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Trinidad 4. Juan de la Cruz, la alternativa trinitaria

Domingo, 7 de junio de 2015
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resizeimag.aspDel blog de Xabier Pikaza:

Se dice que muchos se extrañaban de que Juan de la Cruz concediera tanta importancia a la Trinidad, y que un día respondió con humor a una curiosa devota:

Es que la Santa Trinidad es la mayor santa del cielo.

Sea como fuere, la aportación trinitaria de San Juan de la Cruz (=JC) resulta fundamental en la modernidad. Tres son, a mi juicio, los supuestos que definen y permiten entender la aportación de su poesía y pensamiento trinitario, y los tres están desarrollados a lo largo de una obra que, pareciendo dispersa, resulta fuertemente unitaria:

‒ En contra de toda idolatría. Éste es, a mi juicio, el supuesto clave de su obra, su opción bíblica fundante, su oposición a la idolatría, tal como se formula en el comienzo de los mandamientos («Yo soy el Señor, no tendrás otros dioses frente a mí», Ex 202-3; Dt 5, 5-7) y tal tal como se expande y expresa en la palabra del Shema israelita: «Escucha Israel, nuestro Dios es solamente uno» (Dt 6, 4-5). En ese sentido, aunque algunos le llamen platónico y digan que su Dios está en la cumbre de un ascenso místico, JC rechaza de una forma radical el método y visión de la mística natural que conocería a Dios por el orden y jerarquía del mundo.

‒ La encarnación y las nadas. Desde esa total trascendencia de Dios, retomando un motivo clave de la Biblia Israelita, JC ha destacado la paradoja de Dios, que siendo distinto de todo lo que existe y puede existir, “sale” de sí mismo por amor a los hombres y se encarna dando la vida por ellos en Jesús. En esa línea él sabe y añade, desde la experiencia radical del Evangelio que Dios es (existe) en sí saliendo de sí mismo, en una experiencia radical de unidad en la alteridad, que vincula y unifica Trinidad y encarnación.

‒ Un esquema nupcial. Sólo en esa perspectiva puede y debe hablarse del modelo “nupcial” del encuentro o comunión que es Dios en sí (Trinidad) siendo divino en la vida de los hombres. JC asume para ello el simbolismo poético y teológico del Cantar de los Cantares, que aparece como valor fundante y meta de su pensamiento.

Retomo en esa perspectiva un tema básico de mi libro La Trinidad, itinerario de Dios, Sigueme, Salamanca 2015, y en especial,Amor de Hombre, Dios enamorado (Desclée de B., Bilbao 206)

1. Punto de partida. Dios en el pesebre “allí lloraba y gemía”.

Muchos han dicho y siguen diciendo que JC (Juan de la Cruz) es un platónico, y en esa línea entienden algunos su Cántico como una versión renovada, pero en el fondo equivalente, del ascenso espiritual del alma, que Platón habría propuesto por boca de Sócrates (Diótima) en el Simposio o Banquete. Su camino de contemplación se entendería, según eso, a modo de proceso de subida de la mente que se va elevando del plano sensible al espiritual, de la materia a las ideas eternas, dentro de un todo sagrado o divino, que nos permite ir dejando los planos inferiores para introducirnos en los superiores, dentro de un esquema sagrado de conjunto, donde Dios es en el fondo el Todo de la realidad, sin verdadera identidad ni trascendencia.

Ciertamente, según la tradición de un cristianismo que había dialogado desde tiempo antiguo con Platón, y dentro del esquema mental del renacimiento, JC tiene elementos que parecen propios de esta mística ascensional. (a) Da la impresión de que a su juicio la realidad se encuentra dividida en planos o escalones jerárquicos, que el hombre debe superar para introducirse en lo divino, saliendo así de la materia baja, oscura. (b) Parece así que el hombre es un ser caído (encerrado) en la materia inferior de lo sensible (en cárcel o cueva del mundo, en un “lago” de infierno), de manera que debe superar ese nivel de imperfección para ascender así hasta la luz superior de lo divino.

Pero, en contra de eso, debemos afirmar que su forma de entender la vida y pensamiento es más cristiana o, quizá mejor, más bíblica que platónica. JC es portador y testigo de un Dios de encarnación, que no nos hace salir de la materia, sino que se revela (encarna) en ella, que no nos separa de la muerte, sino que se (y nos) introduce en ella, pues afirma que Dios «en el pesebre allí lloraba y gemía» (RT= Romance de la Trinidad, 301-302). Este pesebre en el que Dios mismo padece no es un adorno sentimental, ni es la expresión de algún mito cósmico, ni consecuencia de algún pecado, sino expresión de la identidad del Dios cristiano.

Sin duda, el Dios del cosmos (de los filósofos y sabios) tiene cierta hermosura y en algún sentido puede ayudarnos a entender la realidad, pero al fin nos cierra en el mundo, dentro de nosotros mismos, en nuestros conocimientos y acciones, que nos acaban destruyendo, es decir, dominando. Pues bien, en contra de eso, el Dios de Jesús no es principio de sacralidad del cosmos (como suponen de algún modo las vías de Santo Tomás), ni justificación del pensamiento humano (como dirá más tarde Descartes), ni sacralización de algún sistema social o religioso, sino que es originalmente extraño, y se manifiesta como poder de amor, más allá de lo sabido y lo desconocido, un Dios que se vincula con el camino de Israel y con la Iglesia, pero que desborda todas las estructuras y organizaciones de tipo político o social, intelectual o religioso, un Dios crucificado.

Éste es sin duda un Dios poderoso, pero no en línea de poderío del mundo, un Dios al que ninguna religión o política sagrada puede manejar, pues él se manifiesta y viene desde sí mismo (distancia infinita), encarnándose en la pobreza radical del mundo, en el dolor y llanto de la historia, como dice RT 302: “allí lloraba y gemía”. De esa forma, oponiéndose al Dios de la Elevación Sagrada de la mística y de la política ascendente (de tipo cósmico), que termina estando al servicio de un poder separado de los pobres y trabajadores (Platón, Republica), JC nos sitúa ante el Dios de la encarnación en la pequeñez y dolor de la historia, para expresar en ella su ser de amor infinito, su “matrimonio” trinitario .

En este contexto resulta esencial su forma de vincular la Trinidad (es decir, la identidad de Dios) con la encarnación (allí lloraba y gemía) y con la muerte en cruz, tal como aparece en el grito de (¡Dios mío, dios mío ¿por qué me has abandonado? Mc 15, 34), que JC ha colocado en el centro de su experiencia, no para negar a Dios, sino para descubrir su presencia en la entrega de amor de Jesús al Padre. Para afirma que Dios llora y que muere en amor, JC ha debido realizar una fuerte inversión teológica (humana), de tipo trinitario, superando la ontología tradicional de occidente .

Dios se revela en el llanto de Jesús niño y en su dolor final de crucificado, no como pura negación, sino como afirmación más alta de su vida, pues él está presente y actúa allí donde los hombres nacen y viven en pequeñez (gemido) y mueren en injusticia (pasión), consumando el amor divino en claves de entrega personal humana. JC rechaza se opone así a una divinización mística del mundo, no porque el mundo sea malo, sino porque el hombre ha sido creado para introducirse y realizarse en el amor de lo divino, que es entrega radical de vida, pero no fuera del mundo, sino el mismo mundo.

A Dios no se le encuentra en la cumbre de un monte cósmico, subiendo desde los niveles más bajos de la realidad a los más excelsos, para justificar así, desde arriba, lo que existe en los planos inferiores, a través de políticas o religiones que sacralizan el orden actual de la realidad. Al contrario, el Dios de la “montaña cristiana” se revela precisamente en la pequeñez del mundo, pero entendida y vivida en forma inversa, como itinerario de amor.

Llevada hasta el final, esta postura no es una negación del mundo, sino una puerta abierta para su afirmación más alta, en gesto de entrega gratuita, pues en (por) ella se revela el Dios de Jesucristo, conforme a la kénosis de Flp 2, 5-9, que nos lleva a vincular el tema de la Trinidad (Dios como amor en sí) con la encarnación del mismo Dios (que vive y ama en forma humana), con eso que pudiéramos llamar la “mística nupcial”, que nos introduce en la entraña de este mundo (no nos saca de él) en gesto radical de amor.

2. Trinidad y bodas, Cántico Espiritual.

9788433033574Sólo en este contexto, tras haber afirmado el carácter radicalmente “mundano” de la vida y obra de JC (más allá de todo platonismo o mística evasiva), y tras haber insistido en su experiencia de encarnación (Dios llora en la cuna y muere en la Cruz), podemos destacar el carácter nupcial de su experiencia trinitaria, con símbolos tomados del Cantar de los Cantares, que él entiende y comenta como expresión definitiva del encuentro del hombre con Dios. Sólo desde la extrañeza de Dios (totalmente distinto) y desde su encarnación paradójica en el llanto y en la cruz de Jesús (expulsado del mundo, condenado por la religión del cosmos) se puede hablar de Trinidad.

Ciertamente, en un sentido, la Trinidad parece y es lo primero (Dios amor, en el principio; cf. RT 1-4); pero, en otro sentido, ella está al final, como plenitud y sentido de toda lo que existe, pues en ella se vinculan Dios y Cristo, su Hijo, en el Espíritu, y los hombres con Dios. No hay dos formas de ser, una para Dios y otra para los hombres en el mundo, sino un solo Dios que es amor abierto y crucificado que suscita, promueve y acoge a los hombres en su misma pequeñez:

1. La Trinidad es kénosis, vaciamiento (de Padre). Sólo es posible el amor cristiano (ágape) desde la negación radical, por la que el amante sale de sí mismo, y se da y se entrega al “otro”, quedando en sus manos, para que de esa forma sea. No se trata de querer al otro para mí (como eros ontológico, en la línea de la filosofía griega), sino de quererle como es en sí, negándome a mí para afirmarle. En ese sentido, todo amor implica muerte (kénosis), que no empieza simplemente en la historia de los hombres, sino en el mismo Dios que es el primero que se vacía y se entrega como Trinidad en la cruz (según Flp 2, 5-9). Por eso, arraigarse en la Trinidad, como hace JC en RT 1-76, no es dejar a Cristo y olvidar la Cruz, sino encontrar y formular su norma y sentido divino.

2. La Trinidad es fuente de creación desde la muerte (Hijo), es decir, desde el don de sí de Dios, no para dominar sobre lo creado, sino para que lo creado sea, por sí mismo. En ese sentido, desde la creación, amar es negarse, salir de sí mismo, decir “nada, nada, nada”, para poder encontrarnos con Dios (que se afirma al negarse, haciendo que seamos), y para encontrarnos así con otros seres humanos, para hacer de esa manera que ellos sean (¡que sea el mismo Dios, que los otros en concreto sean!). Este amor así dado (realizado) en la muerte, no es algo que empieza en la historia de los hombres, sino que forma la entraña de la Trinidad de Dios en Cristo. Leer más…

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“Sentir esta presencia”, por Gema Juan OCD

Domingo, 31 de mayo de 2015
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17289537513_58a2945c90_mDe su blog Juntos Andemos:

Hay misterios que piden silencio, que invitan a encender la mirada interior, que llevan a la adoración. Misterios que huyen de las palabras y que, a lo más, se pueden balbucir –como decía Juan de la Cruz– sin poder decir «aquello de que altamente sienten».

Teresa de Jesús sintió aquella presencia prometida por Jesús: la «presencia tan sin poderse dudar de las tres Personas». Y la acogió como se puede acoger el misterio del amor: abriendo el corazón y aceptando la luz. Tal vez, la única manera de que la inteligencia humana se puede acercar al misterio.

Al intentar explicar cómo sentía aquella Presencia, Teresa decía: «Se me representó como cuando en una esponja se incorpora y embebe el agua; así me parecía mi alma que se henchía de aquella divinidad y por cierta manera gozaba en sí y tenía las tres Personas». Y entonces entendió que Dios hace las cosas de manera diferente.

Contaba Teresa que Dios le hizo comprender «que erraba en imaginar las cosas del alma con la representación que las del cuerpo; que entendiese que eran muy diferentes, y que era capaz el alma para gozar mucho». Sin embargo, experimentará el muro de las palabras para poder expresar la inmensa claridad que suscitaba en ella la presencia divina.

Decía: «Esta presencia de las tres Personas que traigo en el alma, era con tanta luz que no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero, y allí se me daban a entender cosas que yo no las sabré decir después».

Si hasta entonces Teresa había buscado a Dios, esta Presencia le hizo entender un nuevo modo de unión: «No trabajes tú de tenerme a Mí encerrado en ti, sino de encerrarte tú en Mí». La búsqueda se transformaba en encuentro y el encerrarse en Él, en una salida.

De este modo, comprendió que esa unión era participar de las palabras de despedida de Jesús, que envía a los discípulos a dar a conocer el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por eso, añadía: «Parecíame que de dentro de mi alma -que estaban y vía yo estas tres Personas- se comunicaban a todo lo criado, no haciendo falta ni faltando de estar conmigo».

