pasado el año 100, en las cartas Pastorales: 1 y 2 Timoteo y Tito, aparecen los diáconos, presbíteros y epískopos, pero querer compararlos con los actuales ministerios es una  extrapolación y un anacronismo.

    Desde todas las perspectivas: neotestamentaria, histórica, pastoral, teológica, etc.,los ministerios y servicios en la Iglesia pueden cambiar.

¿Por qué no se dan pasos hacia nuevas formas ministeriales?

    De todos modos, siendo un problema serio la escasez de presbíteros, el problema de fondo es la “pérdida de identidad” y disolución del cristianismo.

    Creo que es más grave el futuro del cristianismo que el futuro de los curas.

Allá por los años conciliares decía JM González Ruiz que la Iglesia nació sin curas (desde luego sin curas tridentinos) y el evangelio se expandió  en las gentes y pueblos del Imperio romano.

    No tenemos recetas ni respuestas fáciles. Hay quien tiene las respuestas exactas, lo que ocurre es que las preguntas y problemas ya son otros.

    Que María, la madre, nos recuerde al Hijo.

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Leonardo Boff: Principio-bondad: un proyecto de vida.

Viernes, 19 de mayo de 2023
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calamidad-calamidades-Bolsonaro-esperanza-Lula_2519758005_16348338_660x371“Nunca están solo el bien por un lado y el mal por el otro”

En términos de ética, no se deben juzgar los actos tomados solo en sí mismos. Ellos remiten a un proyecto de fondo. Son concretizaciones de ese proyecto fundamental. Todo ser humano de forma explícita o implícita se orienta por una decisión básica. Ella es la que confiere valor ético y moral a los actos que pavimentan su vida. Por tanto, ese proyecto fundamental es el que debe ser tomado en cuenta y juzgar si es bueno o malo.

Como ambos vienen siempre mezclados, el dominante es el que se traduce por actos que definen una dirección en la vida. Preservada, queda la constatación de que bien y mal siempre andan juntos. Dicho en otras palabras: la realidad es siempre ambigua y acolitada por el bien y por el mal. Nunca están solo el bien por un lado y el mal por el otro.

La razón de esto reside en el hecho de que nuestra condición humana, por creación y no por deficiencia, es siempre sapiente y demente, sombría y luminosa, con pulsiones de vida y con pulsiones de muerte. Y esto simultáneamente, sin que podamos separar, como dice el Evangelio, la cizaña del trigo.

No obstante esta ambigüedad, lo que de verdad cuenta es la dimensión predominante, si es luminosa o sombría, bondadosa o malvada. Y aquí se funda el proyecto fundamental de la vida. Él define la dirección y el camino se hace caminando. Ese camino puede conocer desvíos, pues así es la condición ambigua humana, pero siempre puede volver a la dirección definida como fundamental. Los actos adquieren valor ético y moral a partir de ese proyecto fundamental. Él se afirma ante el tribunal de la conciencia, y para personas religiosas, es juzgado por Aquel que conoce nuestras intenciones más secretas y confiere el correspondiente valor al proyecto fundamental.

Seamos concretos: a alguien se le mete en la cabeza que quiere ser, a toda costa, rico. Todos los medios para tal proyecto son considerados válidos: habilidad, engaños, ruptura de contratos, golpes financieros y apropiaciones de fondos públicos, falsificando datos aumentándoles el valor real y haciendo las obras sin la calidad exigida. Su proyecto es acumular bienes y ser rico. Es el principio-maldad, aunque haga algún bien aquí y allá y cuando es muy rico ayude a proyectos benéficos. Pero siempre que no comprometan su proyecto básico de ser rico.

Otro se propone como proyecto fundamental ser siempre bueno, buscar la bondad en las personas e intentar que sus actos se alineen en esta dirección de bondad. Como es humano, en él también puede haber actos malos. Son desvíos del proyecto pero no son de tal envergadura que destruyan el proyecto fundamental de ser bueno. Se da cuenta de sus malos actos, se corrige, pide perdón y retoma el camino de vida definido: procurar ser bueno. Esto implica ser siempre, cada día, mejor y nunca desistir frente a las dificultades y caídas personales. Lo decisivo es reasumir el principio-bondad que puede crecer siempre indefinidamente. Nadie es bueno hasta cierto punto y después se para, por estimar que alcanzó su fin. La bondad así como otros valores positivos no conocen limitaciones.

En nuestro país hemos vivido, incluyendo multitudes, bajo el principio-maldad. A partir de ese principio todo valía: la mentira, las fake news, la calumnia y la destrucción de biografias que, notoriamente, eran buenas. Fueron usados de forma abusiva los medios digitales, inspirados en el principio-maldad.

Por esta razón, muchos miles de personas fueron víctimas de la Covid-19 cuando podrían haberse salvado. Indígenas, como los yanomami, fueron considerados infrahumanos e, intencionadamente, abandonados a su propia suerte. En estos fatídicos años de vigencia del principio-maldad más de 500 niños yanomami murieron de hambre y de enfermedades derivadas del hambre. Se desmontaron las principales instituciones de este país como la salud pública, la educación, la ciencia y el cuidado de la naturaleza.

Finalmente, de forma insidiosa, se intentó un golpe de estado buscando destruir la democracia e imponer un régimen dictatorial, culturalmente retrógrado  y éticamente perverso por exaltar claramente la tortura. En ellos había también el principio-bondad pero fue reprimido o cubierto de cenizas por malas acciones que impedían su vigencia, sin destruirlo nunca totalmente porque forma parte de la esencia de lo humano.

Pero el principio-bondad, a fin de cuentas siempre acaba triunfando. La llama sagrada que arde dentro de cada persona jamás puede ser apagada. Ella es la que sustenta la resistencia, inflama la crítica y confiere la fuerza invencible de lo justo y de lo recto. Era el principio-bondad que venía bajo el signo de la democracia, del estado de derecho y del respeto a los valores fundamentales del ciudadano. A pesar de todas las artimañas, violencias, atentados, amenazas y uso vergonzoso de los aparatos de estado, comprando literalmente la voluntad de las personas o impidiéndoles a manifestar su voto, los que se orientaban por el principio-maldad fueron derrotados. Pero nunca hasta hoy han reconocido la derrota. Ellos siguen con su acción destructiva, que hoy ha adquirido dimensiones planetarias con el ascenso de la extrema derecha. Pero deben ser contenidos y ganados por el despertar del principio-bondad que se encuentra en ellos. Juzgados y castigados tendrán que aprender la bondad de la vida y el bien de todo un pueblo y aportar su contribución. En la historia conocemos tragedias de los que se aferraron al principio-maldad hasta el punto de poner fin a su propia vida en vez de rescatar humildemente el principio-bondad y su humanidad más profunda.

¿Hasta dónde llega la bondad humana sin Dios?

En este final nos inspira tal vez la palabra poética de un autor anónimo de hacia el año 900, que se canta en la fiesta cristiana de Pentecostés. Se refiere al Espíritu que actúa siempre en la naturaleza y en la historia:

Lava lo que es sórdido/Riega lo que es árido/Sana lo que está enfermo.

Dobla lo que es rígido/Calienta lo que es gélido/Guía lo desorientado.

Leonardo Boff

Fuente Religión Digital

*Leonardo Boff ha escrito El Espíritu Santo: fuego interior, dador de vida y Padre de los pobres, PAVSA, Managua 2014

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María y Jesús son la antítesis de Eva y Adán en la historia

Martes, 8 de diciembre de 2020
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Del blog de Tomás Muro La Verdad es libre:

Por un tipo de humanidad, Adán y Eva, surgió el pecado en la historia. En el origen de la vida del ser humano hay situaciones de pecado. Pensemos en los hijos que nacen después de una guerra, pensemos que en el origen de la vida de un niño hijo de drogadictos, hay una situación más que difícil, etc…

Por otro tipo de humanidad: María y Cristo, sobreabundó la gracia y el bien, dice San Pablo. María es la antítesis de Eva, como Jesús lo es de Adán

  1. Inmaculada.

         Celebramos hoy la fiesta de María Inmaculada.

Quizás el pecado original haya que entenderlo no como una mancha que se nos transmite por generación. Menos todavía -como se pensó durante siglos- que el pecado original se nos comunica por la generación sexual, sino más bien se podría pensar que: cuando en la escala de la evolución se llega a una cota de inteligencia y de libertad (hominización), surge el mal.

El mal existe desde el comienzo, (pecado original). El pecado existe y existirá siempre donde esté el ser humano por aquello de que la inteligencia y la libertad son capacidades muy hermosas, al mismo tiempo que muy difíciles de “controlar”. Adán y Eva, sean quienes fueren los primeros humanos, hicieron el mal, pecaron. Adán y Eva es -somos- la humanidad bajo el signo del mal.

 Por un tipo de humanidad, Adán y Eva, surgió el pecado en la historia. En el origen de la vida del ser humano hay situaciones de pecado. Pensemos en los hijos que nacen después de una guerra, pensemos que en el origen de la vida de un niño hijo de drogadictos, hay una situación más que difícil, etc…

Por otro tipo de humanidad: María y Cristo, sobreabundó la gracia y el bien, dice San Pablo. María es la antítesis de Eva, como Jesús lo es de Adán. A pesar de los pesares: odios, pecado, muerte, estamos en una historia de gracia y salvación:

Si bien es cierto que el recuerdo de María, llena de gracia y madre del Señor, está presente en la Iglesia desde el comienzo (Pentecostés), Éfeso (año 431), fue el concilio que proclamó a María como madre de Dios (theo-tokos), etc., la explicitación formal del dogma de la Inmaculada la hizo el papa Pío IX en 1854. María fue llena de la gracia, del amor de Dios. Y por eso no hubo pecado en su vida.

María entregó su vida y su persona, su libertad al designio salvífico de Dios.

La madre es siempre memoria de la vida. En nuestra vida personal y familiar, la madre es la fuente de la vida, es la referencia fundamental. María es memoria del Señor. Recordar a la Virgen nos hace bien, porque a su vez nos recuerda a JesuCristo. Dios te salve, María, llena de gracia.

  1. María, esperanza de la humanidad.

La Inmaculada es la Virgen de Adviento, de la esperanza.

En estos tiempos de noche oscura, provocada por la pandemia, por las ideologías egoístas e injustas, que impiden al hombre aspirar a la plenitud de vida, María Inmaculada es madre de la esperanza del ser humano, del pueblo.

Todas las grandes promesas en la Biblia pasan por una mujer: la historia, mal que bien, se abre con la mujer, Eva (y Adán); sigue con la mujer Sara, Débora, Ana, Judit, Esther, Isabel, María…y -de modo apocalíptico- la historia humana termina con la mujer (María) coronada de estrellas, en lucha con el dragón, que concentra todo el poder del infierno y del mundo, que termina siendo vencido.

Así, la Inmaculada quiere decir que el mal, el pecado en sus raíces más profundas, puede ser vencido. La Inmaculada significa que la historia se encamina hacia la plenitud de vida y que podemos esperar “un cielo nuevo y una tierra nueva donde habite la justicia”.

  1. María, orgullo de nuestra raza.

         Tal vez la expresión, “orgullo e nuestra raza”, resulte un poco anacrónica, pero en el fondo quiere decir que podemos estar felices de que una mujer es orgullo de la humanidad.

María, una muchacha del pueblo, escucha al mensajero de Dios y, desde su pequeñez y fragilidad, se atreve a creer que para Dios no hay nada imposible. María se fía de Dios y acoge el mensaje de Dios. Así se realizará la Encarnación. “Encarnarse” significa que Dios asume la condición humana, comparte nuestra pobreza y acepta nuestra miseria para elevarnos a nosotros a compartir su misma vida.

Gracias al “sí” de María, una muchacha de una aldea ignorada, Nazaret, ocurre la encarnación de Dios en la historia y se cumple el gran proyecto salvador de Dios. María es como la nueva Eva, de ahí la expresión: “madre de los vivientes”. Por todo esto, la gracia de ser inmaculada más que un don personal exclusivo es un don a toda la humanidad a la que pertenece. María, estrella de esperanza para nuestro mundo y orgullo de nuestra raza.

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“No os toca a vosotros conocer los tiempos…”

Sábado, 19 de septiembre de 2020
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Sé que el tiempo trabaja de por sí para la eternidad. Sé que el plan de Dios se realiza de todos modos y que Cristo se ha encarnado en la historia y nadie podrá suprimir esta encarnación jamás. Sé que el mismo mal coopera al bien… Dios es superior a Satanás… Mil años son menos que un día para la eternidad. Y nadie sabe lo que puede pasar mañana. Lo que no ha pasado en veinte siglos puede suceder tal vez esta noche o dentro de otros veinte siglos. «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha fijado con su poder» (Hch 1,7). Pero eso no nos pertenece. Esto pertenece a Dios, y nosotros debemos actuar… Yo soy de hoy. Soy responsable de esta historia, del presente en el que he sido llamado a vivir.

