“Los enigmas del caso Luciani“, por Pedro Miguel Lamet
Leído en su blog:
“Yo no sé si lo mataron o no. Pero hay muchos cabos sueltos en esta historia”
No salía de mi asombro. En aquel verano de 1978 acabábamos de enterrar a un papa, Pablo VI, y de elegir a otro, Juan Pablo I, que los medios calificaron enseguida como “el papa de la sonrisa“. A los 33 días regresaba a Roma
¿Qué había pasado? ¿Cómo explicar una muerte tan repentina? Ya entonces se desataron las especulaciones: que si estaba enfermo del corazón, que si el estrés había afectado el psiquismo de un hombre que no se sentía con fuerzas para gobernar a la Iglesia, y, como inevitable, la hipótesis del envenenamiento.
El libro publicado en 1984 por Yallop, “En el nombre de Dios”, ofrecía escasas fuentes y pruebas. Pero vendió seis millones de ejemplares al aprovechar el escándalo bancario del Vaticano, que involucró a la logia masónica P2 y al banquero italiano que había muerto en misteriosas circunstancias
El Vaticano organizó un contraataque a través del arzobispo John Foley, que encargó la redacción de un libro-respuesta al periodista británico John Cornwell. Juan Pablo II le invitó a su misa privada y le bendijo el proyecto. La obra se centró en atacar la teoría de la conspiración. Según los argumentos de Cornwell, el breve pontificado de Juan Pablo I se estaba precipitando hacia el desastre y muchos en el Vaticano lo sabían
El obispo Antonio Montero, último responsable entonces de la casa editora de Vida Nueva, me exigió que escribiera al nuncio pidiendo perdón por haber publicado el dossier de Jesús López, aunque yo seguía ignorando por qué, si se había publicado solo como una hipótesis. López fue destituido de su cargo en la Conferencia Episcopal
Yo no sé si lo mataron o no. Pero hay muchos cabos sueltos en esta historia. Desde luego tenía proyectadas reformas importantes en la Iglesia desde su bondad y también ingenuidad
Encubrimiento oficial bajo capa de beatificación, por Jesús López Sáez
Jesús López Sáez: “¿Cómo calificar una beatificación que encubre un asesinato?”
No salía de mi asombro. En aquel verano de 1978 acabábamos de enterrar a un papa, Pablo VI, y de elegir a otro, Juan Pablo I, que los medios calificaron enseguida como “el papa de la sonrisa”. Yo hacía unos días que había regresado de Roma, donde había cubierto el relevo papal para el semanario Vida Nueva, de la que era redactor-jefe y el diario Pueblo, cuando a las ocho de la mañana del 29 de septiembre, me despertaron con la noticia de que el recién elegido papa Luciani había muerto. ¡Había durado 33 días en el solio pontificio!
Hipótesis de una muerte
Tomé el primer avión y regresé a Roma. Me encontré, como era de esperar, a la ciudad conmovida y a la voraz prensa italiana revolucionada. ¿Qué había pasado? ¿Cómo explicar una muerte tan repentina? Ya entonces se desataron las especulaciones: que si estaba enfermo del corazón, que si el estrés había afectado el psiquismo de un hombre que no se sentía con fuerzas para gobernar a la Iglesia, y, como inevitable, la hipótesis del envenenamiento. Pero sobre todo la falsa noticia difundida por el Vaticano de que un sacerdote fue el que encontró el cuerpo muerto del papa, para evitar reconocer que la primera en descubrirlo fue una mujer Se trataba de una religiosa, sor Vicenza, que tenía la costumbre de llevarle todos los días un café a la capilla donde celebraba la eucaristía y, al no encontrarlo, fue a su cuarto y lo halló muerto con los lentes caídos junto a unos papeles que debía estar leyendo, al parecer un discurso admonitorio dirigido a los jesuitas. Recuerdo perfectamente uno de los titulares de un periódico romano: Suor Vicenza, quella suora che sa (“Sor Vicenza, esa monja que sabe”).
También en esos días se habló mucho de que no se había hecho la autopsia. Por lo visto por respeto no es costumbre hacérsela a los papas. Un día me enteré de que, de hecho, las vísceras papales se conservan en la pequeña iglesia de San Silvestro, la que está justo al lado de la Fontana de Trevi. Esas y otras crónicas de aquellos días están publicadas en el libro escrito por el equipo de la revista, “Del papa Montini al papa Wojtyla: Los 75 días que estremecieron a la Iglesia” (Mensajero, Bilbao, 1979).
