“El lenguaje religioso: desmitologización y cambio cultural”, por Andrés Torres Queiruga
En un artículo anterior trate el tema del lenguaje religioso atendiendo sobre todo a los problemas planteados por lo que Richard Rorty bautizó como giro lingüístico del pensamiento moderno [1]. Aquí lo doy por supuesto y tatar de tocar dos temas complementarios: el suscitado por el programa de la desmitologización defendido por el escriturista protestante Rudolf Bultmann, y el más hondo y englobante que nace de la magnitud del cambio causado por la entrada de la Modernidad [2].
1. La alerta de la desmitologización
1.1 La necesidad del cambio
“No se puede usar la luz eléctrica y el aparato de radio, o echar mano de modernos medios clínicos y módicos cuando estamos enfermos, y al mismo tiempo creer en el mundo de espiritas y milagros del Nuevo Testamento”[3].
Esta frase, que impresiona por su contundencia, no fue escrita ayer por uno de los nuevos ateos, sino hace ya bastantes años, el año 48 del siglo pasado, por uno de los grandes exégetas cristianos, el alemán Rudolf Bultmann. Y no la escribió para atacar a la fe cristiana, sino para defender su vigencia, aunque, eso sí, llamando a la necesaria y urgente actualización en el modo de comprenderla y anunciarla. Fue lo que el llama el problema de la desmitologización. No hace falta estar de acuerdo en todo con él, demasiado influido por un fuerte radicalismo exegético y por un claro reduccionismo teológico (muy marcado por el concepto de autenticidad en la filosofa de Heidegger) para comprender la seriedad del desafío y la justicia de su llamada de atención.
En el agudo y profundo prólogo a la traducción francesa de su pequeño e influyente libro sobre Jesús, Paul Ricoeur señala bien sus límites, pero también sus méritos irrenunciables [4]. Hace una distinción, tan obvia como fundamental, entre dos niveles. Cuando su lectura invade los dominios de la ciencia, confiriendo valor de solución científica a la cosmología primitiva de la cultura bíblica la concepción de un mundo estratificado en tres pisos: cielo, tierra, infierno, poblado de poderes sobrenaturales que descienden aquí abajo desde allá arriba, el mito debe ser pura y simplemente eliminado (383). Pero el mito es algo distinto de una explicación del mundo, de la historia y del destino; expresa, en términos de mundo, o ms bien de ultra-mundo o segundo mundo, la comprensión que el ser humano hace de sí mismo en relación con el fundamento y con el límite de su existencia [5]. Por eso, ante el mito, de lo que verdaderamente debe tratarse es de interpretar su intención genuina, eliminando las explicaciones objetivantes, y buscando en cambio lo que revela acerca del sentido último de la existencia.
Confrontados pues con la envoltura mítica en la que en ocasiones viene presentado el mensaje del Nuevo Testamento, es necesario tomar muy en serio la necesidad de una traducción que vaya al fondo de lo que allí se nos revela. Nada será más opuesto a esto que una banalización que, sin estudio serio ni meditación profunda, se quedase en un barniz superficial. Ya sea despreciando todo y tirando el niño con el agua sucia de la bañera, o ya sea con una acomodación puramente formal, pudiendo llegar al ridículo de una anécdota que ya he contado: en cierta ocasión o por casualidad a un locutor radiofónico que, pretendiendo modernizar el mensaje de la Ascensión, tuvo la brillante ocurrencia de describir a Cristo como el divino astronauta.
1.2 La seriedad del desafío
Ante expresiones como esa, cuando se supera una cierta e irremediable sensación de ridículo, surge enseguida la sospecha de estar ante un problema muy grave. El ejemplo muestra, en efecto, como la urgencia de la reinterpretación en la comprensión y expresión de la fe enlaza con el enorme cambio cultural que desde la entrada de la Modernidad ha sacudido las raíces ms hondas del pensamiento y de la expresión de la experiencia cristiana.
Porque resulta evidente que la descripción neotestamentaria no encaja en la nueva visión de un mundo que no tiene ya un arriba ni un abajo, que no se divide en lo terrenal (imperfecto, mutable y corrupto) como opuesto a lo supralunar o celestial (impoluto, circular, perfecto y divino). Por eso, intentar, como en la anécdota, forzar el encaje mediante un superficial ajuste linguístico, lleva al absurdo; y, lo que es peor, confirma la acusación, tan extendida, de que la religión pertenece irremediablemente a una mitología pasada.
Y, una vez alertados, basta una simple mirada para comprender que no se trata de un caso aislado, sino que el problema afecta profundamente al marco mismo de las formulaciones en que se expresan las grandes verdades de nuestra fe. ¿Quién, a la vista de los datos proporcionados por la historia humana y la evolución biológica, es capaz de pensar hoy el comienzo de la humanidad a partir de una pareja perfecta, en un paraíso sin fieras y sin hambre, sin enfermedades y sin muerte? Ms grave aún: quién, siendo incapaz, como toda persona normal, de golpear a un niño para castigar una ofensa de su padre, puede creer en un dios que será capaz de castigar durante milenios a miles de millones de hombres y mujeres, sólo porque sus primeros padres lo desobedecieron comiéndose una fruta prohibida?