«No les queda vino»: éste era el objetivo de toda mi vida religiosa. Conseguir cantar las nupcias cristianas; y volver a llevar a nuestros comedores a Jesús y a su madre; y convertir las lágrimas en cálices de alegría; y proveer por su mediación a nuestras consumibles ebriedades.

*

David M. Turoldo,
extractos de una entrevista

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Ambivalencia del mundo

Jueves, 3 de septiembre de 2020
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“El mundo es el lugar donde encontramos a Dios porque es el lugar donde Dios nos encuentra en la persona de Jesucristo. Cristo no se limitó a habitar la carne humana; se hizo carne. Siendo Dios, se hizo uno con la humanidad en las realidades concretas e históricas de la vida humana. Verdaderamente, Dios ha entrado en el mundo y es en el mundo donde los cristianos han de dirigirse al encuentro con Dios.

Mas el mundo es también un lugar en el que hay iniquidad. El mundo, aunque haya sido castigado con la furia de un diluvio y purificado con el fuego del cielo, sigue siendo un lugar donde los profetas son apedreados y en el que se crucifica a Cristo; un lugar en el que los seguidores de Cristo serán perseguidos y sufrirán difamación hasta el fin del tiempo. Hay, por tanto, una ambivalencia inherente al término «el mundo». Es el lugar al que Cristo vino, el lugar que Dios amó tanto que envió a Su único hijo (Jn 3,16). Y es, no obstante lo anterior, al mismo tiempo, un lugar ciego que no ve a Cristo, y «que no lo recibió». Es el reino que Satán ofreció a Jesús si tan solo hubiera accedido a saltar y a adorarle.

Es esta ambivalencia del mundo la que llama al cristiano a «estar en el mundo sin ser del mundo». Un cristiano debe amar al mundo, existir en el mundo como el lugar que Dios ama, pero al mismo tiempo ha de rechazar aquellos aspectos del mundo que representan un repudio irreflexivo y comunitario de Dios, es decir, el cristiano debe rechazar aquellos aspectos del mundo que son la expresión colectiva del falso yo”.

*

James Finley
El Palacio del Vacío de Thomas Merton
Sal Terrae

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Miguel Ángel Munárriz Casajús: La conciencia moral. El bien y el mal.

Martes, 18 de agosto de 2020
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589fcf0379b9aNi antes de nosotros ni alrededor de nosotros se conocen individuos cuya conducta no sea instintiva y su instinto no esté programado para la estricta supervivencia. A los depredadores su instinto los lleva a matar y a sus presas a huir de la muerte. Y no hay más. Los conceptos de bien y de mal carecen de sentido en su mundo.

El ser humano tiene un código instintivo muy inferior al de los animales y un margen de libertad mucho mayor. Su necesidad de optar es permanente, y de las decisiones que adopta se derivan consecuencias importantes para su futuro individual y colectivo. Se siente responsable de sus actos, y esta responsabilidad le lleva a plantearse la siguiente pregunta: «¿Qué es correcto, y qué perjudicial?» … Ante ella se pueden adoptar al menos cuatro posturas básicas.

La primera consiste en afirmar que las acciones humanas son simplemente libres y no requieren justificación; que la opción por lo atrayente y satisfactorio es tan correcta como cualquier otra opción. La segunda propone usar la razón para organizar códigos éticos que definan lo correcto en base a un objetivo a alcanzar —por ejemplo, el bien común—. La tercera afirma que el ser humano posee un código ético innato que puede conocer mirando en su interior. La cuarta admite además una ley de Dios revelada al hombre para librarle de la esclavitud del pecado (aunque muchos crean que con ella se les juzgará en el momento de su muerte).

Las dos últimas posturas exigen que los conceptos de bien y de mal sean universales y estén impresos en nosotros, lo que nos lleva a preguntarnos por su origen. Al hacerlo, vemos que es fácil situar el origen del bien en la divinidad porque cuadra con los atributos que normalmente aplicamos a Dios. El problema lo encontramos al preguntarnos por el mal.

Porque, ¿si el mal no procede de Dios Todopoderoso, creador de todas las cosas, de dónde procede?… Se han propuesto infinidad de teorías para exonerar a Dios del espectáculo atroz del mal en el mundo, pero ni la esperanza en una humanidad feliz al final de los tiempos, ni la vida dichosa después de la muerte, ni el castigo a los impíos, ni su supuesta motivación a la virtud, ni su concepción como ausencia de bien, o como precio a pagar por nuestra libertad, ni ninguna otra explicación que se haya dado desde los ámbitos filosófico o religioso, puede justificar la presencia del mal en el mundo.

Curiosamente, en sentido opuesto ocurre lo mismo, pues los argumentos planteados para negar a Dios en base a la existencia del mal —por ejemplo, el de Epicuro— carecen de rigor en sus conclusiones, y lo único que demuestran es que el mal en el mundo no tiene explicación racional. Como dice Juan Antonio Estrada (sj): «Es característico de la naturaleza humana plantearse grandes cuestiones filosóficas que escapan a las limitaciones de su conocimiento… y acabar reconociendo que nuestra mente limitada no tiene respuesta para muchos enigmas existenciales que ella misma nos plantea».

Estrada añade que, aunque no sabemos de dónde procede el mal, conocemos lo más importante: nuestra capacidad para luchar contra el mal físico, aplicando la razón y con la ayuda de la ciencia, y contra el mal moral, movidos por nuestra conciencia que nos empuja a defender los derechos de todos. También conocemos nuestra capacidad para evitar que el mal se adueñe de nosotros, para impedir que nos esclavice, para afrontar los acontecimientos negativos con esperanza, para combatir su potencial destructivo… Y es esta capacidad para luchar contra el mal, para evitar que nos termine doblegando, para seguir soñando con un final feliz donde el mal haya sido aniquilado, lo que verdaderamente importa.

Miguel Ángel Munárriz Casajús

Fuente Fe Adulta

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Andrés Torres Queiruga: “La religión necesita actualizar su imagen de Dios, y dejar de responder con procesiones o rogativas”

Viernes, 8 de mayo de 2020
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Padre-hijo-prodigo_2226087387_14547955_660x460“El mal no es castigo, sino el peaje inevitable del crecimiento en toda existencia finita”

 “La esperanza, como sabía Péguy, es niña endeble y pequeña. Necesita cuidado. La humanidad se encuentra en una encrucijada donde tiene nueva ocasión de aprender”

“Lo que urge es unirse en la lucha: mediante el diálogo crítico en las interpretaciones, aprovechando lo que une en la práctica, antes de llegar a las diferencias en la teoría”

“Hoy sabemos que el mundo-sin-mal no es más que un mito obsoleto, que religiosamente sueña con paraísos primitivos y freudianamente con fantasías infantiles de omnipotencia”

De repente un pequeño virus conmueve el mundo, haciendo de todos (pan-) un solo pueblo (-demos): por primera vez, una “aldea global”. Conmueve hasta los pilares, haciendo que vayan cayendo, una a una, casas de papel, seguridades huecas, preocupaciones de superficie. Descubre también el fondo más verdaderamente humano en la explosión inesperada de generosidad fraternal que nos une frente al sufrimiento y la muerte. Impone el reinado de lo que la psicología llama principio de realidad y que hace milenios la Biblia calificó como la tentación de querer ser como Dios. Con una diferencia: la psicología, por lo menos alguna psicología, nos deja indefensos frente al instinto de muerte: el libro del Génesis enciende una esperanza de salvación para el futuro.

Pero la esperanza, como sabía Péguy, es niña endeble y pequeña. Necesita cuidado. La humanidad se encuentra en una encrucijada donde tiene nueva ocasión de aprender. La Modernidad, en su entusiasmo emancipador, creó malos hábitos, típicos de toda adolescencia: los jóvenes, cargados de razón en la protesta, exageran en lo que proponen; los viejos defienden un pasado ya caduco, pero preservan valores que no deben ser abandonados (el último libro de Habermas, Auch eine Geschichte der Philosophie, con más de 1.700 páginas, insiste en esto con la sabiduría de los noventa años). Hablando desde la teología, eso implica que, ante el desafío del mal, todos, tanto la tradición religiosa como la protesta atea, tienen que aprender.

Lo que urge es unirse en la lucha: mediante el diálogo crítico en las interpretaciones, aprovechando lo que une en la práctica, antes de llegar a las diferencias en la teoría. Por fortuna, los seres humanos somos complejos, y muchas veces practicamos lo que aún no sabemos. Y algo nuevo está sucediendo. En la sanidad, en los servicios, en la enseñanza, en el vecindario… asistimos a un trabajo unido y de conjunto, sin carnés de partido ni cédulas de bautismo, sin distinción de sexo e incluso sin fronteras en la investigación. Perderse en ataques o acusaciones, convirtiendo el mal en apologética defensiva o en acusadora “roca del ateísmo”, representa una reacción estéril.

Además, reacción culturalmente anacrónica. Porque las posturas corrientes participan ambas, conservadoras y progresistas, de un mismo prejuicio acrítico: creer en la posibilidad de un mundo-sin-mal. Hoy sabemos que eso no es más que un mito obsoleto, que religiosamente sueña con paraísos primitivos y freudianamente con fantasías infantiles de omnipotencia. Fuera de las discusiones a favor o en contra de la teodicea, hoy todos sabemos que el mal es producto inevitable de un mundo necesariamente finito.

Lo saben los filósofos que, con Spinoza, enseñan que “toda determinación es una negación” y, con Hegel, que la contradicción es la ley de toda realización finita. Y lo sabe el sentido común, enseñando que no se puede sorber y soplar ni es posible hacer tortillas sin romper huevos.

En no advertirlo reside la trampa, invisible por premoderna, del famoso dilema de Epicuro: o Dios puede y no quiere, y entonces no es bueno; o quiere y no puede, y entonces no es omnipotente… Pero si el mundo-sin-mal es un concepto imposible y contradictorio, sacar conclusiones de él, equivaldría a decir que Dios no es bueno porque no quiere hacer círculos-cuadrados o no es omnipotente porque no hace hierros-de-madera.

Cuando esta evidencia se hace explícita, tan anacrónico es seguir creyendo en Dios admitiendo que, si quisiera, podía acabar no solo con el coronavirus, sino con todo el sufrimiento del planeta, como lo es negar su existencia, a pesar de reconocer la autonomía del mundo y saber que cuanto en él sucede tiene siempre una causa intramundana. La religión necesita actualizar su imagen de Dios, y dejar de responder con procesiones o rogativas, que solo tienen sentido presuponiendo que es posible un mundo-sin-mal. Por la misma razón, el ateísmo necesita ser consecuente y no negar a Dios porque no interfiere con las leyes físicas o no controla la libertad humana.

Dar este paso tiene consecuencias importantes, claras para el nivel práctico, más oscuras para el sentido de la vida y de la historia. En el primero, estamos avanzando. El mundo está hoy iluminado por una onda casi gravitatoria de solidaridad fraternal que nos une a todos contra lo mal, el enemigo común. Dura lección, pero lección.

Las diferencias aparecen en el otro nivel. Quien no cree en Dios, tiene ante sí la tarea de configurar su vida y darle sentido dentro de la simple inmanencia. En ella podremos vencer el coronavirus; pero debemos contar con que el mal seguirá presente con otros rostros, incluido el último: la muerte, ese “amo absoluto” del que habló Hegel.

Quien cree en Dios tiene la tarea urgente de actualizar su imagen. Un Dios que crea por amor y vive entregado a su creación, pero con una presencia que no puede ser evidente, porque funda y promueve sin interferir, respetando la autonomía de las creaturas: tanto la de las leyes físicas ( Whitehead habla hermosamente de Dios como “poeta del mundo”) como sobre todo, las de la libertad.

El Evangelio, dando forma a la saudade más honda del corazón humano, consiste en proponer el descubrimiento de que Dios, porque es capaz de crearnos desde la nada, tiene también poder para no dejarnos recaer en ella, rescatándonos de la muerte, convertida así en el “último enemigo” en ser vencido. Mientras tanto, acompaña en el camino: la historia no es prueba, sino condición de posibilidad de la existencia; y el mal no es castigo, sino el peaje inevitable del crecimiento en toda existencia finita.

La esperanza es posible, a pesar del mal. Y la humanidad tiene derecho a sentirse acompañada. También en esto Whitehead encontró palabras que amo y que vale la pena citar en este tiempo especialmente menesteroso: “Dios es el gran compañero, el camarada en el sufrimiento, que comprende”.

Fuente Religión Digital

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Víctor Codina sj: “¿Por qué Dios permite la pandemia y calla? ¿Es un castigo? ¿Hay que pedirle milagros? ¿Dónde está Dios?”

