Comentarios desactivados en “Lo posible y lo imposible“, por José Arregi
De su blog Umbrales de Luz:
“Es lo que hay”, decimos, rubricando no sabemos si la lucidez realista o la dejación derrotista. Es lo que hay, y no es posible nada más. Es lo que hay, y es imposible ponerse en pie, esperar, respirar, confiar, crear: ser y hacer ser más.
¿Qué es posible, qué es imposible? Para José Ángel Valente (1929-2000), poeta y ensayista místico alejado de todo dogma, iniciado en el misterio de la realidad por inspiración de la pensadora de las profundidades María Zambrano, lo imposible es “el infinito despliegue del horizonte de lo posible”. Y se pregunta: “No sería lo imposible la metáfora de un posible que infinitamente nos rebasa?” (Cf. “La memoria del fuego”).
Y cita a Edmond Jabés (1912-1991), su alma gemela, poeta francés de origen egipcio, místico y ateo, testigo del Infinito vacante: “Estamos vinculados por lo imposible”. Vinculados, traduce Valente, “por la absoluta infinitud de lo posible”.
La realidad es abierta, infinitamente abierta. Y en una realidad infinitamente abierta, ¿quién puede decir “lo posible llega hasta aquí, ya no es posible seguir”? La posibilidad no tiene fin. Siempre está abierta a una nueva posibilidad. Lo imposible no es sino la infinitud de la posibilidad inscrita en el vacío o en el corazón de la realidad. Somos parte de esa realidad con su horizonte infinito de posibilidad(es).
Edmond Jabés, una y otra vez citado por Valente, escribe en Le Parcours (El Recorrido): “Hay en todo lo posible un imposible que lo burla. Ese imposible, sin embargo, no es lo imposible. Es solamente el fracaso de lo posible. Siempre más allá está lo imposible”. Y añade: “Ese imposible es Dios”.
Imposible: ahí tienes otro nombre de Dios o de lo Divino. Imposible, es decir, Infinitud de lo posible. Por eso dijo Jesús de Nazaret, místico de la fe en lo Imposible y profeta de la acción posible: “Nada es imposible para el que cree”. Pero no nos confundamos: “creer” no significa profesar dogmas y creencias, sino acoger el aliento necesario para levantar la mirada y dar un paso posible hacia el horizonte infinito.
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LAZARO
Era de madrugada.
Después de retirada la piedra con trabajo,
Porque no la materia sino el tiempo
Pesaba sobre ella,
Oyeron una voz tranquila
Llamándome, como un amigo llama
Cuando atrás queda alguno
Fatigado de la jornada y cae la sombra.
Hubo un silencio largo.
Así lo cuentan ellos que lo vieron.
Yo no recuerdo sino el frío
Extraño que brotaba
Desde la tierra honda, con angustia
De entresueño, y lento iba
A despertar el pecho,
Donde insistió con unos golpes leves,
Ávido de tornarse sangre tibia.
En mi cuerpo dolía
Un dolor vivo o un dolor soñado.
Era otra vez la vida.
Cuando abrí los ojos
Fue el alba pálida quien dijo
La verdad. Porque aquellos
Rostros ávidos, sobre mí estaban mudos,
Mordiendo un sueño vago inferior al milagro,
Como rebaño hosco
Que no a la voz sino a la piedra atiende,
Y el sudor de sus frentes
Oí caer pesado entre la hierba.
Alguien dijo palabras
De nuevo nacimiento.
Mas no hubo allí sangre materna
Ni vientre fecundado
Que crea con dolor nueva vida doliente.
Sólo anchas vendas, lienzos amarillos
Con olor denso, desnudaban
La carne gris y fláccida como fruto pasado;
No el terso cuerpo oscuro, rosa de los deseos,
Sino el cuerpo de un hijo de la muerte.
El cielo rojo abría hacia lo lejos
Tras de olivos y alcores;
El aire estaba en calma.
Mas temblaban los cuerpos,
Como las ramas cuando el viento sopla,
Brotando de la noche con los brazos tendidos
Para ofrecerme su propio afán estéril.
