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“La justicia parcial de Dios”. Domingo 30 Ciclo C

Domingo, 27 de octubre de 2019
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indiceDel blog El Evangelio del Domingo, de José Luis Sicre:

El Catecismo que estudié de pequeño decía que Dios “premia a los buenos y castiga a los malos”. Pero no concretaba quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Y como nuestra forma de pensar es con frecuencia muy distinta de la de Dios, es probable que los que Dios considera buenos y malos no coincidan con los que nosotros juzgamos como tales.

Dios, un juez parcial a favor del pobre

Esta la imagen que ofrece la primera lectura, tomada del libro del Eclesiástico 35,12-14.16-18

El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen su favor, y su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia.

Lo más curioso de este texto es que no lo escribe un profeta, amante de las denuncias sociales y de las críticas a los ricos y poderosos, sino un judío culto, perteneciente a la clase acomodada del siglo II a.C.: Jesús ben Sira, viajero incansable en busca de la sabiduría, pero también gran conocedor de las tradiciones de Israel. Y la imagen que ofrece de Dios dista mucho de la que tenían bastantes israelitas. No es un Dios imparcial, que juzga a las personas por sus obras; es un Dios parcial, que juzga a las personas por su situación social. Por eso se pone de parte de los pobres, los oprimidos, los huérfanos y las viudas; los seres más débiles de la sociedad.

Comienza el autor diciendo: El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial. Pero añade de inmediato, con un toque de ironía: no es parcial contra el pobre. Porque la experiencia de Israel, como la de todos los pueblos, enseña que lo más habitual es que la gente se ponga a favor de los poderosos y en contra de los débiles.

Dios, un juez parcial a favor del humilde

El evangelio de Lucas (Lc 18, 9-14) ofrece el mismo contraste mediante un ejemplo distinto, sin relación con el ámbito económico.

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:

‒ Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.» El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.» Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»

La parábola es fácil de entender, pero conviene profundizar en la actitud del fariseo.

La confesión de inocencia

Un niño pequeño, cuando hace una trastada, es frecuente que se excuse diciendo: “Mamá, yo no he sido”. Esta tendencia innata a declararse inocente influyó en la redacción del capítulo 150 del Libro de los muertos, una de las obras más populares del Antiguo Egipto. Es lo que se conoce como la “confesión negativa”, porque el difunto iba recitando una serie de malas acciones que no había cometido. Algo parecido encontramos también en algunos Salmos. Por ejemplo, en Sal 7,4-6:

Señor, Dios mío, si he cometido eso, si hay crímenes en mis manos,
si he perjudicado a mi amigo o despojado al que me ataca sin razón,
que el enemigo me persiga y me alcance,
me pisotee vivo por tierra, aplastando mi vientre contra el polvo.

O en el Salmo 26(25),4-5:

No me siento con gente falsa,
con los clandestinos no voy;
detesto la banda de malhechores,
con los malvados no me siento.

La profesión de bondad

Existe también la versión positiva, donde la persona enumera las cosas buenas que ha hecho. Encontramos un espléndido ejemplo en el libro de Job, cuando el protagonista proclama (Job 29,12-17):

Yo libraba al pobre que pedía socorro y al huérfano indefenso,
recibía la bendición del vagabundo y alegraba el corazón de la viuda;
de justicia me vestía y revestía,
el derecho era mi manto y mi turbante.
Yo era ojos para el ciego, era pies para el cojo,
yo era el padre de los pobres
y examinaba la causa del desconocido.
Le rompía las mandíbulas al inicuo
para arrancarle la presa de los dientes.

El orgullo del fariseo

Volvamos a la confesión del fariseo: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.»

Si el fariseo hubiera sido como Job, se habría limitado a las palabras finales: Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo. Pero al fariseo lo come el odio y el desprecio a los demás, a los que considera globalmente pecadores: ladrones, injustos, adúlteros. Sólo él es bueno, y considera que Dios está por completo de su parte.

La humildad del publicano

En el extremo opuesto se encuentra la actitud del publicano. A diferencia de Job, no recuerda sus buenas acciones, que algunas habría hecho en su vida. A diferencia del Libro de los muertos y algunos Salmos, no enumera malas acciones que no ha cometido. Al contrario, prescindiendo de los hechos concretos se fija en su actitud profunda y reconoce humildemente, mientras se golpea el pecho: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.

En el AT hay dos casos famosos de confesión de la propia culpa: David y Ajab. David reconoce su pecado después del adulterio con Betsabé y de ordenar la muerte de su esposo, Urías. Ajab reconoce su pecado después del asesinato de Nabot. Pero en ambos casos se trata de pecados muy concretos, y también en ambos casos es preciso que intervenga un profeta (Natán o Elías) para que el rey advierta la maldad de sus acciones. El publicano de la parábola muestra una humildad mucho mayor. No dice: “he hecho algo malo”, no necesita que un profeta le abra los ojos; él mismo se reconoce pecador y necesitado de la misericordia divina.

Dios, un juez parcial e injusto

Al final de la parábola, Dios emite una sentencia desconcertante: el piadoso fariseo es condenado, mientras que el pecador es declarado inocente: Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no.

¿Debemos decir, en contra del Catecismo, que “Dios premia a los malos y castiga a los buenos”? ¿O, más bien, que debemos cambiar nuestros conceptos de buenos y malos, y nuestra imagen de Dios?

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Domingo XXX. 27 de Octubre 2019

Domingo, 27 de octubre de 2019
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El fariseo, erguido, hacía interiormente esta oración: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto…”

(Lc 18, 9-14)

¡Qué fácil es creerse buena!…o por lo menor mejor que otras personas. Como si los defectos ajenos nos dieran permiso o justificaran nuestras “pequeñas” faltas. Y es que nuestras faltas siempre son pequeñas en ‘comparación’ con las de otras personas. A fin de cuentas, yo no he matado nunca a nadie ni robo millones de euros como todos esos corruptos que pueblan los telediarios…

En el fondo, en el fondo, nuestro discurso es el mismo que el del fariseo. Y a Dios no le gusta. Nunca le ha gustado que “echemos balones fuera” que es lo que hicieron Adán y Eva cuando los sorprendió comiendo el fruto prohibido.

Cuando nos acercamos a Dios se nos caen las caretas y no nos valen de nada las excusas. Quiere que nos presentemos como somos y como estamos. Nos quiere a nosotras no a esa imagen impoluta que nos vamos construyendo.

Nos quiere libres y auténticas, tal cual nos ha creado. No le asusta nuestra debilidad, lo que le duele es que queramos ocultársela. Su perdón es infinito pero no hará nada sin nuestra libertad.

Por eso, cuando nos presentamos llenas de justificaciones, culpando a las demás, queriendo parecer lo que no somos, Él no puede transformarnos, no puede curarnos.

Pero si le mostramos nuestras heridas, el daño que hemos hecho, nuestras torpezas y desatinos, entonces sí. Con todos esos pedazos, aparentemente inútiles, Él puede recrearnos. Y lo hará. Pero necesita esos pedazos.

Necesita que nos dejemos mover por la humildad que Él ha puesto como semilla en cada una de nosotras.

Oración

Haz, Trinidad Santa, crecer esa semilla de humildad que nos has regalado.

Para que nos acerquemos a ti sin alejarnos de nuestras hermanas

(¡y sin alejarlas a ellas de ti!). Amén

 

*

Fuente: Monasterio de Monjas Trinitarias de Suesa

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Dios no tiene que justificarme ni condenarme.

Domingo, 27 de octubre de 2019
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255695200_1a2a9e4439Lc 18,9-14

Por fin un día lo tenemos fácil. Hoy cualquiera podía hacer la homilía. Se entiende todo y a la primera, a pesar de que la elección de los personajes no es inocente, ni en este caso ni en la parábola del buen samaritano. En el primer caso, la alusión a un sacerdote y un levita nos advierte de una tensión entre las primeras comunidades y la jerarquía del templo. En la parábola que hoy leemos, se advierte la animadversión de los cristianos contra los fariseos, sobre todo después de la destrucción del templo cuando, al desaparecer el sacerdocio, se alzaron con el santo y la limosna y emprendieron una persecución sin cuartel contra los cristianos.