Martes, 31 de marzo de 2020
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nuevos-superheroes-coronavirus_2215588439_14435792_667x925Los nuevos superhéroes del coronavirus

“No hemos de pedir milagros a un Dios que respeta la creación y nuestra libertad”

“¿Dónde está Dios? Está en las víctimas de esta pandemia, está en los médicos y sanitarios que los atienden, está en los científicos que buscan vacunas antivirus, está en todos los que en estos días colaboran y ayudan para solucionar el problema, está en los que rezan por los demás, en los que difunden esperanza”

“No estamos ante un enigma, sino ante un misterio, un misterio de fe que nos hace creer y confiar en un Dios Padre-Madre creador, que no castiga, que es bueno y misericordioso, que está siempre con nosotros”

“Quizás nuestra pandemia nos ayude a encontrar a Dios donde no lo esperábamos”

Afortunadamente, junto a los terroríficos y casi morbosos noticiarios televisivos sobre la pandemia, aparecen otras voces alternativas, positivas y esperanzadoras.

Algunos recurren a la historia para recordarnos que la humanidad ha pasado y superado otros momentos de pestes y pandemias, como las de la Edad media y la de 1918, después de la primera guerra mundial. Otros se asombran de la postura unitaria europea contra el virus, cuando hasta ahora discrepaban sobre el cambio climático, los inmigrantes y el armamentismo, seguramente porque esta pandemia rompe fronteras y afecta a los intereses de los poderosos. Ahora a los europeos les toca sufrir algo de lo que padecen los refugiados e inmigrantes que no pueden cruzar fronteras.

Hay humanistas que señalan que esta crisis es una especie de “cuaresma secular” que nos concentra en los valores esenciales, como la vida, el amor y la solidaridad, y nos obliga a relativizar muchas cosas que hasta ahora creíamos indispensables e intocables. De repente, baja la contaminación atmosférica y el frenético ritmo de vida consumista que hasta ahora no queríamos cambiar.

Ha caído nuestro orgullo occidental de ser omnipotentes protagonistas del mundo moderno, señores de la ciencia y del progreso. En plena cuarentena doméstica y sin poder salir a la calle, comenzamos a valorar la realidad de la vida familiar. Nos sentimos más interdependientes, todos dependemos de todos, todos somos vulnerables, necesitamos unos de otros, estamos interconectados globalmente, para el bien y el mal.

También surgen reflexiones sobre el problema del mal, el sentido de la vida y la realidad de la muerte, un tema hoy tabú. La novela La peste de Albert Camus de 1947 se ha convertido en un best seller. No solo es una crónica de la peste de Orán, sino una parábola del sufrimiento humano, del mal físico y moral del mundo, de la necesidad de ternura y solidaridad.

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Flagelantes

Los creyentes de tradición judeo-cristiana nos preguntamos por el silencio de Dios ante esta epidemia. ¿Por qué Dios lo permite y calla? ¿Es un castigo? ¿Hay que pedirle milagros, como pide el P. Penéloux en La peste? ¿Hemos de devolver a Dios el billete de la vida, como Iván Karamazov en Los hermanos Karamazov, al ver el sufrimiento de los inocentes? ¿Dónde está Dios?

No estamos ante un enigma, sino ante un misterio, un misterio de fe que nos hace creer y confiar en un Dios Padre-Madre creador, que no castiga, que es bueno y misericordioso, que está siempre con nosotros, es el Emanuel; creemos y confiamos en Jesús de Nazaret que viene a darnos vida en abundancia y se compadece de los que sufren; creemos y confiamos en un Espíritu vivificante, Señor y dador de vida. Y esta fe no es una conquista, es un don del Espíritu del Señor, que nos llega a través de la Palabra en la comunidad eclesial.

Todo esto no impide que, como Job, nos quejemos y querellemos ante Dios al ver tanto sufrimiento, ni impide que como el Qohelet o Eclesiastés constatemos la brevedad, levedad y vanidad de la vida. Pero no hemos de pedir milagros a un Dios que respeta la creación y nuestra libertad, quiere que nosotros colaboremos en la realización de este mundo limitado y finito. Jesús no nos resuelve teóricamente el problema del mal y del sufrimiento, sino que a través de sus llagas de crucificado-resucitado nos abre al horizonte nuevo de su pasión y resurrección; Jesús con su identificación con los pobres y los que sufren, ilumina nuestra vida; y con el don del Espíritu nos da fuerza y consuelo en los nuestros momentos difíciles de sufrimiento y pasión.

¿Dónde está Dios? Está en las víctimas de esta pandemia, está en los médicos y sanitarios que los atienden, está en los científicos que buscan vacunas antivirus, está en todos los que en estos días colaboran y ayudan para solucionar el problema, está en los que rezan por los demás, en los que difunden esperanza.

Acabemos con un salmo de confianza que la Iglesia nos propone los domingos en la hora litúrgica de las Completas, para antes de ir a dormir:

“Tú que vives bajo el amparo del Altísimo y pasas la noche bajo la sombra del Todopoderoso, di al Señor: refugio, baluarte mío, mi Dios en quien confío.

Pues él te libra de la red del cazador, de la peste funesta: con sus plumas te protege, bajo sus alas hallas refugio: escudo es su fidelidad.

No temerás el terror de la noche, ni la saeta que vuela de día, ni la peste que avanza en las tinieblas, ni el azote que devasta a mediodía” (Salmo 90,2-7).

Quizás nuestra pandemia nos ayude a encontrar a Dios donde no lo esperábamos.

Fuente Religión Digital

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El adversario

Sábado, 22 de febrero de 2020
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Jim-Ferringer-

Afirma Dostoievski que basta con el sufrimiento ineluctable de un niño para hacer saltar todos los silogismos. Como decir: o se cree o no se cree. Así con la existencia del Mal. ¿Acaso no es necesaria la misma humildad para hacer frente a un problema tan desconcertante? Decías: tu designio no va adelante, los cálculos no salen. Tú entendías todo de manera diferente, querías precisamente lo contrario, sin embargo… La infidelidad no querida, la traición consumada por el más querido de tus amigos, ¡y la inocencia que sucumbe! Por no hablar de desventuras mayores, como el furor de la destrucción y de la muerte, la ferocidad que se desencadena a oleadas sobre la humanidad, y la invención de las torturas más refinadas para destruir a un hombre, para aniquilarlo sádicamente y ponerse, a continuación, a reír. Así ocurre tanto en lo grande como en lo pequeño. […] Satanás: el contradictor, el adversario, el insidioso. Ahora vagabundo y viajante perpetuo. Diablo, es decir, el disgregador, el calumniador, el acusador. Hipóstasis del odio que divide y que separa. Satanás: muchedumbre, masa, el innúmero, el indeterminado. Cuántos nombres, cuántas tareas, cuántas mansiones. Y para cada mansión, una máscara nueva; un nuevo estilo y nuevos trucos.

        Ahora bien, es posible que la forma y el espacio más secretos e insidiosos estén dentro, dentro de esta conciencia nuestra. Dentro de los «dobles pensamientos» que a todos nos asaltan. Este hacernos nosotros mismos pábulo de mal, aunque no lo queramos. Y más aún el oscuro goce del mal ajeno, también instintivo; o mejor: precisamente por ser instintivo, esto es, no deseado, signo de una presencia malvada. Un ser que no se da nunca por vencido y no perdona a nadie. ¿Y qué decir del pobre endemoniado de Gerasa que andaba entre los sepulcros dando alaridos bajo el dominio de todo un infierno? Y más tarde, liberado por fin, invaden los demonios toda una piara de cerdos que se lanzan enloquecidos al mar como para apagar el terrible fuego que los devora. Y es sabido que ni siquiera el mar basta para apagar semejante llama.

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D. M. Turoldo,
Il diavolo sul pinnacolo,
Cinisello B. 31989, pp. 55-69, passim.

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En torno al “problema del mal” (VII), por Enrique Martínez Lozano.

Jueves, 12 de julio de 2018
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58418. Lo decisivo es el “desde dónde

Ante lo que llamamos “mal”, la mente se queda sin respuesta. Ni lo sabe explicar ni sabe qué hacer ante él. Se ve incluso incapaz de aceptarlo. Por lo que, ante ello, solo le quedan dos salidas: hundirse en la desesperanza o instalarse en la resistencia que vive rebelada contra el “mal”.

La lucha contra el mal –aun vivida desde una actitud noble y compasiva– suele esconder motivaciones no tan limpias: desde la incapacidad de aceptar la realidad como es hasta la necesidad de paliar inconscientes sentimientos de culpabilidad, desde el afán de autoafirmación en un compromiso “noble” hasta la búsqueda de reconocimiento por parte de los demás.

Cuando tomamos distancia de la mente (del yo), todo se modifica. La comprensión no nos dirá qué tenemos que hacer, pero nos situará en la actitud y el “lugar” adecuado para que la acción que brote en cada momento sea también la ajustada.

Gracias a ella nos hacemos conscientes de que lo realmente decisivo es el desde dónde: desde dónde acojo el “mal” y desde dónde brota mi acción frente a él. Si estoy identificado con el yo, lo más probable es que, tanto mi percepción como mi acción (o mejor, reacción) no consigan otra cosa que incrementar el sufrimiento y, en último término, la locura del mundo.

Únicamente la comprensión de quién soy hará posible que me viva desde la Sabiduría que –aunque mi mente no lo entienda– rige todo el proceso. Es esa misma sabiduría la que nos muestra que somos Vida, Plenitud y Totalidad.

Eso significa, en primer lugar, que el “mal” nunca puede afectarnos decisivamente en lo que somos. Sentiremos dolor, miedo, tristeza, angustia…, porque somos seres sintientes y dotados de una rica sensibilidad. Pero, aun en medio de toda esa vorágine de sentimientos que parecen desbordarnos, lo que somos –Lo que es– se halla siempre a salvo.

Tal comprensión me capacita para acoger mi propio dolor desde la aceptación limpia, como oportunidad de aprendizaje, en una actitud equilibrada entre la resistencia estéril y la resignación paralizadora.

La misma comprensión me hace ver que todo sin excepción es la Totalidad misma desplegándose. Por lo que no caigo en la trampa de imaginar una Totalidad “al margen” o “más allá” de lo que en este mismo momento se está produciendo. Yo mismo soy –con todos los seres– esa misma Totalidad, también en este momento en que siento dolor, soledad, vacío… Todo, sin excepción, es la Totalidad una expresándose o manifestándose bajo todo tipo de “disfraces”. Carece de sentido querer encontrarme con la Totalidad después de que supere este sentimiento doloroso o aquella situación de injusticia: todo ello es ya, en este mismo instante, la Totalidad.

Lo que de ahí se deriva es una aceptación profunda, que no nace de algún tipo de voluntarismo, sino del hecho mismo de comprender que somos esa misma Totalidad. La aceptación es, sencillamente, alineación con lo Real, tal como han expresado los sabios en algunos textos que reproducía en una entrega anterior: “La esencia de la sabiduría –afirmaba Nisargadatta– es la total aceptación del momento presente”. “¿Cómo deberíamos vivir?” –se preguntaba la beguina Matilde de Magdeburgo–. Y ella misma respondía: “Vive dándole la bienvenida a todo”. San Juan de la Cruz apunta a esa misma clave: “Me parece que el secreto de la vida consiste simplemente en aceptarla tal cual es”. Y el propio Nietzsche, desde un marco ideológico aparentemente bien distante, expresa así en anhelo de su corazón: “«Amor fati»: ¡que ese sea en adelante mi amor!… Y, en definitiva, y en grande, ¡quiero ser, un día, uno que solo dice sí”. El sabio adopta la actitud que Ortega y Gasset expresara con estas palabras: “A ser juez de las cosas, voy prefiriendo ser su amante”.  Y vive la rendición lúcida que pregonaba Marco Aurelio: “Todo se me acomoda, oh Cosmos, lo que a ti se te acomoda”. La sabiduría es, por decirlo brevemente, amar lo que es.

La acción brotará también de esa misma comprensión, que me hace ver que todo otro soy yo. No será un yo que hace algo por los demás, sino la Totalidad que, en mí, se ofrece amorosa y servicial, comprometida y solidaria, a los demás. No sé lo que tendré que hacer, pero sé que se hará, a través de mí, en cada momento lo adecuado.

Enrique Martínez Lozano

Fuente Fe Adulta

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“En torno al “problema del mal” (VI)”, por Enrique Martínez Lozano.

Viernes, 29 de junio de 2018
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16. Somos Vida

La visión no-dual, sin embargo, nos dice algo bien distinto. El Fondo de lo real es solo uno, y Eso que constituye la “sustancia” de todo es también nuestra identidad última. Identidad que se expresa en cada personalidad concreta, pero que no se reduce en absoluto a ella. Dicho de otro modo: no soy la “persona” que mi mente ve, sino la Consciencia que la sostiene y habita. De la misma manera, tampoco los otros son seres separados, sino solo formas en las que aquel mismo Fondo se despliega. En resumen: no somos los objetos que creemos ser, sino la Consciencia que los contiene, los sostiene y los constituye.

