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Agustín Moreno Fernández: Los ejercicios de Ignacio de Loyola.

Miércoles, 29 de septiembre de 2021
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F8C69C30-25F8-4C0E-8E4B-0EC2BDA90955Recensión del libro de Juan Antonio Estrada.

Este último libro de Juan Antonio Estrada viene a suponer, una vez más, una referencia ineludible en el panorama de los estudios sobre la religión en general, y entre aquellos que de forma interdisciplinar (concienzuda, fundamentada y sólidamente) entrecruzan la filosofía, la teología y otras disciplinas de las humanidades y las ciencias sociales, como la historia del cristianismo y la psicología en el volumen que nos ocupa. Muy particularmente, en esta ocasión, esta obra no puede ser obviada por quienes se interesen por la espiritualidad hoy, en concreto la cristiana y, en estas coordenadas, la de Ignacio de Loyola.

Juan Antonio Estrada. Los ejercicios de Ignacio de Loyola. Bilbao, Desclée De Brouwer, 2019

El estudio supone un comentario exhaustivo de sus ejercicios, conjugando la precisión del detalle y la visión panorámica. De la genealogía histórica a los caminos transitados por los ejercicios espirituales de san Ignacio a lo largo de los siglos, hasta llegar a la actualidad. Estos se comprenden en su integridad y en sus diversas versiones; en la plasmación de los debates interpretativos a su respecto; en la concreción de su práctica secular tanto en la Compañía de Jesús como en la Iglesia católica universal; a través de diversas ópticas, propias y ajenas, que el autor hace comunicar entre sí: de su inserción en la biografía de Ignacio y en sus coordenadas socio-históricas, culturales, religiosas, teológicas y espirituales del siglo XVI y sus antecedentes, a las interpretaciones efectuadas por planteamientos como la psicología de Jung, el estructuralismo de Barthes, o la teología de Rahner, en el siglo XX, por nombrar algunos ejemplos. A lo que hay que añadir la propia valoración experta del autor que, sin quedarse en una compilación de puntos de vista, realiza un balance crítico, ponderado, riguroso y ecuánime que posibilita el aggiornamento que él mismo propone para estos ejercicios espirituales como un clásico llamado a pervivir en el futuro más allá del contexto de la espiritualidad cristiana.

El libro Los ejercicios de Ignacio de Loyola es, pues, a un tiempo: un libro de historia, un libro de espiritualidad, un libro de teología, un libro de filosofía, una obra de carácter biográfico, psicológico, literario, amén de actual. Un estudio interdisciplinar que aborda, abarcando con una visión de 360º y de profundidad radiográfica, un texto del siglo XVI, a través de una profusa bibliografía especializada en las principales lenguas modernas, y en el que se ofrece una hermenéutica que poquísimas personas pueden forjar y aplicar, dadas las especialísimas virtudes y condiciones formativas, intelectuales y personales de su autor, como refleja su biografía pública, su trayectoria de indiscutible rigor y repercusión internacional, tanto en docencia como en investigación en filosofía y teología, y que no excluye el ámbito de los ejercicios espirituales. Entre otras virtudes, la honestidad con la verdad, la erudición al servicio de la propia creatividad y la autoexigencia, que aquí se hacen patentes, son dignas de destacar, como el hecho de que no se elude ninguna cuestión, por espinosa o prolija que pueda resultar.

El volumen se compone de siete capítulos: 1. Liberarse para encontrar a Dios. 2. Conciencia de pecado y división interna. 3. La cristología, un proyecto de sentido. 4. Discernir, buscar a Dios y elegir. 5. La crisis final del seguimiento. 6. Otra forma de ver la vida y 7. Las reglas para sentir en la Iglesia. Se va haciendo un recorrido por cada una de las cuatro semanas de las que se componen los ejercicios espirituales, considerando los diversos ejercicios, meditaciones y contemplaciones, estudiando también las reglas para el discernimiento de espíritus más propias para las dos primeras semanas. Se conjugan la exposición, el análisis y la síntesis; las referencias históricas, eruditas y multidisciplinares, que alumbran las consideraciones propias de Estrada al respecto de cada cuestión. El autor recalca que estamos ante un texto muy peculiar, el de Ignacio, que es un método más que una doctrina (aunque no esté exento de presuposiciones doctrinales de todo tipo que se elucidan sin falta); el testimonio de una experiencia espiritual, hecha instrucción y reglas para aquellos que han de dar los ejercicios, que además es sometida al escrutinio de la psicología profunda, a la interpelación de la pregunta filosófica, al cuestionamiento histórico, crítico, teológico, hermenéutico, filológico, en un rico y continuo balance de perspectivas.