Esa postura no es exclusiva de los fariseos, ni mucho menos. Lucas, en la introducción a la parábola, lo deja muy claro: “por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”. El caso es que un hombre se siente excelente y falla en su apreciación. Otro se siente pecador y también falla al considerar que Dios está lejos de él, por ello. Lo más normal de mundo sería alabar al que era bueno y criticar al malo, pero a los ojos de Dios todo es diferente. Dios es el mismo para los dos, uno le acepta por su gratuidad, el otro pretende poner a Dios de su parte por la bondad de sus obras.

Es una profunda lección la que debemos aprender de este relato. El mensaje se repite muchas veces en los evangelios. Recordemos la frase que Mateo pone en boca de Jesús: “Las prostitutas y los pecadores os llevan la delantera en el reino de Dios”. ¿A quién dijo eso Jesús? A los fariseos, los estrictamente cumplidores de toda la Ley, que hoy serían los religiosos de todas las categorías. Aún hoy, desde nuestra visión raquítica del hombre y de Dios, nos resulta inaceptable esta idea. Seguimos juzgando por las apariencias sin tener en cuenta las actitudes personales, que son las que de verdad califican las acciones de las personas. Y lo que es peor, nos preocupa más lo que hacemos que lo que sentimos.

Dios no está alejado de los dos, pero el publicano reconoce que la cercanía de Dios se debe a su amor incondicional y a pesar de sus fallos. En consecuencia el publicano está más cerca de Dios a pesar de sus pecados. El fariseo cree que Dios tiene la obligación de amarle porque se lo ha ganado a pulso. “Los buenos de toda la vida” tienen mayor peligro de entrar en esta dinámica para con Dios. Si nos atreviésemos a pensar, descubriríamos lo absurdo de esa postura. Todo lo bueno que puedo descubrir en mí viene de Él, que desde lo hondo de mi ser lo posibilita.

Dios no me quiere porque soy bueno. Dios me quiere porque Él es amor. Si parto del razonamiento farisaico (y con frecuencia lo hacemos) resultaría que el que no es bueno no sería amado por Dios, lo cual es un disparate. Este razonamiento parte de la visión ancestral que los seres humanos tenían de Dios, pero tenemos que dar un salto en nuestra concepción de un dios separado y ausente, que exige nuestro vasallaje para estar de nuestra parte. Dios no me puede considerar un objeto porque nada hay fuera de Él. El fallo más grave que podemos cometer como seres humanos es precisamente considerarnos algo al margen de Dios.

Dios me está aportando lo que soy antes de empezar a existir, es ridículo que pueda merecerlo. Lo que sí puedo y debo hacer es responder conscientemente a ese don y tratar de agradecerlo, haciéndole presente en mi vida. Si no respondo adecuadamente a lo que Dios es para mí, la única actitud adecuada es reconocerlo, pedirle perdón y agradecerle con toda el alma que siga amándome a pesar de todo. Estas simples reflexiones me llevarán a sacar una consecuencia simple. No tengo que ser bueno para que Dios esté de mi parte. Porque Él me quiere y no me falla como yo hago con Él, voy a intentar ser agradecido fallándole menos y tratar de imitarle.

También tendrían consecuencias para nuestra relación con los demás. Amar al que se porta bien conmigo no tiene ningún valor religioso. Es verdad que es lo que hacemos todos, pero tenemos que revisar esa actitud. Si me porto humanamente con aquel que no se lo merece, estaré dando un salto de gigante en mi evolución hacia la plenitud de humanidad. Ser más humano me hace a la vez, más divino. Hemos interiorizado que debíamos actuar divinamente, aunque ese intento llevara consigo el olvidarse de las más elementales normas de humanidad. Los altares están llenos de santos que se olvidaron por completo de las relaciones verdaderamente humanas.

El domingo pasado hablábamos de la oración. Hoy nos propone dos modos de orar, no solo distintos sino completamente contrarios. Cada oración manifiesta la idea de Dios que tiene uno y otro. Para uno se trata de un Dios justo, que me da lo que merezco. Para el otro, Dios es amor que llega a mí sin merecerlo. Ojo al dato. Porque la mayoría de las veces estamos más cerca del fariseo que del publicano. Una vez más tengo que advertir de la importancia de hacer una reflexión seria sobre este asunto. No basta ser bueno por una acomodación estricta a la norma. Hay que ser humano, respondiendo a las exigencias de nuestro auténtico ser.

He tenido problemas serios cada ver que he dicho que Dios ama a todos de la misma manera. La respuesta automática era: Dios es amor, pero es también justicia. Implícitamente me estaban diciendo: ¿Cómo me va a amar Dios a mí, que cumplo escrupulosamente su santa voluntad, igual que a ese desgraciado que no cumple nada de lo que Él manda? Una vez más estamos exigiendo a Dios que sea justo a nuestra manera. Para superar esta tentación debemos abandonar la idea de una religión aceptada como programación, que me viene de fuera. El hecho de que el programador sea el mismo Dios no cambia la mezquindad de la perspectiva.

Debemos descubrir la bondad de lo mandado y no conformarnos con el cumplimiento de la norma. Ese descubrimiento no es tan fácil como pudiera parecer a primera vista. Ningún hecho u omisión son buenos porque están mandados. Están mandados porque lo exige mi ser más profundo, que está más allá de mi ego superficial. Para descubrir esas exigencias tengo que aprovecharme de la experiencia de otros seres humanos que lo han descubierto antes que yo, pero en ningún caso quedo dispensado de experimentarlo por mí mismo. Sin esa experiencia toda la religiosidad se queda reducida un puro ropaje externo que no toca lo profundo de mi ser.

El desaliento, que a veces nos invade, es consecuencia de un desenfoque espiritual. Nada tienes que conseguir ni por ti mismo ni de Dios. Dios ya te lo ha dado todo y te ha capacitado para desplegar todo tu ser. No tengas miedo a nada ni a nadie. Tu ser profundo no lo puede malear nadie, ni siquiera tú mismo. Tus fallos son solo la demostración de que no has descubierto lo que eres, pero todas las posibilidades de alcanzar esa plenitud siguen intactas. Piensa en esto: las limitaciones que descubres cada día, y que tanto nos hacen sufrir, no pueden malograr todas las posibilidades que me acompañan siempre.

Cuando te sientas abrumado por tus fallos, descubre que para Dios eres siempre el mismo. Alguien único, irrepetible, necesario para el mundo y para Dios. Se habla mucho últimamente de la autoestima. Es imprescindible para poder desarrollarte, pero nunca puede apoyarse en las cualidades que puedes tener o no tener y que son secundarias. Esa pretensión de desplegar la autoestima en las cualidades adquiridas, o por adquirir, nos llevará siempre a un rotundo fracaso. Tomar conciencia de que lo que soy no depende de mí es la clave para una total seguridad en lo que soy. Soy mucho más de lo que creo ser. A pesar de mí, mi valor es infinito.

Meditación-contemplación

No te conformes con aceptar la religión como programación.
Aprovecha la experiencia de otros para conocerte mejor.
Descubre tu ser verdadero y actúa en consecuencia.
Lo humano que hay en ti, tienes que desplegarlo.
Baja a lo hondo de tu ser y descubre lo que eres.
No tienes que alcanzar nada, solo vivir lo que ya eres.

Fray Marcos

Fuente Fe Adulta

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Fariseos y recaudadores.

Domingo, 27 de octubre de 2019
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lc-18-9-14-ptYour task is not to seek for love, but merely to seek and find all the barriers within yourself that you have built against it (Buda y Rumi)

27 de mayo. DOMINGO 30 DEL TO

Lc 18, 9-14

Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, el otro recaudador

Parábola dirigida a los que se tienen por justos y desprecian a los demás; los que se creen buenos porque son cumplidores de la ley, y por los que entienden que tienen todo derecho a pasar por el banco del templo a presentar en su oración una especie de reembolso por dicho cumplimiento de la ley.

Jesús desenmascara esta egocéntrica actitud de los fariseos, declarando abiertamente que los en realidad justificados, son los que se sienten absolutamente indigentes, y necesitados de la compasión y del amor.

El término Namasté, procede del sánscrito, y es un saludo indio que nos conecta con nuestro cargándonos de energía siempre que la necesitamos. En el saludo nos deseamos y deseamos al otro aquello de “La chispa divina que hay en mí reconoce la chispa divina que hay en ti”, y por eso el publicano sale justificado del templo y el fariseo no.