Nada iba a quedar encerrado en Teresa, porque eso desharía la verdad profunda de la experiencia cristiana, que se diluye si queda cerrada en sí. De modo que, cuando escribe que ese misterio de los Tres «quiere dar a sentir esta presencia», dice que no se puede dudar ni olvidar y apunta cómo el Señor le hace entender la vida desde esa Presencia: «Piensa, hija, cómo después de acabada [la vida] no me puedes servir en lo que ahora, y come por Mí y duerme por Mí, y todo lo que hicieres sea por Mí, como si no lo vivieses tú ya, sino Yo, que esto es lo que decía San Pablo».

Y hablará de «la paz interior y la poca fuerza que tienen contentos ni descontentos por quitarla de manera que dure», cuando se vive en los Tres y cómo la fuerza con que se siente la Presencia sana el corazón: «Con esto se ha remediado la pena de esta ausencia».

Queda el silencio, después de buscar palabras para expresar la Presencia y queda la mirada, que tantas veces pide Teresa, para ver al Único y para sentir el amor.

Pero ella, que siempre da un paso más y llega más al fondo de las cosas, todavía añade que lo que queda de sentir «con tanta fuerza estar presentes estas tres Personas» –dice– es el deseo de vivir, si Él quiere, para servirle más; y si pudiese, ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase por mi intercesión, que aunque fuese por poco tiempo, le parece importa más que estar en la gloria».

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“Del miedo a la paz”, por Gema Juan, OCD

Domingo, 19 de abril de 2015
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17012989625_060c22ba7a_mDe su blog Juntos Andemos:

Anochece, las puertas están cerradas y el miedo es señor de la casa. La desazón de la incertidumbre y el desánimo de no saber si todo el camino recorrido ha servido para algo. La sombra de la culpa, como un presentimiento o una losa, sobrevolando la habitación. Ese es el paisaje en el que se encuentran los amigos de Jesús, después de su muerte.

La experiencia de los discípulos está tan cerca de la que, tantas veces, atraviesa la vida humana, que las palabras del evangelista Juan parecen escritas fuera del tiempo, escritas para todos los tiempos. El miedo, la inquietud y el desaliento siguen preguntando si hay respuesta y salida. Y la fe busca continuamente; espera, tenaz y atrevida, que Jesús siga vivo.

Cada vez que unos muros frenan la esperanza y el miedo ciega la fe, el evangelio repite, con toda su fuerza: «¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?… Paz». Y recuerda que «se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz esté con vosotros». Recuerda que Jesús sigue dando la paz.

De alguna manera, los discípulos sentían que algo se había roto y que Dios había fallado en su promesa de que jamás les iba a abandonar. Juan de la Cruz expresa vivamente esa experiencia, que visita la existencia humana cuando menos se espera y por los caminos más diversos. Y lo decía así:

«Lo que esta doliente alma aquí más siente, es parecerle claro que Dios la ha desechado y, aborreciéndola, arrojado en las tinieblas, que para ella es grave y lastimera pena creer que la ha dejado Dios».

Es el cerco de una soledad profunda y de un sinsentido porque se experimenta que los cimientos de la propia vida se remueven bajo los pies. «¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido?» —dirá Juan al iniciar su Cántico Espiritual. ¿Adónde se han ido la luz y la paz?

Juan es poeta y místico por su calado humano, porque ha vivido, porque ha sentido, porque sabe por propia experiencia qué es gemir y andar dolorido y cegado. Y así, dice pronto: «En este sepulcro de oscura muerte la conviene estar [a la persona] para la espiritual resurrección que espera».

Dedicará muchas de sus páginas a acompañar la estancia en el sepulcro, para que no se pierda la esperanza ni el miedo haga estragos, tapiando definitivamente la vida. Porque ese «primer día de la semana, al anochecer», ese momento de puertas cerradas, puede prolongarse y es necesario seguir esperando al que puede traer la paz.

Juan hablará de la visita del Señor. Cierta y segura. Y no dirá que tira abajo las puertas y deshace en un instante los dolores. Hablará de una visita que se hace presente desde el interior del ser. De una presencia que aflora, como «el silbo de los aires amorosos, [como] música callada». Lenta y silenciosa pero segura e indestructible.

Dirá: «Siente el alma cierta compañía y fuerza en su interior, que la acompaña y esfuerza tanto», que empieza a abrir sus puertas. Una presencia suave y oscura, que irá iluminando todo. Así visita el Resucitado y da su paz porque se comunica a sí mismo. «Muy poco a poco» –dirá Juan– porque «se hace al paso del alma».

Esa compañía va transformando la vida y renueva las fuerzas. Solo pide la confianza, el abandono en los brazos del Amor: «Venirse a poner en las manos del que la hirió, para que, despenándola, la acabe ya de matar con la fuerza del amor». No porque Dios haya sido el causante de la pena, sino porque Él es el que aguarda, desde siempre, en el corazón humano, como herida de amor capaz de sanar a la persona entera.

Por eso, Juan dice que del «amor, cuya propiedad es echar fuera todo temor, nace la paz del alma». Y Jesús, que es la presencia viva del amor de Dios hace la paz, disuelve los miedos, abre las puertas y restablece la confianza.

Cuando Jesús dice: «Paz a vosotros», comunica que lo que el Padre ha hecho en Él, quiere hacerlo en todos. Dios quiere dar vida sin medida y sin excepción, quiere resucitar a todos.

Dios devuelve a la persona la luz y la anchura, la paz y la fuerza de vivir, regalándose a sí mismo por completo. De tal modo, que Juan escribirá que está «Dios aquí tan solicito en regalarla con tan preciosas y delicadas y encarecidas palabras, y de engrandecerla con unas y otras mercedes, que le parece al alma que no tiene Él otra en el mundo a quien regalar, ni otra cosa en que se emplear, sino que todo Él es para ella sola».

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“Cervantes, bisexual”, por Ramón Martínez

Jueves, 26 de marzo de 2015
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miguel_de_cervantesUn interesante artículo que publica Cáscara Amarga:

Con la aparición de los supuestos restos del autor del Quijote no sólo queda claro que la política cultural de Madrid está en los huesos, gracias a la incapacidad de Ana Botella. También hemos comprobado, una vez más, que determinados datos de la vida de un autor sólo son relevantes en caso de que no atenten contra los cánones establecidos.

Miguel de Cervantes era bisexual, no cabe duda alguna. Bien es cierto que metodológicamente es un error trasladar conceptos actuales sobre sexualidad a una época pasada donde no sólo no existían esos términos sino que el propio pensamiento sobre el hecho sexual era diferente. Resulta inadecuado tratar de encajar nuestras categorías sobre la orientación sexual y la identidad de género a un contexto social y cultural tan diferente como es el siglo XVI. Es un error decir que Teresa de Jesús fue posiblemente una lesbiana más o menos visible entre sus compañeras carmelitas y que la poesía de Juan de la Cruz desvela ciertos puntos de vista trans, o que Luis de León quizá fuera gay, por haber traducido la bucólica segunda de Virgilio y haber superado el original –“En fuego Coridón, pastor, ardía / por el hermoso Alexi, que dulzura / era de su señor y conocía / que toda su esperanza era locura”–. Pero no se trata de un error porque Teresa y Luis no se sintieran atraídos por personas de su mismo sexo, o porque Juan no pudiera haber sentido su género como femenino. Tratándose de personajes religiosos no hay forma, supuestamente, de demostrar nada, ni siquiera que fueron heterosexuales y cisexuales. Es un error porque los elementos culturales que sustentan todos estos conceptos no existían en el Quinientos. Cuando afirmamos ahora que Cervantes era bisexual no decimos nada más que, a lo largo de su vida, mantuvo relaciones con personas de más de un sexo, y hemos de emplear los términos avant la lettre, que se dice, para que nos sea posible entendernos.

El hecho es que los huesos que se han encontrado esta semana pertenecieron a un hombre que, en su vida, disfrutó del calor de hombres y mujeres. Sabemos que se casó en 1584, y que se separó de Cataliza de Salazar –con la que está enterrado, y mezclados sus restos– en 1586, porque la convivencia era muy mala. De sus sesenta y ocho años de vida, únicamente dos los pasó junto a una mujer. Es un dato comprobable que existió el vínculo matrimonial, y de ahí estamos obligados a suponer que, además, mantuvieron relaciones sexuales. Es uno de los privilegios del matrimonio, frente a otras formas de relación. Pero también es evidente que don Miguel, además de “haber ayuntamiento con fembra placentera”, que nos diría el Arcipreste, tuvo no pocos conciertos con diversos hombres.

Uno fue, seguramente, el cardenal Acquaviva, de quien fue paje en Roma en torno a 1570. Se supone que se habían conocido en Madrid en 1568 y que Monseñor, un año mayor que Cervantes (aquél con veintidós años, éste con veintiuno) se quedó prendado, se dice que de sus versos, pero es preciso recordar que el propio Miguel era consciente de que como poeta dejaba bastante que desear. Pasara lo que pasara, el autor del Ingenioso Hidalgo se incorpora después a la milicia, pierde la movilidad de su mano en la batalla de Lepanto en 1571 y sigue viajando gracias a los tercios, hasta caer preso en Argel en 1575, donde estuvo hasta ser rescatado en 1580. Y allí tenemos seguro que volvió a mantener relaciones con hombres, como la mayor parte de la crítica ya ha aceptado, aunque le pese –que le pesa–.

Después de todo esto, siempre espero escuchar una frase clásica: “lo importante es que era buen escritor. La vida privada de cada cual no tiene nada de relevante”. Pues sí, era un novelista genial, y en su Don Quijote podemos encontrar algunas de las escenas más escandalosas, en lo tocante a lo sexual, de la literatura española. Los sucesos de Sierra Morena deben ser interpretados adecuadamente, y allí encontramos a Dorotea que, en traje de varón, moja sus pies desnudos en el agua, sin saber que es observada por el cura disfrazado de escudero y el barbero vestido de princesa Micomicona, que creen que se trata de un joven hasta que descubre sus cabellos. Más adelante, con Sancho en la Ínsula Barataria, encontramos a un joven y su hermana intercambiándose los vestidos para salir a la calle. Bien es cierto que un autor perfectamente heterosexual sería capaz de escribir dos pasajes como estos, aunque quizá no se detuviera tanto como lo hace Cervantes describiendo el baño de la disfrazada Dorotea.

Lo que me preocupa esta semana es que aún nadie haya salido a la calle a gritar a los cuatro vientos la bisexualidad de Cervantes. No lo harán, seguramente, bajo esa perspectiva en que la vida privada no tiene nada que ver con la vida literaria. Pero hemos estudiado a Elena Osorio (Filis), Antonia de Trillo, Isabel de Urbina (Belisa), Juana Guardo, Marina de Aragón, Micaela Luján (Camila Lucinda) y Marta de Nevares (Amarilis y Marcia Leonarda), algunas de las mujeres que pasaron por la vida de Lope de Vega, cuya heterodonjuanesca hemos celebrado con júbilo en un reciente capítulo de esa gran serie que podría ser El Ministerio del Tiempo. Entonces, ¿qué es lo que convierte en algo tan relevante la vida privada del autor de El perro del hortelano? ¿Por qué estudiamos a las mujeres de Lope y no a los novios de Lorca? Y, siendo Cervantes bisexual, ¿por qué sabemos que estuvo casado con Catalina de Salazar pero no se habla de sus relaciones con hombres? Hay un privilegio evidente, un privilegio heterosexual que condena a todas las personas diversas al silencio, a quedar relegadas a la vida privada, ésa que no importa, aunque vertebre sus obras y sólo conociendo su realidad como ser humano sea posible desentrañar el significado de su literatura. Desde aquí propongo que, en las sedes de todos los colectivos de lesbianas, gais, bisexuales y transexuales de España se coloque un retrato de Miguel de Cervantes. Si ellos no quieren reconocer la realidad de sus autores, lo haremos nosotras con los nuestros.

Por cierto, Lope de Vega fue secretario del Duque de Sessa a partir de 1605, y la relación entre ambos fue bastante convulsa. Se sabe que Lope, además de encargarse de sus papeles, también alcahueteaba en favor del Duque, metiendo en su cama no sólo mujeres, sino también hombres. Se sabe que la extraña relación entre noble y secretario atormentó a Lope durante años. Y quizá no conozcas una comedia del Fénix de los Ingenios titulada La boda entre dos maridos, y quizá recuerdes que El perro del hortelano narra los amores y desamores de la Condesa de Belflor con su secretario… Y es que quien lo probó, lo sabe. Vale.