Entre las tensiones y dialécticas propias de Ignacio y sus ejercicios, así como en torno a su recepción y críticas (que en ocasiones tornan lo dialéctico en dilemático), podemos subrayar las siguientes entre: antropología y teología, libertad y gracia, orden natural y gracia sobrenatural, praxis y misticismo, teocentrismo y humanismo naturalista… No resultando extrañas consecuentemente, y como se dice reiteradamente en el libro, las acusaciones a Ignacio, ora sospechoso de pelagianismo, ora de iluminismo, o a la vez de ambas cosas. Entre las amplias y diversas evaluaciones de Estrada al respecto del santo de Loyola y el mundo de referencias de su método de ejercitación espiritual, citamos algunas a modo de ejemplo. El cuestionamiento de la teología sacrificial anselmiana de la que es deudor, más paulina que jesuana, y patente tanto en lo referido a la eucaristía como a la Pasión. O los déficits en la consideración ignaciana de la naturaleza intersubjetiva y social de la persona, que no se subraya, y su paradójico prácticamente olvido del Espíritu Santo, salvo alguna excepción, incluso en el discernimiento de espíritus, interpretado por Estrada como posible cautela ante las acusaciones de hereje iluminado en su época. Otro aspecto que se cuestiona, de nuevo no ajeno al tiempo en que vive el personaje, es el de una concepción periclitada de una eclesiología en tanto que jerarcología con “tendencia papalizante”, superada al menos documentalmente por el Concilio Vaticano II. Y, junto con ella, se revisa una concepción de la obediencia en nombre de Dios que va aparejada, y a través de la que se ha ejercido la manipulación legitimando arbitrariedades de la superioridad jerárquica en la orden jesuita y en la Iglesia. Una obediencia revestida de un carácter sacrificial, dolorista y hasta sadomasoquista incluyendo un instrumentalizado sacrificio del intelecto, que confunde la fe con el mantenimiento decisionista de un subproducto ideológico; apuesta ciega, sentimiento irracional y opción irresponsable, opuesta a su carácter personal y dialogal (en términos de W. Kasper, citado en la obra). Como advierte Estrada: “¡Y qué mayor presión que hacer, querer y pensar algo, en contra de las propias evidencias, en nombre de Dios!” (p. 396). Algo de lo que se han servido no pocos corruptores eclesiales hasta en los últimos tiempos protagonizando escándalos con no pocas víctimas. El autor del libro aboga explícitamente por “corregir la regla trece desde un “disentimiento” fiel a la Iglesia, que es lo que practicó Ignacio cuando se sintió movido a dificultar las decisiones del Papa”, en un ejercicio de la libertad (ejemplificado también a continuación con una referencia a la Congregación General 32 y el desacuerdo con Pablo VI al respecto de la discusión del cuarto voto en la orden).

Entre los aspectos que hacen que la espiritualidad ignaciana cobre especial resonancia en la actualidad se encuentran su sintonía con los vigentes planteamientos que enfatizan las inteligencias emocional y espiritual. La particular atención de Ignacio al cuerpo en la dinámica de la oración, con coincidencias con modos y prácticas orientales. El carácter práctico y aplicable a la toma de decisiones de su método de discernimiento espiritual, de nuevo atento a las (e)mociones y a la propia psicología, a la búsqueda y contemplación de Dios a través de todas las cosas. La consideración como “maestro de la sospecha” cristiano, consciente de las trampas y engaños de la subjetividad. La relevancia de la distinción entre medios y fines y su jerarquización para poner los primeros al servicio de los segundos en aras de un proyecto de vida y la clarificación de la propia identidad y el camino personal, donde es clave la noción de “indiferencia”, analizada excepcionalmente por Juan Antonio Estrada.