Yo he visto algo semejante en África. Cuando dos personas se cruzan en un camino, uno de ellos dice Sawona: Yo te respeto, yo te valoro, eres importante para mí”.  A lo que el otro responde “Shikoba: “Entonces, yo existo para ti”.

El término Shalom en el idioma hebreo, es una forma de saludo o despedida entre los judíos que significa también algo parecido: paz, bienestar transmitiendo un deseo de salud, armonía, paz, interior, calma y tranquilidad para aquel o aquellos a quien está dirigido el saludo.

En esta dimensión estaban los místicos Gautama Buda (siglo V a,C.) y Yalāl ad-Dīn Muhammad Rūmī (1207-1273): “Tu tarea no es buscar el amor, sino simplemente buscar y encontrar todas las barreras dentro de ti que has construido contra él”.

El campo emergente de la investigación sobre temas de la compasión y la autocompasión, está demostrando que ser amable con uno mismo y con los demás es una de las mejores cosas que se pueden hacer por la salud.

“Cuando se practican, se reduce el cortisol, la hormona del estrés, eliminando dicho estado”, dice Deborah Serani (1961), doctora en psicología y profesora en la Universidad de Adelphi (USA), autora galardonada de Living with Depression, añadiendo que “cuanto más nos quedamos con pensamientos positivos, más oleadas de dopamina inundan nuestro cuerpo con hormonas para sentirnos bien”.

Así, sin duda, el cobrador de impuestos salió de la oración feliz, y el fariseo amargado, y amargando a los demás la vida.

Para mí la opción es clara: ¡ publicano !

DONDE HAY AMOR SOBRAN LAS NORMAS

La mística de arriba y la de abajo
lo ha mantenido siempre en su Programa.
San Agustín lo reafirmó en latín.
Nos lo legó Jesús con su Palabra:
-“No fue hecho el hombre para el sábado”. 

Y corrigiéndole la plana
a Jesús, Agustín, al mundo entero,
al sentido común, a la Palabra…,
a ultranza lo negó la Santa Iglesia
que desde entonces se quedó en Beata.

Comentaron el hecho los poetas,
lo cantaron los bardos en las plazas.
Así sonaban sus místicos versos:
-“Donde hay fe hay amor,
donde hay amor hay paz,
donde hay paz está Dios
y donde Dios está no falta nada”.

Dios tiene tantos corazones
como criaturas hay en la existencia.

Eres billete necesario,
-Amor humano libre de cadenas-
para el Amor divino.
Hay que llevarte siempre en la cartera.

Cuando llegue el momento de embarcar
y partir ya para la orilla eterna,
no quiero quedarme encadenado
en tierra.

Vicente Martínez
(Ediciones Feadulta)

 

Vicente Martínez

Fuente Fe adulta

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Los justificados y los que se justifican

Domingo, 27 de octubre de 2019
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fariseoypublicanoLc 18, 9-14

Nadie quiere identificarse con el fariseo. Queda mal reconocer que uno ha pensado más de una vez que es mejor que los demás, que el orgullo le ha hecho esbozar una sonrisa de satisfacción al sentirse superior al resto, o aún peor, que ha dado gracias por ello en lo más recóndito de su corazón. “Yo habría discernido mejor la situación”, “no sé cómo han elegido a esta persona que lo hace tan mal”, “si me dejaran a mí ya verían cómo reorganizaba esto enseguida”, “porque no me han dado esa responsabilidad que si no…”, “fíjate ése qué mal camino lleva”… Innumerables razonamientos con los que excusamos nuestra envidia y falta de misericordia hacia otros con tal de salir reforzados nosotros. “Qué majo soy, qué solidario, qué buena gente”. Nos gusta salir ganando en las comparaciones y que la victoria se vea. Rebajar los dones de los demás, para dar más espacio a los nuestros.

Pensamos ingenuamente que la oración del publicano no es tan difícil. Que basta con sentarse en los bancos de atrás y mirar al suelo para desembarazarnos de ese “lado oscuro” de nuestra personalidad que nos hace caminar un palmo por encima del suelo. ¡Qué poco nos cuesta engañarnos!

Una de las prácticas más comunes y universales del ser humano es la justificación. Argumentar lo que sea con tal de no reconocer nuestra parte más miserable y nuestra enorme fragilidad. Discursos y más discursos para auto-convencernos y convencer de lo estupendos que somos. Tanto esfuerzo para nada. Imposible tapar la verdad tan sencilla como evidente de lo que uno es: un pobre pecador.

No. La oración del publicano no es nada fácil.

Con dos personajes –un fariseo y un publicano– y una elocuente imagen en la que se ve la actitud de cada uno en la oración, Jesús consigue ponernos ante el espejo de nuestra alma; y nos anima a meditar sobre la estupidez de la prepotencia y el buen juicio de la humildad:

– Que no se trata de negar los dones que tenemos, sino de reconocer que no son de nuestra propiedad. A ver, ¿qué te hace ser tan importante? ¿qué tienes que no hayas recibido? (1Co 4,7). El error del fariseo está en no reconocerse como tal; en presentarse ante Dios como dueño y señor de sus logros.

– Que la verdadera humildad nos anima a reconocer con sencillez, simplicidad y transparencia lo que somos. El acierto del publicano es reconocer que creía que merecía algo cuando en realidad no merece nada; presentarse ante Dios como un pecador que solo puede agradecer lo que otros le dan.

Cada uno de los personajes se retrata a sí mismo en su modo de orar. Porque ante Dios se ve con mayor claridad lo absurdo de creerse alguien, y la humanidad de la humildad.

María Dolores López Guzmán

Fuente Fe Adulta

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Sombra, orgullo neurótico y verdad.

Domingo, 27 de octubre de 2019
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fariseo-y-publicano Domingo XXX del Tiempo Ordinario

27 octubre 2019

Lc 18, 9-14

He aquí una joya de sabiduría psicológica y espiritual. Y para evitar el juicio apresurado, será bueno ver que los dos personajes de la parábola representan dos actitudes que seguramente habitan en cualquiera de nosotros.

El “fariseo” simboliza el ego que vive de la comparación, el juicio y la descalificación. La comparación permite afirmarse, separándose, frente a los otros; el juicio es inevitable en el estado mental, ya que pensar equivale a juzgar, es decir, a colocar “etiquetas” a todo y a todos; la descalificación del otro supone afirmar la propia “superioridad” moral o personal.

La imagen del “publicano”, por su parte, alude a la consciencia de nuestra propia vulnerabilidad, con su carga de debilidad, error, mentira e incluso maldad: lo que, genéricamente, se ha entendido como “pecado”.

El primero vive instalado en el orgullo neurótico y, desde él, condena en el otro todo aquello que en sí mismo ni acepta ni quiere ver. En ese sentido, vive en la mentira, porque es incapaz de reconocer y aceptar su propia sombra. Y, al no verla, se ve forzado a proyectarla en el otro, sin advertir que, con toda probabilidad, aquello que condena es lo que, en su inconsciente –eso es la sombra–, desearía vivir. De modo que, mientras está presumiendo de no ser “como los demás: ladrones, injustos, adúlteros” –“dime de qué presumes y te diré de qué careces”–, sin que él lo advierta, su inconsciente está susurrando: “no soy como los demás…, pero me encantaría serlo”. ¿Resultado? Es un hombre no reconciliado consigo mismo –no “justificado”, en el lenguaje de la parábola-.

A diferencia de quien se refugia en su imagen idealizada, el segundo reconoce sencillamente su verdad y se acepta con ella. No hay comparación, ni juicio ni descalificación de otros. Hay aceptación de la propia verdad, sin maquillarla –eso es humildad–, que produce un resultado diametralmente opuesto al anterior: termina “justificado”, es decir, unificado y pacificado.

¿Cómo puedo reconocer en mí el orgullo neurótico y la sombra inconsciente? Por sus síntomas en mi vida cotidiana: la comparación con los otros, el juicio y la descalificación, la crispación que experimento ante determinadas personas, actitudes, comportamientos… Evidentemente no todo aquello de lo que discrepo constituye una sombra mía, pero lo que me crispa de los otros me está señalando algo negado en mí.

¿Vivo reconciliado/a con toda mi verdad?

