“La dignidad compartida”, por Gema Juan OCD
En la primera Jornada Internacional de oración y reflexión contra la trata de personas.
Para hablar de los seres humanos, Teresa de Jesús utilizó las mejores palabras que encontró, las imágenes más preciosas y valiosas que tenía a mano. Decía que una persona es «como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas».
Un castillo: el ser humano es inmenso. De diamante: es fuerte y del material más preciado. De cristal: puede irradiar e iluminar y puede acoger la luz. Con muchos aposentos: es rico y plural en sí mismo, no es gris, su escala de colores es infinita y su profundidad es inmensa.
Y no contenta con eso, Teresa, como si se hubiera quedado corta, lo comparaba con el cielo. Y el cielo, para ella, era la suma absoluta de los bienes, el lugar de la buena eternidad. El cielo era la casa de Dios. De modo que veía al ser humano como el lugar donde Dios se encontraba.
Muy pronto, Teresa observó que se podía tratar de diferentes maneras a las personas y llamó poderosamente su atención cómo lo hacía su padre, Alonso de Cepeda. De él cuenta:
«Era mi padre hombre de mucha caridad con los pobres y piedad con los enfermos y aun con los criados; tanta, que jamás se pudo acabar con él tuviese esclavos, porque los había gran piedad, y estando una vez en casa una de un su hermano, la regalaba como a sus hijos».
No fue capaz de tener esclavos, en una época en que no era raro tenerlos y en la que, sin embargo, no era frecuente tratarlos con humanidad y, menos aún, regalarlos y cuidarlos.
Bastaría recordar que cuando, pocos años después de la muerte de Teresa, se lleve a cabo la expulsión de los moriscos, se incluirá una salvedad en la ley: se podía retener a los que fueran esclavos. No eran seres humanos, eran propiedades.
A la mentalidad actual se le antoja una barbaridad y, sin embargo, la esclavitud existe en el siglo XXI y ha logrado tomar unas formas tan sutiles que, en ocasiones, termina por ser legal el tráfico humano. Cambiando el nombre, por supuesto, porque los eufemismos son un arma en este terreno.
Encontrar trabajo, salir de la pobreza, ayudar a la familia, prosperar… el comercio humano, la trata de personas no solo persiste sino que lo hace fuerte y refinadamente, que es el peor sello que puede llevar. Porque se desfigura la verdad de modo que llegue a no percibirse.
Teresa alzó la voz, intentando despertar a los padres que no eran capaces de ver que tenía más valor la vida sus hijos que la honra, es decir, el puesto en el mundo, el escalafón que podían ocupar. ¿Qué diría a quienes son incapaces de percibir el valor de la vida ajena, a quienes trafican con sus propios hijos o hermanos? «Abridles, Dios mío, los ojos; dadles a entender qué es el amor» —así seguiría levantando la voz Teresa.
Percibía, con dolor, la ceguera que puede arrastrar hacia la sinrazón: «No es pequeña lástima y confusión que, por nuestra culpa, no entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos». No darse cuenta de que todo ser humano tiene en sí mismo valor es el principio para usarlo como si fuera un objeto.
Teresa era una mujer muy realista, con conciencia de que el ser humano es capaz de echar a rodar todo y estropearlo. Sabía la oscuridad en la que puede quedar el cristal humano: «Si sobre un cristal que está al sol se pusiese un paño muy negro, claro está que, aunque el sol dé en él, no hará su claridad operación en el cristal». Y sabía que «no hay tinieblas más tenebrosas» que las de vivir negando la dignidad humana.
Ora y le «recuerda» a Dios que, a pesar de todo, somos imagen suya: «Resplandezca vuestra misericordia en tan crecida maldad; mirad, Señor, que somos hechura vuestra». Y, a la vez, grita a sus hermanos: «¡Oh mortales, volved, volved en vosotros!… acábese ya tanta maldad… tornad en vosotros, abrid los ojos» y reconoced al mismo Dios en cada ser humano.
Y, con todo, la esperanza y el optimismo –palabra con mala prensa–, sostienen el pensamiento de Teresa y su convencimiento de que el ser humano puede cambiar. Por eso, cuando definió qué es ser cristiano, habló de amistad con Dios y dijo que orar es «tratar de amistad» con el Dios que ama siempre, pero añadiendo algo fundamental: «Para ser verdadero el amor y que dure la amistad, hanse de encontrar las condiciones».
Y explicaba que a vueltas con el Amigo, la condición va cambiando. Que el amor puede transformar una vida, que la amistad auténtica devuelve la dignidad. Que la bondad es más fuerte que todo el mal que puede llevarse a cabo. Por eso, pedía a sus hermanas estar siempre «ocupadas en oración… ocupadas en cosa que sea provecho de algún alma». Ocupadas en todo lo que recupera la dignidad compartida.
Comentarios recientes