A partir de aquel primer error básico acerca del “yo”, fácilmente se cae en otro de no menor importancia, que consiste en tomar como definitivamente real la experiencia que percibimos a través de los sentidos. Desde la nueva comprensión, por el contrario, se hace patente que lo verdaderamente real no es ninguna “experiencia” (objeto), sino la Consciencia que las sostiene y las hace posibles.

La “nueva” comprensión nos hace ver que no somos unos seres separados que tienen vida, sino que somos la misma y única Vida, “disfrazada” en diferentes formas. Y es entonces –solo entonces– cuando percibimos que todo encaja admirablemente.

Somos Vida que se halla siempre a salvo, aun cuando la forma que ha tomado sea lastimada o incluso aniquilada. Si viviéramos con esa consciencia, dejaríamos de sufrir innecesariamente y de bloquear la Vida que busca desplegarse. Desde la consciencia que somos brotaría en todo momento la acción adecuada hacia los otros y hacia el mundo, sin apropiación ni tergiversación provocada por el ego.

La certeza de no-separación –de estar compartiendo la misma identidad– nos llevaría a actuar siempre a favor de los otros, como si de nosotros mismos se tratara. Lo cual significa, en contra de lo que objetaba aquella reacción habitual a la que aludía, que la transformación real de nuestro comportamiento no vendrá de la mano del voluntarismo ético, sino de la comprensión de lo que somos.

17. La comprensión de lo que somos es la mejor noticia

Lo que habitualmente se entiende por “yo” es solo una ficción. A no ser que utilicemos ese término para nombrar el centro psíquico que dirige nuestra actividad mental y emocional. Pero el hecho de que en nosotros haya actividad psíquica, así como posibilidad de cambio, no implica que exista “alguien” detrás. Todo es un despliegue de la consciencia que, en los seres humanos, se hace más “autoconsciente”. De ahí que seamos capaces de aprender y de transformarnos, pero todo ello, como decía, no requiere en absoluto la existencia de un “yo”. Más aún, tal idea solo aparece por un motivo: porque la mente se apropia de la consciencia y la considera una cualidad de sí misma.

Basta tomar un poco de distancia para darse cuenta de que la idea del “yo” es solo un pensamiento, nacido a partir del mecanismo mental de la apropiación de lo percibido. Y que, en un segundo momento, es la misma mente la que viene a confirmar que aquel pensamiento es algo –“alguien”– real.

Pero la realidad es que no existe un “yo” nada más que en nuestra propia mente. No existe por tanto “nadie” que sufra nada ni “nadie” que pueda hacer nada. Todo es un despliegue “impersonal”, porque no somos la “persona” que nuestra mente piensa, sino la propia y única Consciencia que se expresa en todo. Todos somos “disfraces” de la Vida; el disfraz padece el “mal”, pero lo que realmente somos se halla siempre a salvo.

La comprensión que brota de la no-dualidad es buena noticia. A partir de esta comprensión, permitimos que la Vida fluya también a través de nosotros. Hemos descubierto que era precisamente la identificación con el yo la fuente de toda confusión y de todo sufrimiento. Superado ese engaño, todo se hace patente: si creo ser el “yo”, veré el “mal” como todo aquello que lo ponga en peligro o lo amenace. Si sé que soy la Vida, ¿dónde está el “mal”? También la persona que experimenta dolor es, más allá de esa forma, Vida que se halla a salvo. Desde la comprensión de lo que soy, “haré” –la Vida hará– todo lo que pueda por cada ser, pero ya no los reduciré a la forma que mi mente ve.

En el nivel relativo –aparente, de las formas–, seguiremos hablando de “bien” y de “mal” pero, llegada la comprensión, lo haremos desde la certeza de que, en realidad, solo hay Bien sin opuesto, que es uno con “Lo que es”, con la Verdad y con la Belleza.

18. Lo decisivo es el “desde dónde”

Ante lo que llamamos “mal”, la mente se queda sin respuesta. Ni lo sabe explicar ni sabe qué hacer ante él. Se ve incluso incapaz de aceptarlo. Por lo que, ante ello, solo le quedan dos salidas: hundirse en la desesperanza o instalarse en la resistencia que vive rebelada contra el “mal”.

La lucha contra el mal –aun vivida desde una actitud noble y compasiva– suele esconder motivaciones no tan limpias: desde la incapacidad de aceptar la realidad como es hasta la necesidad de paliar inconscientes sentimientos de culpabilidad, desde el afán de autoafirmación en un compromiso “noble” hasta la búsqueda de reconocimiento por parte de los demás.

Cuando tomamos distancia de la mente (del yo), todo se modifica. La comprensión no nos dirá qué tenemos que hacer, pero nos situará en la actitud y el “lugar” adecuado para que la acción que brote en cada momento sea también la ajustada.

Gracias a ella nos hacemos conscientes de que lo realmente decisivo es el desde dónde: desde dónde acojo el “mal” y desde dónde brota mi acción frente a él. Si estoy identificado con el yo, lo más probable es que, tanto mi percepción como mi acción (o mejor, reacción) no consigan otra cosa que incrementar el sufrimiento y, en último término, la locura del mundo.

Únicamente la comprensión de quién soy hará posible que me viva desde la Sabiduría que –aunque mi mente no lo entienda– rige todo el proceso. Es esa misma sabiduría la que nos muestra que somos Vida, Plenitud y Totalidad.

Eso significa, en primer lugar, que el “mal” nunca puede afectarnos decisivamente en lo que somos. Sentiremos dolor, miedo, tristeza, angustia…, porque somos seres sintientes y dotados de una rica sensibilidad. Pero, aun en medio de toda esa vorágine de sentimientos que parecen desbordarnos, lo que somos –Lo que es– se halla siempre a salvo.

Tal comprensión me capacita para acoger mi propio dolor desde la aceptación limpia, como oportunidad de aprendizaje, en una actitud equilibrada entre la resistencia estéril y la resignación paralizadora.

La misma comprensión me hace ver que todo sin excepción es la Totalidad misma desplegándose. Por lo que no caigo en la trampa de imaginar una Totalidad “al margen” o “más allá” de lo que en este mismo momento se está produciendo. Yo mismo soy –con todos los seres– esa misma Totalidad, también en este momento en que siento dolor, soledad, vacío… Todo, sin excepción, es la Totalidad una expresándose o manifestándose bajo todo tipo de “disfraces”. Carece de sentido querer encontrarme con la Totalidad después de que supere este sentimiento doloroso o aquella situación de injusticia: todo ello es ya, en este mismo instante, la Totalidad.

Lo que de ahí se deriva es una aceptación profunda, que no nace de algún tipo de voluntarismo, sino del hecho mismo de comprender que somos esa misma Totalidad.La aceptación es, sencillamente, alineación con lo Real, tal como han expresado los sabios en algunos textos que reproducía en una entrega anterior: “La esencia de la sabiduría –afirmaba Nisargadatta– es la total aceptación del momento presente”“¿Cómo deberíamos vivir?” –se preguntaba la beguina Matilde de Magdeburgo–. Y ella misma respondía: “Vive dándole la bienvenida a todo”. San Juan de la Cruz apunta a esa misma clave: “Me parece que el secreto de la vida consiste simplemente en aceptarla tal cual es”. Y el propio Nietzsche, desde un marco ideológico aparentemente bien distante, expresa así en anhelo de su corazón: “«Amor fati»: ¡que ese sea en adelante mi amor!… Y, en definitiva, y en grande, ¡quiero ser, un día, uno que solo dice sí”. El sabio adopta la actitud que Ortega y Gasset expresara con estas palabras: “A ser juez de las cosas, voy prefiriendo ser su amante”.  Y vive la rendición lúcida que pregonaba Marco Aurelio: “Todo se me acomoda, oh Cosmos, lo que a ti se te acomoda”. La sabiduría es, por decirlo brevemente,amar lo que es.

La acción brotará también de esa misma comprensión, que me hace ver que todo otro soy yo. No será un yo que hace algo por los demás, sino la Totalidad que, en mí, se ofrece amorosa y servicial, comprometida y solidaria, a los demás. No sé lo que tendré que hacer, pero sé que se hará, a través de mí, en cada momento lo adecuado.

 

Enrique Martínez Lozano

Fuente Fe Adulta

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Banalidad del mal

Martes, 12 de junio de 2018
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Del blog Nova Bella:

silencio-buenos

Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos.

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Martin Luther King

birmingham1

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En torno al “problema del mal” (V), por Enrique Martínez Lozano.

Martes, 12 de junio de 2018
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58411. Vivir el malestar desde la Presencia

A lo largo de los apartados anteriores ha quedado claro que lo decisivo en todo lo que nos sucede es la interpretación que hacemos de ello. A su vez, esa interpretación es inevitablemente deudora de nuestro nivel de comprensión. Y este, por su parte, es el que condiciona nuestra propia auto-comprensión. De manera más simple: todo se ventila en la respuesta que, consciente o inconscientemente, damos a la pregunta “¿Quién soy yo?”. Según sea la respuesta, leeremos y viviremos lo ocurrido desde estrechez del yo, que se verá en todo momento a merced de las circunstancias, o desde la Presencia, como espaciosidad consciente e ilimitada en la que todo sucede, sin que nada de ello la afecte.

Para comprendernos en nuestra totalidad, podemos empezar situándonos detrás de nuestros pensamientos y sentimientos, en el Testigo ecuánime que observa sin identificarse con nada de lo observado. Y permaneciendo en él, se irá abriendo paso la Presencia que somos y en la que esto que llamamos “yo” aparece, de la misma manera que aparecen todas las circunstancias de nuestra existencia.

Desde la Presencia todo lo percibimos y vivimos de modo radicalmente diferente. Anclados en ella –en la consciencia de ser ella–, no nos resulta difícil apreciar cómo, detrás de cada sentimiento doloroso, yace oculto un sentimiento pleno de Vida, como si fuera la otra cara de la misma moneda: escondida tras la vulnerabilidad hay acogida y compasión; tras la cavilación e hiperactividad mental que nos tortura, lo que hay es silencio cargado de sabiduría; detrás de la resistencia que pone el ego siempre que algo lo frustra, vive la aceptación profunda que llega a ser rendición a lo que es; oculta tras la dependencia, hay profunda gratitud; bajo la aparente impermanencia, una realidad absolutamente consistente; en la otra cara de la frustración, reside la paz; detrás de la dolorosa impotencia y el afán de control, vive la sabiduría del fluir como totalidad; la aparente soledad esconde la plenitud real; y tras el aparente y agobiante desconcierto, hay comprensión… Y en definitiva, todo ello porque empezamos a ver todo desde el “lugar” adecuado, no el yo, sino el Testigo o la Presencia misma.

Detrás de cada sentimiento doloroso hay uno profundo que quiere vivir. Aflora cuando dejamos de reducirnos al yo y nos situamos en estado de presencia. Por eso, basta hacernos conscientes del sentimiento que predomina en nosotros para saber en qué “lugar” o estado de consciencia nos hallamos: en la mente –reducidos al yo– o en la Presencia.

12. El mal que descoloca y la mente que no tiene respuesta

El mal, en todas sus formas, constituye la causa de nuestros mayores desconciertos. No solo porque comporta una carga de dolor que hiere nuestra sensibilidad, sino porque la mente es incapaz de captar su sentido. De un modo particular, el sufrimiento de los inocentes, víctimas de cualquier circunstancia adversa, causada o no por el ser humano, suele provocar en nosotros una rebeldía visceral y una catarata de interrogantes que no hallan respuesta. Y algo similar nos ocurre cuando el mal llama a nuestra puerta, sobre todo, si es reiterativo o se presenta con desmesura.

Como seres sensibles e inteligentes, no son difíciles de comprender aquellas reacciones de rebeldía y cuestionamiento. Hablan de nuestra sensibilidad y de nuestra capacidad de interrogarnos. Con todo, si queremos abordar ese tema desde la mente, pronto descubriremos que no llegamos a ninguna parte. Al contrario, nos debatiremos en un laberinto oscuro, cuya salida no se halla al alcance de la razón.

Desde esta, se han dado dos tipos de “explicaciones”: una más pragmática e incluso “resignada”, que habla del mal como un fenómeno inevitable en cualquier proceso evolutivo, por lo que se desiste de encontrarle ninguna explicación; y otra –más común en las tradiciones religiosas– que han atribuido el mal a alguna fuerza enfrentada a la divinidad o al “pecado” del ser humano, que cargaba así con la culpabilidad.

Dentro del ámbito específicamente religioso, el mal se ha visto como la “roca del ateísmo”. En efecto, desde muy antiguo, las mentes más lúcidas plantearon que el mal de los inocentes vendría a probar que Dios –el “Dios” pensado y creído– no es bueno (si no quiere evitar el mal) o no es poderoso (si no puede hacerlo); en cualquiera de los casos, no sería Dios.

Ante el mal, se dan también en la práctica, más allá de cualquier planteamiento teórico, diferentes actitudes, que van desde la indiferencia cómoda a la compasión efectiva que busca aliviar y ofrecer ayuda.