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“La infinita marea de la diversidad”, por Ramón Martínez

Jueves, 12 de marzo de 2015
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diversidadUn post muy recomendable y clarificador acerca del compromiso y la militancia, que publica Cáscara amarga… 

Para Boti García Rodrigo

Defender los derechos de personas lesbianas, gais, bisexuales y transexuales se ha convertido últimamente en un trabajo muy duro. Más sencillo lo tenían Hössli, Ulrichs, y toda aquella maravillosa generación de alemanes que lucharon en el siglo XIX contra el artículo 175 del código penal que penalizaba la homosexualidad. Y no porque fuera fácil, que no lo era, sino porque tenían simplemente un objetivo claro, como lo tuvimos en España cuando perseguíamos la aprobación de los cambios legales que permitieron el matrimonio igualitario y la adopción homoparental. Pero ahora el trabajo activista es más complicado: además de la confusión en cuanto a los objetivos –pues hay quienes pensamos que lo urgente es acabar con las constantes agresiones mientras algunos creen que resulta primordial la regulación de cuestiones tan particulares como el vientre de alquiler–; además de esto hoy casi por cada persona no heterosexual existe un planteamiento individual(ista) de cómo debería llevarse a cabo la defensa de nuestros derechos. Conseguir así encaminarnos hacia un mismo punto es al menos difícil, si no decididamente imposible.

Esta misma semana hemos conocido un nuevo caso de agresión motivada por la homofobia, contra dos hombres, en la madrileña plaza de Las Ventas, y del mismo modo ha corrido la noticia de una circular de seguridad del Metro de Madrid en que se insta a los vigilantes a poner especial atención a los movimientos de personas que piden limosna, músicos y gays. Si bien Metro, después de una lenta investigación de casi veinticuatro horas, ha condenado fuertemente el suceso y ha apartado de su trabajo al responsable de esa recomendación bárbara, no deja de ser preocupante que parezca que ya se ha solucionado el problema, cuando lo necesario es que se ponga en funcionamiento una batería de medidas para, al menos, informar adecuadamente al personal del suburbano de que la antigua Ley de Peligrosidad Social ya no está en vigor y no es lícito, ni moral ni jurídicamente, perseguir bajo la excusa de la vigilancia a una persona que al empleado de turno se le antoja más o menos lesbiana, gay, bisexual o transexual.

Pero parece que con poner un tuit, comentar el suceso por el WhatsApp o jurar mil veces por todos los infiernos frente a la barra de un bar, una de esas barras castizas que transmiten la ciencia del bien y del mal a través del codo mucho mejor que lo hiciera la manzana original, parece con esto que ya es suficiente. Y parece también que si alguien quiere hacer algo más habrá que condenar su equivocación, aunque sea un claro acierto. ¿Cómo pararemos entonces las agresiones, directas o indirectas, sólo con las redes sociales, las aplicaciones de mensajeria breve, con las tertulias de los bares, con los cientos de blogs de opinión que, como éste, no son más que letras que con mayor o menor acierto –a veces marcadamente menor– denuncian mucho pero actúan poco?

Esta semana se ha producido también una importante reunión. Algunas de las asociaciones en defensa de la Diversidad Sexual y de Género de la Comunidad de Madrid se han reunido con la madrileña Delegada del Gobierno, la habilísima Cristina Cifuentes, que ha sabido construir tan bien su personaje de defensora de los derechos de las personas no heterosexuales –aunque hasta la fecha no haya realizado ninguna acción concreta sobre la materia, que obras son amores y no buenas intenciones, señora mía–. La intención de la reunión no era otra que proponer de manera urgente un plan de actuación frente a las continuas agresiones motivadas por la homofobia, lesbofobia, bifobia y transfobia. Pero, por lo que he venido viendo en mis redes sociales, a cierta parte de la ciudadanía no heterosexual le ha parecido inapropiadísima esa reunión, del mismo modo que hubo tantas y tantas quejas, en su práctica totalidad provenientes de las mismas personas, cuando los máximos dirigentes del Movimiento LGTB acudieron a una recepción invitados por su Excelencia el Jefe del Estado –nótese el tratamiento no monárquico–. La crítica que antes fuera “no hay que apoyar la monarquía” se ha convertido esta semana en un “no hay que reunirse con el Partido Popular, que es muy homófobo”. Y yo me pregunto con quién van a reunirse estos críticos de la legua si, en tanto que nuestra intención es que la policía atienda debidamente nuestras denuncias, es una mujer que milita en el Partido Popular, muy hábil en su campaña para ser candidata a vaya usted a saber qué, la que ostenta el mando sobre esa policía. Y también me pregunto cómo pueden realizarse lecturas tan poco profundas cuando, frente a un excesivamente obvio “el nuevo Jefe del Estado quiere congraciarse con la plebe reuniéndose con representantes de nuestro movimiento“, existe la interpretación posible de que “nuestro movimiento, con tanto trabajo, ha conseguido que nadie, ni siquiera el mismísimo Jefe del Estado, considere su puesto debidamente ratificado si no nos convoca a una reunión y escucha nuestras demandas”.

Cualquiera diría que hay quienes no tienen en demasiada estima su propio trabajo activista, que les da relativa pereza salir de las redes sociales, el WhatsApp y los blogs mientras se regodean adocenados en sus cátedras de teoría estéril, o que prefieren hacer política de partidos antes que Política de Estado. Porque el mundo no irá a mejor para lesbianas, gais, transexuales y bisexuales si yo, como militante que soy, sólo pienso en los intereses del PSOE, o aquella sólo piensa en los intereses del Partido Popular, o esa que lo hizo bien y esa que tan mal lo hizo buscan el beneficio exclusivo para sus respectivas formaciones –o secciones particulares– de izquierda más o menos radical, más o menos comprometida con el feminismo y la diversidad sexual y de género. Ni tampoco cambiaremos el mundo si colocamos los intereses de nuestros respectivos partidos políticos por encima de la defensa de los Derechos Humanos por los que luchamos. Sólo es posible el cambio cuando aunamos fuerzas todos los actores posibles de esta cada vez más variopinta sociedad nuestra; cuando los unos y las otras, las derechas y las izquierdas, los de arriba y las de abajo, encontramos un objetivo en común.

Dice Juan de la Cruz, poeta transgénero que hablaba de sí en femenino cuando confiesa su acaloramiento y gemido al entrar en relación con su dios, que la unión con lo divino tras la muerte es semejante a la pequeña gota de agua que, terminado su curso en el río, llega por fin al mar y se confunde con otras miles. Sigue siendo gota, pero ahora también es mar. Y aunque la vida fragmentaria e individual sea tan cómoda, porque nunca nadie nos podrá quitar la razón, sólo el océano es capaz de erosionar la tierra. Este fin de semana, mientras tengo el inmenso placer de que leas estas líneas, se celebra el Congreso de la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Bisexuales y Transexuales, y despedimos a Boti García Rodrigo, hasta ahora nuestra presidenta. Sirvan estas líneas para agradecerte, amiga mía, tanto trabajo realizado por el bien de todos y todas, tanto trabajo tan bien entendido, llevado a cabo como una gota más de este océano que compartimos, que gracias a ti ha cambiado mucho y para mejor nuestra geografía. Gracias, Boti, presidenta, por dejarme ser una ola mientras tú vigilas nuestra marea.

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“La fuente (III)”, por Gema Juan OCD

Martes, 3 de marzo de 2015
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16263558616_21fefdcd88_mDe su blog Juntos Andemos:

Con unos versos emocionantes, Juan de la Cruz comparte su experiencia de la fuente divina, de la «eterna fonte». En su Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe, dice: «Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche».

Hablará de una fuente escondida, pero que sabe dónde hallar. Apenas da comienzo a su Cántico Espiritual, escribe: «No le vayas a buscar fuera de ti, porque te distraerás y cansarás y no le hallarás ni gozarás más cierto, ni más presto, ni más cerca que dentro de ti. Solo hay una cosa, que, aunque está dentro de ti, está escondido».

La «fuente viva de Dios» está dentro, en las entrañas del ser humano y nadie está privado de esta agua y de vivir en la abundancia de esta fuente interior. Y, sin embargo, la sequedad prende en muchos seres humanos y reseca las entrañas, quitando la alegría de vivir y la luz para entender y avanzar en todo lo bueno.

No es necesario llegar al final del trayecto para beber. Eso haría fácil perder la perspectiva, el horizonte del camino; en realidad, el mismo caminar hacia la fuente ya refresca la vida. Sin embargo, Juan sabe que es fácil «entretenerse», perder la pista, el hilo que lleva a lo profundo.

Por eso, el maestro de espíritu que hay dentro del fraile carmelita, hace cuanto puede por enseñar el camino a lo profundo. Dirá que «el que ha de hallar una cosa escondida, tan a lo escondido y hasta lo escondido donde ella está ha de entrar». Hay que ir a por ello, no se tropieza sin más con lo más auténtico del ser.

Enseguida explicará que para ir, hay que cerrar una puerta. Dirá: «Cerrando la puerta sobre ti, es a saber, tu voluntad a todas las cosas, [ora] a tu Padre en escondido; y así, quedando escondida con Él, entonces le sentirás en escondido, y le amarás y gozarás en escondido, y te deleitarás en escondido con Él».

Al fondo, hay algo que merece la pena: la posibilidad de vivir en la alegría –gozarás, te deleitarás…–, en medio de todas las quiebras que trae la vida. Por supuesto, Juan habla de la alegría que nace del amor, de saberse amado y de comprender que es posible corresponder.

No dice que haya que cerrar la puerta a todas las cosas, sino a la voluntad de ellas. Porque sabe que «carecer de las cosas… no desnuda el alma si tiene apetito de ellas». La libertad no viene por la carencia sino por la elección. Se trata de cerrar la puerta a «todo lo que no es Dios», a todo lo que no pasa por el filtro del evangelio.

Para cerrar la puerta y beber, lo único necesario es tener sed, porque el agua mana para todos sin excepción y sin medida, pero hay que ir a buscarla. Por eso Juan no solo dice que la fuente está escondida en lo profundo, sino que hay que caminar aunque sea a oscuras —«aunque es de noche», insiste.

Oscuramente se avanza, porque se trata de un camino de fe, donde solo la confianza alumbra. Porque es fácil irse «tras lo que más luce y llena nuestro ojo… siendo lo que peor nos está y lo que a cada paso nos hace dar de ojos». Hay que apagar –dirá– lo que «ofusca y embaraza», lo que embota la razón y retiene los pasos.

Y a oscuras, porque la inmensidad del manantial deslumbra, excede todo lo visible y es inabarcable para el espíritu humano. Dios es «excesiva luz».

Y es un misterio, pero no como un secreto cerrado sino como una fuente sin principio ni fin. Juan dirá que la «espesura de sabiduría y ciencia de Dios es tan profunda e inmensa, que, aunque más el alma sepa de ella, siempre puede entrar más adentro, por cuanto es inmensa y sus riquezas incomprehensibles». Siempre se puede ir más allá.

Dios es fuente eterna y llama incansablemente. Lo recuerda también el poema de La fonte: «Aquí se está llamando a las criaturas, y de esta agua se hartan, aunque a oscuras». Llama para «hartar». Para hacer rebosar al ser humano de bien. No le basta comunicarse un poco, Dios aspira a la totalidad con cada ser humano.

Por eso, cuando comente la estrofa que habla de la cristalina fuente, en Cántico, dirá que solo el amor guía en la búsqueda del agua y que ese amor hace la semejanza entre la fuente y el caminante, entre Dios y el ser humano. Y llegará a decir que «así, cada uno vive en el otro, y el uno es el otro y entrambos son uno por transformación de amor».

Hablando de esa transformación, escribirá en Llama: «Todo lo que se puede en este caso decir es menos de lo que hay; si se advierte que el alma está transformada en Dios, se entenderá en alguna manera cómo es verdad que está hecha fuente de aguas vivas, ardientes y fervientes en fuego de amor, que es Dios».

Eso es lo que espera al ser humano en las fuentes de la Gracia: espera a Dios mismo, para darse en plenitud, «como aguas de vida que hartan la sed del espíritu con el ímpetu que él desea».

Mientras tanto, el ser humano camina y Dios le da su Espíritu, que sostiene en el camino e ilumina los pasos porque «está escondido en las venas del alma, está como agua suave y deleitable, hartando la sed del espíritu en la sustancia del alma».

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“La fuente (II)”, por Gema Juan OCD

Lunes, 2 de marzo de 2015
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16288610732_07cfdb37de_mLeído en su blog Juntos Andemos:

A medio camino entre los Padres de la Iglesia y Edith Stein, se encuentran Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, y también ellos bebieron de la fuente inagotable divina, experimentaron a Dios como el manantial de donde todo procede y se sumergieron en él para dar vida.

Ante el misterio de Dios, la fuente madre que no solo da la vida sino que también acoge y recoge en sí a todos los seres humanos, Teresa se conmueve y exclama: «¡Oh Vida, que la dais todos! No me neguéis a mí esta agua dulcísima que prometéis a los que la quieren. Yo la quiero, Señor, y la pido, y vengo a Vos».

Tiene conciencia de que los seres humanos están íntimamente unidos en el camino de la vida y que un mismo fin de amor y plenitud aguarda a todos; por eso, escribía a sus hermanas: «Queramos que no, todos caminamos para esta fuente, aunque de diferentes maneras». El realismo teresiano apunta siempre a la esperanza.