Enrique Martínez Lozano

Fuente Boletín Semanal

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EL publicano, Zaqueo, el hijo pródigo, el buen samaritano, la mujer adúltera, el buen ladrón, el pobre Lázaro, Dios Padre y Jesús “son colegas”.

Domingo, 27 de octubre de 2019
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FD2BC575-6A8A-4C1D-BE79-DD2A1790F750Del blog de Tomás Muro La Verdad es libre:

 San Lucas y las dos personas / personajes.

Es curioso cómo el evangelista san Lucas presenta frecuentemente la vida a dos tiempos: dos personas, dos actitudes:

Ya desde Juan Bautista y Jesús

Marta y María, (Lc 10,38-42)

El hermano mayor y el hermano menor, (Lc 15)

El juez injusto y la viuda (Lc 18,1-8)

El rico epulón y Lázaro (Lc 16)

El sacerdote (levita) y el buen samaritano, (Lc 10)

El fariseo y el publicano (Lc 18,9-14)

Los dos de Emaús, (Lc 24)

Es un esquema, un modo de hablar de la vida. Todos tenemos en determinados momentos y etapas de la vida algo de hermano mayor y menor. También somos, al mismo tiempo: fariseos y publicanos.

Acentos distintos.

No es que dos hombres -dos- subieran al templo a orar. Más bien son dos estilos, dos personajes o polos que subrayan aspectos diferentes de la vida, son modos diversos de estar en la vida. El hermano mayor y el menor, el fariseo y el publicano, el sacerdote y el buen samaritano, etc. Los hombres prepotentes son hombres rectos y correctos, lo cumplen todo, buscan la seguridad de una “hoja de servicios” “impoluta, perfecta”. Los “otros”: el hijo pródigo, el publicano, el buen samaritano, etc. son unos desgraciados que se sienten débiles y confían.

El fariseo en pie, se siente seguro de sí mismo, de su ser religioso de vida, de sus prácticas y ayunos, del cumplimiento de las leyes.

El publicano, que no se atrevía ni a levantar la mirada, se siente lejos pero con nostalgia de Dios; y, al no poder confiar en sí mismo, invoca compasión y perdón.

Estas actitudes se dan también en nosotros tanto personal como eclesiásticamente. Hay etapas en la vida en las que militamos en una actitud y otras circunstancias, en otra. ¿No hay un poco de todo en nuestra vida?

hace daño despreciar a los demás, especialmente a los más débiles.

El publicano de la parábola de hoy es un personaje muy humano por su debilidad, por su miseria y humildad.

En nuestro mundo cultural usamos una afirmación que creo tiene mucho de farisaica: “la autoestima”: lo que yo valgo, mis cualidades, “apreciarme”, lo que hago en la vida, etc. Todo está lleno de “uno mismo”, centrado en el propio yo y no deja lugar para los demás ni para Dios. Orgullo y desprecio van siempre juntos. El orgullo nos “parapeta” frente a Dios: yo ya lo he cumplido todo. El desprecio nos aleja de los débiles.

Cuando veo mi propia miseria “publicana”, ¿cómo puedo mirar a los demás “farisaica” y orgullosamente? ¿Quién soy yo para acusar, condenar a nadie cuando harto tengo conmigo mismo? ¿Qué sé yo de los recorridos, circunstancias y problemas de los demás para coger y tirar la primera piedra?

Por otra parte, ante Dios todos los seres humanos somos iguales.

No hay nadie des – graciado. Todos somos queridos -gracia- por Dios. Nadie queda fuera de la gracia de Dios. Él nos creó por medio de nuestros padres, Él nos llama a todos por igual, porque nos ama.

Qué triste y cuánto daño hacemos y nos hacemos con la prepotencia, el orgullo, el racismo, el poder. Todo muy farisaico, religiosamente farisaico.

El fariseo, el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo desprecian profundamente a los demás: ese hijo tuyo… en cambio yo no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano.

Causa mucha pena y tristeza cuando nos sale la veta farisea, y despreciamos o nos creemos superiores a otros, especialmente cuando humillamos al débil, al pobre, a la viuda, al extranjero, al de otras etnias, al que consideramos moralmente un desastre: al pecador, etc. Y es más triste todavía cuando toda esta parafernalia religioso-farisaica se da en los eclesiásticos y en la Iglesia.

desde la cercanía de dios.

El campo de visión de Dios es infinitamente amplio y sano. “Dios nos ve cerca, nos quiere acercanos a él” y nos dice:

¿No sabes que te conozco desde antes de nacer (Salmo 138) y, sobre todo, te amo. Cuando estabas lejos, como el hijo menor, te vi y te miré profundamente conmovido (Lc 15,10).

No me importan los ayunos, ni los diezmos, ni los despistes sexuales, ni las veces que no has ido al Templo (¿a Misa?), me importas tú.

Allá en el horizonte infinito, aunque te parezca lejos, estoy y estoy contigo en la profundidad de tu vida.

No te sientas des – graciado, porque mi gracia está en ti. Estás justificado, perdonado, no estás lejos, estás en casa.

BF4F0B9A-9FD6-4A18-8025-7E355207DE95Oración del publicano desde la distancia.

Tal vez nos haga bien sentirnos publicanos y orar en nuestro interior como el publicano que se mantenía humildemente a distancia:

Señor, estoy desviado, demasiado lejos de lo que Tú soñaste de mí,

de las ilusiones que habías puesto en mí

Me encuentro distante como el publicano.

mi mundo está separado de Ti y de mis hermanos.

Como el hijo menor, me encuentro lejos de tu casa (Lc 15,20),

como tus discípulos, lejos de la cruz, (Lc 23,49).

Lejanías y distancias “de mis adentros”, “lejos de mí mismo”,

destierros familiares, distanciamientos eclesiales y sociales…

Como el publicano no me atrevo a levantar la mirada.

Como el publicano, solamente me atrevo a decirte:

¡Ten compasión de mí!

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Llamadme publicano

Domingo, 23 de octubre de 2016
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Llamadme publicano

Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre…
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos…
y sé todos los cuentos.

*

León Felipe,
Llamadme publicano (1950)

***

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:

“Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:

– “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.”

El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo:

– “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. “

Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

*

Lucas 18, 9-14

***

***

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“La postura justa”. 30 Tiempo ordinario – C (Lucas 18,9-14)

Domingo, 23 de octubre de 2016
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30-to-600x848Según Lucas, Jesús dirige la parábola del fariseo y el publicano a algunos que presumen de ser justos ante Dios y desprecian a los demás. Los dos protagonistas que suben al templo a orar representan dos actitudes religiosas contrapuestas e irreconciliables. Pero ¿cuál es la postura justa y acertada ante Dios? Esta es la pregunta de fondo.

El fariseo es un observante escrupuloso de la ley y un practicante fiel de su religión. Se siente seguro en el templo. Ora de pie y con la cabeza erguida. Su oración es la más hermosa: una plegaria de alabanza y acción de gracias a Dios. Pero no le da gracias por su grandeza, su bondad o misericordia, sino por lo bueno y grande que es él mismo.

En seguida se observa algo falso en esta oración. Más que orar, este hombre se contempla a sí mismo. Se cuenta su propia historia llena de méritos. Necesita sentirse en regla ante Dios y exhibirse como superior a los demás.

Este hombre no sabe lo que es orar. No reconoce la grandeza misteriosa de Dios ni confiesa su propia pequeñez. Buscar a Dios para enumerar ante él nuestras buenas obras y despreciar a los demás es de imbéciles. Tras su aparente piedad se esconde una oración «atea». Este hombre no necesita a Dios. No le pide nada. Se basta a sí mismo.

La oración del publicano es muy diferente. Sabe que su presencia en el templo es mal vista por todos. Su oficio de recaudador es odiado y despreciado. No se excusa. Reconoce que es pecador. Sus golpes de pecho y las pocas palabras que susurra lo dicen todo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador».

Este hombre sabe que no puede vanagloriarse. No tiene nada que ofrecer a Dios, pero sí mucho que recibir de él: su perdón y su misericordia. En su oración hay autenticidad. Este hombre es pecador, pero está en el camino de la verdad.

El fariseo no se ha encontrado con Dios. Este recaudador, por el contrario, encuentra en seguida la postura correcta ante él: la actitud del que no tiene nada y lo necesita todo. No se detiene siquiera a confesar con detalle sus culpas. Se reconoce pecador. De esa conciencia brota su oración: «Ten compasión de este pecador».