Quien tenga curiosidad por los debates intelectuales hallará relevantes disputas de contenido ignaciano como las encarnadas por Rahner y Kolvenbach (lectura renovada de acuerdo con coordenadas teológicas actualizadas vs. lectura tradicional), o entre Cusson y Fessard (acento del papel activo de la persona como agente de la historia junto con la gracia vs. relativización de ese papel y desconsideración del valor de las criaturas por sí mismas, solo supeditadas al fin supremo divino (incluso a pesar de ser valiosas para Dios mismo). Quien tenga interés por la filosofía y la teología hallará un variadísimo y enorme plantel de autores de toda la historia del pensamiento que sobrepasa las lindes del pensar filosófico y teológico y que se patentiza de forma dinámica y en diálogo múltiple entre ellos, seña característica del profesor Estrada, tanto en sus publicaciones como en su desempeño docente. Bien hubiera merecido la pena por parte de la editorial la confección de un índice onomástico al respecto al final del volumen.

La mera introducción al libro de Estrada es ya encomiable, como precisa justificación de cómo hemos de situarnos hermenéuticamente ante los clásicos, cual lo es san Ignacio con sus ejercicios, así como muestra de los propósitos y planteamientos que aborda el autor. Pueden resultar especialmente atrayentes los capítulos primero, tercero y cuarto, en tanto que son muy destacables cuestiones fundamentales de los ejercicios y que los trascienden, como la búsqueda de Dios y el discernimiento o la libertad, que se resalta en el insoslayable comentario en torno al texto del Principio y Fundamento (capítulo primero).

Podemos afirmar que estamos ante una nueva, ambiciosa y bien lograda empresa intelectual del catedrático de la Universidad de Granada Juan Antonio Estrada. Y que es ilustrativa de una distinción de Ignacio Ellacuría, citada en el libro, según la cual algo no se conoce si no se integran las tres dimensiones que distingue entre la noética de hacerse cargo de la realidad, la ética de cargar con ella y la praxis de transformarla. En este sentido cabe aseverar que el autor se hace cargo, carga y ayuda a actualizar la realidad práctica de los ejercicios ignacianos, asumiendo toda su complejidad y ambigüedades, que conoce fehacientemente, y que comenta  situando a los lectores ante la perspectiva por él ya ganada al respecto de ellos, haciendo gala de un conocimiento no meramente teórico pero que jamás elude el componente teórico, que otros pretenderían esconder so pretexto de supuestas experiencias o revelaciones espirituales más o menos “puras”. Estrada no nos priva de nada en la exposición de todos los principios, en la letra y en el espíritu. Tanto los fundamentos y pilares de los ejercicios mismos de Ignacio, como los principios hermenéuticos. Tanto los presupuestos explícita e implícitamente asumidos por Ignacio, como los aplicados por él al analizarlos (sin eludir el principio de reflexividad), posibilitando la renovación en su aplicación práctica. Pues el estudio también se nutre –muestra de ello es además la bibliografía– de los ejercicios espirituales en sus desarrollos e interpretaciones a través de sus aplicaciones y ejercitaciones durante cinco siglos hasta llegar a nuestro hoy, en coherencia con la propuesta de la superación de límites y de reafirmación actualizada de su vigencia. Esta sería una de las mayores aportaciones del filósofo y teólogo Juan Antonio Estrada para todas aquellas personas cuya búsqueda espiritual es honesta y no están presas de la idiocia o el sectarismo teológico, espiritual, confesional, o filosófico de dogmas o escuela, incluido el dogmatismo escéptico. En particular, dado que el libro comenta el legado principal del fundador de una de las órdenes más señeras del catolicismo, la Compañía de Jesús, también será de utilidad para esta congregación. Eso sí, para quienes no entiendan que su pertenencia a ella  o a sus instituciones debe ser sinónimo de sacralización y momificación, o acrítica beatería ingenua (o cínica) del legado de los ejercicios espirituales. Su dinamismo interno experiencial, el crítico ejercicio del discernimiento y la apertura mística que no es fuga mundi (sin exención a la tentación de caer en ella), indefectiblemente ligados a la biografía y al método del fundador de los jesuitas, trascienden las coordenadas concretas de su despertar espiritual y de su elaboración creativa e innovadora plasmada en los ejercicios. Si estos superan la tentación de su fetichización o esclerotización por dogmatismos píos o escépticos, ambos en la antítesis de una genuina búsqueda espiritual, pueden seguir siendo un aldabonazo en el primer cuarto del siglo XXI del segundo milenio del cristianismo, para seguir atendiendo a los signos de los tiempos en tantos ámbitos y fronteras y ante tantas cuestiones y retos del mundo actual, dentro y fuera de la órbita ignaciana y cristiana, objeto de estudio y de interés para las humanidades, la filosofía y las ciencias sociales. La contribución de Estrada resulta en este sentido una aportación de primer orden, llamada a ser un clásico en la literatura acerca de los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola.