A Teresa, el agua le sirve para explicar el camino de la vida, de la amistad con Dios, de la oración: se trata de hacer florecer el propio huerto y para ello hay que recorrer un camino. Es como ir del pozo a la fuente, aprender a regar y a dejarse empapar. Hay que aceptar el esfuerzo de buscar el agua, para terminar por descubrir que estaba ahí, antes de que todo comenzara, esperando para inundarlo todo.

Se le ocurren cuatro formas de regar el huerto. Es un modo simbólico de hablar. Lo que le interesa es ayudar a entender que merece la pena buscar la fuente. Para eso, hay que echar a andar, escarbar, desbrozar, hasta que Dios pueda «hartar todo este huerto de agua», porque la tierra puede recibirla.

Así es como Teresa empieza a hablar de los «siervos del amor». Esos servidores del amor son los que siguen «por este camino de oración al que tanto nos amó», a Jesús. Son buscadores, que terminarán por descubrir lo que Él mismo decía de su agua: que se convierte dentro «en un manantial que brota dando vida eterna».

«De los que comienzan a tener oración podemos decir son los que sacan el agua del pozo, que es muy a su trabajo», mientras que en «el segundo modo de sacar el agua», la cercanía de Dios se hace palpable, su presencia va transformando la vida y una alegría profunda empieza a abrirse paso.

Hay más. Llega un momento en que ya no parece que se busca el agua, sino que Otro se ocupa de que la tierra la tenga. Teresa dirá que Dios se convierte en el hortelano, que Él es el que trabaja para que crezca la amistad. Y dirá que «como es tal el hortelano, en fin criador del agua, dala sin medida». Dios es la fuente, el «criador del agua» y solo desea derramarse sobre la tierra de sus amigos.

Así, hasta llegar al centro, donde Él mismo se encuentra. Por eso, cuando hable de la cuarta forma de regar dirá que «se goza un bien, adonde junto se encierran todos los bienes». El agua desborda benéficamente, llueve desde lo profundo y se empieza a descubrir la infinita fuente de vida en la que Dios sumerge a quien le busca, el manantial que brota dentro.

Teresa tiene un conocimiento muy profundo de lo humano. Ha tocado sus límites y se ha visto en frustrantes recaídas, sintiendo cómo perdía el agua. Y ha visto que por no preparar la tierra para recibir el agua, algunos preciosos huertos se vuelven estériles. Pero también ha comprobado que de muchas maneras se puede avanzar y por eso cuenta su experiencia:

«Para lo que he tanto contado esto es… para que se vea la misericordia de Dios y… para que se entienda el gran bien que hace Dios a un alma que la dispone para tener oración… y cómo si en ella persevera, por pecados y tentaciones y caídas… tengo por cierto la saca el Señor a puerto de salvación».

Por un lado, todo es cosa de Dios que «como es tan bueno, no nos fuerza, antes da de muchas maneras a beber a los que le quieren seguir, para que ninguno vaya desconsolado ni muera de sed». Por otro lado, la grandeza de la fuente se revela en que de ella «salen arroyos, unos grandes y otros pequeños, y algunas veces charquitos para niños, que aquello les basta, y más, sería espantarlos ver mucha agua».

Dios no atropella, no impone su amor ni obliga a la amistad. Cuando su presencia desbordante anega, es porque la tierra está preparada para recibir. Y, en todo caso, sea cual sea la etapa de la vida y de la relación con Dios, el agua siempre está disponible porque «sin tasa es su misericordia» y da una seguridad para caminar en medio de las incertidumbres de la vida y de los vaivenes a que está sometida.

Teresa ha experimentado la sobreabundancia que mana de las fuentes de Dios, sabe que con esa agua se puede atravesar cualquier desierto y superar los obstáculos de la vida, por eso escribe: «¡Oh fuentes vivas de las llagas de mi Dios, cómo manaréis siempre con gran abundancia para nuestro mantenimiento y qué seguro irá por los peligros de esta miserable vida el que procurare sustentarse de este divino licor».

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“Recordar lo nuevo II”, por Gema Juan OCD

Viernes, 27 de febrero de 2015
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16127366765_905ef89a0a_mDe su blog Juntos Andemos:

Algunos años antes de que Juan de la Cruz se pusiera a recordar novedades, la que fuera su amiga, madre y hermana, maestra y discípula a la vez, hizo memoria de lo nuevo, igual que él. Añadió ella –Teresa de Jesús– un toque particular, un deje de ironía sobre las novedades que, en realidad, no lo son. Novedades que no son más que vanidad y un husmear por costumbre; cosas bien antiguas, en realidad.

A lo largo de sus numerosas fundaciones, Teresa había comprobado que «como el mundo es tan amigo de novedades», todos curioseaban cuando llegaba, con su grupito de hermanas, a una ciudad.

Y decía a Dios: «En todo se puede tratar y hablar con Vos como quisiéremos» y añadía, poco después que, sin embargo, «está ya el mundo de manera, que habían de ser más largas las vidas para deprender los puntos y novedades y maneras que hay de crianza… [que] para títulos de cartas es ya menester haya cátedra, adonde se lea cómo se ha de hacer».

Para Teresa, como para Juan, la gran novedad era el Dios de misericordia. Un Dios incansable, que no ceja en su empeño de hacer nueva la vida de sus amigos. Y así, dirá: «Primero me cansé de ofenderle, que Su Majestad dejó de perdonarme. Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias».

Teresa se había cansado, primero de sí misma –«ya yo andaba cansada»– de una superficialidad que había puesto en juego su buena reputación —«la sospecha que tuve se había entendido la vanidad mía». Después, siendo ya monja, se agotó en una vida tibia: «Andaba mi alma cansada y, aunque quería, no le dejaban descansar las ruines costumbres que tenía». Y también, cansada «de ver lo que estiman los hombres», de ver poner el afán en lo que no vale.

Tomó conciencia de que la había «tenido Dios de su mano en todo» y de que Él, el Incansable, llama y busca siempre: «Aunque os dejaba yo a Vos, no me dejasteis Vos a mí tan del todo, que no me tornase a levantar, con darme Vos siempre la mano; y muchas veces, Señor, no la quería, ni quería entender cómo muchas veces me llamabais de nuevo».

Que Dios no se canse de esperar, de cuidar, de promover lo bueno de sus criaturas, impresionó profundamente a Teresa. Pero, además, vio que esa imposibilidad de cansarse tenía un rostro humano, como si Dios quisiera despejar cualquier duda sobre su ser inagotable de amor y hacerse cercano, para «que entiendan y vean que es posible» llegar a tanto su bondad.

Cuando comente el Padrenuestro, dirá que Jesús vive entre los hombres y mujeres del mundo para «servir cada día». Y no solo eso, añade: «No hay esclavo que de buena gana diga que lo es, y que el buen Jesús parece se honra de ello».

Novedoso y sorprendente. Teresa es consciente de que servir es una elección fuerte en la vida, pero decidirse a hacerlo hasta el extremo, hacerlo como Jesús que «nunca se cansa de humillarse por nosotros», es inaudito.

«Él se hace el sujeto» –dirá–, una novedad incomprensible para quienes creen que la vida es un escaparate en el que figurar y en el que se ha de andar con cuidado de no «perder punto en puntos de mundo, so pena de no dejar de dar ocasión a que se tienten los que tienen su honra puesta en estos puntos».

Teresa se empeña en recordar la auténtica novedad, que es el «verdadero amor de Dios… que consume el hombre viejo de faltas y tibieza y miseria… y queda hecha otra el alma después con diferentes deseos y fortaleza grande. No parece es la que antes, sino que comienza con nueva puridad el camino del Señor».

Una novedad que renueva, que hace presente a un Dios que no olvida a los que ama y cuida de ellos: «¡Que sea tan grande vuestra bondad, que… os acordéis Vos de nosotros, y que… nos tornéis a dar la mano y despertéis… para que procuremos y os pidamos salud!».

La novedad puede entusiasmar… pero también asustar. Teresa había entrado en «una vida nueva» y emprendió un proyecto nuevo de la mano de Dios. Con algún temor, pero tan enamorada que nada pudo detenerla. Sin embargo, sufrió la incomprensión de quienes temen la irrupción de lo nuevo: «Decían que me quería hacer santa y que inventaba novedades».

Lo que Teresa sabía es que el Dios incansable «da siempre oportunidad, si queremos», y ella quiso. Se abrió a la mejor novedad, a la que está disponible para todos: «Una vida nueva… que vivía Dios en mí».

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“Para hablar de amor”, por Ramón Martínez

Sábado, 21 de febrero de 2015
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romantic-gay-kissPero qué bien escribe este hombre…

Para hablar de amor es difícil encontrar palabras. Más aún para este amor nuestro, este amor distinto, de nombre tantas veces prohibido. Para poder presentarse, durante siglos, no disfrutó de otra fórmula que no fuera decir “yo soy el Amor que no se atreve a pronunciar su nombre”1, y aún así muchas veces se le llamó amistad, tan injustamente, y tuvimos casi que pedir permiso, casi suplicando “deja que diga… amor. Su nombre es ése”2.

Qué diferente es hoy, cuando por fin es posible que aun siendo lesbiana, gay, transexual o bisexual cualquiera pueda “levantar su amor por el cielo / como una nube en la luz”3; ahora que en muchas partes del mundo ya no es preciso temer “la dulce boca que a gustar convida / un humor entre perlas destilado”4. Ya no hace falta que ante la insinuación gritemos “amor amor detén tu planta impura”5, y que tengamos como siempre que recurrir a escondernos “en el oscuro desván del lirio6. Hoy hasta El Corte Inglés, aunque haya sido denunciado en Cataluña por contravenir la Ley contra la LGTBfobia vendiendo en sus librerías el libro Cómo prevenir la homosexualidad, nos hace aparecer en sus cortos para promocionar la compra y venta del amor en San Valentín.

Pero qué triste amor es ése, porque no es el nuestro. Ése es el buen amor de Bécquer y de Garcilaso, no el que nace de “un corazón infiel, desnudo de cintura para abajo”7; es el amor canónico, el que nos enseñaron, “el tierno amor para dormir al lado”8. Tal vez por eso no se nos ajusta, porque aunque tú y yo entendamos “que tu cuerpo de hombre con mi cuerpo de hombre / construyen un lugar necesario en el mundo”9 sabemos que tarde o temprano “el deseo girará locamente en pos de los hermosos / cuerpos que vivifican el mundo un solo instante”10. Este amor aprendido, tan ajeno a veces, no encaja con nuestros deseos ni nuestros intereses. Y lo sabemos, pero es difícil no recaer en sus brazos: igual que los ateos claman a Dios ante cualquier suceso, nosotros y nosotras volvemos a caer en la trampa de ese “mar que traga adolescentes rebeldes”11, ese amor con formas heterosexuales que vimos en nuestros padres, que sólo conoce un camino y que siempre, en algún momento, nos devolverá el dolor. Entonces “será preciso no olvidar la lección”12 y afirmar que, “si odiar da dolor, y amar es también doloroso, de los dos males / escojo el de herida más suave y ligera”13. Trata de construir una forma de amor propia, tuya específicamente, que no imite a nadie. Busca tus propias palabras, que se ajusten a tu propio amor, y ante todo, “no te resignes”14 porque, aunque tenemos derecho a equivocarnos una y mil veces, aunque “nuestras imperfecciones nos hacen merecedores de amor”15, “el amor no tiene esta o aquella forma, / no puede detenerse en criatura alguna”16.

Yo también, como todos, “amé ardientemente a cierta persona no siendo correspondido”17, y “a veces me pregunto que habrá sido de ti”18, tan heterosexualmente. Para mí, por como soy, equivocadamente. En su momento “como el ciervo huiste, / habiéndome herido, / salí tras ti, clamando, y eras ido”19, y aunque ahora “ya sólo me interesa / ser igual que Walt Whitman”20, y “ya puedes ver que he escapado de ti”21, recuerdo que fuiste “un bello niño de junco”22, y que, antes que decirte ahora un demasiado clásico y cortés “yo te he querido como nunca”23, sólo “celebro la presencia de tu cuerpo en mi vida”24. Nuestra brevísima historia se resume al recordarte que “eres fácil si rehuyo, y difícil si lo intento”25, más que seguro por mis propios errores al comportarme como quien no soy. Y aunque ahora me digas de nuevo “suéltame y sigue tu camino”26, “más allá de la vida, / quiero decírtelo con la muerte; / más allá del amor, / quiero decírtelo con el olvido”27. Pero no que te quise, eso quizá sea cosa sólo para heteros. Quiero decirte “únicamente esto. / Que en los actos sociales pienso en ti”28. Y al mismo tiempo contradecirme, recaer un momento, y hacerte llegar el último mal poema que no llegaste a leer. Porque, de momento, sólo las formas heterosexuales nos sirven para hablar de amor. Sigamos buscando nuestras propias formas, de camino hacia Ítaca, y entre tanto honremos “a aquellos que en sus vidas / custodian y defienden las Termópilas”29 mientras “aramos libres surcos por ola y por espuma”30.

