Creer (II)
De su blog Juntos Andemos:
A Teresa de Jesús le apasionaba la idea de que Dios pudiera comunicarse con los seres humanos. Para ella, creer significaba vivir en relación con Dios, y eso había supuesto adentrarse en un océano infinito y encontrar la amistad verdadera. Abrirse a un misterio inagotable y sacar lo mejor de sí.
Por eso, le entusiasmaba «engolosinar», contar a los demás sus descubrimientos y su experiencia —«no diré cosa que no la haya experimentado mucho», decía. Todo, para mostrar esa verdad: Dios se comunica y busca a los seres humanos para trabar amistad con ellos. Si desgrana su experiencia, es más para contagiar que para convencer.
Hoy, resulta tanto más increíble que haya un Dios que quiere relacionarse con los seres humanos. Y, de hecho, son muchos los que no creen. J. Sádaba afirmaba, y muy razonablemente, que es comprensible que se busque un «Ser salvador que nos espere al final de una cansada vida, que la comunidad nos proteja» y un «Más Allá que redima de todos los males». Se entiende que haya «ganas de creer» –decía– pero no que se crea.
Sin embargo, el ser humano busca. En su interior, un deseo sigue llamando a la puerta cuando intuye que su vida es «algo más» y que no está solo en lo profundo de sí. Quiere ver, sentir profundamente y tocar, saber de verdad. Y no solo para calmar ansiedades.
Para vivir la fe, el escepticismo no es una traba, ni los recurrentes racionalismos. Tampoco los sistemas que reprimen –como en el caso de Teresa a quien, por ser mujer, querían reducir a una vida sin espíritu–. En todo caso, hasta en los contextos más impensables para ello, Dios ha mostrado que quiere y puede comunicarse. Y que siempre lo hace de manera gratuita y sin imponerse, sin crear élites aislantes.
Teresa, como si escuchara a lo largo del tiempo, habla a unos y otros: a quienes quisieran ver para creer y a quienes quieren ver porque creen. «Si os da pena no verle con los ojos corporales»… podéis «esforzar la fe» y procurar «cerrar los ojos del cuerpo y abrir los del alma y miraros al corazón». Y, en todo caso, «haced lo que pudiereis de vuestra parte para que os la dé [la amistad que deseáis]».
Pensaba ella que para mostrar que su Dios tenía unas «entrañas tan amorosas… que no nos dice pidamos cosas imposibles», lo mejor era verle actuando. Porque así se abría para todos la esperanza de entrar en contacto con ÉL. Y decía: viendo que Dios «es tan bueno que a una persona ruin tanto se comunica, a muchos les parece que así hará a ellos». Y al decir «ruin», quería decir cualquier persona, alguien del mismo barro, desconchado y precioso.
Para iniciar en la fe y aprender a ver no sirven las recetas y no valen los rituales, aunque la experiencia auténtica no suele desdeñar fácilmente los andamios de las tradiciones religiosas. Porque, cuanto mayor es el calado del espíritu humano, mayor es el respeto por todo lo que concierne a la vida de las personas. Sin embargo, se relativiza todo medio y método, porque avanzar en el espíritu es, también, entrar en un camino de des-absolutización de todo.
Teresa avisaba, con ironía preocupada, del peligro de querer prescindir de todo –y para ella, el centro de ese todo era Jesús humanado–: «Apartados de todo lo corpóreo, para espíritus angélicos es estar siempre abrasados en amor, que no para los que vivimos en cuerpo mortal».
Y compartía sus intuiciones: a la fe, que es un encuentro regalado, se accede a través de la sinceridad y la libertad, porque sin ellas no hay verdadera relación. Y necesita ser discernida, porque no es difícil autoengañarse —de ahí su afición a los letrados.
Tampoco es cuestión de muchas menudencias, sino de corazón grande y entendimiento abierto. Importa mucho la confianza en uno mismo y la sensatez en todo. Y, más que nada, el amor sincero, sin el cual se desdibuja todo, hasta corromperse el viaje de la vida.
Para «esforzar la fe», Teresa crea un clima de confianza: «No hayáis miedo que, aunque no se vea con estos ojos corporales, de sus amigos esté muy escondido. Estaos vos con él de buena gana». Y empieza a escalar hacia el interior, compartiendo sus vivencias. Por ejemplo, cuando tenía «un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí o yo toda engolfada en Él».
En los escritos de Teresa, hay muchas páginas dedicadas a inspirar aliento y confianza en un Dios amigo y buen conversador, que no se cansa de hacer bien. Por eso dice: «A los que se han de aprovechar de su presencia, Él se les descubre; que aunque no le vean con los ojos corporales, muchos modos tiene de mostrarse al alma por grandes sentimientos interiores y por diferentes vías».
Revivir con otros creyentes el encuentro que arrancó de sus entrañas la confesión sencilla y total: ¡Señor mío y Dios mío!, es un estímulo. Con esas u otras palabras, confiesan la presencia viva de Dios y renuevan la convicción de que un contacto profundo, real y personal es posible.
Recordar la fe compartida es un modo de abrirse a la confianza de «que es posible… comunicarse un tan gran Dios», sencillamente porque se ve que Él «de buena gana se está con nosotros».
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