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“Deificación de la Iglesia, una cripto-herejía histórica”, por Marco A. Velásquez.

Miércoles, 27 de septiembre de 2017
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En esta fotografía proporcionada por el periódico del Vaticano L'Osservatore Romano, el papa Francisco celebra su primera misa como pontífice con los cardenales, en la Capilla Sixtina del Vaticano, el jueves 14 de marzo de 2013. (Foto AP/L'Osservatore Romano, ho) Hacer divino lo que no lo es

“Hoy, nuevamente, urge una reforma radical de la Iglesia”

Igualmente, si Dios es todopoderoso, la Iglesia, como celosa custodia de lo divino, debe ser poderosa como el mismo Dios. Esta pretensión humana la ha llevado a recorrer los caminos más sombríos de la historia

Deificación es una palabra de origen latino (deificatio – onis), que expresa el conjunto de acciones que inducen a hacer divino aquello que no lo es. En consecuencia, la deificación es objetivamente una herejía, porque atribuye a la naturaleza humana lo que es propio de Dios.

En el mundo de las herejías, están las que son abiertamente declaradas y combatidas, así como aquellas que no llegan a expresarse ni en la palabra ni en el pensamiento explícito y consciente, sino que están ahí, escondidas y agazapadas, en el plano de la comprensión vital, arraigándose en la creencia popular.

Éstas son las que Karl Rahner denominó como cripto-herejías. Entre ellas incluyó a la papolatría, para expresar esa divinización de la que ha sido objeto el papado; una idolatría ancestral que, en parte, ha sido derribada en años recientes, gracias al testimonio de humildad del papa Francisco.

Las cripto-herejías, a diferencia de aquellas abiertas y declaradas, han logrado cruzar el umbral de la razón, instalándose en una feligresía clericalizada, desprovista de autonomía y de formación.

En su génesis, hay una lógica deductiva que extrapola aquello que es propio de la naturaleza divina, para endosarlo a ciertas realidades terrenales, particularmente a lo eclesial. Estas desviaciones han experimentado una progresiva asimilación cultural en el devenir histórico, posicionándose en el inconciente colectivo, donde quedan blindadas frente a la corrosión natural que impone la evolución del pensamiento crítico. Sin contrapeso teológico, han sido fundamentales para sostener el andamiaje de la cristiandad, consolidando el poder religioso institucional. De ahí que no sean desmentidas ni corregidas.

Una de las frases más utilizada es referida a la santa Iglesia. Es una verdadera jaculatoria que invade todo el quehacer eclesial, desde El Credo hasta la liturgia, pasando por la pastoral. En rigor, se trata de un abuso lingüístico que el Catecismo ha querido precisar, reconociendo que la santidad le viene no por sus méritos, sino por ese vínculo esponsal con su fundador, Jesucristo.

Sin embargo, omite que Jesús no fundó una estructura institucional, sino que puso a Pedro a la cabeza de la ecclesía, que es la asamblea que congrega a sus seguidores. En la práctica, la realidad ha terminado derribando cualquier intento de sacralización de una institución que lleva la impronta de la virtud y de la debilidad humana y, que en su mejor expresión, está llamada a ser anticipo del Reino, en cuanto testimonie las virtudes de la vida cristiana.

maria_comunidaddiscipulos-maximino-cerezoAsí también, si el Hijo de Dios es la Verdad, entonces la Iglesia se atribuye esa obligación de establecer la verdad en el mundo. Nada más pretencioso que aquello, en cuanto la verdad es una búsqueda inacabada de la condición humana, donde las ciencias y las más variadas disciplinas, que actúan en el campo del saber, aspiran a perfeccionar la comprensión de esa realidad donde la verdad aparece como oculta, incluso bajo la forma de misterio. Esa vanidosa pretensión de ser portadora de la verdad, ha convertido a la Iglesia en una suerte de ghetto espiritual, porque, abandonando el carisma de la inclusión, se ha vuelto rigurosamente excluyente; condición que le ha impedido alcanzar la plenitud de su misión apostólica.

También, si Dios es justo, entonces la Iglesia se arroga la condición justiciera de la conducta humana. Es en este campo donde la Iglesia ha desviado su misión esencial de evangelizar, estrellándose frontalmente con la cultura. Ello, porque persiste en su afán de subordinar la Ley civil al mandato divino, en materia de convivencia social.

Prueba de ello es que, en el mundo occidental, la Iglesia no se ha resignado a asumir la independencia que el Estado supone de lo religioso. Esto es notorio en la era de la post-cristiandad, donde la tarea evangelizadora ya no se sostiene desde la comodidad que le garantizaba la acción coercitiva del miedo a la Ley. Ese afán eclesial de normar la conducta humana, desde la Ley civil, ha sido una poderosa causa de la desconfianza que la Iglesia despierta en el amplio espectro de la sociedad occidental.

Siguiendo la lógica tomista, si Dios es inmutable, entonces se deduce que la Iglesia también debe serlo. De ahí ese miedo intrínseco al cambio que compromete a todo lo eclesial. Así, nada es tan amenazante en la Iglesia como el cambio, terreno donde ésta despliega toda su energía vital para resistir cualquier intento de evolución y transformación. Prueba de ello, es que uno de los momentos de mayor esplendor eclesial, por su apertura a los signos de los tiempos, fuera ese aggiornamento que significó el Concilio Vaticano II, proceso que luego de una breve primavera entró en un severo invierno eclesial, involucionando todo signo de apertura y de inculturación.

Igualmente, si Dios es todopoderoso, la Iglesia, como celosa custodia de lo divino, debe ser poderosa como el mismo Dios. Esta pretensión humana la ha llevado a recorrer los caminos más sombríos de la historia. Así, se institucionalizó el fundamento de la cristiandad, en cuyo acontecer se fue concibiendo a la Iglesia como el poder de Dios presente en el mundo. Tras esa viciada concepción, la Iglesia llegó a autocomprenderse como una societas perfecta, que desde el papa hasta el último laico pecador, estableció toda una estructura jerárquica y de santidad que perdura en el inconciente colectivo de muchos creyentes. Lamentablemente, esta concepción expuso a la Iglesia al juicio de la responsabilidad histórica de muchas aberraciones.

En la raíz de cada una de estas desviaciones hay el atisbo positivo de la perfección cristiana, sin embargo, los hechos demuestran que también está presente ese afán de sustentar la supremacía de la Iglesia como institución humana. Y curiosamente, así como la institución se arroga ciertas virtudes divinas que garantizan superioridad, aquellas otras virtudes divinas que expresan la kénosis del Hijo de Dios, como la misericordia, la ternura y el servicio, entre otras, no forman parte de ese abanico de virtudes eclesiales que debiera testimoniar la Iglesia de cara a la sociedad.

En resumen, en este largo proceso de deificación, la Iglesia asimiló aquellas virtudes que resaltan la grandeza innegable de Dios, pero no asimiló aquellas virtudes divinasque precisamente expresan la dimensión del amor divino y el abajamiento de Dios.

pontifice-angelo-sodano-vaticano-sixtina_lrzima20130312_0040_4Cuando han transcurrido 500 años de la Reforma, es posible identificar a este proceso de deificación de la Iglesia como la principal causa de la severa crisis que experimenta la institución eclesial en la era de la post cristiandad. Porque, una Iglesia que se arroga el mérito de la santidad, de la verdad, de la justicia, de la inmutabilidad y del poder, se hace acreedora de una justificada desconfianza social. En cambio, una Iglesia servidora y misericordiosa se convierte en signo anticipado de ese Reino que predica, haciéndose respetable, creíble y querida. No pocos cristianos son testigos de esta última dimensión eclesial que pone en evidencia lo más genuino del Evangelio.

Hoy, nuevamente urge una reforma radical de la Iglesia, pero no una reforma de las estructuras, que apuntan a cambios cosméticos y a fortalecer el andamiaje de poder; la gran reforma que la Iglesia necesita debe remover esas cripto-herejías que anclan a toda la institucionalidad a un pasado oscuro y sombrío, que lejos de ser reconocida como prójimo por los hijos e hijas de Dios, expresa una idea distorsionada de la dimensión más cercana de las virtudes sociales de Dios.

Marco A. Velásquez

26 de agosto de 2017

Fuente Religión Digital

Cristianismo (Iglesias), Espiritualidad , , , ,

Yo, Ignacio de Loyola…

Lunes, 31 de julio de 2017
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Ignacio-Loyola-61“Yo, Ignacio de Loyola, pretendo en estas líneas decir algo acerca de mí y de la tarea de los jesuitas de hoy, supuesto que aún hoy sigan sintiéndose comprometidos con aquel espíritu que en otro tiempo determinó, en mí y en mis primeros compañeros, los comienzos de esta orden.