Aunque pretendas mantener el muro,
la almena que levantas contra el miedo,
sabes muy bien que, si me empeño, puedo
hacer más blando un corazón tan duro.
Porque aunque quieras parecerme oscuro,
altivo y desdeñoso, yo me quedo
con tus momentos buenos, cuando accedo
al otro tú que escondes inseguro.
Yo quiero ser tu campo de batalla,
columpio y parque para tantos juegos,
la piel que llenes siempre de arañazos.
Tú baja algunas veces la muralla
y déjate de tanto cortafuegos,
que contra tu temor bastan mis brazos.


1Lord Alfred Douglas, 2Jacinto Benavente, 3Luis Cernuda, 4Luis de Góngora, 5Vicente Aleixandre, 6Federico García Lorca, 7Jaime Gil de Biedma, 8Jaime Gil de Biedma, 9Juan Antonio González Iglesias, 10Luis Cernuda, 11Luis Cernuda, 12Jaime Gil de Biedma, 13Eveno, 14Walt Whitman, 15Juan Antonio González Iglesias, 16Luis Cernuda, 17Walt Whitman, 18Jaime Gil de Biedma, 19Juan de la Cruz, 20Juan Antonio González Iglesias, 21Walt Whitman, 22Federico García Lorca, 23Vicente Aleixandre, 24Juan Antonio González Iglesias, 25Estratón, 26Walt Whitman, 27Luis Cernuda, 28Juan Antonio González Iglesias, 29Konstantin Kavafis, 30Oscar Wilde,

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“Una elección de amor”, por Gema Juan OCD

Jueves, 25 de diciembre de 2014
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16057272001_9d147d8d58_mDe su blog Juntos Andemos:

A todos los que compartís este espacio: ¡Feliz Navidad! y que entre todos hagamos un 2015 más fraterno.

Primero fue el asombro, y despertó el amor. Después, una intimidad apasionada que iba a transformar su vida y, finalmente, una complicidad creciente que se volvió fidelidad y solidaridad. Ese fue el recorrido que hizo Teresa de Jesús, al ir descubriendo al Dios hecho carne.

Decía: «Muchas veces he pensado espantada de la gran bondad de Dios, y regaládose mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia». Para ella, la mayor misericordia de Dios, la máxima expresión de su bondad, había sido el regalo de Jesús: «Basta lo que nos ha dado en darnos a su Hijo, que nos enseñase el camino». Dios, con excesivo amor, ha dado cuanto es en Jesús y en Él ha abierto un camino nuevo a la humanidad.

Esa desmesura le hizo a Dios tomar carne, una carne –pensaba Teresa– como la suya. Por eso, decía: «Veía que, aunque era Dios, que era hombre». Así, Jesús se hizo «uno de tantos», de tal modo que «no le ha quedado por hacer ninguna cosa» por nosotros. «¡Bendita sea su misericordia que tanto se quiere humillar!» —exclamará.

Cuando Teresa hable de abajarse, de humillarse, estará siempre pensando en Dios, que «abajándose a comunicar con tan miserables criaturas, quiere mostrar su grandeza». La grandeza de Dios es descender amorosamente y entrar en conversación con los seres humanos. La verdadera humillación está ligada a la comunión.

Y pensará también en Jesús, en «las grandezas que hizo de abajarse a Sí para dejarnos ejemplo de humildad». La humildad que Teresa descubre en Jesús es una elección de amor y semejanza: «Como nos ama, hácese a nuestra medida». Es la decisión de «pasar de sí al Amado», que será la definición que dé Juan de la Cruz del amor. Puesto que Dios ama primero, Él es el que pasa de sí a los seres humanos, para que todos puedan pasar a Él.

Teresa descubre a un Jesús concreto: con historia, con cuerpo. Un hombre que trabajó con sus manos de hombre, pensó con su entendimiento de hombre, amó con su corazón de hombre. Que, nacido de María Virgen, se hizo uno de nosotros . Alguien de quien ella podía enamorarse y a quien podía «tratar como [con] amigo, aunque es Señor» Alguien a quien unirse y a quien podía decir: «Juntos andemos, Señor; por donde fuereis, tengo de ir; por donde pasareis, tengo de pasar».

Pero sabía que no es fácil reconocer la carne de Dios. No lo fue cuando apareció en un lugar pobre del mundo. Y tampoco a lo largo de su vida, por eso Teresa decía: «Solo le dejaron en los trabajos… parece le querrían tornar ahora a la cruz», porque no se le reconoce.

Pensando en aquel nacimiento, humilde y anónimo, Teresa escribía: «No veía el justo Simeón más del glorioso niño pobrecito; que en lo que llevaba envuelto y la poca gente con Él que iban en la procesión, más pudiera juzgarle por hijo de gente pobre que por Hijo del Padre celestial».

Rahner decía que el ambiente en que Jesús nació era estrecho, ordinario y sofocantemente monótono. Ni siquiera su pobreza fue extraordinaria. Y que Dios había elegido la angostura del tiempo. Otra vez, una elección de amor: la que hacía posible la comunicación con quienes solo entienden «vías de carne y tiempo», como diría Juan de la Cruz.

Reconocer a Dios en la carne y el tiempo, «conocer algo de quién es este Señor y bien nuestro», era lo que deseaba Teresa y sabía que la única forma de conocer y reconocer a Jesús era siguiéndole. Por eso decía: «Parezcámonos en algo a nuestro Rey, que no tuvo casa sino en el portal de Belén adonde nació y la cruz adonde murió».

Y recordaba que «regalarle y hacer por Él» era vivir lo «dicho por su boca: Lo que hicisteis por uno de estos pequeñitos, hacéis por mí». Y seguirle era no abandonarle: «No le dejemos nosotros, que, para más sufrir [servir], Él nos dará mejor la mano que nuestra diligencia».

Conmueve que el Inmenso elija la fragilidad y la ambigüedad humana para expresarse. Asombra que Dios se haga niño, que se haga hermano. Hace enmudecer que se convierta en «esclavo», que el amor le haga inclinarse y bajar hasta lo profundo de los pozos humanos. «¡Qué gran amor del Hijo, y qué gran amor del Padre… Él vino del seno del Padre por obediencia, a hacerse esclavo nuestro» —decía Teresa.

Lo que hace pasar del asombro al amor y de la ternura y la complicidad a la solidaridad fiel es «no se apartar de andar con Cristo… tenerle siempre consigo… andar siempre con Él… nunca se apartar de tan buena compañía».

Por eso, Teresa insistía: «Siempre que se piense de Cristo, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene; que amor saca amor».

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“Estar bien con Dios”, por Gema Juan OCD

Domingo, 14 de diciembre de 2014
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San JuanEn la Festividad de San Juan de la Cruz

De su blog Juntos Andemos:

Visitar a Juan de la Cruz es siempre un disfrute. Más allá de lo útil, que nunca falta en la cita, se da la dicha del encuentro con un hombre entero. Si fue recordado por quienes le trataron como alguien sumamente amable y afectuoso, todavía ahora, al escucharle en letra de molde, una impresión muy cálida cobija al que se acerca.

Juan de la Cruz se hace próximo y aproxima a lo profundo del ser y de la vida. A la bondad y a la luz. Acerca a Dios. Y, cerca de él, se aprende libertad.

Palabras graves y pequeños consejos, poemas inmensos junto a dichos y letrillas, densa teología, sabiduría y alguna regañina… En su arquilla, que eso parecen sus obras completas, hay multitud de cosas. No es que tenga de todo, es que con él se vislumbra el Todo.

No deja de ser impresionante que el mismo hombre que habla de la terrible profundidad que puede alcanzar la noche de los humanos y de la maravillosa hondura que tiene Dios en todas las personas, ese mismo hombre es capaz de resumir todo el itinerario de la fe, diciendo que se trata de «estar bien con Dios». Así de sencillo.

Eso escribía Juan, desde Segovia, a una doncella de un pueblecito de Ávila. Y con mucha suavidad, reconducía la conversación que llevaban entre manos, pacificándola e invitándola a ir hacia dentro. A conocerse y reconocerse ante Dios, a no gastarse en lo que no llena y a no vaciarse en lo que consume.

«Procure el rigor de su cuerpo con discreción» –apuntaba– nada de excesos externos, Juan era enemigo de toda exterioridad. En cambio, la animaba a la «mortificación y no querer hacer su voluntad y gusto en nada». Y eso –una vez más hay que recordarlo hablando de este santo– no tiene nada que ver con generarse fastidio a uno mismo sino, como él mismo aclara: todo se refiere a «la pasión del Señor» y eso quiere decir que, al igual que Jesús, cualquier renuncia está dirigida a unir la voluntad al Padre bueno y, por tanto, a cuidar de los demás.

Juan creía que los artificios violaban la sinceridad y, en su mayor parte, «el rigor» del tipo que sea, es búsqueda y alarde de sí. Mientras que no buscar la propia voluntad y gusto es, literalmente, preocuparse del bien de los demás, descentrarse del ego y poner delante la alegría y el bien de los otros.

A esta mujer, y en otros lugares de sus escritos, invita Juan a hacer hábito de la presencia de Dios, a acostumbrarse a encontrarle en cualquier circunstancia, para «estar bien con Él». Si a la doncella le recuerda que Dios siempre da gracia, es decir, siempre da su Espíritu para vivir, en otra ocasión dirá que «cuanto más se fuere habituando el alma en dejarse sosegar», en dejarse en las manos de Dios, más crecerá la «amorosa noticia» de Dios.

Y no solo eso. Estar bien con Dios siempre será estar bien con uno mismo: avanzar por el camino de la integración, de la sanación y la liberación. A la doncella le hablará de lograr «toda en todo» vivir en el amor. La unificación profunda. En otro escrito, hablará de «paz interior y quietud y descanso». Y la paz es siempre señal de plenitud.

Después, como si quisiera resumir el evangelio y ponerlo en las manos de todos, desgranando cómo se está bien con Dios, escribió un Dicho que decía:

«Andar a perder y que todos nos ganen es de ánimos valerosos, de pechos generosos; de corazones dadivosos es condición dar antes que recibir, hasta que vienen a darse a sí mismos, porque tienen por gran carga poseerse, que más gustan de ser poseídos y ajenos de sí, pues somos más propios de aquel infinito Bien que nuestros».

Descubrir que «somos más propios de aquel infinito Bien que nuestros» y que la infinita bondad es nuestra, nos hace generosos y nos lleva a sentir con el evangelio. Juan sabía que solo «el hilo del amor» descubre esa pertenencia y une a Dios. Por eso, confiaba a esa experiencia la salud del corazón y la transformación de la vida:

«Hace tal obra el amor
después que le conocí
que si hay bien o mal en mí
todo lo hace de un sabor
y al alma transforma en sí
y así en su llama sabrosa
la cual en mí estoy sintiendo
apriesa sin quedar cosa,
todo me voy consumiendo».

Eso es estar bien, dejarse ganar por el amor. Eso es estar bien con Dios, dejar que su amor consuma todo lo que no es Él.

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“Gestos”, por Gema Juan OCD

Martes, 25 de noviembre de 2014
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15542382458_2463432fbe_mLeído en su blog Juntos Andemos:

«Gestos sencillos y concretos». Eso pedía, recientemente, el Papa Francisco a los cristianos. Y eso le hemos visto hacer a él repetidamente. Además de las grandes propuestas que ha lanzado y de los pasos significativos que ha dado, Francisco ha tenido muchos gestos, sencillos y concretos, y ha recordado que aportan significado y realidad, que inspiran y generan creatividad. Los gestos abren muchas puertas para construir la hermandad que Jesús quería.

En el estado de Tamil Nadu (India), algunos católicos de casta alta levantaron un muro en el cementerio, para que sus muertos estuvieran separados de los difuntos «intocables». Un día, dos obispos católicos demolieron una parte del muro.

El muro se reconstruyó, pero los obispos sembraron compasión y solidaridad, y despertaron una esperanza, cosas más fuertes que todos los muros que existen.

En una pequeña ciudad francesa, una mujer joven, monja, escribía que buscaba la compañía de las hermanas que peor le caían, para «desempeñar con esas almas heridas el oficio del buen samaritano. Una palabra, una sonrisa amable bastan muchas veces para alegrar un alma triste». Era Teresa del niño Jesús.

Su gesto no acabó con las segregaciones que continuamente se generan. Pero sembró una posibilidad al alcance de todas las personas, para desmantelar barreras y rechazos con los próximos.

En un pequeño pueblo de Soria, un grupo de origen rumano se estableció e intentó abrirse camino con ganado vacuno. Trabajaban rústicamente, como les permitían sus precarios recursos económicos. Un reputado perito decidió cederles, repetidamente, sus ingresos extraordinarios.

El trabajo sigue siendo duro, pero un hombre acomodado se incomodó para compartir y crece, a la sombra de un gesto, el árbol de la fraternidad.