Agustín Moreno Fernández

Profesor Ayudante Doctor, Universidad de Granada

Gazeta de Antropología, septiembre 2021

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“La versión humanista del cristianismo”, por Juan Antonio Estrada.

Viernes, 7 de septiembre de 2018
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9788498797312Las muertes de Dios

A la luz de la deconstrucción de la fe tradicional y de sus fundamentos teológicos, ¿es posible seguir siendo cristiano hoy? ¿Cómo superar el nihilismo ambiental y salir de un pensamiento deconstructivo? ¿Cómo se puede creer después de la muerte de Dios? ¿Es posible ser un cristiano no teísta? ¿Se puede reducir el cristianismo a una espiritualidad y un humanismo ético, sin que se pierda la continuidad con la fe tradicional? ¿Es posible afirmar al cristianismo como una oferta de sentido, sin plantearse la verdad del significado que se ofrece? ¿Se puede mantener la pretensión de universalidad y de salvación del cristianismo a pesar de que hoy tenemos un mayor conocimiento de las otras religiones? ¿Es posible una pretensión de absoluto en formulaciones y hechos que son siempre históricos y contingentes? Estas son algunas de las preguntas en el nuevo marco cultural, social y religioso que ha surgido a finales del siglo XX. Para responder a ellas hay que analizar el contexto social y cultural actual. La postmodernidad y la globalización caracterizan al tercer milenio. El simbolismo de la muerte de Dios está vinculado al creciente déficit de sentido, al nihilismo ontológico, cognitivo y moral de nuestras sociedades. La pluralidad y la carencia de fundamentos son constitutivos de la mentalidad postmoderna. La globalización genera la relativización de lo particular y arruina los sistemas con pretensiones de universalidad. Hago aquí una adaptación para FronterasCTR de algunos párrafos del capítulo V de mi obra, publicada recientemente en la Editorial Trotta, Las muertes de Dios. Ateismo y espiritualidad (Trotta, Madrid 2018). A esta obra me refiero para ampliación, clarificaciones, matices y referencia a las notas a pie de página.