Ya sabes que, tal como entonces lo expresaba, mi deseo era «ayudar a las almas», es decir, comunicar a los hombres algo acerca de Dios y de su gracia, de Jesucristo crucificado y resucitado, que les hiciera recuperar su libertad integrándola dentro de la libertad de Dios. Yo deseaba expresarlo tal como siempre se había expresado en la Iglesia, y realmente creía (y era una creencia cierta) que eso tan antiguo podía yo decirlo de una manera nueva. ¿Por qué? Porque estaba convencido de que, primero de un modo incipiente durante mi enfermedad de Loyola y luego de manera decisiva durante mis días de soledad en Manresa, me había encontrado directamente con Dios. Y debía participara los demás, en la medida de lo posible, dicha experiencia.

Cuando afirmo haber tenido una experiencia inmediata de Dios, lo único que digo es que experimenté a Dios, al innombrable e insondable, al silencioso y, sin embargo, cercano. Experimenté a Dios, también y sobre todo, más allá de toda imaginación plástica. A El que, cuando por su propia iniciativa se aproxima por la gracia, no puede ser confundido con ninguna otra cosa.

Semejante convicción puede sonar como algo muy ingenuo, pero en el fondo se trato de algo tremendo. Yo había encontrado realmente a Dios, al Dios vivo y verdadero, al Dios que merece ese nombre superior a cualquier otro nombre.

Pero, por de pronto, repito que me he encontrado con Dios, que he experimentado al mismo Dios. Dios mismo. Era Dios mismo a quien yo experimenté; no palabras humanas sobre El. Dios y la sorprendente libertad que le caracteriza. Lo que digo es que sucedió así.

Una cosa sigue en pie: que Dios puede y quiere tratar de modo directo con su criatura; que el ser humano puede realmente experimentar cómo tal cosa sucede; que puede captar el soberano designio de la libertad de Dios sobre su vida.

¿Se trata de algo nuevo o de algo viejo? ¿Es algo obvio o resulta sorprendente? ¿Se trata de algo que haya que relegar a un segundo plano en la Iglesia de hoy y de mañana, debido a que el hombre ya casi no soporta la callada soledad ante Dios y trata de refugiarse en una especie de colectividad eclesial, cuando en realidad dicha colectividad ha de edificarse sobre la base de hombres y mujeres espirituales que hayan tenido un encuentro directo con Dios, y no sobre la base de quienes, a fin de cuentas, utilizan a la Iglesia para evitar tener que vérselas con Dios y su libre incomprensibilidad?

Una cosa, sin embargo, sigue siendo cierta: que el ser humano puede experimentar personalmente a Dios.

El verdadero precio que hay que pagar por la experiencia a la que me refiero es el precio del corazón que se entrega con creyente esperanza al amor del prójimo

*

Karl. Rahner,
Palabras de Ignacio de Loyola a un jesuíta de hoy,
Sal Terrae, Santander 1978; pp. 4-8.

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“¿Dios, es decir, la Conciencia? “, por Gonzalo Haya.

Miércoles, 12 de julio de 2017
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sanacionEs conocida la expresión del gran místico alemán Eckhart “Dios, es decir, la naturaleza” (Deus sive natura); pues bien, me pregunto si podríamos decir “Dios, es decir, la Conciencia”. Veamos cómo.

Reconocemos que Dios es “indecible”, pero la Humanidad le ha atribuido muchos nombres, y la misma Biblia ha empleado varios. Algunos, invocando a Wittgenstein, dicen que entonces sería mejor no decir nada sobre él; pero no hablar de una persona lleva al olvido y a prescindir de ella. Además el joven enamorado escribe el nombre de la amada en todos los árboles del barrio, y el poeta, que no acaba de acertar con la palabra, no renuncia a reelaborar el poema.

Jesús concentró su experiencia de Dios con el término “Padre”, especialmente en el padrenuestro y en la parábola del hijo pródigo. Ciertamente la imagen de Dios como Padre es la más entrañable y significativa para un cristiano pero hoy, por los sentimientos que expresa, muchos la corrigen y la traducen como padre-madre.

Otro término empleado por Jesús para referirse a Dios fue el de “Espíritu”; el que él recibió y el que comunicó a sus discípulos. Creo que presentar a Dios como Espíritu es más apropiado con nuestra cultura actual, porque la imagen de Dios como Padre nos sugiere una dualidad, incluso una distancia: “que estás en los cielos”.

La imagen de Dios como Espíritu me parece preferible porque no implica dos individualidades -Dios y nosotros- sino una energía que nos constituye a todos los hombres (y a la naturaleza de Eckhart).

Nosotros no somos algo separable de Dios, porque él constituye el fundamento de nuestro ser. Sin él no existiríamos. Pensamos en Dios y el mundo como dos seres, pero no se trata de dos seres en sentido unívoco, sino de dos entidades en sentido muy, muy, muy distinto; (sentido análogo según santo Tomás de Aquino). Dios no es una entidad individual, es una entidad relacional; personal, pero no individual o separada de todo lo demás. El lenguaje conceptual sobre Dios nunca es adecuado, porque no es unívoco. Al afirmar algo sobre Dios, tenemos siempre que añadir “pero no es así”.

El lenguaje sobre Dios tiene que contentarse con ser simbólico ¿Podríamos decir, en términos de la física cuántica, que Dios sería como la onda y nosotros como el corpúsculo? La experiencia de los místicos, sufí, cristiana y universal, tiende a la identificación del hombre con Dios, “la ola es el mar” (Willigis Jäger). Nuestros místicos, ¡en tiempos de Inquisición!, hablaron de “matrimonio espiritual”, pero según la misma Escritura “serán dos en una sola carne”.

La conciencia como experiencia de Dios

Se atribuye al reconocido teólogo jesuita Karl Rahner la predicción de que “el cristiano del siglo XXI sería místico o no sería”, que la fe sería experiencia de Dios o se perderíaYo, cristiano del siglo XXI, no me atrevo a decir que haya tenido alguna experiencia de Dios; sin embargo creo que puedo afirmar -todos, más o menos, podemos afirmar- que hemos tenido alguna experiencia de algo trascendente.

He tenido experiencia de la injusticia de que muchos sufren hambre, enfermedades, humillaciones, muerte, o torturas, por la ambición y la soberbia de unos pocos; y he sentido un deber, superior a mis intereses personales (¿imperativo categórico?), de hacer algo por restablecer la justicia y la dignidad de esas personas. Todas las religiones, igual que los que se declaran ateos, sintetizan su experiencia ética en la “Regla de oro”: “trata a los demás como deseas que te traten a ti”.

La conciencia ética es un signo de la presencia del Espíritu, de la presencia de la energía de Dios (dýnamis tou Theou). Esta idea quizás nos choque porque cambia el esquema en blanco y negro que tenemos sobre gracia santificante y pecado. Sin embargo este esquema de presencia de Dios más o menos intensa, más o menos manifiesta, parece más acorde con la alabanza de Jesús a aquel letrado, “no estás lejos del “Reino de Dios” (Mc 12,34); y más acorde con el ambiguo diálogo sobre el camello y el ojo de la aguja y sobre quiénes se salvan (Mc 10,23-27); y claramente más acorde con la parábola del juicio final: “porque tuve hambre y me disteis de comer” (Mt 25,31-46).

Según Lucas, los primeros diáconos fueron elegidos entre “hombres llenos de Espíritu y de sabiduría” (Hch 6,3) y entre ellos estaba Esteban “hombre lleno de fe y de Espíritu Santo” (Hch 6,5); tanto la fe como la sabiduría eran las cualidades en las que se manifestaba el Espíritu. Igualmente en nosotros, la conciencia de la justicia o injusticia es la señal en que se manifiesta la presencia del Espíritu. Dios, el Espíritu, está presente en mí y se manifiesta como conciencia. Esta conciencia es algo que está en mí, en ti, y en todos; en Caín y en Teresa de Calcuta; en Confucio y en la Revolución francesa; algo que nos penetra y que nos desborda; algo individual pero común a todos, y cuya superioridad respetuosamente nos obliga.

La experiencia ética es la única experiencia de Dios que yo puedo alegar. Sé que esta experiencia ha sido posible porque en determinados momentos se han activado ciertos circuitos neuronales; sin esta activación no habría sentido ni la injusticia ni mi obligación, pero no creo que estos circuitos neuronales puedan obligar a nadie a renunciar a sus intereses en beneficio de otros. Creo que el amor, la justicia, la dignidad humana, son algo más que procesos físico-químícos. “La poesía es más que la tinta con que está escrita”.

Si la conciencia ética es un signo de la presencia de Dios, tendría sentido decir que uno de los nombres de Dios podría ser la Conciencia. Juan no duda en afirmar que Dios es amor. ¿Sería erróneo afirmar, en lenguaje simbólico, que Dios es la Conciencia universal? Es verdad que, como siempre, habría que añadir “pero tampoco es así”, o como reconocía el concilio Lateranense IV “lo que hemos dicho aquí sobre Dios tiene más de erróneo que de acertado”.

Los muchos nombres de Dios son destellos de su realidad inabarcable y, al mismo tiempo, expresiones de nuestras ansias por contemplarlas.