13. El mal, depositado en el “conocimiento silencioso”

Decía que la mente es incapaz de hallar una respuesta a esta cuestión, porque ella misma es un objeto más dentro de todo este mundo manifiesto, por lo que es radicalmente incapaz de ver más allá de él.

Sin embargo, la mente no es nuestro único modo de acceso a lo real. Existe otro modo de conocer trans-racional –“conocimiento silencioso”, le han llamado los místicos– que, acallando la mente y haciéndonos tomar distancia del mundo de las apariencias, nos conduce a aquel Fondo común que en todo se está expresando continuamente y que constituye, en realidad, la “sustancia” última de todo lo que percibimos a través de los sentidos neurobiológicos.

Desde ese otro modelo (no-dual) de cognición, lo que cambia no es ya la respuesta, sino la misma pregunta. Porque, cuando se hace desde la mente, la pregunta está mal planteada desde el inicio, con lo cual es comprensible que no pueda llegarse a ninguna respuesta. Y está mal planteada porque se asume, como presupuesto cierto, que la realidad es tal como la propia mente la ve. Sin embargo, es precisamente este presupuesto incuestionado –aceptado colectivamente como verdadero– el que se revela falso. Y eso es lo que hace que todo quede replanteado de manera drásticamente diferente.

Es algo similar a lo que ocurre en el sueño: en él, puede surgir cualquier pregunta relacionada con algo de lo que estamos soñando. Pero al despertar apreciamos que era la misma pregunta la que –siendo “real” en el nivel en que aparecía– carece, sin embargo, de sentido, porque el “marco” en el que nació era solo un sueño.

Algo parecido ocurre en lo que llamamos “vigilia”. Damos por seguro que ya sabemos lo que es el “mal”, y a partir de ahí tratamos de encontrar una explicación. A los creyentes suele pasarles lo mismo: creen saber lo que es “Dios” y, a partir de esa creencia mental, se preguntan: “¿por qué Dios permite el mal?”, o incluso: “¿está Dios en el mal?”.

Lo cierto, sin embargo, es que la mente no sabe ni una cosa ni la otra: no puede saber lo que es el “mal” ni lo que es “Dios”. Por ese motivo, la pregunta es “tramposa”, y solo tiene sentido dentro del mismo nivel –estado mental– en el que surge.

14. En lo profundo, todo es Bien: todo forma parte de Lo que es

En la comprensión no-dual se aprecia que el nivel aparente es “verdadero” –en ese mismo nivel–, pero no es últimamente real. Es solo una compleja infinidad de formas aparentes, que están brotando constantemente del Fondo uno de todo lo que es.

Así, mientras en ese nivel de las formas, todo es polar –lo que nos lleva a hablar de “bien” y de “mal”–, desde el nivel profundo (no-dual) se advierte que los polos no solo no se excluyen, sino que son complementarios –no puede existir el uno sin el otro, y sin ellos no podría existir el nivel aparente– y se hallan abrazados en la no-dualidad mayor.

Se advierte también que los términos “bien/mal”, “bueno”/“malo” son solo etiquetas mentales, porque en el nivel profundo todo es Bien sin opuesto. ¿Qué es “bueno” o “malo”, antes de que aparezca la mente? Para el yo, sin embargo, es “bueno” aquello que sostiene su sensación de identidad, y es “malo” lo que la pone en peligro.

En la comprensión no-dual caen las etiquetas –como las construcciones mentales– porque se alcanza a ver el Fondo último –Consciencia o Presencia– que constituye y sostiene todo lo que percibimos. Eso es justamente lo que somos. Y Eso se halla siempre a salvo. Al comprender, se tiene una sensación similar a aquella que se produce cuando despertamos de un sueño nocturno atemorizador. Lo que nos entra por los sentidos es solo una representación; en ella, somos “personajes” desempeñando un papel en el reino de la impermanencia. Sin embargo, nuestra identidad es radicalmente previa al relato mental y a nuestro propio personaje. No somos un “objeto” de la consciencia, sino la consciencia misma en la que todos los objetos aparecen.

La realidad es no-dual. Y en ella es abrazado todo lo que es, antes de ser etiquetado por la mente como “bueno” o “malo”. Como seres sensibles, sentiremos el dolor en cualquier forma en que aparezca. Pero desde la comprensión experiencial de lo que somos, sabremos ver más allá de él y podremos vivirnos como la Presencia que somos y que se manifiesta y expresa como sabiduría y compasión.

Ante la realidad del mal, nuestra mente carece de respuestas. Pero si nos rendimos a la Sabiduría mayor, que dirige todo lo real, nos descubrimos UNO con todo; amamos lo que es y permitimos que esa misma Sabiduría -o la Vida– se exprese a través de nosotros: somos solo “cauces” por los que la única Vida se expresa.

15. No se niega el dolor ni la acción para liberarse de él; se comprende el “lugar” donde acontece.

Ante esta visión, la mente se rebela y pone en marcha toda una batería de “argumentos” –revestidos con frecuencia de reflexiones morales o incluso “compasivas”–, que no son sino esfuerzos por mantener el propio modo mental de ver. Se comprende que, para quien reduce el mundo a lo que su mente percibe, cualquier otra propuesta le resulte descabellada. Y se comprende también que, ante la presencia de tanto “mal”, nuestra propia sensibilidad, avalada por lo que se suele llamar “sentido común”, se rebele igualmente contra la mera insinuación de que el mal del mundo es solo “apariencia”. De ahí que quizás sea oportuna alguna palabra más, a partir de las “objeciones” que se plantean habitualmente.

En una primera reacción muy frecuente, se suele escuchar que este modo de plantear el problema trivializa algo tan “serio” como el mal, al mismo tiempo que se desentiende de las víctimas. El argumento toca fibras tan sensibles que tiende a producir un efecto inmediato: desechar el planteamiento, en nombre del “rigor” con que debe abordarse la realidad –en lugar de huir de ella– y en nombre también del “compromiso efectivo” a favor de quienes más sufren.

Sin embargo, tales argumentos –aunque sean planteados de buena fe– no solo resultan capciosos, sino que son engañosos de raíz, ya que se basan en el error primero, que lleva a tomar como real lo que solo es aparente y, en gran medida, construcción mental. Pero también puede ser oportuno ayudar a la mente a ver dónde radica la trampa.

A cualquier persona sensible el dolor del mundo –incluso de un solo ser– le “rompe” el corazón. Y es claro que siempre tendremos que hacer todo lo que sea posible al servicio de quien sufre. La visión no-dual no niega nada de eso. Tampoco quita “valor” a lo que ocurre ni a las personas involucradas. Lo que hace es ofrecer una perspectiva diferente a la mental, más profunda y, por ello, más ajustada. En síntesis, se trata de responder a esta cuestión: ¿y si las cosas no fueran como nuestra mente las ve?; ¿qué es exactamente la realidad, si logramos acceder a la verdad de lo que es?

Con ello nos remite a la que constituye siempre la primera cuestión, de la que dependen todas las demás: ¿quién soy yo? La respuesta de la mente nos es bien conocida: “yo” soy un objeto, separado de todos y de todo lo demás, que me defino por mi “personalidad”. A partir de este presupuesto –dado por válido y firmemente sostenido en el imaginario colectivo–, lo real se me antoja la suma de objetos igualmente separados. Y ahí es donde, tras haber absolutizado la lectura mental, nos vemos abocados a un callejón sin salida.

Enrique Martínez Lozano

Funte Fe Adulta

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“En torno al “problema del mal” (IV), por Enrique Martínez Lozano.

Miércoles, 23 de mayo de 2018
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5848. Soledad / Plenitud

La vulnerabilidad trae de la mano la soledad. No es raro que se reactiven ahí –en los acontecimientos dolorosos– experiencias de soledad muy antiguas, de las que incluso no tenemos recuerdo. Y se intensifican al ser consciente de que, en estas circunstancias, tú solo no puedes hacer nada. De esa manera, la soledad refuerza la vulnerabilidad y, si no se detiene la mente pensante, introduce en laberintos sin salida, que resultan cada vez más ennegrecidos por la dramatización mental apoyada en sentimientos densos y oscuros.

La soledad sabe a aislamiento y abandono. En el niño puede provocar una sensación de no-pertenencia a nada ni a nadie, lo cual lo aboca a la vivencia de un aislamiento sumamente doloroso. Parece que a un niño no le hace tanto daño el dolor que pueda experimentar, cuanto el hecho de sufrirlo en soledad.

No es extraño que la soledad se anude a otros sentimientos, como la frustración, el desconcierto, la impotencia…, hasta producirse una tela de araña de la que parezca imposible escapar.

En esas circunstancias, resulta impagable el apoyo o la cercanía de alguien que te comprende desde dentro, te acoge y te ayuda. Sin duda, el mayor regalo que podemos recibir –y que podemos ofrecer– es la presencia de calidad de quien está a nuestro lado.

Pero, aun siendo un regalo precioso, no es suficiente. Por nuestra parte, el sentimiento de soledad está reclamando una presencia consciente y amorosa a nosotros mismos. Necesitamos conectar con el amor que somos y, con él, abrazar al yo que está experimentado soledad.

Progresivamente, en la medida en podamos acogernos de manera amorosa y comprensiva, crecerá en nosotros la consciencia de que no somos el sentimiento doloroso, ni el yo que lo padece, sino la Presencia amorosa capaz de atenderlo y de acogerlo. Y esa Presencia es Plenitud.

Frente a circunstancias dolorosas para el yo y ante cualquier tipo de crisis, la sabiduría consiste en aprender a vivirlas desde la Plenitud que somos. A tenor de dónde esté situado –en el yo o en la Plenitud–, la lectura que haga de lo que ha ocurrido variará decisivamente.

Ante aquella circunstancia (caída) que dio origen a todo lo que estoy compartiendo, desde el yo no podía ver otra cosa que dolor, desconcierto, frustración, impotencia e incluso auto-reproche.

El regalo fue que podía leer todos esos sentimientos como una alerta indicadora de que me hallaba en un “lugar” equivocado. Desde ese lugar (el yo) no cabía otra lectura. Sin embargo, al re-situarme en la Plenitud que somos, caía incluso la necesidad de saber. Solo había aceptación profunda, rendición, “sí” a la Vida en la consciencia de ser uno con ella, confianza y gratitud.

¿Quién necesita saber?, ¿quién tiene necesidad de controlar?, ¿quién querría que las cosas fueran diferentes de lo que son?… La respuesta a todo ese tipo de preguntas es siempre la misma: el (inexistente) yo. Acallado el yo –silenciada la mente–, cesan las preguntas; la Plenitud lo ocupa todo. Y no queda otra actitud que aquella que, de manera sublime, describió san Juan de la Cruz: “Quedéme y olvidéme, / el rostro recliné sobre el Amado, / cesó todo y dejéme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”.

9. Desconcierto / Comprensión

Unido a los sentimientos anteriores, particularmente al de frustración, aparece en toda su crudeza el desconcierto. No es raro: si la mente asocia la seguridad al control, la pérdida de este la lee como desconcierto. Notas de pronto que te han modificado completamente el escenario, y que tal cambio puede afectar no solo a este momento, sino a todo tu futuro. No es raro que el desconcierto venga también asociado al miedo, a la tristeza o al abatimiento. Y, sin embargo, por extraño que parezca, al aceptar el desconcierto y venir al estado de presencia, se modifica sustancialmente la propia vivencia: cesa la cavilación, se permite que las cosas sean como son, uno se alinea con lo que en este momento está siendo… Todo ello es posible porque, al acallar la mente y todas sus construcciones, dejas de identificarte con el yo –autor de las lecturas anteriores– y te reconoces en la misma Presencia que todo lo contiene. En ese mismo instante, brilla la comprensión. Y, con ella, la certeza de que el sufrimiento nace siempre del yo y de la interpretación que él hace de los acontecimientos: es el yo quien se siente vulnerable, resistente, solo, frustrado, impotente, desconcertado…, y así nos seguiremos sintiendo mientras creamos lo que el yo (la mente) nos dice acerca de lo acontecido. Cuando, por el contrario, acogemos eso mismo desde la Presencia, permitimos que todo sea y nos sentimos a salvo.

Hemos comprendido quiénes somos y vivimos lo que ha sucedido como si nosotros mismos lo hubiésemos elegido. Y esto no por algún tipo de masoquismo inconsciente, sino gracias a la sabiduría que nos hace ver que no somos el accidente ocurrido ni tampoco el yo que lo padece, sino la Presencia o Totalidad en la que aparecen todas las cosas y todos los acontecimientos. Y si aparecen, es porque tenían que aparecer. La sabiduría sabe varias cosas: que la vida (la totalidad) no puede equivocarse; que lo que viene, conviene; que, cuando se sabe ver en profundidad, todo está bien… Y la más decisiva: que tú no eres el yo al que le ocurren cosas, sino la Presencia en la que todo sucede, y de la que el yo es apenas un “disfraz” momentáneo. Esta comprensión puede experimentarse en la práctica, al constatar la diferencia radical de lectura según se haga desde el yo –víctima de lo ocurrido, por lo que vive sensaciones de vulnerabilidad, cavilación, resistencia, soledad, frustración, desconcierto…- o desde la Presencia.