La crítica de la modernidad llevó a la laicización del Estado y a la secularización de la sociedad, que generó la crisis de las religiones y la pérdida de irradiación de lo religioso en la cultura. Con la postmodernidad podemos hablar de una segunda secularización, que ha agravado la falta de correspondencia entre la sociedad y la cultura, por un lado, y las religiones por otra. El cristianismo tiene dificultades para echar raíces en la nueva sociedad democrática y pluralista de los últimos cincuenta años. La mentalidad científica ha desplazado a la religión, y con ella se ha impuesto una forma de conocimiento en que solo se puede hablar de aquello que es observable y comprobable empíricamente. Las propuestas que no pueden falsarse con hechos comprobables carecen de validez. A esto se añaden las consecuencias culturales de la “muerte de Dios” en la época de la postmodernidad. Se ha impuesto una inmanencia cerrada, que limita radicalmente las trascendencias intra mundanas de las utopías, las éticas y los proyectos de emancipación. En este marco, también lo sobrenatural y cualquier teología del más allá queda descalificada como especulación o proyección sin posibilidad de refrendo. Epistemológicamente podemos hablar de una cosmovisión cerrada, del cierre categorial para lo que trasciende lo comprobable. Hay una doble crisis de sentido y de fe, que es la otra cara del nihilismo. Cada vez es más difícil creer en algo o alguien y abrirse a que otra sociedad y forma de vida son posibles.

La epistemología actual es más agnóstica que atea, aunque la primera sea frecuentemente un estadio para llegar a la segunda. Choca frontalmente con el sobrenaturalismo tradicional y con un modelo de religión y de iglesia de cristiandad. Además, las estructuras y doctrinas vigentes en las iglesias son obsoletas y no se adecuan a la situación actual. Persisten instituciones, creencias y rituales que corresponden a las antiguas sociedades de cristiandad. Al cambiar la antropología, la cultura y los proyectos de vida, ya no hay correspondencia entre las preguntas de los ciudadanos y las respuestas de las religiones. Los mismos valores humanos vinculados en sus orígenes al cristianismo, se han autonomizado y forman parte de la cultura. Ya no son específicos de las religiones y estas pierden capacidad de atracción y de ofrecer alternativas a lo establecido. Lo importante es ser buena persona y basta con el humanismo laico, ¿para qué hacen falta las religiones? Crece el número de los que “pasan” de religión, porque no ven qué puede ofrecer al progreso, incluso la ven como un obstáculo para una sociedad emancipada. No es solo el anticlericalismo del pasado ante una Iglesia aliada con los grupos dominantes, sino de ciudadanos que no ven qué pueden apor­tar las religiones. Hay un trasfondo de ateísmo práctico y desinteresado por lo religioso. La paradoja es que los ateos son estadísticamente minoritarios en la sociedad y sin embargo se impone el silencio sobre Dios.

El silencio sobre lo religioso se impone socialmente

En este marco es difícil justificar una teología postmoderna y lograr una teología pública, que pueda hablar cristianamente en términos seculares. Las preguntas propias del agnosticismo y del ateísmo, han pasado también a los que se consideran cristianos. La sensibilidad postmoderna ha sustituido las verdades objetivas por la subjetividad de las creencias. Hemos pasado del teocentrismo del pasado al antropocentrismo actual. La autonomía cognitiva personal se ha desplazado en favor del contexto sociocultural, que impregnan la subjetividad y constituyen el trasfondo de las creencias y deseos. Ya no hay experiencias fundadoras para avalar las doctrinas. Cualquier pretensión de absoluto, tanto secular como religiosa, es hoy impugnada. Hoy impera la deconstrucción y la crítica. Resulta más fácil cuestionar las propuestas, su fundamento y su verdad, que ofrecer alternativas válidas. El escepticismo y la increencia son mayoritarias, amparadas por la banalidad de ofertas de la sociedad de consumo y los medios de comunicación.

Se impone el relativismo de las creencias y el pluralismo competitivo, por la imposibilidad de encontrar alguna que genere consenso. El eclecticismo postmoderno, que comenzó en el arte (en la arquitectura, literatura y pintura), se extiende también a la filosofía y a la religión. No hay hechos objetivos, sino interpretaciones que se imponen. Se rechaza todo lo que sea normativo en nombre de la tolerancia y la permisividad. Son virtudes cívicas necesarias en las sociedades plurales, pero necesitan el complemento de la crítica, porque las ideologías no son respetables, aunque lo sean las personas. Podemos hablar de una crisis de civilización en una época histórica de cambio, en la que subsiste pero decae la cultura heredada del pasado y todavía no se ha constituido la emergente. Sabemos más lo que no queremos que hacia dónde dirigir nuestras expectativas. Pero hay muchos que rechazan el horizonte del consumismo y la sociedad de mercado, y buscan un sentido humanista para sus vidas.