Algunos pensarán que he manipulado conceptos y metáforas para “salirme con la mía”. Puede ser, pero “la mía” es que tengo amigos que se declaran ateos o agnósticos y que me han enseñado mucho. Esos ateos son éticamente honrados (que no es poco) y han asumido un claro compromiso social, y creo que es justo reconocer:

“Ernesto (nombre ficticio), que se proclama ateo,
es un hombre lleno de Dios y de conciencia ética”.

Gonzalo Haya

Fuente Fe Adulta

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“Vivir a Dios desde dentro”. 4 de junio de 2017. Pentecostés (A). Juan 20, 19-23.

Domingo, 4 de junio de 2017
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resucitoHace algunos años, el gran teólogo alemán, Karl Rahner, se atrevía a afirmar que el principal y más urgente problema de la Iglesia de nuestros tiempos es su “mediocridad espiritual”. Estas eran sus palabras: el verdadero problema de la Iglesia es “seguir tirando con una resignación y un tedio cada vez mayores por los caminos habituales de una mediocridad espiritual”.

El problema no ha hecho sino agravarse estas últimas décadas. De poco han servido los intentos de reforzar las instituciones, salvaguardar la liturgia o vigilar la ortodoxia. En el corazón de muchos cristianos se está apagando la experiencia interior de Dios.

La sociedad moderna ha apostado por “lo exterior”. Todo nos invita a vivir desde fuera. Todo nos presiona para movernos con prisa, sin apenas detenernos en nada ni en nadie. La paz ya no encuentra resquicios para penetrar hasta nuestro corazón. Vivimos casi siempre en la corteza de la vida. Se nos está olvidando lo que es saborear la vida desde dentro. Para ser humana, a nuestra vida le falta una dimensión esencial: la interioridad.

Es triste observar que tampoco en las comunidades cristianas sabemos cuidar y promover la vida interior. Muchos no saben lo que es el silencio del corazón, no se enseña a vivir la fe desde dentro. Privados de experiencia interior, sobrevivimos olvidando nuestra alma: escuchando palabras con los oídos y pronunciando oraciones con los labios, mientras nuestro corazón está ausente.

En la Iglesia se habla mucho de Dios, pero, ¿dónde y cuándo escuchamos los creyentes la presencia callada de Dios en lo más hondo del corazón? ¿Dónde y cuándo acogemos el Espíritu del Resucitado en nuestro interior? ¿ Cuándo vivimos en comunión con el Misterio de Dios desde dentro?

Acoger al Espíritu de Dios quiere decir dejar de hablar solo con un Dios al que casi siempre colocamos lejos y fuera de nosotros, y aprender a escucharlo en el silencio del corazón. Dejar de pensar a Dios solo con la cabeza, y aprender a percibirlo en los más íntimo de nuestro ser.

Esta experiencia interior de Dios, real y concreta, transforma nuestra fe. Uno se sorprende de cómo ha podido vivir sin descubrirla antes. Ahora sabe por qué es posible creer incluso en una cultura secularizada. Ahora conoce una alegría interior nueva y diferente. Me parece muy difícil mantener por mucho tiempo la fe en Dios en medio de la agitación y frivolidad de la vida moderna, sin conocer, aunque sea de manera humilde y sencilla, alguna experiencia interior del Misterio de Dios.

José Antonio Pagola

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Mística

Martes, 2 de mayo de 2017
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mistica-y-antropologiaLa palabra mística ha vuelto a utilizarse, manifestando con ello lo que ahora se ha dado en llamar una tendenci No es que el término hubiera desaparecido pero se usaba únicamente para referirse a las experiencias de los grandes contemplativos del cristianismo o de otras religiones. Hoy, al menos en ciertos medios, es una palabra de uso común para caracterizar un componente esencial de una existencia cristiana.

Es lo que anticipó la frase de Karl Rahner, ya convertida en tópico, según la cual el cristiano del siglo XXI sería un místico o no sería.

El teólogo alemán insistió repetidamente en sus obras en el hecho de que, frente a la concepción del teísmo corriente, Dios es el misterio absoluto. Dios habita en una luz inaccesible, ningún ojo humano lo ha visto ni lo puede ver.

Y ¿cuál deberá ser, pues, nuestra actitud ante ese Dios misterio? Teilhard de Chardin lo expresaba de esta manera: “Perderse en el Insondable, sumergirse en el Inagotable, pacificarse en el Incorruptible, absorberse en la inmensidad indefinida (…) darse a fondo a Aquel que no tiene fondo”.

Es ya bien conocido que la última frase del Tractatus de Wittgenstein asevera que “de lo que no se puede hablar hay que callarse”. Pero precisamente eso de lo que, según el filósofo austriaco, no puede hablarse es lo “místico”.

Parece, pues, cada vez más claro que la religión es un instrumento para ayudar a hacer la experiencia de ese Dios insondable y de la entrega a Él sin reservas. Y, en consecuencia, la catequesis debería ser sobre todo una iniciación a la experiencia mística.

Lo decía el mismo Rahner, hablando de la piedad del futuro: “la iniciación debe darnos una verdadera ´imagen de Dios`, a partir de la experiencia de que Dios es el incomprensible, de que su incomprensibilidad crece cuanto mejor se le comprende, cuanto más se acerca a nosotros su amor, que solo se convierte en nuestra felicidad cuando se le adora y se le ama incondicionadamente. Pero tampoco basta un Dios lejano: Dios no es lo contrapuesto a la cercanía del mundo, sino que está por encima de estas contraposiciones. Esta iniciación nos debe enseñar a estar cerca de Dios, a llamarle ´Tú`, a penetrar en su misterio, a no tener miedo de perderlo mientras invocamos su nombre, porque Dios no está fuera de nosotros. Finalmente esta iniciación debe mostrarnos cómo Jesús de Nazaret, el Crucificado y Resucitado, forma parte de ella misma”.

Es que, si en esa invocación a la mística el cristianismo coincide con otras religiones, a continuación juega con una dialéctica en la que a Dios, a quien nadie ha visto, lo hemos contemplado en Jesús. El Dios innombrable es nuestro Padre y lo que es invisible e intangible lo hemos visto con nuestros ojos y tocado con nuestras manos.

Detrás de lo que acaba de decirse está mi convencimiento de que sólo puede llegar a Jesús quien se ha adentrado en ese camino de la mística. El mismo se quejaba de los que “tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen” es que estaba convencido de que sólo podrían hacerlo los adoradores en espíritu y en verdad.

Sin ese acceso desde la mística, muchos verán a Jesús únicamente como un predicador del amor a los demás, una conclusión a la que veo con sorpresa que llegan ahora algunos cristianos veteranos. Pero ciertamente no es difícil acabar en esa reducción que elimina o seculariza frases y afirmaciones de Jesús o sus discípulos. ¿Cómo, si no es desde una experiencia profunda, puede afirmarse algo que parece desmentido por la realidad, que “todas las cosas colaboran para el bien de los que aman a Dios”? Lo mismo ocurre con la argumentación de Pablo sobre la cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles pero para los creyentes poder de Dios y sabiduría de Dios.

Parece que la mística se abre camino. Como decía Thomas Merton: “Quizá sea muy importante, en nuestra época de violencia e intranquilidad, redescubrir la meditación, el rezo intuitivo, íntimo y silencioso, el silencio creativo cristiano”.

Carlos F. Barberá

Fuente Atrio

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Los Juegos Olímpicos: metáfora de la humanidad humanizada

Viernes, 19 de agosto de 2016
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antorcha-olimpicaLeído en Koinonia:

(Leonardo Boff, en Koinonía).- Desde el día 5 de este mes de agosto Río de Janeiro es la sede de los Juegos Olímpicos de 2016. Se ha creado una inmensa infraestructura de arenas, estadios, nuevas avenidas y túneles que dejarán un legado inolvidable a la población carioca.

La apertura y la clausura son ocasión de grandes celebraciones, en las cuales el país que hospeda intenta mostrar lo mejor de su arte y singularidad. La apertura esta vez fue de un esplendor inigualable, a semejanza de los grandes desfiles de las escuelas de samba. Los efectos de luces y de imágenes proyectadas en pantallas enormes creaban una atmósfera de mágica y casi surrealista, provocando en muchos lágrimas de emoción.

El momento principal fue el desfile de las delegaciones de 206 países, un número mayor que el de los países representados en la ONU, que son 193. Cada delegación desfilaba con trajes típicos de sus pueblos, destacándose por sus colores vistosos y elegantes, los trajes africanos y asiáticos.

Sabemos que en todas las relaciones sociales e internacionales subyacen intereses y maniobras de poder. Pero aquí, en los Juegos Olímpicos, si existieron, fueron prácticamente invisibles. Predominaba el espíritu deportivo y olímpico por encima de las diferencias nacionales, ideológicas y religiosas. Aquí todos estaban representados, hasta un grupo, muy aplaudido, de refugiados que hoy inundan especialmente Europa.