En un campo de concentración nazi, una mujer apresada decidió no añadir ni un átomo de odio a la locura del exterminio. Su gesto fuer orar, convencida de que «se puede orar en todas partes, [también] en un barracón» y elegir «estar presente en medio de los que sufren». Visitaba a los bebés del campo y tranquilizaba a sus madres, sonreía, estrechaba una mano, escuchaba… convencida de que el amor no ha de fijarse en razas, nacionalidades o filiaciones políticas. Se llamaba Etty Hillesum.

No detuvo el exterminio, ni siquiera para sí misma. Pero su gesto alienta continuamente caminos de reconciliación y el recuerdo de que la vida «es una sucesión de milagros interiores» que deben convertirse en amor compartido.

INDIA-WEATHER-RAIN-MONSOONA un convento de frailes carmelitas descalzos acudían habitualmente algunos necesitados y acostumbraba a ir una anciana muy pobre. En cierta ocasión, que no acudió la mujer… el prior de la casa mandó ir a buscarla, por si la necesidad le impedía ir a pedir.

El mismo prior se encontró con varios hermanos enfermos en su casa y sin dinero para poder socorrerles. Entonces mandó empeñar un cáliz para poder dar lo necesario a los enfermos.

Sigue habiendo pobres y necesidades, pero el gesto de un fraile menudo, que se llamaba Juan de la Cruz, reveló al Padre de toda bondad que cuida a sus hijos y renovó la memoria de que nada tiene más valor que el ser humano. Ningún sábado, ninguna cosa sagrada es más valiosa que una persona.

No lejos en el tiempo ni en el espacio del prior descalzo, una monja carmelita se preguntaba qué podría hacer ella para ayudar en un mundo que veía desgarrarse violentamente. Y se dijo «haré ese poquito que es en mí». Con un gesto sencillo, con una decisión pequeña y compartida, se puso en marcha.

Se llamaba Teresa de Ahumada y de aquel gesto iba a nacer un pequeño espacio de oración y fraternidad que acabaría por convertirse en una familia universal.

Ese es el poder de los gestos. Siembran una semilla, la más pequeña y después, como recordó Jesús, «cuando crece, se hace mayor que cualquier hortaliza y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden anidar en ellas».

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“Bienaventurado el que…”, por Gema Juan OCD

Miércoles, 5 de noviembre de 2014
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15547308975_fb204e4cdc_mLeído en su blog Juntos Andemos:

A primera vista, a nadie se le antoja que místico sea una persona razonable… o bien que una persona muy razonable, vaya a ser mística. Juan de la Cruz, místico, maestro de espíritu y letras y poeta inmenso, viene a decir que sí, que lo místico y lo razonable están muy unidos. Y que la «sabiduría mística» lleva al amor, al tiempo que libra de ignorancias.

Juan habla de «obras misteriosas», porque misteriosos son los caminos del espíritu y misterio es Dios, término amado del camino. Y se descubre a sí mismo, y a cada ser humano, en Dios. Cada persona –dirá en Cántico– «tiene su vida en Dios» y forma parte de ese misterio insondable de amor que Él es.

Explica, también, que la fe y el amor, cuando son auténticos, abren una fuente de sabiduría que ilumina la vida y por eso dice: «La sabiduría mística (la cual es por amor…) no ha menester distintamente entenderse para hacer efecto de amor y afición en el alma, porque es a modo de la fe, en la cual amamos a Dios sin entenderle». Pero eso no significa –dice– que se pueda prescindir de la razón para vivir y crecer en el Espíritu, para sumergirse en el misterio.

Va a insistir en lo que importa avanzar, no quedarse atrapado o enredado en nada de lo que se es, se tiene o se encuentra por el camino –«ni eso ni esotro», dirá repetidamente–, sino que hay que andar superando la primera capa de todo, que es «el sentido» y dejarse mover por algo más profundo, «el espíritu».

Pero añade, enseguida, algo capital: el ser humano «ha de ir con todo a Dios». Ese todo incluye el mundo de los afectos y de las inclinaciones personales y, a la vez, toda la racionalidad de la persona. La gran capacidad humana de discernir y aprender, de descubrir y lograr, de pensar. Esa valía que le hace decir que «un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo». Ambas cosas han de ir ordenándose en la persona y ambas son necesarias.

Juan no ata, ni por un lado ni por otro. Entiende que cada quien debe recorrer el camino «según su modo y caudal de espíritu». Sabe que la cosa mística no es un asunto de esquemas y estudios, sino una cuestión de comunicación. Un Dios que «está escondido en lo íntimo del alma», que siempre se comunica y se adelanta en la presencia y en el amor. Y un ser humano que tiene «capacidad infinita» para relacionarse con Él, para adentrarse en el misterio y para realizar la plenitud de vida compartida.

Si la experiencia mística es una experiencia de comunicación y para ello, lo necesario es armonizar y conjugar bien todo y andar con fe, ¿por qué, entonces, reclama Juan con tanta fuerza, atenerse a «la razón y doctrina evangélica»?

Es porque ha visto cuánta confusión hay en gentes buenas y espirituales. Unos porque piensan que «a pura fuerza y operación del sentido, que de suyo es bajo y no más que natural, pueden venir y llegar a las fuerzas y alteza del espíritu sobrenatural» y otros porque «tienen tanta paciencia en esto del querer aprovechar, que no querría Dios ver en ellos tanta».

Si al maestro místico le preocupó la insensibilidad para el misterio, que es –en definitiva– vivir como en letargo, anestesiados para el amor y entumecidos de corazón, todavía le preocupó más que, al despertar, se perdiera la razón, el espíritu de discernimiento y contraste. Porque entonces el ser humano se incapacita a sí mismo para crecer.

Por eso reclama: «Nos habemos de aprovechar de la razón y la doctrina evangélica… y en todo nos habemos de guiar por la ley de Cristo hombre»; y recuerda que «no quiere Dios que ninguno a solas se crea para sí las cosas que tiene por de Dios», debe compartirlas con otro igual para comprender mejor la verdad y no caer en el autoengaño.

Así intenta Juan recuperar al ser humano completo y ayudarle a vivir desde lo mejor y más profundo de sí. Es a esa persona iluminada y restablecida, a la que le puede insinuar la experiencia mística de Jesús y decirle: «¡Bienaventurado el que, dejado aparte su gusto e inclinación, mira las cosas en razón y justicia para hacerlas!».

Para mirar con razón y justicia –dirá el maestro– hay que limpiar los ojos y estos «se limpian e iluminan solo con amor». Por eso añade que, decir «bienaventurados es tanto como decir “enamorados”, pues que la bienaventuranza no se da por menos que amor».

Es una experiencia profunda que echa raíz en el evangelio y sube hasta las cimas humanas. Y será una experiencia mística con mil modos diferentes de realizarse, sublimes y ordinarios, pero Juan la liga, en todo caso, a las bienaventuranzas evangélicas: a tratar a los demás como se quiere ser tratado, para echar raíces, y a llegar a la cima como decía Jesús:

«Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. Al que te hiera en una mejilla, ofrécele también la otra; a quien te quite el manto, no le niegues la túnica. Da a quien te pida, y a quien te lleva lo tuyo, no se lo reclames».

¿Qué vivencia del misterio puede alumbrar semejante modo de vivir? ¿Qué luz tan clara puede inundar la razón humana para ver así? ¿Qué experiencia mística podría ser más profunda? Eso se preguntaba Juan, y por eso decía, Bienaventurado el que…

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“Trascendencia en clave menor: El humor (III)”, por Gema Juan OCD

Martes, 19 de agosto de 2014
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14655653442_33f77496cc_mLeído en su blog Juntos Andemos:

Cuando se observa lo que hacía reír a Teresa, se descubre una manera extraordinaria de vivir, de enfrentarse a las dificultades, de encajar los reveses. La risa desvela en ella una madurez espléndida. Porque para reparar en lo cómico es necesario no estar a la defensiva, quitarse el tono importancioso de encima y estar abierto a que las circunstancias descoloquen lo que parece ya fijado.

La percepción de lo cómico que puede haber en una situación desdramatiza y rompe el miedo. Es una idea que aparece, con frecuencia, en Fundaciones. El humor desmitifica, aleja de pensar que se posee toda la verdad en cualquier asunto, es decir, es un buen bastón para la humildad y, puede ser, como hemos visto, un gran liberador. Todo esto tiene mucho que ver con la espiritualidad que promueve Teresa.

No era amiga de «santos encapotados» y explicaba que «hay algunas personas que parece se les ha de ir la devoción si se descuidan un poco», o sea, que tienen que tener todo muy medido y compuesto para que «no se les vaya un poquito de gusto y devoción». También, con cierta sorna, escribía a Gracián que hay quien «pensará, si ha estrujado algunas lágrimas, que aquello es la oración».

La vida espiritual y la oración no son cosas para encerrarse en uno mismo, más bien justo al revés. El ceño fruncido, el gesto serio, la afectación, la poca alegría, el no poder burlarse de uno mismo, en el doble sentido de la palabra, reírse sanamente y así escapar del propio enjaulamiento… Todo eso no pertenece a una espiritualidad sana.

Para Teresa, el sentido del humor y la capacidad de reír están ligados a la santidad. Lo expresa muy claramente en un momento en el que se enfrenta a algo muy desagradable. Se han propagado calumnias contra el P. Gracián, a cuenta de su trato con algunas carmelitas. Primero dirá a María de San José que «son disparates; que lo mejor es reírse de ellos, y dejarlos decir».

Pero irá más lejos. Le disgusta que Gracián caiga en defenderse absurdamente, y escribirá: «Hacer caso de esos desatinos, ni ponerlos en plática; téngolo por mucha imperfección; sino reírse de ellos». Reírse es invertir el orden de las cosas. Cambiarlo, de modo que resulta un orden más liberador.

No deja de sorprender su humor ante graves dificultades. Cuando escribe al Rey, tras el secuestro de Juan de la Cruz y por causa de los malos modos que usa con las monjas, se referirá al fraile que anda tramando todo, diciendo: «Dicen le han hecho vicario provincial, y debe ser porque tiene más partes para hacer mártires que otros».

Y del nuncio Sega, que tantas y tan serias trabas estaba poniendo a la familia descalza, que empezaba a echar a andar, dirá: «Para personas perfectas, no podíamos desear cosa más a propósito que al señor nuncio, porque nos ha hecho merecer a todos».

El humor es también una forma de mirar y percibir el mundo. Esa mirada le hace decir: «¡Qué al revés anda el mundo!», al hablar de «honras y mayorías», es decir, del modo de entender el estatus quienes creen ser espirituales. Y escribe con mucha ironía: «Cosa es para reír, o para llorar… que no manda la Orden que no tengamos humildad».

También logra reírse del falso aplauso que a veces se da entre las gentes. Sabe que es engañoso, algo hueco y vacío de verdad. Ella ha logrado, poco a poco, una nueva postura: «Solía afligirme mucho de ver tanta ceguedad en estas alabanzas y ya me río como si viese hablar un loco».

Volverá a usar la ironía para evidenciar situaciones que piden cambio. Así, muestra la incoherencia de quienes inventan penitencias y luego no saben vivir bien en la vida ordinaria, de quienes justifican sus costumbres y «querrían que otros las canonizasen», o comenta en sus cartas que «no parece bien estos mocitos, descalzos y en mulas con sus sillas». Para paliar una contradicción y encaminar hacia la verdadera espiritualidad, mejor un poco de humor que de desprecio.

Su ironía no se convierte en sarcasmo. No quiere ofender, pero tampoco puede evitar que haya quien se resienta. Por ejemplo, cuando dice a sus hermanas que, aunque la Inquisición prohíba libros espirituales, «no os quitarán el paternóster y el avemaría», el censor se molestó mucho, tachó lo escrito y apuntó: «Parece que reprende a los inquisidores, que prohíben libros de oración».

En última instancia, como recomendaba en las Constituciones, procuraba no ser enojosa sino que hasta en las burlas, mantenía la discreción. Aunque, por el ejemplo, en el famoso Vejamen –el pequeño certamen espiritual que organizó–, al responder humorísticamente a las participaciones espirituales, alguno de sus amigos encajara muy mal la ironía.

La «trascendencia en clave menor» deja muchas puertas abiertas y queda para pensar por qué una mujer tan espiritual, maestra y mística, imprime a sus obras este tono, esta mirada especial con tanto humor. Por qué intercala historietas, algunas muy cómicas, en el relato de sus Fundaciones, o bromas y comentarios irónicos en medio de la gran historia de amistad que cuenta en sus libros. Teresa dice algo con todo ello, algo de Dios y de los seres humanos.

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“El ascensor II: Descender”, por Gema Juan OCD

Viernes, 13 de junio de 2014
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14044052317_1eda925f7b_mLeído en su blog Juntos Andemos:

«No sentí ningún viento impetuoso al descender el Espíritu Santo, sino más bien aquella brisa tenue cuyo susurro escuchó Elías en el monte Horeb».