Una práctica del cristianismo como religión débil

En este marco surgen distintas propuestas para responder a la coyuntura presente. Una de ellas es la del cristianismo como una religión débil, básicamente ética, que corresponda a la cultura postmoderna. Destaca Gianni Vattimo, muy influido por Nietzsche y Heidegger como precursores de la postmodernidad. La muerte de Dios, que ha dejado de ser la referencia última para la conducta y el modo de vida lleva consigo una ontología débil y un cambio de creencias. La hermenéutica es el lenguaje de la nueva época en que vivimos, con pluralidad de relatos, tradiciones que son piezas de museo y una minusvaloración del pasado. En este contexto, Vattimo replantea el significado de la religión, en concreto del Cristianismo, su papel actual en la sociedad y las aportaciones que puede ofrecer a la cultura y la sociedad. No se trata de superar la religión (“Überwindung”) sino de “retorcerla”, de cambiarla para adaptarla al nuevo modelo de sociedad que se ha creado en los últimos cincuenta años. Lo normativo no es el cristianismo, sino la sociedad, a la que hay que adaptarse, eliminando los dogmas de la religión.

Como se no se puede vivir sin una cosmovisión, a pesar de las críticas a los grandes relatos, se asume la cristiana, a costa de transformar sus contenidos. De acuerdo con la mentalidad de la postmodernidad se rechazan los contenidos doctrinales fuertes. Como no hay verdad última no se puede afirmar que Dios exista, porque se trata de una afirmación metafísica obsoleta, sin referencias objetivas. Consecuentemente hay que superar, con Nietzsche, el Dios moral y dejar que la ciencia acabe con la divinidad platónica de lo sobrenatural. Es lo que le permite la doble afirmación de que “soy ateo por la gracia de Dios” y de presentar la religión como “creer que se cree”. La muerte de Dios arrastra cualquier pretensión de absoluto y Vattimo invalida también el ateísmo militante, ya que esa forma de ateísmo es también metafísica y con pretensiones fuertes de verdad. El ateísmo que lucha contra las religiones y sus creencias pierde fuerza, como todos los grandes relatos del pasado. El ateísmo no puede ser una anti-religión materialista, con pretensiones de verdad y de normatividad parecidas a las de la religión que combate. Según él, el agnosticismo y la relatividad de las creencias es lo más acorde con la época postmoderna, dado que el mundo no tiene estructuras permanentes y estables.

La alternativa es lo divino encarnado en lo humano, que diluye la trascendencia en lo intrahistórico, y está presente en todas las religiones. Hay que interpretar las “metáforas religiosas”, manteniendo su simbolismo y su retórica espiritual, pero transformando sus contenidos doctrinales y morales. Vattimo enfatiza el carácter interpretativo y procesual de la verdad, siempre dada históricamente. La religión se acerca a la poesía e impregna la vida, dando motivaciones e inspirando formas de actuación. Se trata de un cristianismo “kenótico”,en el que se rebajan las pretensiones de la divinidad y con ellas el potencial de violencia de lo religioso. Esta debilidad confesional convierte las tradiciones en “recuerdos peligrosos”, en “chispazos del bien”, en propuestas más que verdades objetivas. La alternativa de Vattimo es la de un cristianismo “no religioso”, frente al cual se mantiene siempre la libertad, a costa de las pretensiones normativas. No se puede hablar de una religión verdadera y hay que rechazar toda pretensión de exclusividad. La verdad es siempre plural, se ubica en la diversidad de las religiones y obliga a un diálogo entre ellas. La salvación y el sentido son contingentes, rechazando cualquier pretensión de trascendencia vertical. Pero al debilitar al cristianismo hay que plantear si se pierde su pretensión fuerte de ser revelación divina, con lo que dejaría de ser el cristianismo.