Tal vez este evento sea uno de los pocos espacios en los cuales la humanidad se encuentra consigo misma, como una única familia, anticipando una humanización siempre buscada pero nunca definitivamente mantenida porque todavía no hemos avanzado en la conciencia de que somos una especie, la humana, y tenemos un único destino común junto con nuestra Casa Común, la Tierra.

Este tal vez sea el mensaje simbólico más importante que un evento como este envía a todos los pueblos. Más allá de los conflictos, diferencias y problemas de todo tipo, podemos vivir anticipadamente y, por un momento, la humanidad que finalmente se humanizó y encontró su ritmo en consonancia con el ritmo del propio universo. Este es uno y complejo, hecho de redes incontables de relaciones de todos con todos, constituyendo un cosmos en cosmogénesis, gestándose continuamente a medida que se expande y se complejiza. A este ritmo no escapa tampoco la humanidad.

 

Los Juegos Olímpicos nos invitan a reflexionar sobre la importancia antropológica y social del juego. No pienso aquí en el juego que se volvió profesión y gran comercio internacional como el fútbol, el baloncesto y otros, que son más bien deportes que juegos. El juego, como dimensión humana, se revela mejor en los medios populares, en la calle o en la playa o en algún espacio con hierba o con arena. Este tipo de juego no tiene ninguna finalidad práctica, pero lleva en sí mismo un profundo sentido como expresión de alegría de divertirse juntos.

En los Juegos Olímpicos impera otra lógica, diferente de la cotidiana de nuestra cultura capitalista, cuyo eje articulador es la competición excluyente: el más fuerte triunfa y, en el mercado, si puede, se come a su concurrente. Aquí hay competición, pero es incluyente, pues participan todos. La competición es para el mejor, apreciando y respetando las cualidades y el virtuosismo del otro.

La tradición cristiana desarrolló toda una reflexión sobre el significado transcendente del juego. Quiero concentrarme un poco sobre ella. Las dos Iglesias hermanas, la latina y la griega, se refieren al Deus ludens, al homo ludens e incluso a la ecclesia ludens (Dios, el hombre y la Iglesia lúdicos).

Veían la creación como un gran juego de Dios lúdico: hacia un lado lanzó las estrellas, hacia otro el sol, más abajo puso los planetas y con cariño colocó la Tierra, equidistante del Sol, para que pudiese tener vida. La creación expresa la alegría desbordante de Dios, una especie de teatro en el cual desfilan todos los seres y muestran su belleza y grandeur. Se hablaba entonces de la creación como un theatrum gloriae Dei (un teatro de la gloria de Dios).

En un bello poema dice el gran teólogo de la Iglesia ortodoxa Gregorio Nacianceno (+390): «El Logos sublime juega. Engalana con las más variadas imágenes y por puro gusto y por todos los modos, el cosmos entero». En efecto, el juguete es obra de la fantasía creadora, como lo muestran los niños: expresión de una libertad sin coacción, creando un mundo sin finalidad práctica, libre del lucro y de beneficios individuales.

«Porque Dios es vere ludens (verdaderamente lúdico) cada uno debe ser también vere ludens», aconsejaba, ya mayor, uno de los más finos teólogos del siglo XX, Hugo Rahner, hermano de otro eminente teólogo, que fue profesor mío en Alemania, Karl Rahner.

Estas consideraciones sirven para mostrar cómo puede ser sin nubarrones y sin angustia nuestra existencia aquí en la Tierra, al menos por un momento, especialmente cuando se vislumbra en la belleza de las diferentes modalidades de juegos la misteriosa presencia de un Dios lúdico. Entonces no hay que temer. Lo que nos bloquea la libertad y la creatividad es el miedo.

Lo opuesto a la fe no es tanto el ateísmo sino el miedo, especialmente el miedo a la soledad. Tener fe, más que adherirse a un conjunto de verdades, es poder decir, siguiendo a Nietzsche, “sí y amén a toda la realidad”. En lo profundo, la realidad no es traicionera, sino buena y bonita, alegre acogedora. Alegrarse por formar parte de ella lo expresamos en el juego, y, de forma universal, en los Juegos Olímpicos. Tal vez éste sea su sentido secreto.

 

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Dios de mi rutina

Jueves, 9 de junio de 2016
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Señor, quiero presentar ante ti mi vida cotidiana. Las largas horas y días llenos de todo, menos de ti. Mira esta vida de todos los días, mi Dios amable, que eres misericordioso con el hombre que casi no es otra cosa que vida de rutina.

Mi pobre alma se ha ido convirtiendo como en un inmenso almacén en el cual, un día tras otro, «todo» se le va metiendo por todos lados, sin ton ni son, hasta que queda repleto, desbordante, de vida cotidiana.

Pero ¿cómo he de cambiar esta miseria de mi rutina, cómo he de volverme hacia el único ser necesario que eres tú? ¿Cómo he de huir de la rutina? ¿No me empujaste tú a esta rutina?

Cuando pienso en las horas en las cuales estoy ante tu altar, o rezo el breviario de tu Iglesia, entonces sé que no son los negocios mundanos los que hacen rutina de mis días, sino que soy yo mismo el que soy capaz de transformar los acontecimientos sagrados en horas de rutina gris. Yo convierto mis días en rutina, no ellos a mí.

Por eso sé que si, en última instancia, puede haber un camino que vaya a ti, irá por en medio de mi rutina. Sin la rutina, solamente podría huir hacia ti si en esta santa fuga pudiera dejarme a mí mismo atrás.

Pero si en ningún sitio me has dado un lugar en el cual pueda refugiarme para encontrarte de veras, si en todas las cosas puedo perderte a ti, que eres para mí lo único, entonces he de poder también encontrarte en todas las cosas, porque de otra forma el hombre nunca podría encontrarte en modo alguno, ese hombre que sin ti ni siquiera puede existir. Entonces debo buscarte en todas las cosas, porque cada día es rutina de todos los días, y cada día es día tuyo y hora de tu gracia.

Todo es rutina diaria y día tuyo a la vez. Dios mío, otra vez vuelvo a entender lo que ya sabía desde hace mucho tiempo.

Ni la angustia ni la nada, ni tampoco la muerte, me libran del estar perdido en los objetos del mundo, como dicen los filósofos de hoy, sino solamente tu amor, el amor a ti. Sólo tú, objeto y meta de todas las cosas; tú, que satisfaces plenamente; tú, que te bastas a ti mismo…, eres mi liberación. Tu amor, mi Dios infinito, el amor a ti, que te yergues a través de todas las cosas, a través de su corazón, muy por encima de ellas, hacia tus infinitas latitudes, y te llevas de paso todos los objetos perdidos como himno de loa de tu infinitud. Ante ti toda la multiplicidad se vuelve unidad. Toda dispersión en ti confluye. En tu amor cada exterioridad se torna interioridad. Mediante tu amor toda salida a la rutina de cada día se vuelve incursión hacia tu unidad, la cual es vida eterna.

Mueve mi corazón con tu gracia.

Permite, cuando tiendo la mano a los objetos de este mundo, por la alegría o el dolor, que mediante ellos te comprenda y ame a ti, primer principio de todos ellos. Tú, que eres amor, dame el amor. El amor a ti, para que todos mis días alguna vez desemboquen en el único día de tu vida eterna.

*

Karl Rahner
Palabras al silencio 67-75

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¿Es posible otra Navidad? De la nostalgia a la esperanza”, por Nacho González

Martes, 5 de enero de 2016
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navidad-de-cerezoDel blog Un Mundo Mejor:

Ya ha llegado la navidad”, se suele decir frecuentemente en estos días. Pero dicha expresión suele tener una carga emocional que va desde la ilusión y alegría infantil, a la tristeza y recuerdo de la persona mayor. El tiempo de navidad si por algo se distingue es por su carga emocional, que algunos atribuyen al solsticio de invierno -el sol llega a su mayor altura- pero yo creo que es, en buena parte también, debido a lo que vivimos en la infancia y que hoy se potencia con los medios de comunicación. Por eso la navidad es un tiempo que puede ser interpretado en claves y niveles muy diversos.

Quiero compartir mi interpretación y vivencia de la navidad, pero no pretendo hacer una crítica al modo como se vive o celebra, ni mucho menos trato de enseñar nada. Simplemente me gustaría -indirectamente- que la persona que lea estás líneas sienta el deseo de preguntarse e interrogarse, si así lo desea…

De la nostalgia…

Hace bastantes años que vengo interrogándome, como persona y como sacerdote, sobre el modo de vivir y celebrar la Navidad. He intentado desde siempre introducir un soplo de novedad y no dejarme llevar por lo que todo el mundo hace tanto en mi vida personal, como en mi familia y en las parroquias en que he estado.