Todo lo ocurrido sigue siendo exactamente lo mismo. La diferencia radica únicamente en la comprensión de quienes somos y, en consecuencia, en el lugar desde el que leemos lo ocurrido. Como dije en una entrega anterior, los sabios estoicos nos enseñaron que lo realmente decisivo no es lo que nos ocurre, sino aquello que hacemos con lo que nos ocurre; o mejor aún, el modo como interpretamos lo que acontece.

10. Yo / Testigo

Ante el mismo hecho, el yo se sentirá abatido, desconcertado e irremediablemente hundido. El Testigo –la Consciencia que atestigua–, por el contrario, observa todo, acoge todo, permite todo…, sabiéndose plenamente a salvo. No solo eso, sino reconociendo que todo lo que ocurre es oportunidad de comprensión y de crecimiento en la consciencia de quienes somos.

En ese sentido, toda crisis nos hace una doble llamada: a soltar y a comprender. Soltar todo para comprender que somos aquello que nunca podremos soltar: la pura Presencia. Comprender esto de modo cada vez más vivencial y de manera más estable hace que la crisis sea bienvenida. A esto se refiere aquel dicho sufí, cargado de sabiduría, según el cual, “cuando el corazón sufre por lo que ha perdido, el espíritu sonríe por lo que ha encontrado”.

Desde la comprensión de lo que somos, hallan profundo eco en nosotros las palabras de los sabios. “La esencia de la sabiduría –afirmaba Nisargadatta– es la total aceptación del momento presente”. “¿Cómo deberíamos vivir?” –se preguntaba la beguina Matilde de Magdeburgo–. Y ella misma respondía: “Vive dándole la bienvenida a todo”. San Juan de la Cruz apunta a esa misma clave: “Me parece que el secreto de la vida consiste simplemente en aceptarla tal cual es”. Y el propio Nietzsche, desde un marco ideológico aparentemente bien distante, expresa así el anhelo de su corazón: “«Amor fati»: ¡que ese sea en adelante mi amor!… Y, en definitiva, y en grande, ¡quiero ser, un día, uno que solo dice sí!”.

Desde el yo, no solo no tenemos explicación para los hechos que nos duelen o frustran, sino que resulta absolutamente imposible salir del laberinto de confusión y de sufrimiento en el que nos sumergen. El yo seguirá siempre con su misma música: “Esto no debería haber(me) pasado”. Y, a partir de ella, alimentará todo tipo de sentimientos que no harán sino incrementar el sufrimiento. Sin embargo, si observamos el mismo hecho, no desde el yo, sino desde el Testigo o desde la Presencia que somos, se producirá un alineamiento con lo que es, que se traducirá en aceptación y paz.

Y ahí se habrá dado en nosotros un paso decisivo en comprensión: no busco lo que quiere el yo, sino lo que la Vida quiere. O tal como lo expresara, de manera sublime, Marco Aurelio: “Todo se me acomoda, oh Cosmos, lo que a ti se te acomoda”. ¿Por resignación o claudicación? En absoluto; por sabiduría: porque he comprendido que soy uno con la Totalidad. Totalidad radiante que en todo, sin excepción, incluido aquello que me frustra o desconcierta, se está expresando en este preciso instante. Así comprendido, el instante –no pensado– es la Eternidad; cada forma es Plenitud.

Enrique Martínez Lozano

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“En torno al “problema del mal” (III) “, por Enrique Martínez Lozano

Martes, 8 de mayo de 2018
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5846. Frustración / Paz

Otro sentimiento que hizo acto de presencia, de manera intensa, fue la frustración, al ver saltar por los aires todos los planes programados y acariciados con tanta ilusión y cariño. Frustración que va acompañada de una sensación de “perder el control”, con todo lo que eso conlleva de inseguridad y malestar para quienes, como en mi caso, ha sido fuerte la tendencia a controlar todo, como medio de garantizar la seguridad.

La frustración altera radicalmente al yo, que cree controlar las riendas de su existencia y que “exige” que todo se desenvuelva según su propio guion. El malestar que experimenta es tan fuerte que, de no haberse ejercitado en convivir con ella, la frustración suele desembocar en una de estas dos actitudes: agresividad o hundimiento, violencia o depresión.

Aquí radica también la trampa más grave de lo que se conoce como “educación permisiva”. Cuando no hay firmeza en la educación de los niños, cuando siempre se dice “sí” a sus demandas, cuando –en definitiva– se les quiere ahorrar toda decepción, se les está condenando a un futuro de alto riesgo, que estará caracterizado por la baja o nula tolerancia a la frustración, con las secuelas antes mencionadas.

La frustración es inevitable en la realidad impermanente. Pero la intensidad de la misma, en la persona adulta, revela hasta qué punto nos habíamos identificado con algo pasajero, transitorio o efímero. Y recordemos que no existe, en el mundo de las formas, nada que no lo sea.

Vista así, desde la comprensión que sabe leer los acontecimientos, la frustración puede vivirse como oportunidad de aprendizaje y de crecimiento en consciencia de quienes somos.

La comprensión me hace caer en la cuenta de que la frustración duele –e incluso puede requerir elaborar el correspondiente duelo–, pero que yo no soy nada que pueda ser frustrado: lo que somos se halla siempre a salvo, porque no es afectado negativamente por nada que pueda suceder.

Gracias a la comprensión, terminas rindiéndote a lo que hay. Y es justo en ese momento, al dejar de dar vueltas mentales en torno a los planes que se han venido abajo, cuando se hace presente la paz. Lo que es, es. Lo que pasa, es lo que tiene que pasar. Termina la resistencia mental, emerge la serenidad. La frustración deja paso a la paz, que no es otra cosa que resultado de la aceptación o alineación con lo real.

Y ahí venimos a experimentar que sufrimos frustraciones pero que, sin embargo, somos Paz.

7. Impotencia / Fluir

El yo busca el “sentimiento de omnipotencia” porque lo necesita, tanto para reafirmarse en su sensación de existencia, como para mantener la creencia de que es él quien controla y dirige lo que sucede. Si a eso le añadimos que, mientras lo siente, mantiene alejada la frustración, podremos comprender el valor que representa.

Se trata, incluso, de algo que todos hemos vivido y con lo que hemos soñado en nuestra infancia, tal como supo verlo Freud al hablar del “sentimiento infantil de omnipotencia” que, más tarde, se proyectará en la figura del padre y después, tal vez, en alguna otra persona, grupo o incluso en una deidad. El ser humano prefiere mantenerlo de cualquier manera, antes que renunciar a él.

Sin embargo, antes o después, la vida se encargará de sacarnos del sueño o engaño –esa es la función de los des-engaños, en cualquiera de las dimensiones de nuestra existencia- y habremos de topar con la realidad, es decir, con nuestra impotencia.

La impotencia conlleva el reconocimiento de los propios límites y carencias y la necesidad de los otros para salir adelante. Así, nos baja del pedestal que nuestra fantasía había construido, nos muestra la falacia de la idea de omnipotencia que nos habíamos forjado y nos invita a soltar las riendas y abandonar el control. Soltamos las riendas porque comprendemos que nunca habían estado conectadas a nada, excepto en nuestro sueño ilusorio; abandonamos el control, porque sabemos que no controlamos absolutamente nada. No hay un yo separado que lleve las riendas, ni que controle, ni que haga algo. No existe tal cosa como un “yo hacedor”.

Bien leído, el sentimiento de impotencia es capaz de conducirnos a nuestra verdad: no somos el yo separado que se creía poderoso, sino la totalidad que fluye constantemente en las formas y que se manifiesta también en esto que llamamos “yo”.

Ese reconocimiento nos hace pasar de controlar a fluir. Soltamos la tensión y nos abandonamos a la sabiduría mayor que rige todo el proceso, cuyo desarrollo nuestra mente limitada es incapaz de captar. Al comprenderlo, nos anclamos en la verdad de lo que somos y experimentamos, ahora sí, la libertad.

La totalidad se manifiesta en la forma de una inmensa corriente que fluye con sabiduría. La persona, antes de la comprensión, es como un remolino que hubiera olvidado que es agua, y se empeñara en controlar las circunstancias para no perder su forma retorcida. La fuerza de los hechos podrá hacerle ver que no es el remolino que pensaba ser, sino la misma agua que ha tomado una forma concreta. Mientras se creía remolino, alardeaba de control y de libertad. Pero era solo un espejismo pasajero. Al reconocerse como agua, recupera la libertad.

¿Río o remolino? Los humanos somos paradójicos: participamos de ese “doble nivel”: totalidad y forma limitada, identidad y personalidad, consciencia y yo… ¿Cómo vivirlo con sabiduría? Los filósofos estoicos nos dejaron una clave que me parece profundamente sabia: distinguir lo que depende de nosotros y lo que no depende nosotros. En esto último no tenemos nada que hacer, pero al mismo tiempo, lo que no depende de nosotros no puede dañar lo que somos en lo más profundo, porque afectará únicamente a la forma (persona) que tenemos. Nuestra capacidad de maniobra queda limitada a lo que depende de nosotros. Y eso no es otra cosa que nuestra mente, es decir, el modo como interpretamos todo lo que nos sucede. Lo cual encierra un certero mensaje: lo decisivo –también en las crisis– no es lo que nos ocurre, sino cómo interpretamos lo que nos ocurre. Mientras crea ser un yo separado, será imposible superar la sensación de impotencia y abandonar el control; cuando, por el contrario, comprenda que soy uno con todo, mi existencia se convertirá en un canto a la Vida, en la que me dejaré fluir, consciente de ser uno con ella.

Enrique Martínez Lozano

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“En torno al “problema del mal” (II)”, por Enrique Martínez Lozano.

Jueves, 3 de mayo de 2018
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5843. Resistencia / Aceptación

El estado de presencia se caracteriza por la aceptación que, con frecuencia en medio mismo del desconcierto, llega hasta la rendición completa a lo que es. Y no es resignación que claudica, sino fruto de la sabiduría que ve como carente de sentido cualquier tipo de resistencia. Resistencia y aceptación se alternan, a veces de modo muy sutil: el yo no quiere que las cosas sean como han sido (o están siendo), por lo que se resiste con todas sus fuerzas.

La resistencia es la reacción característica del ego o yo en cuanto se hace presente la frustración. El guion por el que se rige el yo es muy simple: “La vida tiene que responder a mis deseos o expectativas”. Cada vez que eso no ocurre, aparece –con diferente intensidad, según varios factores– frustración y resistencia, es decir la lucha del yo por lograr el cumplimiento que le prometía su guion.

Ahora bien, la resistencia es ya en sí misma sufrimiento, dado que supone estar en choque permanente con lo que hay. En la resistencia, la persona se retuerce contra la realidad, en un desgaste continuo. Por el contrario, basta soltar la resistencia para que aparezca la paz.

A quienes hemos crecido en la tradición cristiana, tal vez nos venga a la memoria la actitud de Jesús ante su inminente final. La enseñanza de la misma se revela con crudeza y en toda su fuerza porque nos permite ser testigos del cambio operado, que se percibe justamente en el contraste: cuando habla desde el yo y cuando habla desde la consciencia clara de quien es. Ante la angustia de lo que se le venía encima, Jesús exclama: “Aparta de mí esta copa de amargura”. Y, mientras más lo pedía, más se incrementaba su abatimiento. Solo cuando se resitúa en quien es y afirma: “Pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú”, aparece el “ángel del consuelo”.

Una afirmación de ese calado (“lo que tú quieras”) únicamente puede hacerse desde una confianza radical. Confianza en el Fondo de lo real, en la Sabiduría que rige todo el proceso, en la Vida una que se manifiesta en infinidad de formas, en la Totalidad que se está “desenvolviendo” en multiplicidad de acontecimientos… Fondo, Sabiduría, Vida y Totalidad que constituyen, a la vez, nuestra verdadera identidad. Por lo que la sumisión a “lo que tú quieras” no es sino rendición y fidelidad a nuestra verdad más profunda.

Dada la fuerza del yo, y el movimiento que, por inercia, nos hace mantenernos identificados con él, puede ser que la resistencia sea firme y, alimentada por una mente no observada, nos mantenga durante tiempo encerrados en el bucle del sufrimiento. Sin embargo, antes o después, la contundencia de lo que es –y el mismo sufrimiento que nace de la resistencia– hace ver que no existe otro camino de liberación y de vida que no sea la aceptación radical de todo lo que en este momento está siendo. La sabiduría te conduce, por decirlo brevemente, a amar lo que es.