El principio fundamental es el de la “caridad”, al que Vattimo subordina el de “verdad”, tanto en el ámbito teórico como en el práctico. Hay que renunciar a las pretensiones de los grandes relatos, en favor del saber histórico, contingente y relativo, que da prioridad a lo que significan las cosas en cada momento, más que a lo que son en sí mismas. Por eso critica las instancias de poder y autoridad religiosa, que son las que exigen cumplir lo normativo. Para él, ser miembro de una religión es una forma de pertenecer a una cultura, porque el cristianismo es un mero subsistema cultural. Lo positivo del cristianismo está en su capacidad desacralizadora, en su capacidad para mantener la esperanza, en la productividad cultural de sus interpretaciones y en el valor que da a la propia conciencia, que hay que anteponer a cualquier mandamiento divino. También habla de una ontología de la piedad, consonante con la ontología de la decadencia de la época actual. Por eso no pretende creer, sino cree que cree. Pero su metafísica débil se convierte en fuerte, cuando pretende darle consistencia y validez universal. Se trataría de una hermenéutica “verdadera”, que recaería en los peligros de la metafísica fuerte.
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La familia de Jesús, esa gran desconocida

Domingo, 31 de diciembre de 2017
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familia-jesus_560x280De sus abuelos no sabemos nada y de su padre, José, casi nada

¿Tuvo Jesús hermanos y la virginidad de María hay que entenderla simbólicamente?

(José M. Vidal).- ¿Qué sabemos hoy, a ciencia cierta, de José, María y Jesús? ¿Qué opinan los exegetas católicos más serios sobre los hermanos y hermanas de Jesús? ¿Es creíble que en la cultura judaica de su tiempo no hubiese formado una familia propia? ¿Cómo vivió su sexualidad? ¿Sintió tentaciones? ¿Pudo enamorarse? ¿Qué relación mantuvo con María Magdalena?

A pesar de ser el personaje más estudiado y analizado por la cultura occidental, Jesús sigue siendo uno de los más desconocidos. Poco se sabe con exactitud del hombre al que 1.000 millones de personas veneran como el “Hijo de Dios”. Siglos de manipulaciones borraron las escasas pistas sobre su realidad. ¿Y los Evangelios?

Tradicionalmente se nos han presentado como textos históricos. Hoy, todos los teólogos reconocen que no se puede escribir con ellos una biografía de Jesús. “El Evangelio es un testimonio de los creyentes. Lo que los evangelistas cuentan no es historia, sino expresión de su fe en Jesucristo”, explica en sus obras el prestigioso teólogo holandés Edward Schillebeck.

Y si de su vida sabemos poco, de su infancia casi nada. Y de su familia, menos. Los abuelos maternos de Jesús no aparecen para nada en los Evangelios. Pero la tradición cristiana no podía dejar al Gran Niño sin abuelos maternos. Sería un pecado contra la ternura. Ese hueco se reconstruye piadosamente a través del “Protoevangelio de Santiago”, un apócrifo escrito en el siglo II, en el que aparecen Joaquín y Ana como padres de María. De la abuela paterna, ni rastro. El abuelo paterno, en cambio, sí figura en los Evangelios de Mateo y Lucas, pero con distinto nombre: Jacob y Helí.

De José, el padre de Jesús, también sabemos muy poco. Era un “tekton” (obrero de la construcción) y los propios Evangelios lo presentan poco más que como una sombra. El teólogo y periodista Juan Arias sostiene en su reciente obra “María, esa desconocida” (Maeva) que José era “un joven de unos 16 a 18 años, que se casó con María cuando ésta tenía entre los 12 y los 16, y no un anciano viudo con seis hijos de un matrimonio anterior, como sostienen los apócrifos”.

“¿No es éste el carpintero, el hijo de María y el hermano de Jacobo, José, Simeón y Judas? ¿No están sus hermanas entre nosotros?” (Marcos 6, 2-5), se preguntan extrañados los vecinos de Nazaret al ver a Jesús convertido en un predicador de campanillas. Referencias como ésta a los hermanos de Jesús hay varias en los Evangelios canónicos. Por ejemplo, Lucas (2,7) le llama “el primogénito“. ¿Tuvo Jesús hermanos carnales y, por consiguiente, la virginidad de María hay que entenderla en sentido simbólico?.