En mi juventud intuía que se estaba sobre dimensionando la fiesta de Navidad, hoy desde la experiencia que dan los años veo más claro si cabe que, efectivamente, la navidad es una realidad tan compleja y globalizada que acontece como un vendaval que lo arrasa todo y a todas y todos y del que es difícil liberarse. Hoy me pregunto ¿Qué queda de la Navidad que soñaba y plasmó en una representación viviente san Francisco? ¿Qué diría san Ignacio cuando en el Ejercicios espirituales, en su segunda semana, invita al ejercitante a “mirar, admirar y contemplar los textos evangélicos de la infancia de Jesús?

Tengo que reconocer que los relatos de los evangelistas, Lucas y Mateo, parecen estar pidiendo la representación plástica de los acontecimientos que ellos habían narrado con tanta viveza. Tal vez esto permitió que en el transcurso del tiempo fue tomando cuerpo y arraigo cultural en el occidente, que sin duda ha sido el epicentro de la “tempestad”.

A estos cuestiones tenemos que añadir el hecho de que en la sociedad actual “el medio es el mensaje”, como dice el filósofo McLuhan. Esto nos ayuda a comprender mejor cómo en la actualidad se ha potenciado la representación plástica, a que invitaban los evangelistas, hasta el punto de que hoy el mensaje evangélico ha desaparecido prácticamente, pues las imágenes festivas, familiares, alegres que proclaman e invitan diciendo: “Feliz navidad”; “Te deseo paz y amor”; “Mis mejores deseos para que reine el amor, la paz y la hermandad en cada hogar”; “Que la Navidad os colme de amor y felicidad”… Todo esto es algo puntual y pasajero pues muchas de estas expresiones están vacías de contenido y, sobre todo, de vida.

Como ejemplos del despojo de la navidad basta evocar las comidas de empresa, de amigos, de familiares; la lotería de navidad; los regalos de empresas y entidades; las compras compulsivas; las campañas como “ningún niño sin juguete”. Muchas parroquias también se dejan llevar por esa corriente, se hace la campaña del “kilo”, de las estrellitas; belenes solidarios con una patera, con el niño que murió en la playa de una isla griega… y que se yo qué cuantas actividades más. Hoy mismo acabo de oír, en una cadena de radio, en el momento en el que estoy escribiendo este relato, se estaba haciendo durante el fin de semana una campaña para recaudar fondos en pro de las “enfermedades raras”… Todo eso está muy bien, ¿quién puede estar en contra de esto?… Yo no estoy muy a su favor pero no lo digo. Hace años que no juego a la lotería, ni por compasión; no escribo tarjetas, ni mensajes navideños, ni adorno la casa de manera especial, ni hago regalos ni quiero que me los hagan por muy útiles que sean; no he ido a ningún cotillón… Como extra comparto la cena de nochebuena en familia y el fin de año ceno en casa de unos amigos.

Tengo que confesar que la Navidad para mí hoy es una ocasión de encontrar tiempo para los familiares y amigos, de reflexión y contemplación. Desde hace años vengo ofreciendo desinteresadamente una propuesta para celebrar el adviento y la navidad, de otra forma. Durante el año tengo mis gestos y compromisos de solidaridad y colaboro con campañas solidarias. No sufro ningún síndrome “post-navidad”, ni, al paso de las fiestas navideñas, siento nostalgia de no haber hecho esto ni lo de más allá.

… a la esperanza

Considero que los cristianos, para vivir y celebrar la Navidad hoy, tenemos que recuperar por una parte el sentido auténtico de la Navidad, tal y como maravillosamente lo expresa el teólogo alemán Karl Rahner: “Cuando decimos ‘es navidad’ estamos diciendo: ‘Dios ha dicho al mundo su última, más profunda y hermosa palabra en una Palabra hecha carne’ […] Y esta Palabra significa: os amo a ti, mundo, y a vosotros, seres humanos”. Y por otra la esperanza, que es la virtud que en medio de la dificultad, del dolor, de los problemas tiene la libertad de ver más allá, siempre más allá. La esperanza abre horizontes, es libre, no es esclava, siempre encuentra una salida para afrontar y arreglar cualquier situación por delicada que sea.

La Iglesia –sobre todo me refiero a los responsables- tiene que dar un cambio profundo en su manera de vivir, de celebrar la fe cristiana y de evangelizar. Tenemos que recuperar que el centro de la fe cristiana es la experiencia pascual (Recuerdo que antes en mi pueblo había más participación en la Vigilia de Navidad que en la Vigilia Pascual), que posibilita el encuentro personal con el Señor de la vida plena, que nos lleva a una nueva manera de vivir, de ser y de actuar.

Ante este desafío yo no me resigno a aguardar pasivamente a que los responsables y expertos nos faciliten el camino de dicha renovación. La esperanza me anima y motiva a ponerme en marcha y aportar mi granito humilde, sencillo y sincero. Creo que algo podemos hacer, es más creo, siento que lo tengo que hacer, y de hecho lo estoy haciendo ya, no solitariamente sino con otras personas y grupos. Lo que nos está guiando en nuestro itinerario son estas pautas: constatar, reflexionar, experimentar, intercambiar, discernir.

1. Constatamos la desaparición del soporte social de la cristiandad

Percibimos que, a pesar de lo que se llama la “vuelta de lo religioso”, la sociedad, especialmente la occidental, progresivamente se ha ido alejando del “humanismo cristiano”, de esta visión del ser humano y del mundo que funcionaba como fundamento racional para todo y sobre la que “naturalmente” se injertaba la fe cristiana y sus manifestaciones, como por ejemplo la navidad. Hoy, en el contexto socio-cultural-religioso, no me está resultando fácil ni estoy plenamente seguro, como lo estaba antaño, de lo que constituye la identidad cristiana y por consiguiente de lo que puedo ofrecer a los demás, empezando por mi propia familia. Es más, siento que lo que para mí es la identidad cristiana parece que está desconectada de la realidad cotidiana de las personas y de la vida social y política.

2. Ponemos el centro de atención en el ser humano y el mundo

“El camino de la Iglesia es el hombre” (Juan Pablo II). Para vivir la Espiritualidad del Reino de Dios, la clave es poner el centro de atención en el ser humano y en el mundo. En la medida en que nos situamos en la esencia de las preocupaciones del ser humano, se pondrá en evidencia la “deshumanización”, la vida amenazada no solamente en la sociedad occidental sino también en toda la humanidad, las dificultades de las relaciones humanas, la organización, los sistemas…

Cuando decimos que hay que poner el ser humano en el centro no se trata de definir una concepción del ser humano, sino que es la persona que se pregunta: ¿por qué me levanto esta mañana?, ¿quién soy yo para mí?, ¿quién es el otro?, si yo tengo trabajo ¿cuál es su sentido? ¿por qué trabajo yo? ¿por qué ocurre esto y no lo otro?, ¿qué sentido tiene mi vida?… Todas estas cuestiones de la vida cotidiana son básicas en la vida y, en cierta media, preceden al ser creyente o no y es precisamente ahí donde se hace la experiencia de fe como sentido y valor del vivir.

3. Damos máximo valor a la palabra intercambiada, como ejercicio básico y fundamental

El ejercicio de la palabra intercambiada en las personas engendra una triple puesta al día: la puesta al día de mí mismo en aquello que es lo más personal (lo que no quiere decir lo más íntimo), de aquello gracias a lo cual valoro la existencia y me proporciona el querer vivir y, finalmente, la puesta al día de aquello que me une a las otras personas en lo que es esencial. Este intercambio es lo que me permite ir más allá de la visión parcial, de las clasificaciones y de las ideologías.

El itinerario de palabras intercambiadas implica a las mismas personas. No así en un “discurso sobre…”, una mirada superficial donde las particularidades del “yo” deben ser evitadas y donde la implicación lleva a la obligación de un acuerdo sobre una visión común. Ni tampoco es el intercambio una confidencia íntima o un desahogo anecdótico. Sino una implicación que viene del hecho de que la realidad se dice a través de lo que “yo” digo y finalmente lo que “nosotros” intercambiamos sobre lo esencial que hace vivir.

4. Tomamos el Evangelio, como referente privilegiado de una nueva humanidad

Los evangelios me remiten a Jesús, que Él mismo me remite a las otras personas y al mismo tiempo nos reenvía al Padre y al Reino, que es por lo que vivió, murió Jesús…

Jesús vivió su experiencia espiritual en estas dos esferas: Por una parte su intimidad, la experiencia de sentirse Hijo de Dios, que se expresa en una relación y en una palabra “Abbá”, que es el vocablo que los niños emplean para dirigirse a sus padres y expresa confianza, entrega, ternura y absoluta cercanía. Por otra su misión: anunciar la inminencia del Reino.

Esta experiencia le transformó: dejó su familia y se puso a predicar por los caminos, a curar enfermos, a consolar a los afligidos, a perdonar… Pero por encima de todo, a provocar en las personas un encuentro amoroso e íntimo con el Abbá y a inaugurar una nueva humanidad de amor incondicional, de perdón ilimitado y de confianza absoluta en los designios del Padre.