La luz me remordía
Y hundí la frente sobre el polvo
Al sentir la pereza de la muerte.
Quise cerrar los ojos,
Buscar la vasta sombra,
La tiniebla primaria
Que su venero esconde bajo el mundo
Lavando de vergüenzas la memoria.
Cuando un alma doliente en mis entrañas
Gritó, por las oscuras galerías
Del cuerpo, agria, desencajada,
Hasta chocar contra el muro de los huesos
Y levantar mareas febriles por la sangre.
Aquel que con su mano sostenía
La lámpara testigo del milagro,
Mató brusco la llama,
Porque ya el día estaba con nosotros.
Una rápida sombra sobrevino.
Entonces, hondos bajo una frente, vi unos ojos
Llenos de compasión, y hallé temblando un alma
Donde mi alma se copiaba inmensa,
Por el amor dueña del mundo.
Vi unos pies que marcaban la linde de la vida,
El borde de una túnica incolora
Plegada, resbalando
Hasta rozar la fosa, como un ala
Cuando a subir tras de la luz incita.
Sentí de nuevo el sueño, la locura
Y el error de estar vivo,
Siendo carne doliente día a día.
Pero él me había llamado
Y en mí no estaba ya sino seguirle.
Por eso, puesto en pie, anduve silencioso,
Aunque todo para mí fuera extraño y vano,
Mientras pensaba: así debieron ellos,
Muerto yo, caminar llevándome a la tierra.
La casa estaba lejos;
Otra vez vi sus muros blancos
Y el ciprés del huerto.
Sobre el terrado había una estrella pálida.
Dentro no hallamos lumbre
En el hogar cubierto de ceniza.
Todos le rodearon en la mesa.
Encontré el pan amargo, sin sabor las frutas,
El agua sin frescor, los cuerpos sin deseo;
La palabra hermandad sonaba falsa,
Y de la imagen del amor quedaban
Sólo recuerdos vagos bajo el viento.
Él conocía que todo estaba muerto
En mí, que yo era un muerto
Andando entre los muertos.
Sentado a su derecha me veía
Como aquel que festejan al retorno.
La mano suya descansaba cerca
Y recliné le frente sobre ella
Con asco de mi cuerpo y de mi alma.
Así pedí en silencio, como se pide
A Dios, porque su nombre,
Más vasto que los templos, los mares, las estrellas,
Cabe en el desconsuelo del hombre que está solo,
Fuerza para llevar la vida nuevamente.
Así rogué, con lágrimas,
Fuerza de soportar mi ignorancia resignado,
Trabajando, no por mi vida ni mi espíritu,
Mas por una verdad en aquellos ojos entrevista
Ahora. La hermosura es paciencia.
Sé que el lirio del campo,
Tras de su humilde oscuridad en tantas noches
Con larga espera bajo tierra,
Del tallo verde erguido a la corola alba
Irrumpe un día en gloria triunfante.
*
Luis Cernuda “Las nubes”
Un emocionante poema escrito en difíciles tiempos, entre el final de la Guerra Civil española y el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Exiliado en Inglaterra, con el corazón muy herido por la orgía de sangre que se estaba derramando en tantos frentes de muerte y destrucción, buscando acaso luz y serenidad, se asoma Cernuda al Evangelio descubriendo la emocionada belleza y fuerza de la resurrección de Lázaro identificándose con el amigo de Jesús, muerto que vuelve a la vida. Más tarde, en el relato autobiográfico “Historial de un libro” se refiere a estos versos en los siguientes términos:
“Lázaro, una de mis composiciones preferidas, quiso expresar aquella sorpresa desencantada, como si, tras de morir, volviese otra vez a la vida.”
*
“Lázaro”
Al final sólo queda
la voz, la voz, la poderosa voz
de la llamada:
—Lázaro,
ven fuera…
*
José Ángel Valente
*
De: “Interior con figuras” – 1973-1976
Recogido en “José Ángel Valente – Poesía completa”
***
En aquel tiempo, un cierto Lázaro, de Betania, la aldea de María y de Marta, su hermana, había caído enfermo. María era la que ungió al Señor con perfume y le enjugó los pies con su cabellera; el enfermo era su hermano Lázaro.