Un pliego envenenado
El siguiente episodio de mi experiencia en el caso Luciani sucedió siendo yo director del semanario Vida Nueva, cuando me llegó un dossier escrito por el sacerdote abulense Jesús López, director de la Comunidad Ayala de Madrid y por entonces director también del Secretariado de Catequesis de la Conferencia Episcopal, que sostenía, en la línea de Yallop, la tesis de que Juan Pablo I había sido asesinado.
Su teoría era que Juan Pablo I había sido envenenado, abatido por el “estado lamentable” del Vaticano, justo antes de que él pudiera revelar la corrupción en sus más altos niveles. El libro publicado en 1984 por Yallop, “En el nombre de Dios”, ofrecía escasas fuentes y pruebas. Pero vendió seis millones de ejemplares al aprovechar el escándalo bancario del Vaticano, que involucró a la logia masónica P2 y al banquero italiano Roberto Calvi, presidente del Banco Ambrosiano que había muerto en Londres en misteriosas circunstancias, y aludía a la corrupción financiera vaticana. Yallop citaba a seis personas a las que beneficiaba que el Papa fuera destituido repentinamente. Una de ellas era el arzobispo estadounidense Paul Marcinkus, que dirigía el Banco del Vaticano (IOR) y que con el tiempo acabaría perseguido judicialmente. En 2019, el italiano Antonio Raimondi, ex integrante de la mafia Colombo, confesó haber ayudado su primo Marcinkus a matar al Papa Juan Pablo I en 1978, cuando tenía 25 años, para mantener encubierto un fraude financiero. Con Marcinkus ya tuvo problemas Luciani siendo patriarca de Venecia, porque subió los intereses en IOR (Banca Vaticana) tras la venta al Banco Ambrosiano. Solo que el patriarca entonces se limitó a aconsejar a sus curas que abandonaran la entidad bancaria, sin denunciarla públicamente para evitar problemas a Pablo VI. Pero desde entonces tenía en la cabeza la necesidad de limpiar las finanzas vaticanas.
El Vaticano organizó un contraataque a través del arzobispo John Foley, que encargó la redacción de un libro-respuesta al periodista británico John Cornwell. Juan Pablo II le invitó a su misa privada y le bendijo el proyecto. La obra se centró en atacar la teoría de la conspiración. Según los argumentos de Cornwell, el breve pontificado de Juan Pablo I se estaba precipitando hacia el desastre y muchos en el Vaticano lo sabían. La Curia se habría burlado del nuevo Papa por considerarlo sencillo, infantil, con una “mentalidad de revista ´Reader’s Digest’”. Y se estaba rompiendo personalmente bajo la presión de su cargo. Apoyándose en gran medida en entrevistas con los sacerdotes-secretarios de Juan Pablo I, Cornwell describió al Papa como una persona que preguntaba a diario: “¿Por qué me eligieron a mí?” Juan Pablo creía, según esta tesis, que su elección había sido un grave error.
El libro de Cornwell incluía una anécdota significativa que le había contado a uno de los secretarios de Juan Pablo I, John Magee, sobre un día en que el Papa lanzó al aire un puñado de documentos mientras caminaba por uno de los jardines colgantes de las azoteas vaticanas. Las páginas revolotearon, esparciéndose por los tejados, y el Papa musitaba entristecido: “Dios mío, Dios mío”. Magee sugirió al pontífice que se fuera a descansar. Los bomberos vaticanos se encargaron de recuperar los papeles, pero el Papa se echó acurrucado en posición fetal en su cama, según Magee.
Acabó imponiéndose pues la teoría de problemas circulatorios o una embolia. Lo más discutido de la teoría Cornwell es que la enfermedad del papa estaba relacionada con un delicado estado mental y a que incluso encontrándose mal, no quiso llamar al médico. Es más, algunos insinuaron que era un papa que quería morir. Su hermano, Eduardo Luciani, contó que un día comiendo en familia se levantó de la mesa pálido, cuando se habló sobre Fátima. Suponía que sor Lucía, la vidente, le habría anunciado algo sobre su próxima muerte.