Precisamente el evangelio es un relato, que me permite hacer mi propio relato de la vida. La palabra evangélica es pues una palabra entre “tú” y “yo”, y no una doctrina o una explicación para iluminar la realidad, pues es evangélica en la medida en que yo “te” relato aquello que “yo” vivo a propósito del evangelio y que se convierte en Buena Noticia para “ti”, pues despierta, sugiere, invita, llama… a algo vivo y nuevo.

5. Discernimos los signos de los tiempos

Consideramos que discernir los signos de los tiempos es una obra común en la que se produce un descubrimiento: discernir los unos en los otros y entorno de nosotros personas, hechos, situaciones, relaciones, asociaciones… que manifiestan las ganas de vivir, el reconocimiento de la persona, la acogida al excluido, al discapacitado, a los sin nadie, iniciativas que abre un futuro más justo y fraterno…. Cuando estos signos o señales se manifiestan, vemos que, a menudo, se dan donde menos se les esperaba. Cada vez que se producen, son un acontecimiento que se nota a partir de su resplandor y de su contagio. Pero este resplandor aparece mezclado con todo tipo de acontecimientos de otro orden, producidos o ponderados por la opinión; lo que hace difícil reconocerlos. Lo que experimentamos que hace falta es dedicar tiempo, una mirada abierta, un corazón sin fronteras que palpite al aire de Espíritu y unas voluntades con coraje.

Nacho González

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“Una elección de amor”, por Gema Juan OCD

Jueves, 25 de diciembre de 2014
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16057272001_9d147d8d58_mDe su blog Juntos Andemos:

A todos los que compartís este espacio: ¡Feliz Navidad! y que entre todos hagamos un 2015 más fraterno.

Primero fue el asombro, y despertó el amor. Después, una intimidad apasionada que iba a transformar su vida y, finalmente, una complicidad creciente que se volvió fidelidad y solidaridad. Ese fue el recorrido que hizo Teresa de Jesús, al ir descubriendo al Dios hecho carne.

Decía: «Muchas veces he pensado espantada de la gran bondad de Dios, y regaládose mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia». Para ella, la mayor misericordia de Dios, la máxima expresión de su bondad, había sido el regalo de Jesús: «Basta lo que nos ha dado en darnos a su Hijo, que nos enseñase el camino». Dios, con excesivo amor, ha dado cuanto es en Jesús y en Él ha abierto un camino nuevo a la humanidad.

Esa desmesura le hizo a Dios tomar carne, una carne –pensaba Teresa– como la suya. Por eso, decía: «Veía que, aunque era Dios, que era hombre». Así, Jesús se hizo «uno de tantos», de tal modo que «no le ha quedado por hacer ninguna cosa» por nosotros. «¡Bendita sea su misericordia que tanto se quiere humillar!» —exclamará.

Cuando Teresa hable de abajarse, de humillarse, estará siempre pensando en Dios, que «abajándose a comunicar con tan miserables criaturas, quiere mostrar su grandeza». La grandeza de Dios es descender amorosamente y entrar en conversación con los seres humanos. La verdadera humillación está ligada a la comunión.

Y pensará también en Jesús, en «las grandezas que hizo de abajarse a Sí para dejarnos ejemplo de humildad». La humildad que Teresa descubre en Jesús es una elección de amor y semejanza: «Como nos ama, hácese a nuestra medida». Es la decisión de «pasar de sí al Amado», que será la definición que dé Juan de la Cruz del amor. Puesto que Dios ama primero, Él es el que pasa de sí a los seres humanos, para que todos puedan pasar a Él.

Teresa descubre a un Jesús concreto: con historia, con cuerpo. Un hombre que trabajó con sus manos de hombre, pensó con su entendimiento de hombre, amó con su corazón de hombre. Que, nacido de María Virgen, se hizo uno de nosotros . Alguien de quien ella podía enamorarse y a quien podía «tratar como [con] amigo, aunque es Señor» Alguien a quien unirse y a quien podía decir: «Juntos andemos, Señor; por donde fuereis, tengo de ir; por donde pasareis, tengo de pasar».

Pero sabía que no es fácil reconocer la carne de Dios. No lo fue cuando apareció en un lugar pobre del mundo. Y tampoco a lo largo de su vida, por eso Teresa decía: «Solo le dejaron en los trabajos… parece le querrían tornar ahora a la cruz», porque no se le reconoce.

Pensando en aquel nacimiento, humilde y anónimo, Teresa escribía: «No veía el justo Simeón más del glorioso niño pobrecito; que en lo que llevaba envuelto y la poca gente con Él que iban en la procesión, más pudiera juzgarle por hijo de gente pobre que por Hijo del Padre celestial».

Rahner decía que el ambiente en que Jesús nació era estrecho, ordinario y sofocantemente monótono. Ni siquiera su pobreza fue extraordinaria. Y que Dios había elegido la angostura del tiempo. Otra vez, una elección de amor: la que hacía posible la comunicación con quienes solo entienden «vías de carne y tiempo», como diría Juan de la Cruz.

Reconocer a Dios en la carne y el tiempo, «conocer algo de quién es este Señor y bien nuestro», era lo que deseaba Teresa y sabía que la única forma de conocer y reconocer a Jesús era siguiéndole. Por eso decía: «Parezcámonos en algo a nuestro Rey, que no tuvo casa sino en el portal de Belén adonde nació y la cruz adonde murió».

Y recordaba que «regalarle y hacer por Él» era vivir lo «dicho por su boca: Lo que hicisteis por uno de estos pequeñitos, hacéis por mí». Y seguirle era no abandonarle: «No le dejemos nosotros, que, para más sufrir [servir], Él nos dará mejor la mano que nuestra diligencia».

Conmueve que el Inmenso elija la fragilidad y la ambigüedad humana para expresarse. Asombra que Dios se haga niño, que se haga hermano. Hace enmudecer que se convierta en «esclavo», que el amor le haga inclinarse y bajar hasta lo profundo de los pozos humanos. «¡Qué gran amor del Hijo, y qué gran amor del Padre… Él vino del seno del Padre por obediencia, a hacerse esclavo nuestro» —decía Teresa.

Lo que hace pasar del asombro al amor y de la ternura y la complicidad a la solidaridad fiel es «no se apartar de andar con Cristo… tenerle siempre consigo… andar siempre con Él… nunca se apartar de tan buena compañía».

Por eso, Teresa insistía: «Siempre que se piense de Cristo, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene; que amor saca amor».

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“Los sacerdotes casados, signo del espíritu (XXI)”, por Rufo González

Domingo, 7 de septiembre de 2014
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Cura-casadoLeído en la página web de Redes Cristianas

EL CELIBATO NO PUEDE SER ES VALOR SUPREMO, NI LA CONDICIÓN IMPRESCINDIBLE PARA SER SACERDOTE

En la Iglesia Latina: actitud y aptitud para animar, servir y unir a las comunidades no valen para ejercer el ministerio, si se carece del celibato

Los sacerdotes en activo, aunque pierdan dichas actitudes y aptitudes, son mantenidos en el ministerio, si mantienen el celibato

Todo ser humano es “signo del Espíritu”

Escribe un comentarista del post anterior: “Un poco de sensatez y sinceridad nos vendría bien a todos. Incluido al redactor que pone a los sacerdotes casados como signos no solo del tiempo que hace, sino del Espíritu y no de cualquier espíritu soplón veleto sino del Espíritu Santo. Atrevidillo que es el panegirista” (Joel, miércoles 26 marzo 2014, 00:11).

Si “el Espíritu de Dios, que con admirable providencia dirige el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, está presente en la evolución socioeconómica… y el fermento evangélico en el cora­zón del hombre excitó y excita una irrefrenable exigencia de dignidad” (GS 26), ¿cómo no podemos ver la acción del Espíritu en los sacerdotes casados, personas humanas, amadas por Dios, que piden lo que está de acuerdo con el Evangelio? Es precisamente el “fermento evangélico”, que ellos tienen en su corazón, lo que les “excita a la irrefrenable exigencia de dignidad”, de que sean reconocidas sus actitudes y aptitudes para animar, servir y unir a las comunidades. No vendrá mal recordar lo que el Papa Juan Pablo II, citando al mismo Concilio, decía de todo ser humano: “El hombre, única criatura terrestre que Dios ha amado por sí misma (GS 24), llega al conocimiento y a la realiza­ción de su ser solamente por obra del Espíritu Santo” (Juan Pablo II: encícl. Dominum et vivificantem, 59. Ed. BAC-Documentos. Madrid 1986: “El misterio trinitario”, pág. 196).

¿Por qué se expedienta a un sacerdote en la Iglesia?