Las hermanas mandaron recado a Jesús, diciendo:
–“Señor, tu amigo está enfermo.”
Jesús, al oírlo, dijo:
-“Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.”
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba. Sólo entonces dice a sus discípulos:
–“Vamos otra vez a Judea.”
Los discípulos le replican:
–“Maestro, hace poco intentaban apedrearte los judíos, ¿y vas a volver allí?”
Jesús contestó:
–“¿No tiene el día doce horas? Si uno camina de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si camina de noche, tropieza, porque le falta la luz”.
Dicho esto, añadió:
-“Lázaro, nuestro amigo, está dormido; voy a despertarlo.”
Entonces le dijeron sus discípulos:
–“Señor, si duerme, se salvará.”
Jesús se refería a su muerte; en cambio, ellos creyeron que hablaba del sueño natural. Entonces Jesús les replicó claramente:
–“Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis. Y ahora vamos a su casa.”
Entonces Tomás, apodado el Mellizo, dijo a los demás discípulos:
–“Vamos también nosotros y muramos con él.”
Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Betania distaba poco de Jerusalén: unos tres kilómetros; y muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María, para darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús:
–“Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.”
Jesús le dijo:
–“Tu hermano resucitará.”
Marta respondió:
–“Sé que resucitará en la resurrección del último día.”
Jesús le dice:
–“Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”
Ella le contestó:
–“Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.”
Y dicho esto, fue a llamar a su hermana María, diciéndole en voz baja:
–“El Maestro está ahí y te llama.”
Apenas lo oyó, se levantó y salió adonde estaba él; porque Jesús no había entrado todavía en la aldea, sino que estaba aún donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con ella en casa consolándola, al ver que María se levantaba y salía deprisa, la siguieron, pensando que iba al sepulcro a llorar allí. Cuando llegó María adonde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole:
–“Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano.”
Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, sollozó y, muy conmovido, preguntó:
-“¿Donde lo habéis enterrado?”
Le contestaron:
-“Señor, ven a verlo.”
-Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban:
–“¡Cómo lo quería!”
Pero algunos dijeron:
–“Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?”
Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa. Dice Jesús:
-“Quitad la losa.”
Marta, la hermana del muerto, le dice:
-“Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.”
Jesús le dice:
-“¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?”
Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo:
-“Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.”
Y dicho esto, gritó con voz potente:
-“Lázaro, ven afuera.”
El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo:
–“Desatadlo y dejadlo andar.”
Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.
*
Juan 11,1-45
***
La fe, siempre la fe. El Maestro la pide, la busca, ordena las circunstancias para que nazca y se desarrolle en las almas. Si permite la muerte del amigo, no es porque no se apiade de la tristeza y el dolor de Marta y María -le veremos pronto llorar-, sino porque es necesario un milagro, un gran milagro, para consolidar la fe de los apóstoles antes de la pasión, ya cercana, que el odio que surge en los judíos (*) por la resonancia de la resurrección de Lázaro va a precipitar. Esta muerte es para la fe.
Tened confianza, hermanos, cuando vuestras oraciones parece que no son escuchadas. No penséis que no han tocado el corazón de Jesús. Si aparentemente han caído en el vacío, no es que él no vea nuestras lágrimas. Con una mirada certera y sin distracciones, él va siguiendo todos los avances del mal. Si no viene en el momento esperado, quiere decir que todavía no ha llegado su hora. Reserva su acción para una conversión que engrandezca y manifieste más la gloria de Dios, que haga nuestra re más firme y perseverante. ¡Confianza!