Durante siglos se discutió el asunto. Para los ortodoxos, se trata de hermanastros, hijos de un anterior matrimonio de José. Para la mayoría de los protestantes son hermanos de carne y sangre y, en cambio, para los católicos son primos. La interpretación católica pretende salvaguardar la creencia eclesial de que María fue virgen “antes, durante y después del parto”.

Hoy, la mayoría de los exegetas, incluso católicos, sostiene que Jesús fue el hijo primogénito de María, que tuvo más hijos y que su virginidad hay que entenderla de forma simbólica y, por supuesto, no perpetua. En contra del viejo aforismo de que fue virgen “antes, durante y después del parto”.

Porque es sería tanto como obligar a José a una castidad perpetua, que atentaba contra las leyes judías, donde los hijos eran el mayor bien y la actividad sexual algo noble. Para María, como para toda mujer judía, lo más importante era ser madre y no virgen.

En su voluminosa obra “Un judío marginal” (Verbo Divino), el teólogo jesuita John P. Meier sostiene que Jesús tuvo hermanos de sangre. “La mayoría de los exegetas e historiadores ya no creen (no creemos) en milagros de tipo material, que antes solían emplearse para fundar ‘mejor’ la fe: no creemos que Jesús naciera biológicamente de una virgen, rompiendo las leyes del proceso de la vida. Me parece que lo más probable es que Jesús naciese de la relación carnal de María y José, porque virginidad significa que Jesús nace del misterio de Dios”, explica el teólogo Xavier Pikaza.

Y es que, como sostiene Antonio Piñero, catedrático de Filología del Nuevo Testamento de la Complutense, “en la iglesia primitiva nadie defendía la virginidad absoluta de María. Sólo a partir de San Jerónimo, en el siglo IV, se postula la virginidad física y total de María”. Y de hecho, la virginidad de María no es un dogma. Pertenece a la fe de la Iglesia, pero no alcanza el valor del dogma de la Inmaculada, por ejemplo.

¿Y Jesús se enamoró, estuvo casado? De acuerdo con la más estricta ortodoxia católica, Jesús era un hombre completo, de cuerpo entero y, consiguientemente, sexuado. Dios se hizo hombre, y dentro de esa condición está la sexualidad. ¿Cómo la ejerció? ¿Qué relación mantuvo con las mujeres?

Los grandes exegetas coinciden en negar que Jesús se hubiese casado. Y eso que el celibato contravenía las leyes religiosas de su época. “Quien no tiene mujer es un ser sin alegría, sin bendición, sin felicidad, sin defensas contra la concupiscencia, sin paz; un hombre sin mujer no es un hombre“, dice el Talmud. Y menos, si ése hombre era un rabbí, un intérprete de la Ley que, por lo tanto, no podía oponerse al Talmud.

Y sin embargo, a los teólogos les parece un “disparate” la tesis del Código Da Vinci de que Jesús estuviese casado con María Magdalena. “No hay ningún dato para afirmarlo. Si hubiera estado casado, los Evangelios lo mencionarían. Además, es plausible que Cristo optase por ser célibe, como los esenios de su época”, explica el teólogo Rafael Aguirre. O como dice Meier, “Jesús nunca se casó, lo cual lo convierte en un ser atípico y, por extensión, marginal en la sociedad judía convencional”.

Eso sí, todos los exegetas coinciden también en señalar el papel “especial” de la Magdalena en la vida de Jesús. No fue su mujer, pero estuvo muy cerca de él. En el grupo de mujeres que acompañaban a Jesús y a sus discípulos, ella nunca falla. Es la primera receptora de los acontecimientos pascuales. Por eso se la llama “la apóstol de los apóstoles”. “Pero casarla con Cristo es un disparate”, asegura el teólogo jesuita Juan Antonio Estrada.

Fuente Religión Digital

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