Los dos suben al templo a orar, pero cada uno lleva en su corazón su imagen de Dios y su modo de relacionarse con él. El fariseo sigue enredado en una religión legalista: para él lo importante es estar en regla con Dios y ser más observante que nadie. El recaudador, por el contrario, se abre al Dios del Amor que predica Jesús: ha aprendido a vivir del perdón, sin vanagloriarse de nada y sin condenar a nadie.

José Antonio Pagola

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“El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no”. Domingo 23 de octubre de 2016. 30º Ordinario

Domingo, 23 de octubre de 2016
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55-ordinarioc30-cerezoLeído en Koinonia:

Eclesiástico 35, 12-14. 16-18: Los gritos del pobre atraviesan las nubes.
Salmo responsorial: 33: Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha.
2Timoteo 4, 6-8. 16-18: Ahora me aguarda la corona merecida.
Lucas 18, 9-14. El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no.

La mayor parte de las parábolas de Jesús tienen como telón de fondo la vida de las aldeas de Galilea y refleja distintas experiencias de vida del campesinado. Solamente unas pocas se salen de este marco. Una de éstas es la del fariseo y el recaudador que se sitúa en contexto urbano y, más en concreto, en la ciudad de Jerusalén, en el recinto del templo: el lugar propicio para obtener la purificación de los pecados.

La influencia y atracción del templo para los judíos se extendía incluso más allá de las fronteras de Palestina, como lo mostraba claramente la obligación del pago del impuesto al templo por parte de los judíos que no vivían en Palestina. Pagar ese impuesto se había convertido en tiempos de Jesús en un acto de devoción hacia el templo, porque éste hacía posible que los judíos mantuviesen una relación saludable con Dios.

En tiempos de Jesús, el cobro de impuestos no lo hacían los romanos directamente, sino indirectamente, adjudicando puestos de arbitrios y aduanas a los mejores postores, que solían ser gente de las élites urbanas o aristocracia. Estas élites, sin embargo, no regentaban las aduanas, sino que, a su vez, dejaban la gestión de las mismas a gente sencilla, que recibía a cambio un salario de subsistencia. Los recaudadores de impuestos practicaban sistemáticamente el pillaje y la extorsión de los campesinos. Debido a esto, el pueblo tenía hacia estos cobradores de impuestos la más fuerte hostilidad, por ser colaboracionistas con el poder romano. La población los odiaba y los consideraba ladrones. Tan desprestigiados estaban que se pensaba que ni siquiera podían obtener el arrepentimiento de sus pecados, pues para ello tendrían que restituir todos los bienes extorsionados, más una quinta parte, tarea prácticamente imposible al trabajar siempre con público diferente. Esto hace pensar que el recaudador de la parábola era un blanco fácil de los ataques del fariseo, pues era pobre, socialmente vulnerable, virtualmente sin pudor y sin honor, o lo que es igual, un paria considerado extorsionador y estafador.

En su oración, el fariseo aparece centrado en sí mismo, en lo que hace. Sabe lo que no es: ladrón, injusto o adúltero; ni tampoco es como ese recaudador, pero no sabe quién es en realidad. La parábola lo llevará a reconocer quién es, precisamente no por lo que hace (ayunar, dar el diezmo…), sino por lo que deja de hacer (relacionarse bien con los demás).

El fariseo decimos que ayuna dos veces por semana y paga el diezmo de todo lo que gana. Hace incluso más de lo que está mandado en la Torá. Pero su oración no es tan inocente. Lo que parecen tres clases diferentes de pecadores a las que él alude (ladrón, injusto, pecador) se puede entender como tres modos de describir al recaudador. El recaudador, sin embargo, reconoce con gestos y palabras que es pecador y en esto consiste su oración.

El mensaje de la parábola es sorprendente, pues subvierte el orden establecido por el sistema religioso judío: hay quien, como el fariseo, cree estar dentro, y resulta que está fuera; y hay quien se cree excluido, y sin embargo está dentro.

En el relato se ha presentado al fariseo como un justo y ahora se dice que este justo no es reconocido; debe haber algo en él que resulte inaceptable a los ojos de Dios. Sin embargo, el recaudador, al que se nombra con un despectivo “ése”, no es en modo alguno despreciable. ¿Qué pecado ha cometido el fariseo? Tal vez solamente uno: mirar despectivamente al recaudador y a los pecadores que él representa. El fariseo se separa del recaudador y lo excluye del favor de Dios.

Dios, justificando al pecador sin condiciones, adopta un comportamiento diametralmente opuesto al que el fariseo le atribuía con tanta seguridad. El error del fariseo es el de ser “un justo que no es bueno con los demás”, mientras que Dios acoge graciosamente incluso al pecador. Esta parábola proclama, por tanto, la misericordia como valor fundamental del reino de Dios. Con su comportamiento el recaudador rompe todas las expectativas y esquemas, desafía la pretensión del fariseo y del templo con sus medios redentores y reclama ser oído por Dios, ya que no lo era por el sistema del templo y por la teología oficial, representada por el fariseo.

Si la interpretación de la parábola es ésta, entonces se puede vislumbrar por qué Jesús fue estigmatizado como «amigo de recaudadores y de pecadores», y por qué fue crucificado finalmente por las élites de Jerusalén con la ayuda de los romanos y el pueblo.

En esta parábola se cumple lo que leemos en la primera lectura del libro del Eclesiástico: “Dios no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido, no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja”. Dios está con los que el sistema ha dejado fuera. Como estuvo con Pablo de Tarso, como se lee en la segunda lectura, que, a pesar de no haber tenido quien lo defendiera, sentía que el Señor estaba a su lado, dándole fuerzas. Leer más…

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Dom 23.10.16. Fariseo y publicano ante el espejo. Una parábola

Domingo, 23 de octubre de 2016
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0_d43_30dom_comum_2810Del blog de Xabier Pikaza:

Domingo 30 del tiempo ordinario. Ciclo c.. Es una parábola muy propia para que miremos al espejo interior y nos veamos, para que podamos descubrirnos digamos (aceptemos) lo que somos.

Los personajes son muy sencillos, sólo dos, estilizados, casi caricaturizados… El bueno y el malo. Pero el espejo muestra que los papeles están invertidos. El que dice ser bueno es en realidad el malo. Y el que se dice malo, y se reconoce como pecados, es en realidad el bueno.

Es una parábola para entender las cosas al revés, propia de niños, pues ellos son los que mejor la entienden. Asi la contó Jesús, y aparece en el evangelio de Lucas.

Yo también la he repetido alguna alguna vez en este portal, pero quiero hacerlo de nuevo, para que algunos puedan verse a sí mismos y entenderse (y cambiar si pueden) a la luz de esta parábola. A mí me hizo pensar cuando era niño, cuando la escuché y la imaginé por primera vez ante el espejo de una gran sacristía.

Es una meditación, propia de mayores, pero a veces, de verdad, sólo la entienden los niños, los que están dispuestos a pensar y a dejarse cambiar. Los que tenemos las ideas hechas apenas podemos cambiar, por mucho que viniera Jesús y contara la parábola de nuevo, como la contó de bien aquel cura, en la sacristía del pueblo, hace unos sesenta y ocho años.

Yo asocio siempre esta parábola con aquel un cura, creo que era jesuita, cuando yo era niño… y con el espejo de la sacristía, donde pude ver a los personajes, cómo se ponían, como hablaban… cómo el uno acusaba al otro con el dedo, y cómo el otro se encogía…

Creo que desde entonces no la he olvidado, ni olvidaré nunca esta parábola. Yo era niño, pero pienso que pensaba encones mejor que ahora Buen domingo a todos.

Texto: Lc 18, 9-14

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano.

El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.
El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.

Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.”

Un niño ante el espejo

Un día nos llevaron a la iglesia, porque había venido un cura famoso y cura quería explicarnos una parábola de evangelio. Seríamos diez o quince niños.

Sé que el cura nos trató como si fuéramos mayores.Pasamos por la Iglesia y nos llevó a la sacristía, nos mostró sus cuadros, sus espejos y sus cristos, sus armarios y vitrinas y, al final, hizo que por orden nos sentáramos en sillas o en el suelo brillante de cera. No recuerdo si estaba en una silla o en el suelo (pienso que en el suelo), pues las sillas eran demasiado altas para los pequeños.