De cara a la beatificación
Iniciado del proceso de canonización, cuatro décadas después, y tras la atribución de la curación de una niña argentina de 11 años en 2011 como milagro, Roma ha anunciado su beatificación para el próximo 4 de septiembre. Todo ello ha supuesto la revisión de cinco volúmenes de documentos, especialmente gracias el trabajo de Stefania Falasca, vicepostuladora de la causa y autora del libro Crónica de una muerte, quien ha calificado de “literatura negra” y “basura sensacionalista” las historias publicadas, incluidas las de Cornwell. Sin embargo, los documentos analizados indican que los médicos no detectaron problemas de salud urgentes durante los chequeos de rutina que le efectuaron durante el mes que vivió Juan Pablo I como Papa. Si hubo señales de advertencia, estas provenían de su historial médico: varias personas de su familia habían tenido muertes repentinas y tres años antes había sido hospitalizado con un coágulo de sangre en el ojo. Se insistía por tanto en los problemas circulatorios. Falasca, que también es periodista del semanario católico Avvenire, cita las opiniones contradictorias y no se inclina por cuál es la tesis más probable.
En Forno di Canale, hoy Canale d´Agordo, pueblo natal de Luciani, aseguran que la muerte, por la situación de esta villa dolomita empobrecida durante años ha sido un tema obsesivo. Los hombres a menudo no llegaban a los 60 años. Las muertes infantiles eran comunes. Uno de sus hermanos menores murió siendo un bebé, al igual que tres hermanos mayores, todos llamados Albino. El niño que se convertiría en Papa recibió el mismo nombre que los hermanos fallecidos y le costó sobrevivir a sus primeros días, después de nacer con el cordón umbilical alrededor del cuello. En Canale d’Agordo piensan que no murió por casualidad, que “era un hombre puro frente a malas personas”.
Volviendo a mi experiencia periodística en este caso, acabé publicando en Vida Nueva el famoso pliego que sobre Luciani me había enviado Jesús López; eso sí, con una nota de la redacción en la que advertía que se trataba solo de una hipótesis sin más y que la revista no se comprometía con esa tesis. A pesar de todo, el obispo Antonio Montero, último responsable entonces de la casa editora, PPC, me exigió que escribiera al nuncio pidiendo perdón, aunque yo seguía ignorando por qué, si se había publicado sólo como una hipótesis. Tanta importancia tuvo el evento que este prelado fue llamado a Roma y tratado a cuerpo de rey para convencerle de la tesis oficial. A Jesús López acabaron echándole de su cargo en la Conferencia Episcopal y a mí, a la larga, de la dirección de Vida Nueva, aunque desde luego no solo por este motivo. Sin embargo, al despedirme, el obispo no dejó de recordarme: “Pedro, aquel pliego…”
El hecho es que Jesús llegó a publicar tres libros sobre el caso Luciani reafirmándose en su tesis de que se ocultaron datos sobre la muerte de Papa y que se mintió y se extorsionó a la opinión pública. Jesús, incansable, sigue recabando datos.
Yo no sé si lo mataron o no. Pero hay muchos cabos sueltos en esta historia. Desde luego tenía proyectadas reformas importantes en la Iglesia desde su bondad y también ingenuidad, entre ellas de limpieza económica, promoción de la mujer, etc. La monja-testigo, Sor Vicenza, le dijo llorando a López en la plaza de San Pedro: “El mundo debe saber”. Y el secretario del papa fue marginado destinándolo de capellán de disminuidos a un remoto pueblo de la montaña. Pero también -todo hay que decirlo- el cargo sobrepasaba sus fuerzas de buen cura de pueblo y obispo postoral, cercano y sencillo que visitaba su diócesis en bicicleta; era un poco “bendito” y bastante conservador, como muestran sus “Ilustrissimi”, las sencillas cartas que publicaba en la prensa como cardenal. Pero eso no quita nada a que fuera personalmente un verdadero santo, e incluso un “mártir”, como dice Jesús López en otro sitio de Religión Digital. O al menos, como siguen asegurando en su pueblo, “un hombre puro entre malas personas”.
Lo que sí puedo asegurar es que nunca en mi trayectoria profesional se ha armado tanto revuelo como ante la publicación de aquel pliego. Allí no se acusaba a nadie. Pero cuando el río suena… Yo, cuando me encuentro a Jesús López, lo presento con humor: “Aquí, fulanito, aquí el asesino de Juan Pablo I”.
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