Así explicaba Teresita lo que había sentido al recibir lo que ella llamaba el «sacramento de amor», la confirmación. Esa «brisa tenue» le llevará a descubrir, poco a poco, qué es el amor y a unirse al Espíritu que desciende.

Años después de esa experiencia, diría a sus hermanas, Inés y María, dos cosas: que solo «la confianza puede conducirnos al amor» y que es «propio del amor abajarse». Si fiarse es ascender, confiar también va a ser descender, dejándose llevar por el Espíritu.

Teresita ha entendido muy bien la doctrina de su querido Juan de la Cruz, que decía: «En este camino el bajar es subir, y el subir, bajar» y añadía que, para enseñar al alma, «suele Dios hacerla subir por esta escala para que baje, y hacerla bajar para que suba». Así se avanza por el camino del amor.

Juan de la Cruz no estaba haciendo un juego de palabras, sino poniendo de manifiesto algo que Teresita ha captado, y que pertenece al alma del evangelio: Jesús revela al Dios que invierte los términos, que busca a los últimos y para quien los pobres son bienaventurados.

Con frecuencia, en sus escritos, ella misma dice que se ha visto inspirada. Detrás de esas inspiraciones está el que ella llamaba «Espíritu de amor». Recordará las palabras de Jesús: «Nadie puede venir a mí, si no lo trae mi Padre que me ha enviado», y las de Pablo: «Sin ese Espíritu de amor, no podemos llamar “Padre” a nuestro Padre que está en el cielo».

Jesús había dicho que el Espíritu Santo animaría la fe de sus discípulos, los de la primera hora y los que vendrían después. El Espíritu «hará que recordéis… os lo explicará todo… os iluminará para que podáis entender la verdad completa». Esa parece ser la experiencia de Teresita, que recupera la esencia del evangelio y comprende qué es el amor.

Sus intuiciones son muy hondas. Hablará de confianza y amor, de desprendimiento, lucidez y generosidad. Hablará de cómo el Espíritu activa el modo de ser de Jesús, en quien se deja conducir. Pero ella misma decía: «Los pensamientos más hermosos no son nada sin las obras». Por eso, buscaba al Espíritu en lo cotidiano y vivía con Él, en las más pequeñas cosas.

De esta manera, habla con naturalidad de comunión y desprendimiento, a la vez. No como un esfuerzo o como resultado de heroísmos imposibles, sino como quien ve a los demás dignos de tener y compartir todo lo que parece propio, porque son hermanos e hijos de un mismo Padre.

Comprende que «las intuiciones de la inteligencia y del corazón» son riquezas, por eso, llega a decir cosas tan radicales como que: «Si alguna vez me ocurre pensar y decir algo que les gusta a mis hermanas, me parece completamente natural que se apropien de ello como de un bien suyo propio. Ese pensamiento pertenece al Espíritu Santo y no a mí».

Entendía, también, que está lejos del Espíritu rehuir al que pide, esquivar, en cualquier circunstancia, la necesidad ajena. Sobre todo, cuando esta no aparece con humildad. Con agudeza, explicaba cómo la propia soberbia no soporta la altivez ajena, mientras que renunciar a cualquier tipo de superioridad une al Espíritu de Jesús.

Es este Espíritu de amor el que le hace descubrir lo que llamaba «derechos imaginarios» que, por supuesto, no tocan ningún derecho humano fundamental sino lo que, tal vez, es menos humano: el egoísmo. Teresita ve, con lucidez, lo que desgasta el inútil afán de que a uno se le dé la importancia que cree merecer. Y cuánto ciega para ver lo que importan los demás.

Le gustaba rezar con una oración muy sencilla. Decía: «Atráeme». Con ella resumía sus deseos, sabía que esa atracción era ir hacia la comunión plena, y lo que quería «identificarse con el fuego… hasta parecer una sola cosa con él».

Lo hizo progresivamente, alentando con su vida la idea de que el camino es posible para todos. Muy pronto había sentido que entraba en ella la caridad, «la necesidad de olvidarme de mí misma para dar gusto a los demás», pero con el tiempo entendió que «cuanto más adelanta uno en este camino, más lejos se ve del final».

Tan lejos y tan cerca, podrá escribir que Dios es el lugar definitivo de todo, el auténtico punto de apoyo, «Él mismo, Él solo». Llegará a compenetrarse con el Espíritu y a descender con Él: «No me abalanzo al primer puesto, sino al último; en vez de adelantarme con el fariseo, repito llena de confianza la humilde oración del publicano».

Teresita comprende que «la única cosa necesaria» es unirse a Jesús y dejar actuar a su Espíritu. Decía: «Cuanto más unida estoy a Él, más amo a todas mis hermanas». Así pudo «penetrar en las profundidades misteriosas de la caridad» y vivir con «amorosa audacia», infundiendo esperanza.

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Impón silencio en mi oración.

Jueves, 5 de junio de 2014
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Del blog À Corps… À Coeur:

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Tómame, Señor, en la riqueza divina de tu silencio,
plenitud capaz de colmar todo en mi alma.

Haz callar en mí lo que no seas tú,
lo que no sea tu presencia toda pura,
toda solitaria, toda apacible.!

Impón silencio a mis deseos,
a mis caprichos, a mis sueños de evasión,
a la violencia de mis pasiones.

Cubre por el silencio la voz
de mis reivindicaciones, de mis llantos.

Impregna de tu silencio
mi naturaleza demasiado impaciente por hablar,
demasiado inclinada a la acción exterior y ruidosa.

Impón tu silencio en mi oración,
para que sea puro impulso hacia ti.

Haz descender tu silencio
hasta el fondo de mi ser,
y haz subir este silencio
hacia ti, en homenaje de amor!

***

 

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“Cosas de la noche: el hambre”, por Gema Juan OCD.

Lunes, 26 de mayo de 2014
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14198467322_d095e96a15_mDe su blog Juntos Andemos:

En ocasiones, al leer a Juan de la Cruz, da la impresión de que le urge algo. No es solo que no quiere perder el tiempo, sino que le cuesta mucho ver cómo lo pierden lo demás. «¿En qué os entretenéis?» es uno de sus gritos más hondos.

Ha visto que lo de entretenerse no es por vicio –al menos no solo–, sino que algunas puertas se han cerrado –«para tanta luz estáis ciegos, y para tan grandes voces sordos»– y hay necesidad de volver a abrirlas. Va a empeñarse en ayudar a abrir los ojos y los oídos, para que ciegos y sordos puedan percibir «la ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala». Eso quiere Juan: abrir, no una vez, sino muchas, porque la vida también es insistencia.

Y así, al tratar de cómo vivir en apertura –«verdadera libertad», lo llama él– y de cómo andar con Dios –«camino de unión», en palabras suyas–, dice que va a dar unos avisos «breves y pocos… que son tan provechosos y eficaces como compendiosos». Nada de falsas modestias… sabe que puede decir una palabra iluminadora, y se ha comprometido con el don que tiene.

Para abrir los ojos y los oídos, Juan invita a algo tan extraño como es «saber y poder entrar en la noche». Y lo primero que dice es que sin hambre no hay nada que hacer, no se camina. Si se tiene hambre, se irá a buscar el pan –sea cual sea ese pan–, aunque el sitio al que se tenga que ir esté muy lejos… tanto como en lo profundo de uno mismo y de la propia vida.

Juan conocía muy bien lo que era tener hambre. La había sentido en sus tripas y en su alma. Seguramente, hubiera dado la razón a Maritain, cuando este decía que el ser humano necesita más metafísica que carbón —y no dijo que no necesitara carbón.

Pero es Maritain quien da la razón a Juan, que se ocupaba –y ocupa– de la gente hambrienta, con tanto tesón. Como quien ha comprendido que el ser humano no es una marioneta rota ni un robot programable. Que no está determinado ni es puro azar, pero está desmadejado y no marcha tan bien como podría hacerlo.

No sirve comida rápida, avisa, porque a la larga, lo que hace esa comida es «enflaquecer al alma y cegarla», cerrar las puertas. Humilde paciencia y constancia serán esenciales. Y, aunque haya tropiezos en el camino, se puede avanzar a base de confiar y permanecer.

Entonces, Juan va a hablar de tener hambre de Jesús, convencido de que por ahí otras hambres se curan. Por aquello de que «otra inflamación mayor de otro amor mejor» apaga fuegos menores. Él lo llama «ordinario apetito», o sea, tener hambre por costumbre: «traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él».

Una pregunta surge, inevitablemente: ¿es necesario ir «de noche» a por el pan?

En realidad, esto no es una idea extravagante de un santo del siglo XVI, ni una manía ascética o un modo de hacer la vida más difícil. Ni es porque a Kant nada le fascinara más que ver el cielo estrellado. A la vista de lo que dice Juan, y han contado otras gentes que se han atrevido a esta aventura, la noche guarda un tesoro que solo se descubre al alba y, algunas cosas destartaladas, únicamente se pueden recomponer durante la noche.

La noche tiene muchas formas, y Juan las irá mostrando, por si puede evitar que alguno se pierda. Se entra en ella dejando caer resistencias, se trata de «no impedir al todo» y, a la vez, de decidir «arrojarse al todo». Son dos avisos importantes para empezar: Dios siempre está queriendo darse, hay que dejar de impedírselo y prescindir de lo que no alimenta.

Juan explica que el inicio de la noche está marcado por el hambre y por una experiencia clave que se presenta en la vida, de diferentes maneras: cuando se cae en la cuenta de que es posible entretenerse en nada y dejar pasar la vida. Y se descubre, al mismo tiempo, que el amor cerca la existencia y merece la pena vivir en él.

Nada sucede rápidamente y el maestro va poco a poco: hay que hacer ensayos, y preparar lentamente lo que se ha de comer. Juan va a decir que es bueno dejar de lado lo que no ayuda a vivir en el amor, es decir, «cosas que no importen para el servicio y honra de Dios».

La suavidad marca el comienzo. Lo que Juan pide es un poco de soltura de uno mismo y no poner mucha resistencia a las llamadas de la vida. Cuando habla de ir dejando lo que no contribuye al amor, dice: «en cuanto lo pudiere excusar buenamente». Así de considerado y flexible es: cuanto y como se pueda. Y anima: «procure siempre inclinarse»… procurar… inclinarse. No hay ninguna imposición, no puede haberla en el amor. Pero deja caer ese «siempre», invitando a insistir y permanecer, a no dejar pasar las oportunidades.

Por ahora, hay hambre y se busca el pan, en medio de la noche. El punto de apoyo es claro: si hay hambre de Jesús y de la vida que ofrece, hay que hacer como Él, que se alimentaba de la voluntad del Padre. Habrá que comer muchas veces, porque el Padre es «todo bueno», luce «sobre buenos y malos» y «come con pecadores». Así que su alimento se mastica poco a poco.

El camino de la noche hay que iniciarlo con frecuencia, pero dice Juan que, cuando por fin se hace de día, Dios se convierte en luz, una luz que atraviesa todo y «es al alma el mismo Dios muchas lámparas», que dan luz y calor, y noticia y amor. Es bueno saberlo, para animarse a avanzar. Después de cada noche, cada vez que amanece, una lámpara de Dios se enciende.

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“Mística y violencia: apostar por la paz (III)”, por Gema Juan OCD.

Jueves, 3 de abril de 2014
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13045186935_91045a983c_mDe su blog Juntos Andemos:

Al comenzar esta reflexión, recordábamos con D. Sölle, esa parte esencial del mensaje cristiano que recuerda que el ser humano es capaz de cambiar. Y hemos visto que Juan de la Cruz propone un camino para hacerlo, para dejarse transformar.

Explicando esta transformación en su Cántico espiritual, dirá que el cambio consiste en dejar a Dios hacer. Lo que Él hace es evacuar todo lo que tiene ajeno de Dios, es decir, todo lo que no es amor, porque –como dirá poco después– Dios no se sirve de otra cosa sino de amor. Por eso, para Juan, apostar por la paz es poder decir: ya no tengo otro oficio, ya solo en amar es mi ejercicio. Es cambiar el móvil de la vida: todo se mueve por amor y en el amor.

En un precioso artículo sobre reconciliación*, Elías López planteaba lo siguiente:

«La cuestión es: ¿Quién quiere convertirse en un cordero de Dios junto con Jesús, para llevar la herida de ser un trabajador por la paz, y para transformar la muerte por violencia en vida de resurrección? Necesitamos «místicos políticos» (que articulen acción-pasividad y palabra-silencio) entre personas corrientes».

Juan de la Cruz, herido de amor por Dios y por la vida, lo hizo. Su vida y sus escritos lo muestran claramente. La lectura política de sus escritos sigue en ciernes pero, en todo caso, él se revela como un claro cordero de Dios, un no violento, un servidor de la paz.

Que una vida sea ejemplar es importante, pero se puede pedir algo más. El más de crear comunidad, dando otra fuerza a la propia vida. La vida de Juan resulta ejemplar, es decir, inspira y mueve, anima y sostiene. Hace sentir que es posible otra dignidad humana, otra forma de estar en el mundo. Su vida muestra una apuesta práctica y concreta por la paz.