Sólo recuerdo bien el gran espejo. Nunca había visto uno más grande, inclinado, de bordes ondeantes y dorados, sobre el suelo, para que el celebrante pudiera verse entero, con los altos y los bajos de sus vestiduras, antes de salir a misa.

Allí nos contó la parábola. No recuerdo los detalles de su catequesis, pero me vuelven a la mente las figuras (sobre todo la del fariseo) que iban y venían en el gran espejo. El cura nos dijo que imagináramos la escena.

Tengo la impresión de que era un jesuita. Nos dijo que miráramos bien, con los ojos de dentro. Y yo miré, y reviví la escena en el espejo. Quiero volver un día a aquella iglesia, y sentarme de nuevo en la sacristía, ante el espejo, donde imaginé cosas que después más de una ver he recordado.

El fariseo

Pude verle bien. No sé cómo, pero sé que había venido y que estaba ante nosotros. Era alto, vestido de traje, fumando un gran puro. Se puso en medio, de pie, en el centro de la gran sala de columnas inmensas, ocupando todo el espacio sagrado, ante la puerta del fondo que daba al santuario. El jesuita nos dijo que era la puerta del gran Sagrario o Santo de los Santos donde estaba Dios, en la oscuridad, viéndolo todo, pero sin que pudiéramos verle. Hoy quiero descorrer el velo de los sesenta y ocho años que han pasado desde entonces y mirar de nuevo a fariseo, para escuchar cómo rezaba:

¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás. No le da gracias por él (por Dios), sino por sí mismo. Está contento de lo que es (entonces le imaginaba con el puro en la boca, hoy le veo sin puro). Por eso da gracias al Dios que le pone en el centro de la gran escena sagrada, como signo de santidad y justicia. Leer más…

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“La justicia parcial de Dios”. Domingo 30 Ciclo C

Domingo, 23 de octubre de 2016
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indiceDel blog El Evangelio del Domingo, de José Luis Sicre:

El Catecismo que estudié de pequeño decía que Dios “premia a los buenos y castiga a los malos”. Pero no concretaba quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Y como nuestra forma de pensar es con frecuencia muy distinta de la de Dios, es probable que los que Dios considera buenos y malos no coincidan con los que nosotros juzgamos como tales.

Dios, un juez parcial a favor del pobre

Esta la imagen que ofrece la primera lectura, tomada del libro del Eclesiástico 35,12-14.16-18

El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen su favor, y su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia.

Lo más curioso de este texto es que no lo escribe un profeta, amante de las denuncias sociales y de las críticas a los ricos y poderosos, sino un judío culto, perteneciente a la clase acomodada del siglo II a.C.: Jesús ben Sira, viajero incansable en busca de la sabiduría, pero también gran conocedor de las tradiciones de Israel. Y la imagen que ofrece de Dios dista mucho de la que tenían bastantes israelitas. No es un Dios imparcial, que juzga a las personas por sus obras; es un Dios parcial, que juzga a las personas por su situación social. Por eso se pone de parte de los pobres, los oprimidos, los huérfanos y las viudas; los seres más débiles de la sociedad.

Comienza el autor diciendo: El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial. Pero añade de inmediato, con un toque de ironía: no es parcial contra el pobre. Porque la experiencia de Israel, como la de todos los pueblos, enseña que lo más habitual es que la gente se ponga a favor de los poderosos y en contra de los débiles.

Dios, un juez parcial a favor del humilde

El evangelio de Lucas (Lc 18, 9-14) ofrece el mismo contraste mediante un ejemplo distinto, sin relación con el ámbito económico.

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:

‒ Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.» El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.» Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»

La parábola es fácil de entender, pero conviene profundizar en la actitud del fariseo.

La confesión de inocencia

Un niño pequeño, cuando hace una trastada, es frecuente que se excuse diciendo: “Mamá, yo no he sido”. Esta tendencia innata a declararse inocente influyó en la redacción del capítulo 150 del Libro de los muertos, una de las obras más populares del Antiguo Egipto. Es lo que se conoce como la “confesión negativa”, porque el difunto iba recitando una serie de malas acciones que no había cometido. Algo parecido encontramos también en algunos Salmos. Por ejemplo, en Sal 7,4-6:

Señor, Dios mío, si he cometido eso, si hay crímenes en mis manos,
si he perjudicado a mi amigo o despojado al que me ataca sin razón,
que el enemigo me persiga y me alcance,
me pisotee vivo por tierra, aplastando mi vientre contra el polvo.

O en el Salmo 26(25),4-5:

No me siento con gente falsa,
con los clandestinos no voy;
detesto la banda de malhechores,
con los malvados no me siento.

La profesión de bondad

Existe también la versión positiva, donde la persona enumera las cosas buenas que ha hecho. Encontramos un espléndido ejemplo en el libro de Job, cuando el protagonista proclama (Job 29,12-17):

Yo libraba al pobre que pedía socorro y al huérfano indefenso,
recibía la bendición del vagabundo y alegraba el corazón de la viuda;
de justicia me vestía y revestía,
el derecho era mi manto y mi turbante.
Yo era ojos para el ciego, era pies para el cojo,
yo era el padre de los pobres
y examinaba la causa del desconocido.
Le rompía las mandíbulas al inicuo
para arrancarle la presa de los dientes.

El orgullo del fariseo

Volvamos a la confesión del fariseo: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.»

Si el fariseo hubiera sido como Job, se habría limitado a las palabras finales: Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo. Pero al fariseo lo come el odio y el desprecio a los demás, a los que considera globalmente pecadores: ladrones, injustos, adúlteros. Sólo él es bueno, y considera que Dios está por completo de su parte.

La humildad del publicano

En el extremo opuesto se encuentra la actitud del publicano. A diferencia de Job, no recuerda sus buenas acciones, que algunas habría hecho en su vida. A diferencia del Libro de los muertos y algunos Salmos, no enumera malas acciones que no ha cometido. Al contrario, prescindiendo de los hechos concretos se fija en su actitud profunda y reconoce humildemente, mientras se golpea el pecho: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.

En el AT hay dos casos famosos de confesión de la propia culpa: David y Ajab. David reconoce su pecado después del adulterio con Betsabé y de ordenar la muerte de su esposo, Urías. Ajab reconoce su pecado después del asesinato de Nabot. Pero en ambos casos se trata de pecados muy concretos, y también en ambos casos es preciso que intervenga un profeta (Natán o Elías) para que el rey advierta la maldad de sus acciones. El publicano de la parábola muestra una humildad mucho mayor. No dice: “he hecho algo malo”, no necesita que un profeta le abra los ojos; él mismo se reconoce pecador y necesitado de la misericordia divina.

Dios, un juez parcial e injusto

Al final de la parábola, Dios emite una sentencia desconcertante: el piadoso fariseo es condenado, mientras que el pecador es declarado inocente: Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no.

¿Debemos decir, en contra del Catecismo, que “Dios premia a los malos y castiga a los buenos”? ¿O, más bien, que debemos cambiar nuestros conceptos de buenos y malos, y nuestra imagen de Dios?

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Domingo XXX. Fiesta del Stmo. Redentor

Domingo, 23 de octubre de 2016
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“Quien se ensalza será humillado, y quien se humilla será ensalzado.”

(Lc18, 9-14)

Hoy, además de ser domingo, ¡la gran fiesta de los cristianos!, celebramos el DOMUND, la Jornada Mundial de la Evangelización de los pueblos, pero no solo eso, la familia trinitaria celebramos la fiesta del Santísimo Redentor. ¡Se nos acumulan los motivos para la FIESTA!

La parábola del publicano y el fariseo parece sintonizar completamente con todo lo que hoy celebramos.

¿Por qué, qué mejor actitud para la evangelización que la humildad de reconocerse pequeña, limitada y con alguna oscuridad? Sí, solo aquellas personas que tienen una profunda experiencia de la misericordia de Dios pueden comunicar al mundo la Buena Noticia de Jesús.

Y en esta misma línea, Jesús, el Redentor, solo puede entrar en un corazón desarmado. La persona que se siente segura de sí misma y de sus obras le cierra las puertas a Dios. Su oración se convierte en lectura de cuentas: “ayuno dos veces por semana, pago el diezmo, no soy como los demás…” Y su pretendida justicia y bondad le hace sentirse con más derecho y mejor persona que las demás. El orgullo nos impide reconocer la necesidad de ser salvadas, la necesidad de ser amadas. Nos engaña, nos hace creer que tenemos derecho a que Dios se fije en nosotras y nos colme con sus bendiciones.