La aceptación –actitud sabia entre los extremos erróneos y perniciosos que son la resistencia, por un lado, y la resignación por otro– es capaz de acoger todo sin excepción, incluida la propia resistencia. Y cuando la aceptación es real ocurre algo “milagroso”: aparece con ella la fuerza necesaria para hacer lo que es posible hacer en ese momento. Porque la aceptación se halla dotada de un dinamismo interno –esto es justamente lo que la distingue de la mera resignación– proporcionado y adecuado al momento que estamos viviendo. Desde ella, la acción no nace de ningún “debería”, tampoco de miedos o de necesidades, sino desde la profundidad de lo que somos. Es, por eso, una acción que fluye, gratuita y desapropiada.

Y una vez más, también aquí, todos tenemos resistencias, pero realmente lo que somos es aceptación profunda. Por tanto, hablando con propiedad, habría que decir que no tenemos que aceptar nada, sino más bien reconocer que todo ha sido ya aceptado. De hecho, si algo no hubiera sido aceptado por la Vida, nunca hubiera ocurrido.

4. Dependencia / Gratitud

La caída me hizo experimentar, una vez más, hasta qué punto necesitamos a los demás, la absoluta dependencia que al yo le cuesta asumir. Porque, en su afán de autoafirmarse, crece en el sueño de la autosuficiencia y, según como haya sido su trayectoria, le cuesta molestar a los otros o “ser una carga” para ellos.

Sin embargo, la realidad se impone. En situaciones de tal vulnerabilidad, no queda sino reconocer la propia necesidad y la dependencia de los otros. Se entra ahí en un aprendizaje de humildad, que incluye, tanto la aceptación de esas circunstancias –humildad y aceptación son sinónimos–, como el “dejarse ayudar”. El yo se ve así confrontado con sus propios límites, su fragilidad y, en último término, con su vacío, de una manera radical. Como si, en esa situación de extrema vulnerabilidad, escuchara una voz que dice: “Eso es el yo”.

La aceptación, de la mano de una comprensión más ajustada de lo que somos, nos permitirá también reconocer el valor de la ayuda recibida y la bondad que se manifiesta en quienes están a nuestro lado.

A poco que nos la dejemos sentir, la gratitud se irá abriendo camino, ablandando nuestro corazón y sacando a flote, al mismo tiempo, lo mejor que hay en nosotros.

La gratitud es un sentimiento profundamente terapéutico: nos aleja de oscuros pensamientos y nos sitúa en la tierra firme de la presencia, alineados con el presente.

Si le damos tiempo y nos permitimos saborearla sin prisa, notaremos claramente cómo la gratitud va ocupando cada vez más espacio hasta llenarlo todo. Empezará asomando como reconocimiento a quienes están, de mil modos, atendiendo nuestra (temporal) incapacidad. Pero se amplificará ante nuestra vista hasta mostrarse tal cual es: gratitud ilimitada y sin objeto.

Habíamos empezado dando gracias a alguien por algo, y está bien. Pero, una vez emergida o sentida, si permanecemos en conexión consciente con ella, se nos manifestará como lo que es: otro nombre o dimensión de nuestra verdadera identidad.

Comprobaremos entonces que la gratitud no es solo algo que hacemos o sentimos, sino que es exactamente lo que somos: seres vulnerables y dependientes –en algunos casos, de manera completa– que, en su verdadera identidad, son gratitud.

Dirigida hacia quienes nos cuidan, la gratitud hará que se renueve nuestra mirada hacia ellos, para verlos en su verdadera belleza y, más allá todavía, reconocerlos en aquella misma y única identidad que compartimos.

Atendida en sí misma, la gratitud nos muestra que estamos en “casa”. Solo que, para atenderla, además de dedicarle tiempo, necesitamos algunas actitudes ya mencionadas: aceptación y silencio. En efecto, al acallar el bullicio y vocerío de una mente no observada, el silencio, suspendido todo juicio, nos trae la paz profunda y la certeza de aquello que permanece siempre: la certeza de ser.

5. Impermanencia / Consistencia

En el mundo de las formas –el que percibimos a través de los sentidos neurobiológicos y el que elaboramos mentalmente–, todo está sometido a cambios. Por lo que puede decirse que existir es cambiar constantemente y que lo único permanente es el cambio. En el mundo fenoménico, todo existe, nada es. A diferencia del “existir”, “ser” evoca plenitud, permanencia, estabilidad, consistencia, infinitud… Lo único que no cambia es lo que es; todo lo demás aparece y desaparece. Y todo lo que nace, muere.

La impermanencia se nos hace dolorosamente evidente en las crisis, en aquellas circunstancias vitales en las que sufrimos la pérdida de algo que consideramos valioso, y que suele afectar a cualquiera de estos campos: salud, afectos y dinero.

El sufrimiento será mayor cuanto mayor sea nuestra identificación con cualquier realidad impermanente. Como recuerda, en una de sus enseñanzas claves, la sabiduría budista, la identificación con la impermanencia (annica) produce inexorablemente insatisfacción y sufrimiento (dukkha).

La insatisfacción es consecuencia de la adhesión a algo impermanente, dado que, antes o después, terminará desapareciendo. Antes o después, aquello a lo que te aferras desaparecerá; y antes o después, algo de lo que temes e intentas rechazar, se hará presente.

Si tenemos en cuenta que el yo vive gracias a la apropiación de todo aquello que le resulta apetecible, se comprende fácilmente que el sufrimiento se haga presente de manera automática en cuanto nos embarcamos en la dinámica del yo (o mental).

Con razón, cada vez más, los psicólogos previenen de lo que denominan “la noria del sufrimiento”la búsqueda ansiosa del placer produce sufrimiento. Sin posibilidad de escaparse, el yo se ve envuelto en un círculo vicioso que empieza y acaba en la insatisfacción. La “noria hedonista” es el mecanismo por el que la búsqueda del placer resulta insatisfactoria… Por lo que la conclusión es simple: dado que la permanencia del yo es una contradicción en sí misma, identificarse con él equivale a sufrir.

La salida –la liberación– viene, como siempre, de la mano de la comprensión: cuando comprendemos que, aunque nos experimentamos ahora como “forma”, nuestra verdadera identidad trasciende las formas; es Aquello que siempre permanece. Esta comprensión nos permite anclarnos en lo que realmente somos y mantener la ecuanimidad aun en medio de los altibajos.

Decía más arriba que todo cambia. Pero eso es así porque hay Algo que siempre permanece: eso es el Fondo último de lo real, la Fuente de donde está brotando todo el despliegue que percibimos. Y Eso es lo que somos. Para caer en la cuenta, necesitamos silenciar la mente y poner atención, como medio para conectar con la sensación de presencia o certeza de ser. Ahí experimentaremos que, aunque nuestra forma existe, lo que realmente somos no existe, sino sencillamente es.

Enrique Martínez Lozano

Fuente Boletín semanal, vía Fe Adulta

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“En torno al “problema del mal” (I), por Enrique Martínez Lozano.

Viernes, 23 de marzo de 2018
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5841. Una experiencia personal y la primera paradoja: Vulnerabilidad / Acogida

La Vida ha querido que, en los días en que estaba preparando este escrito sobre el “problema” del mal, para enviarlo en el Boletín semanal en varias entregas, tuviera una caída hacia atrás, con consecuencias muy dolorosas y, durante varios días, incapacitantes.

La caída afectó a la columna, en la zona lumbar, una zona que ya con anterioridad había sufrido un accidente de coche y había sido intervenida de una hernia discal. Así que las noticias no eran “buenas”: el golpe había repercutido sobre un traumatismo anterior y en una columna afectada de “deterioro degenerativo”.

¿Qué estoy viviendo en este tiempo? Una profunda paradoja. De hecho, he querido relatar lo ocurrido para compartir, al empezar el escrito sobre el “mal”, algunas palabras –vehículos de sentimientos y actitudes– que se me han hecho particularmente presentes durante este tiempo de inmovilidad y convalecencia.

Me ha llamado la atención que se hacían presentes en forma de polaridades, como paradojas. Y entre ellas, las que más destacan son las siguientes: vulnerabilidad/acogida, cavilación/silencio, resistencia/aceptación, dependencia/gratitud, impermanencia/consistencia, frustración/paz, impotencia/fluir, soledad/plenitud, desconcierto/comprensión, yo/Testigo… Deseo referirme brevemente a cada uno de esos pares, y así lo iré haciendo a lo largo de las próximas semanas.

La primera en aparecer fue la sensación de extrema vulnerabilidad: dolorido, inmóvil, incapacitado, era testigo de sentimientos de soledad, miedo difuso, angustia…, que aparecían en oleadas desde un lugar no del todo consciente. Frente a esa sensación, no cabía hacer nada, sino detener la mente y vivir un sentimiento profundo de acogida y compasión hacía mí mismo…, que abrazaba también a toda persona que, por diferentes motivos, se sintiera así de vulnerable. La vulnerabilidad te conduce al límite de todo, donde solo cabe la rendición a lo que es. Y, en el mismo rendirte, emerge la capacidad de acogida gratuita y de compasión amorosa hacia ti mismo y hacia todos los seres vulnerables.

Como paradoja que es, por momentos emerge con más fuerza la vulnerabilidad; en otros, crece la acogida y la compasión, hasta ocupar todo el espacio. Personalmente, me parece bueno dejar vivir ambos polos, sin reprimirlos, hasta poder llegar a vivir conscientemente la vulnerabilidad desde la acogida.

Ahora bien, siendo las “dos caras” de la misma realidad, no tienen la misma “sustancia”. Por decirlo brevemente: tenemos vulnerabilidad, pero somos acogida y compasión. Cualquier paradoja que pueda presentarse en nuestra existencia no es sino reflejo de la paradoja fundamental, fruto de los “dos niveles” que nos constituyen: la personalidad (el personaje, el yo) y la identidad (una y compartida con todos los seres).

La primera es algo que tenemos –la forma concreta en la que nos experimentamos–; la segunda es lo que realmente somos. La sabiduría abraza ambos niveles invitando a vivir la personalidad desde la identidad. En este caso concreto –en la primera paradoja a la que he hecho alusión–, la acogida que soy abraza y sostiene a la vulnerabilidad que tengo.

EN TORNO AL “PROBLEMA DEL MAL” (II)

2. Cavilación / Silencio

Las consecuencias del golpe –en forma de dolor, paralización e inmovilidad– activan la cavilación que se traduce en infinidad de preguntas, que no hallarán nunca respuesta: ¿por qué ha ocurrido esto?, ¿por qué no hice…?. ¿por qué no dejé de hacer…?, ¿por qué…? La mente carece de respuesta; la única salida pasa por el silencio, que te hace reconocer que no hay nada que contestar.

Dice Mario Alonso Puig que hay preguntas que sanan y preguntas que enferman. Entre estas últimas, la más nociva es “¿por qué?”. El motivo es que, al no poder encontrar respuesta, la mente se enreda en un bucle que no acaba y no tiene salida.

Si no estamos atentos, la mente se convierte en una fábrica de preocupaciones. A partir de algún aspecto concreto, es capaz de construir escenarios imaginados, que no harán sino incrementar el sufrimiento y alejarnos de la actitud adecuada.

Estar atentos, en este contexto, significa observar la mente desde una distancia liberadora. La mente observada, a diferencia de la mente pensante o cavilosa, es una herramienta siempre valiosa a nuestro servicio; la mente no observada se erige automáticamente en dueña de la situación, convirtiéndonos en marionetas que mueve a su antojo.

Para salir de la mente que cavila se requiere, como acabo de decir, tomar distancia de ella, lo cual implica situarse detrás de los pensamientos. ¿En qué “lugar”? En la consciencia o atención desnuda, capaz de atender todo lo que aparece sin juicio y sin etiquetaciones mentales. Desde ahí se observan todos los contenidos que aparecen –pensamientos, sentimientos, emociones, reacciones…–, pero sin dejarse atrapar, porque comprendes que estás más allá de todos ellos.

Esa misma práctica nos lleva a experimentar cada vez con mayor hondura y nitidez la diferencia radical que existe entre la mente y la consciencia. Tenemos mente, que podemos observar en todo momento, porque estamos anclados “a distancia” de ella, en la consciencia que somos. La mente es una herramienta; la consciencia es nuestra “casa”, nuestra verdadera y última identidad.

La observación de la mente se hace desde el silencio y nos ancla en él. Lo cual significa que, frente a la trampa de la cavilación, lo acertado es descansar en la mente-que-no-sabe y, de nuevo, rendirse a lo que hay. El silencio no solo acalla la mente –si bien, de forma intermitente, con menor o mayor intensidad, reaparece una y otra vez la cavilación, rumiación o incluso dramatización en torno a lo sucedido–, sino que te conduce a otro lugar, que es pura espaciosidad sin límite, pura Presencia que acoge todo y que no es afectada por nada. El oleaje puede llegar a ser intenso por momentos, se incrementa cuando la mente va por su cuenta –y también eso forma parte de nuestra condición–, pero es acogido, sin “discutir” con él, en el estado de presencia. También en este punto, con respecto a esta nueva paradoja, cabe decir lo mismo: cavilación es lo que tenemos; Silencio es lo que somos.