Curiosamente estas actitudes y aptitudes no son muy exigidas por la disciplina eclesiástica. ¿Quién no conoce a sacerdotes en ejercicio que carecen de buena parte de actitudes y aptitudes del buen Pastor? Sólo si carece del celibato –cosa que Jesús no tenía en cuenta- se le impide el ministerio. Por el contrario, se mira para otro lado si está apegado al dinero, si es un déspota, si tiene dividida a la comunidad, si es incapaz de coordinar y respetar la participación de todos, si no sabe o no quiere discernir los carismas de los hermanos, si no cuida de los más pobres, si no tiene “consejo pastoral” o “económico”, si gasta el dinero en suntuosidades y vestimenta lujosa, si es vanidoso y soberbio, si no prepara las homilías… Incluso si es poco dado a la oración y a ejercicios espirituales… Nada de esto será motivo de apartarlo del ejercicio ministerial.

¡Pobres sacerdotes de rito oriental!

article-2535114-1A77354700000578-789_964x1148¿Conocéis algún caso en que se expediente a un clérigo en ejercicio por alguna de estas cosas que acabo de citar? No sólo no se le abre un expediente, ni siquiera una monición seria. No sea que se enfade y amenace con “irse a su casa”. Pero si ama a una mujer y quiere vivir en pareja, aunque su corazón esté lleno del amor divino, dirán que tiene el corazón “dividido”, y, por tanto, no puede ejercer el ministerio. ¡Pobres sacerdotes de rito oriental, aunque el concilio Vaticano II les llame “sacerdotes de grandísimo merito”! (PO 16). Por cierto ya en los debates conciliares un buen número de Padres participantes (más de 200, los más conservadores) pedían cambios en esta alusión a los sacerdotes casados: que se suprimiera ese párrafo todo él, porque este párrafo debilitaba cuanto luego se decía sobre el celibato; que se suprimiera el calificativo de “sacerdotes del mérito mejor” (optimi meriti),; incluso que se dijera que los sacerdotes orientales que viven en matrimonio realizan a su modo la perfección sacerdotal, pues esta forma de sacerdocio no es la misma que la de los sacerdotes célibes y goza de distinto valor. La Comisión Redactora respondió que “el párrafo entero no puede suprimirse, pues fue aprobado por la mayoría del Aula”. Se aceptó suprimir los consejos sobre su vida conyugal, sustituyéndolos por una invitación a “perseverar en su santa vocación”. Se mantuvo el elogio de “muy prestigiosos”. No se aceptó la última proposición de hacer distinciones entre los dos sacerdocios, pues es teológicamente inadmisible (Martín Descalzo: “Un periodista en el Concilio”, PPC, 1966 t. IV p. 500-505).

Es aberrante creer que Dios es rival del amor humano

Es muy tradicional el recurso al texto de Pablo para apoyar el celibato ministerial: “quiero que estéis sin preocupaciones; el no casado se preocupa de los asuntos del Señor, cómo agradará al Señor, en cambio el casado se ocupa de los asuntos del mundo, cómo agradará a la esposa, y anda dividido…” (1Cor 7, 32-34). El mismo Vaticano II, en el decreto “sobre el ministerio y la vida de los presbíteros” (n. 16), aduce este texto para hablar de la unión a Cristo con “un corazón indiviso”. Por el contexto, esta alusión de Pablo es una invitación a centrarse en la parusía inminente, tal como se entendía en aquellos momentos. De ninguna manera puede entenderse del celibato, como estado de vida, y menos del obligatorio, y en todos los tiempos. Hoy, con la teología actual de las realidades terrenas, este texto no puede sostenerse. ¿Qué se entiende por “asuntos del Señor” y “asuntos del mundo”? ¿”Agradar a la esposa o al esposo” supone no “agradar al Señor”? El amor a Dios, a Cristo, no puede entrar en rivalidad con el amor a la familia, a la esposa, a los padres, etc. El amor de Dios, no sólo no divide el corazón, sino que lo unifica: en Dios amamos a todos con el amor más limpio y desinteresado que pueda imaginarse.


Sabiamente lo dice K. Rahner y lo explica el psicoanálisis

“No entiendo por qué ahora, para amar más al Señor, sea necesario amar menos o, lo que sería más grave, no amar a otra persona. ¿En qué Dios estamos pensando cuando nos imaginamos o proponemos que amando menos a un ser humano lo amamos más a él? ¿No es una insoportable aberración el solo hecho de proponer que Dios puede ser el rival de nuestro amor y nuestra entrega a otro ser humano? ¿No habrá que decir, más bien, que amamos más a Dios precisamente porque amamos más a otra u otras personas? ¿O es que podemos asegurar tranquilamente que el amor a Dios es una realidad “categorial”, como lo es cualquier relación nuestra con otra persona? (K. Rahner, «Bruderschaft und Brüderlichkeit»: Pastoralchetische Hefte 22. 1964. 9-35). Por lo demás, los psicoanalistas nos han explicado muy bien que, en esos piadosos discursos elogiando el “amor preferencial”, de forma que ese amor así vivido, es más puro y más total, lo que en realidad se esconde es el deseo de poder y dominación de la institución sobre aquellos sujetos a los que quiere tener perfectamente controlados. Cuando leo esos discursos, no puedo evitar que mi recuerdo vaya derecho a la seria y grave afirmación que hizo Pierre Legendre: “la obra maestra del Poder consiste en hacerse amar”. Quienes se ven sometidos en la capacidad más grande que Dios nos ha dado a los humanos, además de someterse, llegan a amar apasionadamente al que les somete. Verdaderamente ésa es la obra maestra del Poder. No ocurre nada tan singular, tan excelso, y también tan extravagante, como eso en este mundo” (Epílogo de “Curas Casados. Historias de fe y ternura”. Coord. Ramón Alario y Tere Cortés. Moceop. Albacete 1910, p. 342-343).

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“Vivir a Dios desde dentro”. 8 de junio de 2014. Pentecostés (A). Juan 20, 19-23.

Domingo, 8 de junio de 2014
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31-PentecostesA cerezoHace algunos años, el gran teólogo alemán, Karl Rahner, se atrevía a afirmar que el principal y más urgente problema de la Iglesia de nuestros tiempos es su “mediocridad espiritual”. Estas eran sus palabras: el verdadero problema de la Iglesia es “seguir tirando con una resignación y un tedio cada vez mayores por los caminos habituales de una mediocridad espiritual”.

El problema no ha hecho sino agravarse estas últimas décadas. De poco han servido los intentos de reforzar las instituciones, salvaguardar la liturgia o vigilar la ortodoxia. En el corazón de muchos cristianos se está apagando la experiencia interior de Dios.

La sociedad moderna ha apostado por “lo exterior”. Todo nos invita a vivir desde fuera. Todo nos presiona para movernos con prisa, sin apenas detenernos en nada ni en nadie. La paz ya no encuentra resquicios para penetrar hasta nuestro corazón. Vivimos casi siempre en la corteza de la vida. Se nos está olvidando lo que es saborear la vida desde dentro. Para ser humana, a nuestra vida le falta una dimensión esencial: la interioridad.

Es triste observar que tampoco en las comunidades cristianas sabemos cuidar y promover la vida interior. Muchos no saben lo que es el silencio del corazón, no se enseña a vivir la fe desde dentro. Privados de experiencia interior, sobrevivimos olvidando nuestra alma: escuchando palabras con los oídos y pronunciando oraciones con los labios, mientras nuestro corazón está ausente.

En la Iglesia se habla mucho de Dios, pero, ¿dónde y cuándo escuchamos los creyentes la presencia callada de Dios en lo más hondo del corazón? ¿Dónde y cuándo acogemos el Espíritu del Resucitado en nuestro interior? ¿ Cuándo vivimos en comunión con el Misterio de Dios desde dentro?

Acoger al Espíritu de Dios quiere decir dejar de hablar solo con un Dios al que casi siempre colocamos lejos y fuera de nosotros, y aprender a escucharlo en el silencio del corazón. Dejar de pensar a Dios solo con la cabeza, y aprender a percibirlo en los más íntimo de nuestro ser.

Esta experiencia interior de Dios, real y concreta, transforma nuestra fe. Uno se sorprende de cómo ha podido vivir sin descubrirla antes. Ahora sabe por qué es posible creer incluso en una cultura secularizada. Ahora conoce una alegría interior nueva y diferente. Me parece muy difícil mantener por mucho tiempo la fe en Dios en medio de la agitación y frivolidad de la vida moderna, sin conocer, aunque sea de manera humilde y sencilla, alguna experiencia interior del Misterio de Dios.

José Antonio Pagola

Red evangelizadora BUENAS NOTICIAS
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“Hacerse cristiano cuando muchos lo dejan”, por Jaume Flaquer SJ.

Miércoles, 30 de abril de 2014
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tumblr_mxs9yxP8Em1snds0co1_500Leído en Cristianismo y Justicia

Jaume Flaquer. [Catalunya Cristiana] No es fácil entrar en un vagón de metro cuando muchos de sus pasajeros quieren salir. La riada de gente te empuja hacia fuera. Si a pesar de esto sigues esforzándote por entrar sin esperar que se calme el andén (con el riesgo de perder el tren), es que tienes poderosas razones para querer subir.