Pero Dios no se deja chantajear. No se deja impresionar por nuestras obras, ni por nuestra lista de méritos. El amor de Dios es pura gratitud y derroche.

El Icono de la Orden de la Santísima Trinidad ilustra magníficamente las actitudes de estos dos personajes. En él encontramos a Cristo Redentor ocupando el centro de la imagen y sosteniendo dos figuras. Una oscura, a la que Cristo sostiene con fuerza por la muñeca, mientras la figura se vuelve con agresividad hacia Cristo y hacia la figura blanca. Es una figura prisionera de sí misma que con su mano derecha sostiene las cadenas que atan fuertemente sus pies.

La figura blanca ofrece una actitud completamente diferente. Se abandona dócilmente en las manos de Cristo y le contempla con ternura, ha comprendido que lejos de la Presencia de Dios se pierde.

Oración

Trinidad Santa derrama con generosidad

semillas de humildad en nuestros corazones

para que la tierra de nuestro interior

florezca para ti y para nuestras hermanas.

*

Fuente: Monasterio de Monjas Trinitarias de Suesa

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Dios no tiene que perdonarnos ni justificarnos

Domingo, 23 de octubre de 2016
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255695200_1a2a9e4439Lc 18, 9-14

Por fin un día lo tenemos fácil. Hoy cualquiera podía hacer la homilía. Se entiende todo y a la primera, a pesar de que la elección de los personajes no es inocente, ni en este caso ni en la parábola del buen samaritano. En el primer caso, la alusión a un sacerdote y un levita nos advierte de una tensión entre las primeras comunidades y la jerarquía del templo. En la parábola que hoy leemos, se advierte la animadversión de los cristianos contra los fariseos, sobre todo después de la destrucción del templo cuando, al desaparecer el sacerdocio, se alzaron con el santo y la limosna y emprendieron una persecución sin cuartel contra los cristianos. La comunidad respondió con un desprestigio, que dura todavía hoy.

Esa postura no es exclusiva de los fariseos, ni mucho menos. Lucas en la introducción a la parábola lo deja muy claro: “por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás” El caso es que un hombre se siente excelente y falla en su apreciación. Otro se siente pecador y también falla al considerar que Dios está lejos de él, por ello. Lo más normal de mundo sería alabar al que era bueno y criticar al malo, pero a los ojos de Dios todo es diferente. Dios es el mismo para los dos, uno le acepta por su gratuidad, el otro pretende poner a Dios de su parte por la bondad de sus obras.

Es una profunda lección la que debemos aprender de este relato. El mensaje se repite muchas veces en los evangelios. Recordemos la frase que Mateo pone es boca de Jesús: “Las prostitutas y los pecadores os llevan la delantera en el reino de Dios”. ¿A quién dijo eso Jesús? A los fariseos, los estrictamente cumplidores de toda la Ley, que hoy serían los religiosos de todas las categorías. Aún hoy, desde nuestra visión raquítica del hombre y de Dios, nos resulta inaceptable esta idea. Seguimos juzgando por las apariencias sin tener en cuenta las actitudes personales, que son las que de verdad califican las acciones de las personas. Y lo que es peor, nos preocupa más lo que hacemos que lo que sentimos.

Dios no está alejado de ninguno de ellos, pero el publicano reconoce que la cercanía de Dios es debido a su amor incondicional y a pesar de sus fallos. En consecuencia el publicano está más cerca de Dios a pesar de sus pecados. El fariseo cree que Dios tiene la obligación de amarle porque se lo ha ganado a pulso. “Los buenos de toda la vida” tienen mayor peligro de entrar en esta dinámica para con Dios. Si nos atreviésemos a pensar un poquito, descubriríamos lo absurdo de esa postura. Todo lo bueno que puedo descubrir en mí, viene de Él, que desde lo hondo de mi ser posibilita esa actitud vital.

Dios no me quiere porque soy bueno. Si parto del razonamiento farisaico (y con frecuencia lo hacemos) resultaría que el que no es bueno no sería amado por Dios, lo cual es un disparate. Este razonamiento parte de la visión tradicional que tenemos de Dios, pero tenemos que dar un salto en nuestra concepción de un dios separado y ausente. Dios no me puede considerar un objeto porque nada hay fuera de Él. El fallo más grave que podemos cometer como seres humanos es precisamente considerarnos algo al margen de Dios.

Dios me está aportando en cada instante todo lo que soy, pero sin salir de él mismo. Me lo está dando desde antes de empezar a existir, luego es ridículo que pueda merecerlo. Lo que sí puedo y debo hacer es responder conscientemente a ese don y tratar de agradecerlo, haciéndole presente en mi vida, con mis actitudes y mis actos. Si no respondo adecuadamente a lo que Dios es para mí, la única actitud adecuada es reconocerlo, pedirle perdón y agradecerle con toda el alma que siga queriéndome a pesar de todo. Estas simples reflexiones me llevarán a sacar una consecuencia simple. No tengo que ser bueno para que Dios esté de mi parte. Porque Él me quiere y no me falla como yo hago con Él, voy a intentar ser agradecido fallándole menos y tratar de imitarle en su manera de ser.

También tendrían consecuencias para nuestra relación con los demás. Amar al que se porta bien conmigo no tiene ningún valor religioso. Es verdad que es lo que hacemos todos, pero tenemos que revisar esa actitud. Si me porto humanamente con aquel que no se lo merece, estaré dando un salto de gigante en mi evolución hacia la plenitud de humanidad. En contra de lo que hemos creído, ser más humanos nos hace a la vez, más divinos. Con frecuencia hemos interiorizado que lo importante era actuar divinamente, aunque ese intento llevara consigo el olvidarse de las más elementales normas de humanidad. Los altares están llenos de santos que se olvidaron por completo de las relaciones verdaderamente humanas.

El domingo pasado hablábamos de la oración. Hoy nos propone dos modos de orar, no solo distintos sino completamente contrarios. Cada oración manifiesta la idea de Dios que tiene el uno y el otro. Para uno se trata de un Dios justo, que me da lo que merezco. Para el otro, Dios es amor que llega a mí sin merecerlo. ¡Qué diferencia! Ojo al dato. Porque la mayoría de las veces estamos más cerca del fariseo que del publicano. Una vez más tengo que advertir de la importancia de hacer una reflexión seria sobre este asunto. No basta ser bueno por una acomodación estricta a la norma. Hay que ser humano, respondiendo a las exigencias de nuestro auténtico ser.

A lo largo de mi larga estancia en Parquelagos, he tenido problemas serios cada ver que he dicho que Dios ama a todos de la misma manera. La respuesta automática era: Dios es amor, pero es también justicia. Implícitamente me estaban diciendo: ¿Cómo me va a amar Dios a mí, que cumplo escrupulosamente su sata voluntad, igual que a ese desgraciado que no cumple nada de lo que Él manda? Una vez más estamos exigiendo a Dios que sea justo a nuestra manera. Para superar esta tentación debemos superar la idea de una religión aceptada como programación, que me viene de fuera. El hecho de que el programador sea el mismo Dios no cambia la mezquindad de la perspectiva.

Para entrar en la dinámica de una verdadera espiritualidad, debemos descubrir la bondad de lo mandado y no conformarnos con el cumplimiento de la norma. Ese descubrimiento no es tan fácil como pudiera parecer a primera vista. Ningún hecho u omisión son buenos porque están mandados. Están mandados porque lo exige mi ser más profundo, que está más allá de mi ego superficial. Para descubrir esas exigencias tengo que aprovecharme de la experiencia de otros seres humanos que lo han descubierto antes que yo, pero en ningún caso quedo dispensado de experimentarlo por mí mismo. Sin esa experiencia toda la religiosidad se queda reducida a un puro ropaje externo que no toca lo profundo de mi ser.