Enrique Martínez Lozano

Boletín Semanal, vía Fe Adulta

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Comienza el juicio por el crimen de Diana Sacayán calificado de “travesticidio”

Miércoles, 21 de marzo de 2018
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diana_sacayan_copyUn joven será sometido a juicio desde este lunes por el crimen de la líder de la comunidad trans Diana Sacayán, asesinada a puñaladas en octubre de 2015 en su departamento del barrio porteño de Flores, y por primera vez se aplicará la figura de “travesticidio” en la Capital Federal, informaron fuentes judiciales.

Un joven será sometido a juicio desde este lunes por el crimen de la líder de la comunidad trans Diana Sacayán, asesinada a puñaladas en octubre de 2015 en su departamento del barrio porteño de Flores, y por primera vez se aplicará la figura de “travesticidio” en la Capital Federal, informaron fuentes judiciales.

El debate estará a cargo del Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional Nº4, que fijó otras dos audiencias para el 14 y 16 del mismo mes.

El fiscal de juicio será Ariel Yapur, mientras que en el banquillo de los acusados estará Gabriel David Marino (25), quien está detenido desde octubre de 2015 y a quien en noviembre pasado la Cámara de Casación le prorrogó la prisión preventiva por cuatro meses más.

Según las fuentes, este joven está imputado de los delitos de “homicidio triplemente agravado por haber sido ejecutado mediando violencia de género por odio a la identidad de género y con alevosía y robo”.

Esto significa que este será el primer juicio por un travesticidio en la Capital Federal, ya que hasta ahora sólo se realizaron dos, uno por el crimen de Natalia Sandoval (35) -en Mendoza– y otro por el de Vanesa Zabala (31) -en Santa Fe, pero en esos casos, si bien se aplicó pena de perpetua, no se aplicó el agravante de odio de género.

De acuerdo al requerimiento de elevación a juicio realizado por los fiscales Matías Di Lello y Mariela Labozzetta, Marino, junto a otro hombre (que no se encuentra en esta etapa procesal) asesinaron a Sacayán (40) en el interior del departamento de la avenida Rivadavia al 6700 entre el sábado 10 y el domingo 11 de octubre de 2015.

El cuerpo fue hallado dos días después atado de pies y manos, y la autopsia reveló que la víctima presentaba 27 lesiones en su cuerpo, 13 de ellas producidas por un arma blanca, presumiblemente con un cuchillo de una hoja de 20 centímetros secuestrado en la escena del crimen.

Por su parte, Marino reconoció en su indagatoria que había conocido a Sacayán en el marco de un tratamiento por adicciones y que había tenido un par de encuentros sexuales con ella, pero negó haberla matado.

Según la versión del acusado, él llegó al departamento donde había otro hombre con el que la víctima habría discutido y en esas circunstancias, Sacayán habría sacado un cuchillo, que le fue arrebatado por esa otra persona que la apuñaló.

Para los fiscales que intervinieron en la etapa de instrucción, el contexto y el modo en el que se produjo el hecho permitieron suponer que el homicidio estuvo motivado “por su condición de mujer trans y por su calidad de miembro del equipo del Programa de Diversidad Sexual del INADI, impulsora de la lucha por los derechos de las personas trans, líder de la Asociación Internacional de Lesbianas, Gays y Bisexuales (ILGA) y dirigente del Movimiento Antidiscriminatorio de Liberación (MAL).

Los fiscales sostuvieron que Marino llamaba por teléfono a Sacayán, la contactaba por Facebook e iba seguido a su departamento, al tiempo que ella lo presentó a sus compañeras y amigas como su novio.

Para los acusadores, el imputado ingresó al círculo íntimo de la víctima durante el último mes de su vida y que esas circunstancias le facilitaron el acceso a la vivienda la noche del homicidio.

En cuanto a la acusación, fundada en el inciso 11 del artículo 80 del Código Penal que permite configurar un homicidio en femicidio, los fiscales explicaron que la identificación del género de una persona debe hacerse en función de su identidad de género.

Por ello, el término “mujer” incluye también a las personas travestis, transexuales o transgénero que tienen una identidad femenina.

En ese sentido, los fiscales consideraron que el inciso 11 abarca una modalidad específica de femicidio que es la llamada “travesticidio/transfemicidio” y es la que pretende visibilizar la particular violencia que sufren las travestis y mujeres trans.

Con respecto al odio, indicaron que el primer indicio para establecerlo es el alto grado de violencia con que los autores perpetraron el crimen y “los signos de ensañamiento que exceden claramente la mera intención de matar”.

Al respecto, recordaron que la víctima fue apuñalada, amordazada, atada de pies y manos, golpeada, con puños y objetos contundentes y hasta pateada.

Por último, los fiscales remarcaron que en la indagatoria del acusado se evidenciaron “prejuicios que albergaba hacia las personas travestis y homosexuales”.

Por su parte, el otro sospechoso fue detenido al igual que Marino el 28 de octubre de 2015 en el partido bonaerense de Morón, y se estima que será juzgado por el hecho en otro debate oral.

Fuente Ambito.com, vía SentidoG

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“Fundamentalismo y Maniqueísmo”, por Enrique Martínez Lozano.

Sábado, 24 de febrero de 2018
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tolerancia-y-respetoToda creencia fundamentalista –propia de quien se cree en posesión de la verdad– conlleva la descalificación de quienes discrepan, y se plasma en una visión maniquea que divide a los humanos en dos bloques radicalmente diferenciados: “nosotros” frente a “ellos”. “Nuestros” son todos aquellos que afirman y sostienen lo propio; “ellos” son quienes no alcanzan ni siquiera a verlo. Con “nosotros” están la bondad y la verdad; con “ellos”, la maldad y la mentira; de nuestra lado, la honradez, frente a la falsedad de los otros…

La misma creencia fundamentalista, que lleva a una visión maniquea de la realidad y a la descalificación de todos aquellos que no la comparten, se plasma en dos actitudes características: el victimismo y el simplismo de los análisis.

Quien se cree en posesión de la verdad vive la discrepancia como una ofensa. Por ello, fácilmente se sentirá víctima ante cualquier posicionamiento que no contemple sus propios postulados: la lectura victimista brota de manera automática ante el hecho simple de actuaciones que cuestionan la “verdad” que dan por supuesta e incuestionable.

 Del mismo modo, las creencias fundamentalistas no admiten matices y, mucho menos, análisis críticos. Para todo fundamentalista, las cosas son simplemente como él las ve, o quizás mejor, como el filtro de su creencia le permite verlas. Lo cual casa con el maniqueísmo al que hacía referencia. El “con  nosotros o con ellos” se traduce aquí en “la verdad contra la mentira”. ¿Para qué habrían de ser necesarios análisis críticos? Es la creencia la que ya ha decidido la verdad o el error de las cosas: “verdadero” es aquello que la sostiene; “error”, lo que la cuestiona.

En este sentido, es significativamente reveladora la anécdota según la cual, cuando Galileo pidió al cardenal que presidía la comisión que lo estaba juzgando que observara el firmamento a través del telescopio para comprobar el movimiento de los planetas, este respondió: “No necesito mirar por ningún sitio; yo sé bien cómo son las cosas”.

Si se observa con cuidado, no es difícil advertir, detrás de ello, un sentimiento etnocéntrico. Característico de la consciencia mítica, el etnocentrismo conlleva la creencia de que solo su grupo es portador de la verdad (y de la salvación). Pero es justamente ese lema –“Estamos en la verdad”– el que, explícito o latente, constituye el postulado básico del fundamentalismo, de donde se derivan el conjunto de actitudes y comportamientos que son asumidos acríticamente y justificados apriorísticamente por el propio grupo.

Por lo que, en ningún contexto como en este, se muestra especialmente sabia la advertencia de Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la verdad. Y ven conmigo a buscarla, la tuya guárdatela”.

Enrique Martínez Lozano

Boletín Semanal

Fuente Fe Adulta

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Francisco: “No sé cómo funciona esto, pero estoy seguro de que Cristo ha resucitado; yo apuesto sobre este mensaje”.

Martes, 25 de abril de 2017
Comentarios desactivados en Francisco: “No sé cómo funciona esto, pero estoy seguro de que Cristo ha resucitado; yo apuesto sobre este mensaje”.

jesus-vint-parmi-eux“Mira más allá, donde no hay un muro, sino un horizonte: tu pequeña piedra tiene su sentido en la vida”

¡Cristo Vive! La esperanza que parecía sepultada detrás de la Cruz, renace con más fuerza con la luz del Resucitado, pese a las calamidades, las injusticias, los descartes. Tras la intensa e impresionante Vigilia Pascual, en el interior de la basílica, el Papa Francisco presidió, en una abarrotada plaza de San Pedro, la tradicional Misa de Pascua, previa a la bendición “Urbi et Orbi”.

Tras la lectura del relato de la Resurrección, en latín y griego, y aunque no estaba previsto, Bergoglio se lanzó a una breve e impactante homilía, en la que pidió que la Resurrección de Jesús no se quede solo en las flores o en la magnificencia de celebraciones como la de esta mañana de aguacero en la plaza de San Pedro, sino que sirva para “encontrar un sentido en medio de tantas calamidades”. “No sé cómo funciona esto, pero estoy seguro de que Cristo ha resucitado, y yo apuesto sobre este mensaje”.

“Hoy, la Iglesia canta, grita, repite que Jesús ha resucitado. Que Pedro, Juan, las mujeres han ido al sepulcro y estaba vacío. Él no estaba”, comenzó el Papa. “Habían ido con el corazón cerrado por la tristeza de un fracaso. El Maestro, su maestro, aquel al que tanto amaban, había sido ajusticiado y muerto. Y de la muerte no se regresa. Este es el camino del fracaso del sepulcro”.

Pero, tras el anuncio del ángel, “y después de la confusión, el corazón cerrado… toda la jornada en el Cenáculo, encerrados, porque tenían miedo de que les sucediera a ellos lo mismo que a Jesús”. “La Iglesia no deja de decir, a nuestros fracasos, nuestros corazones cerrados y con miedo, ‘Párate, el Señor ha resucitado'”, recordó el Papa. “Pero si el Señor ha resucitado, ¿cómo suceden tantas desgracias? ¿Por qué tantas enfermedades, tráfico de personas, trata de personas, guerras, destrucción, mutilaciones, venganzas, odio?”, se preguntó.

En ese momento, relató cómo ayer llamó a un joven que padece una grave enfermedad. “Un chico culto, ingeniero. Le dije que no había explicaciones para lo que le sucedía, y que mirara a Jesús en la cruz: Dios ha hecho eso con su hijo. No hay otra explicación. Y él me respondió: ‘Sí, pero Dios preguntó a su hijo, y el hijo dijo que sí. Y a mí no me han preguntado si yo quería esto'”. “Esto nos conmueve: a ninguno de nosotros nos preguntan si estás contento con lo que sucede en el mundo, si estás dispuesto a llevar tu cruz. Pero la cruz sigue adelante”, reconoció el Papa. “Y a veces, la fe en Jesús se nos cae”.

“¿Para qué ha resucitado Jesús?”, clamó Francisco, dirigiéndose a la multitud, y al imponente escenario, tan bellamente decorado para la ocasión. “Esto no es una fiesta para tantas flores, esto es bonito, pero es mucho más. Es el misterio de la piedra descartada, que termina por ser el fundamento de nuestra existencia. Jesús ha resucitado, y en esta cultura del descarte, donde lo que no sirve se usa y se tira, esa piedra descartada es fuente de vida. Y nosotros también somos esas pequeñas piedras en esa tierra de dolor, con la fe en Cristo resucitado encontramos un sentido en medio de tantas calamidades”.

“El sentido de mirar más allá, donde no hay un muro, sino un horizonte, ahí está la vida, la alegría. Mira hacia adelante. No te cierres. Tu pequeña piedra tiene su sentido en la vida, porque eres parte de aquella gran piedra, que la malicia del pecado ha descartado”, reclamó el Papa.

Frente a tantas tragedias, cada uno de nosotros, “piedrecitas que creen que se unen a aquella piedra, no serán descartadas, tienen un sentido. Con este sentimiento, la Iglesia repite desde dentro del corazón, Cristo ha resucitado”.

“Pensemos cada uno de nosotros: hay problemas cotidianos, en las enfermedades que hemos vivido, que nuestros parientes han vivido, pensemos en las guerras, en las tragedias humanas. Y sencillamente, con voz humilde, sin flores, solos, delante de Dios, delante de nosotros mismos, no sé cómo funciona esto, pero estoy seguro de que Cristo ha resucitado, y yo apuesto sobre este mensaje”, culminó el Papa, pidiendo a todos “volver a casa, diciendo, en vuestro corazón, que Cristo ha resucitado”.

Jesús Bastante

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