Ésta es la situación de los jóvenes-adultos que llaman a la puerta de la Iglesia cuando muchos de sus compañeros la han abandonado. Experiencias personales de Dios y búsquedas de sentido suelen estar detrás de estos procesos. Yo he podido ser testimonio de tres de ellos porque el azar hizo que tres jóvenes me pidiesen casi a la vez un acompañamiento. Los reuní y constituí un grupo de reunión semanal. Ellos mismos pidieron que el proceso durara más de un año. Finalmente, después de casi dos años, ya recibirán el bautismo, la confirmación y la primera comunión en la Vigilia Pascual.

Para mí, como acompañante, ha sido una experiencia extraordinaria al estar tan cerca del huracán transformador que supone el descubrimiento de la fe. Los cristianos «viejos» damos demasiado la fe como «presupuesta» de manera que hemos ido redondeando la punta de su interpelación.

Hemos escuchado tantas veces el mandamiento del amor de Jesús que hemos perdido la capacidad de la sorpresa ante el tesoro de su vida, y hemos escuchado tantas veces sus críticas a los ricos y a los fariseos que hemos hecho de este discurso algo inofensivo situándolo en una pura utopía del Reino de Dios. Quien descubre el Evangelio es el verdadero niño que Jesús pone como modelo, porque abre los ojos como platos ante lo que le parece radical novedad.

A pesar de que cada camino de búsqueda es personal, el grupo al que acompaño es bastante representativo en algo, la gran diversidad de países de origen: un catalán, un cubano y una chica chilena. Alguien podría decir que los inmigrantes buscan en la religión un elemento de integración. Pero más bien es lo contrario. En una sociedad laica, la nueva pertenencia religiosa de estos nuevos catalanes supone un nuevo elemento de extranjeridad: extranjeros de origen y extranjeros de religión en la medida en que ésta va siendo cada vez más extraña en Cataluña.

Las familias de los catecúmenos reaccionan siempre con sorpresa y a veces con oposición. De hecho, lo pueden interpretar como una cierta crítica a la educación recibida. Los padres de uno de ellos le decían: «¿Qué hemos hecho mal para que ahora quieras bautizarte?». Paradójicamente muchos padres cristianos se preguntan lo mismo en sentido inverso cuando sus hijos toman otros caminos.

Karl Rahner tenía razón cuando decía que «el cristiano del futuro será místico o no será», es decir, fruto de una experiencia de encuentro con Dios. Estos continuarán el viaje en el vagón o subirán a él en alguna estación. Los demás bajarán para caminar solos o para coger otros trenes.

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Imagen extraída de: CPAL

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“Cristo resucitado, misterio de esperanza”, por Arnaldo Zenteno.

Domingo, 27 de abril de 2014
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2013_9Leído en la página web de Redes Cristianas

VER

Preguntas

1.- Con la muerte de Jesús en la Cruz parece que vence el mal y matan también el proyecto de Jesús ¿En ese contexto valoramos la Resurrección de Jesús como algo fundamental en nuestra vida o simplemente pensamos en la Resurrección como un hecho personal en la vida de Jesús?

2.- ¿Cómo recuperar en nuestra vida cotidiana la experiencia viva de Jesús resucitado?

JUZGAR

La ejecución de Jesús ponía en cuestión todo su mensaje y su actuación.

Aquel final trágico planteaba graves interrogantes incluso a sus seguidores más fieles: ¿tenía razón Jesús o esta-ban en lo cierto sus ejecutores? ¿Con quién estaba Dios? En la cruz no habían matado solo a Jesús. Al crucificarlo, habían matado también su mensaje, su proyecto del reino de Dios y sus pretensiones de un mundo nuevo. Si Jesús tenía razón o no, solo lo podía decir Dios.

2.- CRISTO, NUESTRA ESPERANZA

VER

Preguntas

1.- ¿Por qué es importante no sólo decir que Jesús resucitó, sino que el que resucita es el que fue crucificado?
2.- ¿La resurrección de Jesús cómo confirma su mensaje sobre quién es Dios y sobre los pobres?

JUZGAR

Todavía hoy podemos percibir en los textos que han llegado hasta nosotros la alegría de los primeros discípulos al descu-brir que Dios no ha abandonado a Jesús. Ha salido en su defensa. Al resucitarlo de entre los muertos, se ha identificado con él desautorizando a quienes lo han condenado. Esto es lo primero que predican una y otra vez en las cercanías del tem-plo y por las calles de Jerusalén: «Vosotros lo matasteis clavándolo en una cruz por manos de unos impíos, pero Dios lo ha resucitado» 12.

Resucitando a Jesús, el Padre ha confirmado su vida y su mensaje, su proyecto del reino de Dios y su actuación entera. Lo que Jesús ha anunciado en Galilea sobre la compasión y la misericordia del Padre es verdad: Dios es como lo sugiere Jesús en sus parábolas. La manera de ser de Jesús y su actuación profética coinciden con la voluntad del Padre. La solidaridad de Jesús con los que sufren, su defensa de los pobres, su perdón a los pecadores: eso es lo que Dios quiere.

Jesús tiene razón cuando busca una vida más digna y dichosa para todos, empezando por los últimos. Ese es el anhelo más grande que guarda Dios en su corazón. Ese es el camino que conduce a la vida.

Pero Dios no solo le ha dado la razón, sino que le ha hecho justicia. No se ha quedado pasivo y en silencio ante lo que han hecho con su Hijo. Lo ha resucitado: le ha devuelto la vida que le han arrebatado de manera tan injusta, llevándola a su plenitud. Lo ha constituido para siempre como Señor y Salvador de vivos y muertos. El mal tiene mucho poder, pero solo hasta la muerte: las autoridades judías y los poderosos romanos han matado a Jesús, pero no lo han aniquilado. Más allá de la muerte solo tiene poder el amor insondable de Dios.

3.- LOS CREYENTES TENEMOS DUDAS E INTERROGANTES ANTE EL SUFRIMIENTO Y LA MUERTE

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Preguntas

1.- ¿Ante la injusticia y la muerte, cuál es la fuente principal de nuestra esperanza?
2.- ¿Por qué la esperanza en Jesús resucitado no es un escape del compromiso por el Reino, por construir un Mundo más justo?

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Los creyentes llevamos en nuestro corazón los mismos in-terrogantes que todos los seres humanos: ¿hay algo que pueda ofrecernos un fundamento definitivo para la esperanza? Si todo acaba en la muerte, ¿quién nos puede consolar? Los seguidores de Jesús nos atrevemos a esperar la respuesta definitiva de Dios allí donde Jesús la encontró: más allá de la muerte. La resurrección de Jesús es para nosotros la razón última de nuestra esperanza: lo que nos alienta a trabajar por un mundo más humano, según el corazón de
Dios, y lo que nos hace esperar confiados su salvación.

Cristo, resucitado por el Padre, es nuestra esperanza. En él descubrimos la intención profunda de Dios confirmada para siempre: una vida plena para la creación entera, una vida liberada para siempre del mal y de la muerte, el reino de Dios hecho realidad. Nosotros estamos todavía en camino. Todo sigue mezclado y confuso: justicia e injusticia, muerte y vida, luz y tinieblas.

Todo está inacabado, a medias y en proceso. Pero la energía secreta del Resucitado está atrayendo todo hacia la Vida definitiva.

En estos tiempos en los que la crisis parece extenderse a todos los dominios de la existencia humana, la Iglesia ha de recordar que tiene «la responsabilidad de la esperanza». Esta es su tarea primordial. Antes que «lugar de culto » o «ins-tancia moral», la Iglesia ha de entenderse a sí misma como «comunidad de esperanza». ¿Qué es la Iglesia de Jesús si no comunica la Buena Noticia de un Dios amigo de la vida ni contagia la esperanza que brota del Resucitado?

4.- RECUPERAR LA EXPERIENCIA VIVA DEL RESUCITADO

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Preguntas

1.– ¿Al confesar que Jesús resucitó es una confesión de Fe en que decimos que Jesús resucitó hace 2000 años o que tiene que ver con nuestra historia?
2.- ¿Qué significa lo que dice Pablo “hay que vivir del Espíritu del Resucitado que da vida”?

JUZGAR

Cuando los primeros cristianos hablan del Resucitado no lo hacen solo para confesar su fe en aquel acontecimiento singular e irrepetible por el que Dios «ha levantado de entre los muertos» a Jesús para introducirlo en la plenitud de su propia vida, sino, sobre todo, para vivir ahora su fe en Cristo «resucitando a una vida nueva». Según Pablo de Tarso, esta experiencia consiste en «conocer a Cristo y el poder de su resurrección» (Flp 3,10). Vive con tal intensidad esta experiencia que llega a decir: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2.20). Los discípulos, que han seguido a Jesús por los caminos de Galilea, han de aprender ahora a vivir del Espíritu del Resucitado, que da vida (1 Cor 15,45).

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