Esto puede parecer una caricatura, y lo es en realidad; pero todos sabemos que fantasmas iguales o parecidos habitan de manera muy eficaz el imaginario religioso de nuestra cultura. Y la enumeración podrá continuar, en asuntos, si cabe, ms graves. As, por ejemplo, se sigue hablando con demasiada facilidad de un dios que castigara por toda una eternidad y con tormentos infinitos culpas de seres tan pequeños y frágiles como, en definitiva, somos todos los humanos. O que exigió la muerte de su Hijo para perdonar nuestros pecados; y grandes teólogos, desde Karl Barth a Jrgen Moltmann y Hans Urbs von Balthasar, no se recatan de hacer afirmaciones que recuerdan demasiado aquellas teologías y aquella predicación que hablaban de la cruz como el castigo con el que Deus descargó sobre Jesús su ira hacia nosotros [6]…
Bien sabemos que bajo estas expresiones palpita una honda experiencia religiosa, y que, incluso, con esfuerzo y buena voluntad, resulta posible llegar a entenderlas de una manera ms o menos correcta. Pero será pastoral y teológicamente suicida no ver que el mensaje que de verdad llega a la gente normal es el sugerido por el significado directo de esas expresiones, puesto que las palabras significan dentro del contexto cultural en el que son pro.
De otro modo, se incurre en lo que alguien llamó con acierto una traición semántica[7], que acaba haciendo inútil y aun contradictorio el recurso a procedimientos hermenéuticos, artificios oratorios o refinamientos teológicos, para lograr una significatividad actual, pretendiendo al mismo tiempo conservar palabras y expresiones que son deudoras del contexto anterior. Como en esos diques cuya estructura ha cedido ya a la presión de la riada, los muros de contención y los remedios provisionales son incapaces de contener la hemorragia de sentido provocada por las numerosas y crecientes rupturas del contexto tradicional. O se renueva la estructura, o el resultado sólo puede ser el desbordamiento y la catástrofe.
Como queda dicho, será lamentable que, por culpa de ciertas exageraciones por parte de Bultmann y de ciertos alambicamientos teológicos de muchos críticos, se descuidase su grito de alerta. Piénsese que, por mucho que lo diga el libro de Josué, ninguno de nosotros es capaz de creer que el sol se mueve alrededor de la tierra; y si a nuestro lado alguien se cae al suelo por un ataque epiléptico, no podemos creer que la causa fue un demonio, aunque que así se pensase en tiempo de Jesús, o, mejor, aunque así lo dijese culturalmente por supuesto el mismo Jesús.
Afirmar esto no implica de ningún modo negar el contenido religioso ni el valor simbolice (Bultmann hablaba de significado existencial) de esas narraciones. Lo que se cuestiona no es el significado, sino la aptitud de aquellas expresiones para vehicularlo en el nuevo contexto.
Digámoslo con un ejemplo concreto: la creación del ser humano en el capítulo 2 del Génesis sigue conservando todo su valor religioso y toda su fuerza existencial para una lectura que trate de ver ahí la relación única, íntima y amorosa de Dios con el hombre y la mujer, a diferencia de la que mantiene con las demás criaturas. Pero para verlo así, resulta indispensable traspasar la letra de las expresiones. Por el contrario, si nos mantenemos en querer leer en esos textos, de evidente carácter mítico, una explicación científica del funcionamiento real del proceso evolutivo de la vida, todo se convierte en un puro disparate [8]. De hecho, sabemos muy bien que durante casi un siglo, en este caso concreto, la fidelidad a la letra se convirtió en una terrible fábrica de ateísmo, haciendo verdad la advertencia paulina de que la letra mata, mientras que el Espíritu vivifica (2 Cor 3,6).
2. La Modernidad como cambio de paradigma cultural
Pero reducir el problema a la desmitologización será minimizarlo, porque su necesidad se enmarca en el proceso ms amplio y profundo de cambio de paradigma cultural, que, afectando al conjunto de la cultura, modifica profundamente la función del lenguaje. Resulta obvio que eso lleva consigo la urgencia de una remodelación y una retraducción del conjunto de conceptos y expresiones en que culturalmente se encarna la fe.
2.1 La hondura y la transcendencia de la mutación cultural
La afirmación es grave y comprometida. No cabe desconocer que tomarla en serio implica para el cristianismo una reconfiguración profunda muchas veces incómoda e incluso dolorosa de los hábitos mentales, de los usos linguísticos y de las pautas piadosas. Basta pensar en un dato simple y evidente: la inmensa mayora de los conceptos y buena parte de las expresiones en que nos llega verbalizada la fe en la piedad y en liturgia, en la predicación y en la teología pertenecen al contexto cultural anterior a la Ilustración. Tienen por tanto sus raíces vitales en el mundo bíblico, fueron reconfiguradas culturalmente durante los cinco o seis primeros siglos de nuestra era, y recibieron su formulación más estable a lo largo de la Edad Media. Posteriormente hubo, desde luego, actualizaciones; pero sobre todo en el catolicismo, por su mayor control magisterial tuvieron por lo general un marcado carácter restauracionista (neo-escolástica barroca y decimonónica, neo-tomismo y reacción antimodernista). Leer más…
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