El desaliento que a veces nos invade, es consecuencia de un mal enfoque espiritual. Nada tienes que conseguir ni por ti mismo ni por parte de Dios. Dios ya te lo ha dado todo y te ha capacitado para desplegar todo tu ser. No tengas miedo a nada ni a nadie. Tu ser profundo no lo puede malear nadie, ni siquiera tú mismo. Tus fallos son solo la demostración de que no has descubierto lo que verdaderamente eres, pero las posibilidades, todas las posibilidades, siguen intactas. Piensa en esto: las limitaciones que a todos nos afectan, no pueden malograr todas las posibilidades que me acompañan siempre.

Cuando te sientas abrumado por tus fallos, descubre que para Dios eres siempre el mismo. Alguien único, irrepetible, necesario para el mundo y para Dios. Se habla mucho últimamente de la autoestima. Es imprescindible para poder desarrollarte, pero nunca puede apoyarse en las cualidades que puedes tener o no tener y que son secundarias en ti. Esa pretensión de desplegar la autoestima en las cualidades adquiridas o por adquirir, nos llevará siempre a un rotundo fracaso. Tomar conciencia de que lo que soy no depende de mí, es la clave para una total seguridad en lo que soy. Soy mucho más de lo que creo ser. A pesar de mí, mi valor es infinito.

Meditación-contemplación

No te conformes con aceptar la religión como programación.
Aprovecha la experiencia de otros para conocerte mejor.
Descubre tu ser verdadero y actúa en consecuencia.
No te conviertas en un borrego que sigue el rebaño.
…………………………

Lo humano que hay en ti,
tienes que descubrirlo y desplegarlo tú.
Que otros seres humanos lo hayan conseguido antes,
no te dispensa de la tarea de realizarlo tú mismo.
…………………………

Si no despliegas tus posibilidades de ser,
Malograrás tu propia vida, por muy religioso que seas.
Baja a lo hondo de tu ser y descubre lo que eres.
No tienes que alcanzar nada, solo vivir lo que ya eres.
…………………

Fray Marcos

Fuente Fe Adulta

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Dos estilos de rezar

Domingo, 23 de octubre de 2016
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lc-18-9-14-ptUn corazón sincero podría lograr que incluso una piedra floreciese (Proverbio chino)

23 de octubre. Domingo XXX del TO

Lc 18, 9-14

El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no

Dios escucha la súplica humilde y sincera del pobre, pues sus gritos atraviesan las nubes, como dice el Eclesiástico (capítulo 35), y rechaza al que se vanagloria y desprecia a los demás, en palabras de Jesús (Lc 18, 9-14).

Carlos García Vallés escribe en Viviendo juntos matiza lo que debe ser el espíritu de la oración cuando, frente a todo espíritu cristiano, ésta se hace juicio y petición de condena: “Señor, concédele a mi hermano esta gracia… que yo sé muy bien que la necesita de veras y le ha de hacer mucho bien. ¡Vaya oración! ¿Estoy rezando por mi hermano o le estoy juzgando?”

 En la ópera Los Pescadores de Perlas, de BizetLeïla repite lo que el fugitivo le dijo antes de alcanzar la sabana: “¡Toma esta cadena, guárdala como recuerdo! ¡Yo no te olvidaré!”Jesús nos deja el Evangelio y, en sus páginas, la memoria de orar por los demás recibiendo a todos como hermanos: una actitud abierta y de acogida.

Abierta porque entiende que no podemos llegar a Dios si no es a través de los necesitados, y de acogida como lo muestran las palabras y los hechos de su vida: parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31), visita de Nicodemo (Jn 3, 1-6), multiplicación de los panes y los peces (Mc 6, 30-44), obras de misericordia que dan derecho a heredar el Reino de los Cielos (Mt 25, 34-40).

Estas son las piedras preciosas que según el proverbio chino hacen florecer los corazones sinceros. Las que escucha el Señor cuando el afligido le invoca (Sal 33), y las que hacen que el publicano regrese a casa justificado por su oración humilde y de sincero arrepentimiento (Lc 18, 14).

Aquí florecen igualmente hechos y palabras, y se funden en música y sonido deleitables, como canta Luis Cernuda (1902-1963) en el poema Noche del hombre y su demonio:

“El amargo placer de transformar el gesto
en son, sustituyendo el verbo al acto”
.

En calendarios de luna nueva como éste, donde la luz de la oración ilumina la compasión frente al dolor humano, se desmaya el tiempo. Se desmaya el verano, el otoño, el invierno, y todo en el planeta azul del alma es primavera. El fariseo, que oraba de pie en su interior diciendo: “¡Oh Dios! Te doy las gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni como este publicano, estaba congelado en el frígido invierno. En cambio el publicano, que oraba a distancia sin atreverse a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!”, era un vergel de calurosos frutos florecido.

Por eso éste bajó a su casa justificado y el fariseo no. En su homilía del 24 de febrero de 2016, el Papa Francisco nos aclara por qué: “¡Abre tu corazón a la misericordia! porque la misericordia divina es más fuerte que el pecado de los hombres”.

En la obra Plegarias del Arca de Noé, Carmen Bernós (1919-1995) una de sus criaturas le reza a Dios esta ingenua oración:

ORACIÓN DEL RATÓN

¡Soy tan gris, querido Dios! ¿Te acuerdas de mí?

Siempre acechado – Siempre perseguido.
¿No eres mi creador?
Nunca alguien me hado algo.
¿Por qué me echan en cara que soy un ratón ladrón?
¡Si sólo quiero estar escondido!
¡Dame sólo la ración para el hambre!

¡¡Ah!!
Y líbrame de las garras de ese viejo diablo con ojos verdes.

AMÉN  

(Carmen Bernós)

 Vicente Martínez
Fuente Fe adulta

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Los justificados y los que se justifican

Domingo, 23 de octubre de 2016
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fariseoypublicanoLc 18, 9-14

Nadie quiere identificarse con el fariseo. Queda mal reconocer que uno ha pensado más de una vez que es mejor que los demás, que el orgullo le ha hecho esbozar una sonrisa de satisfacción al sentirse superior al resto, o aún peor, que ha dado gracias por ello en lo más recóndito de su corazón. “Yo habría discernido mejor la situación”, “no sé cómo han elegido a esta persona que lo hace tan mal”, “si me dejaran a mí ya verían cómo reorganizaba esto enseguida”, “porque no me han dado esa responsabilidad que si no…”, “fíjate ése qué mal camino lleva”… Innumerables razonamientos con los que excusamos nuestra envidia y falta de misericordia hacia otros con tal de salir reforzados nosotros. “Qué majo soy, qué solidario, qué buena gente”. Nos gusta salir ganando en las comparaciones y que la victoria se vea. Rebajar los dones de los demás, para dar más espacio a los nuestros.

Pensamos ingenuamente que la oración del publicano no es tan difícil. Que basta con sentarse en los bancos de atrás y mirar al suelo para desembarazarnos de ese “lado oscuro” de nuestra personalidad que nos hace caminar un palmo por encima del suelo. ¡Qué poco nos cuesta engañarnos!

Una de las prácticas más comunes y universales del ser humano es la justificación. Argumentar lo que sea con tal de no reconocer nuestra parte más miserable y nuestra enorme fragilidad. Discursos y más discursos para auto-convencernos y convencer de lo estupendos que somos. Tanto esfuerzo para nada. Imposible tapar la verdad tan sencilla como evidente de lo que uno es: un pobre pecador.

No. La oración del publicano no es nada fácil.

Con dos personajes –un fariseo y un publicano– y una elocuente imagen en la que se ve la actitud de cada uno en la oración, Jesús consigue ponernos ante el espejo de nuestra alma; y nos anima a meditar sobre la estupidez de la prepotencia y el buen juicio de la humildad:

– Que no se trata de negar los dones que tenemos, sino de reconocer que no son de nuestra propiedad. A ver, ¿qué te hace ser tan importante? ¿qué tienes que no hayas recibido? (1Co 4,7). El error del fariseo está en no reconocerse como tal; en presentarse ante Dios como dueño y señor de sus logros.

– Que la verdadera humildad nos anima a reconocer con sencillez, simplicidad y transparencia lo que somos. El acierto del publicano es reconocer que creía que merecía algo cuando en realidad no merece nada; presentarse ante Dios como un pecador que solo puede agradecer lo que otros le dan.

Cada uno de los personajes se retrata a sí mismo en su modo de orar. Porque ante Dios se ve con mayor claridad lo absurdo de creerse alguien, y la humanidad de la humildad.

María Dolores López Guzmán

Fuente Fe Adulta

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