El sabe elegir su momento y, cuando llega este momento, dice: “Ahora vamos a su casa” (Jn 11,7). Avisada de la llegada del Mesías, Marta sale a su encuentro y dice: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano” (v. 21). Él le responde con una promesa que supera toda esperanza y parece desconcertar su fe: “Tu hermano resucitará” (v. 23). Jesús, queriendo que surja y resplandezca la fe y la confianza deseada, descorre el velo que oculta el íntimo secreto de su alma: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (vv. 25s). La fe de Marta se sublima; sobrepasa lo creado, llega a lo invisible y acoge la llama del amor del Salvador allí donde nace, para dispersarse por el mundo: “Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo” (v. 27) .
*
Cardenal Saliége, Ecrits spirituels,
París 1960, 135s, passim.
***
***
(*) Se refiere a las autoridades judías, no al pueblo, evitemos toda muestra de antisemitismo.
Comentarios desactivados en El enigma del fundamentalismo religioso
“Hay que volver a los fundamentos pero sin rigidez”
“Los credos monoteístas se deslizan hacia convicciones absolutas”
“No hay que negar la historia sino aproximarse a ella de forma abierta”
(Manuel Fraijó, El País).- El fundamentalismo petrifica la Biblia y la convierte en autoridad absoluta”. Así se expresa, pensando en el cristianismo, el teólogo J. Moltmann. Identifica de esta forma una de las tentaciones de las religiones monoteístas: su fe puede, con relativa facilidad, deslizarse hacia convicciones absolutas. Intentemos una mínima clarificación.
Desde luego, nadie reprochará a las religiones que retornen una y otra vez a sus fundamentos. Sus fundadores y el credo al que ellos dieron lugar no puede ser un me- ro punto de partida que caiga en el olvido. Los orígenes no se marginan impunemen- te. Las religiones, como las personas y los pueblos, tienen grandes obligaciones con- traídas con el recuerdo; sin él se perece. “Qué sea el hombre”, escribió el filósofo W. Dilthey, “solo se lo dice su historia“.
Es necesario, pues, que las religiones siempre vuelvan -sobre todo en tiempos convulsos- a su primera hora, a sus fundadores, a sus libros sagrados en busca de la anhelada identidad. Pero la identidad no es algo cerrado ni enlatado que se acumule solo en los inicios y condene a los nacidos después a ser meros repetidores. El momento fundacional no agota las posibilidades de configuración de los proyectos religiosos. El tiempo añadido, la tradición, los siglos transcurridos ayudan a perfilar la intuición originaria.
Esos pasos intermedios reclaman también vigencia y cierta normatividad. Es más: se impone incluso una consideración amable del momento presente. Las religiones son comunidades narrativas de acogida que ayudan a vivir y morir digna y esperanzadamente. Cuando una religión margina alguno de estos tres estadios -los orígenes, la tradición y el momento presente- y se aferra a que el velo se rasgó por completo en los mitificados momentos iniciales surge el fundamentalismo. Su pecado no se localiza, pues, en la búsqueda de fundamento; es humana y necesaria, sin ella se camina a la deriva. El fundamentalismo se hace fuerte cuando las religiones, además de afirmar legítimamente su trascendencia, niegan, ya sin legitimidad para ello, su contingencia histórica y las heridas que el paso del tiempo ocasiona. La negación de la historia es una invitación solemne al fundamentalismo.
El peligro fundamentalista afecta a múltiples ámbitos de nuestras sociedades. Sin embargo, resulta extraño que esté tan presente en las religiones, sobre todo en las monoteístas. Y es que, en palabras del teólogo W. Pannenberg, “el fundamentalista es el hombre de la cosa segura”. Pero ¿qué es lo seguro en las religiones? ¿No es la fe confiada, sin certezas ni evidencias, su seña de identidad? El mundo al que se aso- man los creyentes es tan misterioso, tan tremendo y fascinante, que debería resistirse a la chata objetivación fundamentalista. La experiencia religiosa se forja en contac- to con símbolos, mitos, ritos y leyendas.
Se podría afirmar, con P. Ricoeur, que es “el reino de lo inexacto”. ¿Cómo se puede ser fundamentalista en un escenario tan resbaladizo, en un universo tan cargado de misterio e incertidumbre? Más bien parece que la persona religiosa debería estar familiarizada con el espesor de lo inefable, con los muchos nombres y rostros de lo divino. Todas las religiones saldrían ganan- do si incluyesen en su biblia pequeña el verso de José Ángel Valente: “Murió, es decir, supo la verdad”. Pero hasta entonces, hasta que no doblemos la última curva del camino, la verdad será una criatura huidi- za, especialmente para el fundamentalista.
