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El Resucitado es el Crucificado. Lectura de la resurrección de Jesús desde los crucificados del mundo”, por Jon Sobrino, teólogo

Domingo, 20 de abril de 2014
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Este número monográfico está dedicado a la resurrección de Jesús como acontecimiento y verdad fundamental para la fe cristiana. Queremos en este breve artículo recordar otra verdad no menos fundamental para la fe: que el resucitado no es otro que Jesús de Nazaret crucificado. No nos mueve a ello ningún a priori dolorista, como si no pudiera haber en la fe un momento de gozo y esperanza, ni tampoco ningún a priori dialéctico que fuese necesario conceptualmente para la reflexión teológica. Nos mueve más bien una doble honradez, con los relatos del Nuevo Testamento por una parte y con la realidad de millones de hombres y mujeres por otra.

Con lo primero queremos decir que es preciso recordar que el resucitado es el crucificado, por la sencilla razón de que es verdad y de que así -y no de otra manera- se presenta la resurrección de Jesús en el NT. Esta verdad no es además sólo una verdad fáctica de la cual hubiera que tener noticia, como un dato más del misterio pascual, sino una verdad fundamental, en el sentido de que fundamenta la realidad de la resurrección y, de ahí, cualquier interpretación teológica de ella.

Con lo segundo queremos decir que en la humanidad actual -y ciertamente donde escribe el autor- existen muchos hombres y mujeres, pueblos enteros, que están crucificados. Esta situación mayoritaria de la humanidad hace del recuerdo del crucificado algo connatural y exige ese recuerdo para que la resurrección de Jesús sea buena noticia concreta y cristiana, y no abstracta e idealista. Por otra parte, son estos crucificados de la historia los que ofrecen la óptica privilegiada para captar cristianamente la resurrección de Jesús y hacer una presentación cristiana de ella. Esto es lo que pretendemos hacer a continuación: concretizar cristianamente algunos aspectos de la resurrección de Jesús desde su realidad de crucificado, lo cual, a su vez, se descubre mejor desde los crucificados de la historia.

1. El triunfo de la justicia de Dios

Muy pronto, a través de un proceso creyente, se universalizó lo ocurrido en la resurrección de Jesús. Cruz y resurrección empezaron a funcionar como símbolos universales, de la muerte, como destino de todo ser humano y su anhelo de inmortalidad, como esperanza de todo ser humano. El poder resucitante de Dios se presentó como garantía de esa esperanza más allá y contra la muerte.

Todo ello es correcto, pero conviene no precipitarse en este proceso de universalización, sino ahondar antes en la historicidad concreta del destino de Jesús.

En la primera predicación cristiana, aunque de forma ya estereotipada, la resurrección de Jesús fue presentada de la siguiente manera: “Ustedes, por mano de los paganos, lo mataron en una cruz. Pero Dios lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte” (Hech 2,24; cfr. el mismo esquema en Hech 3, 13-15; 4,10; 5,30; 10,39; 13,28ss). En este anuncio se da fundamental importancia al hecho de que alguien ha sido resucitado, pero no menor importancia se da a la identificación de quién ha sido resucitado por Dios.

Este hombre no es otro que Jesús de Nazaret, el hombre que, según los evangelios, predicó la venida del reino de Dios a los pobres, denunció y desenmascaró a los poderosos, fue por ellos perseguido, condenado a muerte y ejecutado, y mantuvo en todo ello una radical fidelidad a la voluntad de Dios y una radical confianza en el Dios a quien obedecía. En los primeros discursos se le identifica como “el santo”, “el justo”, “el autor de la vida” (Hech 3,14s). Y muy pronto también se interpreta su destino de muerte como la suerte que corrieron los profetas (1 Tes 2,15).

