Cada época trae consigo nuevos predicados, nuevas formas, nuevos paradigmas en los cuales se dice la realidad que nos acontece. Esta constante brota de la capacidad inagotable de futuro que habita en el interior del ser humano. La persona que está en el mundo tiene una fuerza que lo impulsa siempre hacia adelante, esta realidad está inscrita en su biología desde siempre. Somos esencialmente en evolución y Dios no escapa a este dinamismo.
Todavía resulta escandaloso atrevernos a mirar el pesebre. Las formas pintorescas en las que son exhibidos hoy, resultan siendo una apología al arte y no un referente de capacidad inagotable de sentido capaz de arropar al ser humano. El pesebre se volvió competencia abandonando su fuerza creadora de kénosis. En este entramado de posibilidades, una pregunta resulta más exigente para dar forma y respuesta a una deuda pendiente que los cristianos tenemos en el siglo XXI: ¿Qué decimos cuando decimos Dios? De la respuesta a la pregunta se vivirá a Dios como una opción de profundo sentido y libertad o una carga insoportable gestada en las defensas rancias y anacrónicas de los supuestos defensores de la verdad
Hemos volcado sobre Dios todo, menos la auténtica experiencia liberadora de Jesús (Cfr. Jn 10,10). Hemos puesto por encima estructuras, dogmas, poderes, interpretaciones amañadas, anacronismos obsoletos y nostálgicos, etc. Por estas y otras muchas razones, Dios resulta siendo insoportable, incomprensible, recalcitrante, todo lo antihumano. Volvimos a Dios un monstruo, producto de nuestras torpes proyecciones (Cfr. Mt 12, 1-8).
¿Será que lo que yo creo de Dios está en sintonía con la experiencia del Evangelio? ¿El Dios en quien creo es producto de mi frágil proyección o es de verdad la experiencia portadora de sentido de Jesús? ¿Lo que sabemos y hemos construido de Dios será más bien mis pretensiones egoístas y las de otros? Desde este ángulo, Freud tenía razón: “Dios no es más que una proyección infantil”. Cargamos a Dios de tantas palabras, forzamos tanto su demostración, nos atrincheramos ante el mundo creyendo que eran ellos los equivocados, que terminamos matando nosotros mismos la experiencia de lo divino en los demás.
La Navidad es don, pues a través de ella podemos de nuevo volver a repensar todo, renunciando al absolutismo teológico-dogmático que sigue prolongando en esta hora de la historia formas y esquemas anticuados. En Navidad Dios puede volver a decirse Él mismo, en sus coordenadas, en su autenticidad, en su salida inagotable de sí mismo al ser humano (Cfr. Éx 3, 7-9; Flp 2, 6-7). Navidad no es algo distinto a Dios, al Dios de Jesús que acontece desde el interior del ser humano hacia el otro, cualquier otro (Cfr. Evangelii Gaudium, #11).
El pesebre conmueve y escandaliza. El encorvamiento sobre nosotros, y desde el cual proyectamos falsamente a Dios, se cae a pedazos al ver que Él se ha humanizado hasta el extremo (Cfr. Jn 1,14). Su opción jamás ha sido la jerarquía, los títulos honoríficos, los puestos de poder, todo ello signo de una Iglesia en decadencia que sigue ahogando la experiencia de abajamiento (Cfr. Mateo 20,25). La opción radical de Dios ha sido todo lo humano, la Encarnación, la Kénosis. En Dios palpita la humanización del hombre que desea configurarse sin límite en esta hora de la historia.
La única oportunidad que tenemos para ser verdaderamente humanos es matar a Dios, sin miedo, sin escrúpulos. Matar al Dios que nos alimentaron y en el que nos obligaron a creer. El único que puede hacer eso en nosotros es Dios mismo, más aún, ya lo hizo. La Encarnación rompe con nuestras lógicas proyectivas y nos lanza a un nuevo horizonte de humanización que nos ubica en el mundo, y desde el mundo, saber que la Encarnación nos devuelve la mirada profundamente humana, nos impulsa a ir al interior, nos llama desde lo que somos a descubrir una presencia que nos habita y trasciende (Cfr. 1 Juan 1, 1-4).
En Navidad descubrimos que el Dios de los cristianos no es una fuerza que está más allá del cosmos, en las alturas insondables del cielo donde el ser humano apenas puede dar una mirada sin más. El Dios de los cristianos no es un fugitivo que después de la creación se desentendió de su obra y mira pasivamente lo que ocurre en ella. El Dios de los cristianos no es un sordo indiferente que escucha de vez en cuando las súplicas de sus hijos para dar alguna respuesta. El Dios de los cristianos es existencia concreta, realidad dada y acontecida que hace historia en plural; es la Vida misma que corre por nuestras venas, de esta manera, “Dios se ha hecho hombre en Jesús: él se ha expresado en este hombre y en este hombre se ha ligado para siempre a la humanidad” (Anselm Grün – La fe de los cristianos, 2007).
Ante las falaces y distorsionadas comprensiones del ser humano que se dan en nuestro tiempo, el Dios de los cristianos acontece como respuesta desde las entrañas del mundo (Cfr. Juan 1, 1-18). Humanándose hasta el extremo da su respuesta, aleja de sí el fatalismo apologético que encierra en conceptos la vida y abre para nosotros el hecho vital dinámico como don en gasto. El Dios de la Navidad, que es el Abbá de Jesús, se autodona en la historia y en la realidad, escenarios estrechamente humanos y desde los cuales podemos entenderlo de manera siempre nueva.
La claridad del acontecimiento Encarnacionista permite reelaborar la imagen de Dios desde nuestro ser, nos obliga a abandonar los sueños idílicos e infantiles de ser dioses y nos permite resituarnos en la historia como lugar teológico por excelencia. Dios y el hombre se reconocen, ambos acontecen. En el don del uno para el otro quedan transformados, afectados hondamente hasta el punto que ya no serán los mismos, de esta manera, el misterio de la encarnación es central, de manera que, desde ese misterio insondable, Dios empieza a ser para nosotros diferente. Porque, en la encarnación, Dios se funde y se confunde con lo humano. Hasta el punto de que ya no es posible ni entender, ni acceder a Dios, prescindiendo de lo humano y, menos aún, entrando en conflicto con lo humano, con todo lo que es verdaderamente humano y, por tanto, con todo lo que nos hace felices a los humanos, nos realiza, nos perfecciona y nos hace gozar y disfrutar de la vida humana en toda su amplitud y hermosura (José María Castillo – La humanización de Dios, 2005).
En una realidad desencantada por todo lo humano, con ansias desenfrenadas de superar lo humano, Dios quiere ser el más humano de todos. La carne, la nuestra, la que nos cubre, es poesía exquisita de Dios para este momento histórico. El misterio que encierra la palabra Dios, usada y abusada a lo largo del tiempo, se va aclarando en la medida que seamos conscientes que Él nos habita, que está dentro. La Encarnación es escándalo para quienes escrupulosamente desean abandonar su condición y volverse dioses, nada más anticristiano, pero al mismo tiempo es la única alternativa para volver a reconfigurar desde la experiencia de Jesús el rostro humano de Dios para todos. En Navidad Dios dejó de ser lo que pensamos y proyectamos, en Navidad Dios mató a Dios y empezó a palpitar en nosotros el Misterio de su presencia para siempre.
Fuente Religión Digital
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