El filósofo H. Bergson abordó estos interrogantes distinguiendo dos clases de religión: la estática y la dinámica. La primera se agota en la búsqueda de seguridades. Su problema es el miedo, que intenta esquivar acumulando certezas doctrinales y pautas inmutables de conducta que defiende con ira, intransigencia y fanatismo. En definiti- va, la religión estática rechaza las fatigas de la duda y el ejercicio de la razón crítica.
En cambio, la religión dinámica está fa-miliarizada con las preguntas que “el terror de la historia” (M. Eliade) suscita. Sabe que preguntar es ser piadoso. De ahí que, según Bergson, la religión dinámica culmine en la mística. “Superhombres sin orgullo” llama a los místicos, cuya cima son para él san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús. No puede extrañar que este gran europeo muriera (1941) pidiendo “un suplemento de alma” para un mundo en el que ya se vislumbraba que la mecánica estaba ganando la partida a la mística.
Destacados conocedores de la historia de las religiones monoteístas señalan dos ámbitos especialmente sensibles al fundamentalismo. En primer lugar, la comprensión e interpretación de sus textos sagrados. Casi tres siglos lleva el cristianismo a vueltas con la exégesis de su Biblia. La aplicación del método histórico-crítico a los textos bíblicos no ha supuesto su debilitamiento, sino una mayor fortaleza. Algo parecido se espera de la incipiente exégesis crítica del Corán. El libro sagrado de los musulmanes determina rígidamente todos los aspectos de su vida religiosa y social. Según el islam, el Corán fue dictado íntegramente al Profeta Mahoma por un ángel en el cielo. Tal vez esta procedencia divina tan directa esté en el origen del temor a someter el Corán a los rigores de la exégesis histórico-crítica. Un temor que no es unánime: existe un islam fundamental que empieza a asomarse a la exégesis crítica del Corán; menos propenso a esta tarea es el islam fundamentalista, siempre volcado en la interpretación literal del texto sagrado; y ajeno a las fatigas de la interpretación histórico-crítica es el fundamentalismo islámico, de triste actualidad por los fines bastardos con los que lee y aplica determinados pasajes del Corán. No existe, pues, un único islam, como tampoco existe un solo cristianismo o un único judaísmo. Sería injusto no diferenciar cuidadosamente.
En segundo y último lugar: a todas las religiones les cuesta separar lo sagrado de lo profano. Muchos musulmanes defienden que, por el honor de Alá, no debería haber zonas francas seculares. Sin embargo, los estudiosos del islam están convencidos de que en algunos países musulmanes el islam está evolucionando y terminará percatándose, como le ocurrió al cristianismo, de que en la vida no todo es religión.
Al comienzo de este siglo, profetas de mal agüero aseguraron que el siglo XXI sería “el siglo de Jesús contra Mahoma”. Es de esperar que aún estemos a tiempo de evitarlo. Y el mejor camino es el de la aproximación mutua, serena y reflexiva, más atenta a lo que une que a lo que separa. En su viaje a Centroáfrica el papa Francisco acudió a una gran mezquita musulmana a orar. En realidad, así fue al principio.
Las crónicas narran que, tras cuatro meses de asedio, el califa Omar (632) conquistó Jerusalén sin ningún género de violencia. Entró como un peregrino, a lomos de un camello y vistiendo un manto usado. A la hora de la oración, el patriarca de Jeru- salén, Sofronio, le ofreció su iglesia para que rezase en ella; pero Omar declinó la invitación con estas o parecidas palabras: mejor no, no sea que el día de mañana, después de mi muerte, algún musulmán te la arrebate diciendo: “Aquí oró Omar”. Un comienzo de diálogo prometedor.
Manuel Fraijó es catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED.
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