La importancia de esta identificación no consiste sólo, obviamente, en saber el nombre concreto de quien ha sido objeto de la acción de Dios, sino en que a través de esa identificación, de la narración e interpretación de la vida del crucificado, se entiende de qué se trata en la resurrección de Jesús. Quien así ha vivido y quien por ello fue crucificado, ha sido resucitado por Dios. La resurrección de Jesús no es entonces sólo símbolo de la omnipotencia de Dios, como si Dios hubiese decidido arbitrariamente y sin conexión con la vida y destino de Jesús mostrar su omnipotencia. La resurrección de Jesús es presentada más bien como la Respuesta de Dios a la acción injusta y criminal de los seres humanos. Por ello, por ser respuesta, la acción de Dios se comprende manteniendo la acción de los seres humanos que origina esa respuesta: asesinar al justo. Planteada de esta forma, la resurrección de Jesús muestra en directo el triunfo de la justicia sobre la injusticia; no es simplemente el triunfo de la omnipotencia de Dios, sino de la justicia de Dios, aunque para mostrar esa justicia Dios ponga un acto de poder. La resurrección de Jesús se convierte así en buena noticia, cuyo contenido central es que una vez y en plenitud la justicia ha triunfado sobre la injusticia, la víctima sobre el verdugo.

2. El escándalo de la injusticia que da muerte

La acción victoriosa de Dios en la resurrección de Jesús no debe hacer olvidar la suma gravedad de la acción de los hombres y mujeres, a la cual es respuesta. Los primeros discursos lo repiten continuamente: “ustedes lo mataron”. Es cierto que se tiende a suavizar la responsabilidad en el asesinato de Jesús: “Hermanos, sé que lo hicieron por ignorancia” (Hech 3,17). Pero esta frase consoladora y motivadora de la conversión no reduce en absoluto la suma gravedad de asesinar al justo. En la resurrección acaece ejemplarmente la afirmación paulina de que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia; pero esa sobre-abundancia de la gracia recalca más lo extremoso del pecado de asesinar al justo.

Si se toma con seriedad la presentación dual y antagónica de la acción de Dios y de los seres humanos en el destino de Jesús entonces se puede replantear al menos en qué consiste el escándalo primario de la historia y cómo debemos enfrentarlo. Una concentración unilateral en la acción resucitadora de Dios presupone con frecuencia que ese escándalo es en último término la propia muerte futura. Según eso, lo que posibilita y exige la resurrección es el coraje de la esperanza en la propia supervivencia personal. Pero si se sigue escuchando la afirmación de que “ustedes lo mataron”, entonces lo que resalta en primer lugar como escandaloso no es simplemente la muerte, sino el asesinato del justo y la posibilidad humana, mil veces hecha realidad, de dar muerte al justo. La pregunta que, lanza la resurrección es si participamos nosotros también en el escándalo de dar muerte al justo, si estamos del lado de los que le asesinan o del lado de Dios que le da vida.

La resurrección de Jesús no sólo nos plantea el problema de cómo podemos habérnoslas con nuestra propia muerte futura, sino que nos recuerda que tenemos que habérnoslas ya con la muerte y la vida de los otros; que la tragedia del ser humano y el escándalo de la historia no consiste sólo en el hecho de que el ser humano tiene que morir él, sino en la posibilidad de dar muerte al otro. Estas reflexiones no pretenden minimizar el problema universal de la muerte ni hacer pasar a segundo término el indudable mensaje de esperanza que aparece en la resurrección de Jesús. Sólo pretenden recalcar que existe ya el inmenso escándalo de la injusticia que da muerte en la historia, y que el modo de enfrentar ese escándalo es la forma cristiana de enfrentar también el escándalo de la propia muerte personal. Dicho en otras palabras, el coraje cristiano en la propia resurrección vive del coraje para superar el escándalo -histórico de la injusticia; la necesaria esperanza, como condición de posibilidad de creer en la resurrección de Jesús como futuro bienaventurado de la propia persona, pasa por la práctica del amor histórico de dar ya vida a los que mueren en la historia. Leer más…

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