Teresa de Lisieux, hermana y discípula de Juan, escribió: «cuando un alma se ha dejado fascinar…, ya no puede correr sola… porque el amor llama al amor». Eso hace Juan, no corre solo, convoca, crea una red espiritual, es decir, una comunidad que es un tejido de relaciones que mantiene la fuerza del deseo profundo: hacer del amor el centro y, por tanto, generar un mundo más pacífico y justo. Una comunidad unida por aquella sabiduría amorosa que da sostén al empeño de algo mejor para todos.

Juan apuesta por la justicia que lleva a la paz. Desde su atención a los enfermos desahuciados, hasta la que presta a los muchachos pobres del barrio de Ajates, durante los cinco años que vive en Ávila, pasando por la acogida en sus conventos de gentes, incluso «retraídos», es decir, algún refugiado de la época, al que recibió como uno de los suyos.

Apuesta por la implicación. Nadie, al pensar en un místico, en un escritor de obras espirituales, imagina la cantidad de kilómetros que Juan llegó a recorrer, tratando de llevar luz y consuelo. En aquellos ásperos viajes, tropezó en más de una ocasión con reyertas violentas y situaciones deshonestas, y se involucraba en ellas para poner paz y orden. No pasaba de largo, no andaba ni vivía abstraído, ajeno a lo que le rodeaba.

También entre sus hermanos actuó como mediador de paz. Aunque deseaba el silencio y la soledad, no rehuía el compromiso de la fraternidad ordinaria, desde su condición de hermano y, más veces de las que deseó, de superior.

Basta, para terminar, recordar un gesto y unas palabras de Juan que lo muestran como ese cordero con el Cordero, siervo con el Siervo que fue Jesús. Como un hombre capaz de sembrar la paz en la vida cotidiana y, a la vez, capaz de provocar a lo largo del tiempo la apuesta por la paz, desde la experiencia profunda de Dios.

El gesto se produce en Baeza, cuando el provincial de los carmelitas calzados de Andalucía se presenta en la comunidad de Juan —descalzo ya—, con un decreto por el cual tenía potestad para corregir y castigar a los frailes descalzos –cosa que con mucho interés iba a hacer. Sucedió que la justicia ordinaria eclesiástica apresó al provincial y a sus acompañantes porque el decreto había sido revocado. La respuesta de Juan fue inmediata: intercedió para que soltaran a sus propios enemigos y los llevó a su casa para obsequiarlos.

Estas palabras pertenecen a sus cartas, a la última que se conserva, escrita poco antes de morir, a modo de testamento por la paz:

Ame mucho a los que la contradicen y no la aman, porque en eso se engendra amor en el pecho donde no le hay; como hace Dios con nosotros, que nos ama para que le amemos mediante el amor que nos tiene.

* Revista Concilium, 349

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“Mística y violencia: apostar por la paz (II)”, por Gema Juan OCD.

Domingo, 30 de marzo de 2014
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13045178335_436f59b1b9_mLeído en su blog Juntos Andemos:

La pregunta por la implicación de la mística en la vida real siempre está abierta. Como si la mística necesitara continuamente un permiso de residencia en el corazón de los sufrimientos humanos, de sus esperanzas y sueños. Sin embargo, el místico está en las mismas entrañas del mundo, también donde las preguntas no tienen respuesta. Allá donde la vida libra su batalla, a veces tan dura, con sus luces y sus sombras, sus dolores y sus alegrías.

Se entiende que la pregunta permanezca abierta, porque se ha llamado mística a muchas experiencias pseudo-religiosas que producen ensimismamiento y un desentenderse de lo real. Experiencias que terminan por deshumanizar y que, por tanto, restan fuerza al empeño común por crear una vida y un mundo mejor.

Juan de la Cruz invita y enseña a vivir una experiencia de Dios sana y liberadora. Sus escritos piensan en la mucha necesidad que tienen muchas almas. Necesidad de aprender a vivir y a amar. Si es cierto que Juan habla directamente a los creyentes, presentando explícitamente un camino de unión con Dios a través del amor, también tiene conciencia muy clara de que el amor es un camino que pueden recorrer creyentes y no creyentes, y que la experiencia de liberación a través de él es posible para todos.

Por eso apunta que aunque no sea por su Dios, es decir, dejando aparte la condición creyente, hay mucho provecho en este camino, porque «adquiere libertad de ánimo, claridad en la razón, sosiego, tranquilidad… adquiere más gozo y recreación en las criaturas… clara noticia para entender bien las verdades de ellas… las goza muy diferentemente, con grandes ventajas y mejorías… porque las gusta de verdad… porque penetra la verdad y el valor de las cosas».

Desde la conciencia de que la verdad y la justicia son las bases indispensables para crear la paz, nos acercamos al sentido de la no violencia en la mística de Juan de la Cruz. La no violencia es un principio de vida que afecta a todos los ámbitos: sociedad, convivencia próxima e intimidad. Un principio que presenta fuerzas positivas y rechaza la violencia para resolver conflictos.

La experiencia mística de Juan hace una propuesta muy positiva: recuperar el ser, recuperar la verdad de sí para vivir plenamente. Al menos, en plenitud creciente, siempre inacabada, porque siempre hay un futuro más prometedor para quien se abre a la luz. Juan propone un proceso por el cual se sale del autoengaño, donde la avaricia y la ambición cobran múltiples formas.

El desconocimiento de uno mismo –con la inseguridad e impotencia que genera– y la ambición –que pone por delante de todo el propio interés– producen violencia, sea cual sea el ámbito en el que se viven. Ambas cosas producen espejismos peligrosos y la necesidad creciente de tener poder –quizás el vicio más seductor y destructivo.

Pablo traduce la ambición diciendo que la raíz de todos los males es la pasión por el dinero y Colón, tan próximo ya a Juan, escribió que del oro se hace tesoro, y él es móvil de toda acción humana. Juan avisa: hay muchos al día de hoy, que sirven al dinero y no a Dios, y se mueven por el dinero… haciendo de muchas maneras al dinero su principal dios y fin. Por eso propone que la existencia tenga otro móvil y otro fin y, sobre todo, muestra caminos para ser y vivir de un modo más constructivo, más positivo y más feliz.

Las nadas, tan mal entendidas, de este místico no son la negación de cuanto hay de bueno, sino una advertencia sobre el uso que hasta de lo bueno se puede hacer. Por eso, dice: cada día por esta causa se ven tantas muertes de hombres, tantas honras perdidas, tantos insultos hechos, tantas haciendas disipadas, tantas emulaciones y contiendas, tantos adulterios, estupros y fornicios cometidos. Esta causa es el gozo desordenado, el mal uso o el abuso de los bienes.

Juan va a ir a las raíces de la violencia. Ha percibido que el afán de tener y de poder, cualquiera que sea la forma en que se represente y el modo en que se ejerza, produce violencia. Porque la razón y el juicio no quedan libres, sino anublados. Y marca una senda, como pedía Camus, para vivir en razón, porque la forma por la que Dios crea la paz en la persona es poniendo en razón todo su interior.

En más de una ocasión, hablará de la necesidad de una fuerte lejía para lavar y curar la sinrazón que puede apoderarse del ser humano. Porque la paz, lo mismo que la razón y el amor, no provienen de lo espontáneo, pero sí de lo más auténtico del ser. Esa lejía es la luz y sabiduría amorosa de Dios, que purga y dispone, pero a la vez, transforma.

Toda la apuesta espiritual sanjuanista está ligada a la transformación de la persona, a la confianza en que es posible renacer de otro modo, cambiar y vivir de pie sobre la verdad de uno mismo y de cuanto nos rodea. Juan está convencido de que el ser humano es capaz de vivir en paz y de generarla en su entorno.

Por eso dirá: bienaventurado el que, dejado aparte su gusto e inclinación –es decir, dejando de poner su propio interés por encima de cualquier otro—, mira las cosas en razón y justicia para hacerlas. Esos serán llamados hijos de Dios, porque construyen la paz.

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“Mística y violencia: apostar por la paz (I)”, por Gema Juan OCD.

Sábado, 29 de marzo de 2014
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13045301253_7e132e8aa9_m Leído en su blog Juntos Andemos:

a paz es uno de los deseos esenciales de la humanidad desde sus orígenes, desde que el ser humano es tal y se encuentra enfrentado a fuerzas negativas que nacen de su interior o le acosan desde fuera. Por ello, cada generación puede y debe hacer su apuesta por la paz, construyendo sobre lo recibido. Y cada presente pide creatividad, empuje y una elección clara para llevar la paz adelante.

A donde quiera que llegue nuestra mirada en el tiempo, la historia de las civilizaciones cuenta la facilidad con que la violencia cobra peso y se extiende. Hace poco más de tres décadas, el psicólogo Otto Klineberg escribía: «Existe la impresión generalizada de que nos encontramos en una era de violencia, de que presenciamos un estallido excepcional de comportamientos violentos en todo el mundo. Basta, sin embargo, un breve repaso de los datos históricos para comprobar que las generaciones anteriores pudieron haber llegado a una conclusión análoga con igual justicia»*.

Hoy volvemos a tener esa impresión, la violencia se expande y encuentra lugar en el ámbito familiar y en las calles que transitamos, pero también mantiene unos tristes altos vuelos, en forma de guerras y terrorismo, cada vez más sofisticados.

La violencia –decía Häring– es una enfermedad mortal y solo una alternativa real puede curarla. Él proponía la alternativa evangélica de la no violencia. Y la verdad como uno de los medios indispensables para crear esa alternativa. Verdad que desenmascara la falsa paz, la mentira que rompe la armonía entre los seres humanos. Verdad que destapa la injusticia, del tipo que sea, porque sin justicia es imposible la paz.

Él mismo recordaba que quien está preso del engaño y la mentira, la avaricia y la ambición de poder del mundo, ni puede tener paz ni puede estar al servicio de la misma. Lo mismo decía Juan de la Cruz: «¡Oh si supiesen los hombres de cuánto bien de luz divina los priva esta ceguera que les causan sus aficiones y apetitos, y en cuántos males y daños les hacen ir cayendo cada día!».

De alguna manera, las sociedades tienden a domesticar cuanto molesta, de modo que adormecen la conciencia crítica y la acción. Hoy, en nuestros periódicos, parece normal encontrar al lado de un crimen, un anuncio de cosmética y junto al número de muertos de la última guerra o guerrilla, la promoción de un crucero. No ocupan más espacio los muertos por causa de necesarias migraciones o el número de parados, que el número de goles de las ligas que se siguen. Y todo ello es otra forma de violencia porque consume, poco a poco, la humanidad que estamos llamados a ser.

La violencia es como una marea que afecta a la intimidad tanto como a la vida de las sociedades, en cualquier parte del mundo. Como otra peste, de la que el mismo Camus había dicho: «La única batalla razonable es el compromiso por la paz… elegir definitivamente entre el infierno y la razón».

En medio de esto ¿qué hacen los místicos? ¿Les importa todo esto? Y, la mística ¿aporta algo?

La enfermedad de la violencia es curable, pero es necesario un cambio profundo. ¿Es posible? D. Sölle insistía en que uno de los mensajes fundamentales del cristianismo es que los hombres son capaces de conversión. Y aún añadía que «fe significa tener participación en el poder creativo y sanador de Dios».

Pues bien, ahí tiene su campo la experiencia mística, en el punto que reconoce a Dios como la mano amorosa que puede curar y transformar el corazón humano, y al creyente como quien puede dar paso a esa transformación, como quien es capaz de cambiar. Dios aumenta la anchura humana hasta lo insospechado y así, Juan de la Cruz decía que el ser humano tiene capacidad infinita porque lo que en él puede caber, que es Dios, es profundo e infinito.

Apostar por la paz es elegirla y procurarla. Es crearla, inventarla hasta sacarla de los pozos profundos donde a veces está hundida. Merece la pena la apuesta porque, como decía Juan, «no puede el hombre humanamente en esta vida poseer cosa mejor que aquello que trae paz y tranquilidad y recto y ordenado uso de la razón».

Antes y después de afirmar tal cosa, dedica muchas páginas a mostrar por qué caminos se va hacia la paz y por cuáles hacia la intranquilidad y el desasosiego profundo, los caminos por los que, finalmente, se llega a la violencia, cualquiera que sea la forma en que se ejerza.

Así se implica el místico. Lo veremos en su vida y en su palabra. Su experiencia y su vida vuelta a Dios le llevan a hacer tres cosas: vivir vuelto a los demás, implicándose en su sufrimiento, intentando abrir caminos que hagan mejor la vida de todos. Tratar por todos los medios de transmitir aquello que ha comprendido —en parte por ello, mística y escritura están tan ligadas. Y, por último, crear redes, romper aislamientos a través de la confianza que produce el desvelamiento de lo auténticamente humano y a través de la experiencia compartida.

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«Las causas de la violencia desde una perspectiva socio-psicológica», en La violencia y sus causas, Editorial de la Unesco, 1981.

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